XVI

A lo largo del día se fueron adhiriendo al plan de ir a la playa unos veinte o treinta. Chicos y chicas. Hacía un día luminoso y el cielo estaba azul, inmóvil y muy alto. Supongo que se habrán fijado en la movilidad del techo del cielo, a veces aparece a pocos metros de nuestras cabezas, tan cerca que nos parece tenerlo al alcance de las manos dando un salto; otras parece estar a una distancia infinita que se pierde en el interminable fondo azul. Hacía calor, bastante calor, para algunos mucho calor dependiendo de dónde venía cada uno. Cornelie me dijo que hacía un calor sofocante. Es cierto que el sol no tenía la contundencia del de Madrid, pero superaba al de los días buenos de La Coruña. A la hora del lunch las chicas aprovecharon para ponerse el traje de baño debajo del vestido y salir hacia la playa de Sheringham tan pronto como termináramos el trabajo. Cornelie me propuso llevar El extranjero de Albert Camus y leer las escenas de la playa de Argel para comprobar las diferencias con la de Sheringham. Me encantó la propuesta, lo llevaría. Formamos una verdadera caravana, las chicas llevaban vestidos ligeros y fáciles de quitar para quedarse en bikini y no andar perdiendo el tiempo buscando rincones en la playa para cambiarse. En el camino Frank me dijo que le dolía un poco la cabeza, no estaba acostumbrado a acostarse tan tarde, le respondí que a mí me pasaba lo mismo, a pesar de que yo no había fumado —solo me limité a tomar dos copas de whisky, como más dos y media—. Cornelie vino a hablar con Astrid, no sé qué secreto tendría que decirle porque se la llevó aparte. Steven colgaba el saxo del cuello, lo tenía reluciente, había dudado entre ensayar en el viejo pub abandonado o venir a la playa, eligió la playa para experimentar cómo sonaba el saxo con el ruido del mar al fondo. El mar del Norte es bastante ruidoso incluso cuando está en calma. El grupo de italianos entonó canciones napolitanas para impresionar a sus parejas nórdicas. Hablaban en voz alta sobre la suavidad de la arena y el sol intenso de las playas de Portofino, de Sorrento o de San Remo; prometían llevarlas a esas playas el verano siguiente.

Me vino a la cabeza una idea disparatada que no tenía ninguna relación con las promesas que hacían los italianos a sus chicas. Las ideas son como los pájaros exóticos que vuelan cuándo y cómo les da la gana. Evocando la charla de anoche con Frank recordé haber leído que los judíos solo se casaban entre ellos, pero no sabía si era verdad —sobre los judíos se exagera mucho, de ahí las leyendas que les rodean—. No le había dado importancia, para mí no la tenía, ya que era una posibilidad tan remota como la de viajar a la luna. Nunca había pensado en los judíos, ni si Isabel la Católica había hecho bien o había hecho mal expulsándolos de España. Desde que Frank me contó la terrible historia de su familia, cambió mi percepción sobre los judíos, comprenderán que seis millones de muertos son demasiados muertos y eso repercute en cualquier espíritu medianamente sensible. Aprovecho para confesarles que soy un sentimental. Le di vueltas a estas cosas mirando a Astrid, tan exacta, tan claramente rubia, tan transparente en un cuerpo aéreo y atlético a la vez. Para salir de dudas le pregunté a Frank si los judíos podían casarse con quienes no lo eran. Recibió la pregunta con naturalidad, debía de estar acostumbrado a que se la hicieran o a comentarla con los de su raza. No es una obligación, respondió, al menos ahora, hubo tiempos y países en que sí, entre otras razones porque nadie quería casarse con judíos o con judías. En general nos casamos con miembros de la comunidad, pero ya es bastante frecuente ver matrimonios mixtos, de hecho yo tengo amigos y amigas casados con gentiles. Entre los ortodoxos de la kipá y los hasidin de los tirabuzones está mal visto. Los otros somos bastante más tolerantes y liberales; cada caso es distinto y recibe tratamientos diferentes. Para salir del enredo de las hipótesis le pregunté a Frank:

—¿Piensas casarte con Astrid? —lo hice en tono de broma porque sería ridículo preguntarlo en serio, y no soy tan estúpido.

—No lo sé. Qué cosas más raras preguntas —respondió—. Podría, pero es muy pronto para tomar decisiones en ese sentido. Lo del matrimonio está todavía muy lejos, no pienso en ello. ¿Tú lo piensas? Puede ser que andes buscando sin saber qué buscas, pues vas de una a otra y parece como si te asustara quedarte con una. Ingrid dice que no sabes lo que quieres, que eres un picaflor.

La verdad es que caminando hacia la playa hablando de matrimonio sonaba raro en unos tíos de nuestra edad, pero yo quería saber, lo quería saber, y fui directamente al grano; a veces soy así de simple y me arrepiento como ahora y trato de arreglarlo, no siempre con fortuna. Sentí necesidad de arreglarlo con otra pregunta y me dirán si lo he empeorado o no después de leerla.

—Perdona, te he preguntado lo de casarte con Astrid porque lo quería saber por curiosidad cultural, tenía interés en conocer cómo reaccionaría tu familia ante un planteamiento así. Para mí los judíos sois un misterio, de hecho es la primera vez que hablo con un judío.

—Con mi familia no habría ningún problema, es evidente que Astrid es muy guapa, inteligente y bien preparada. Y, además, es judía. Como comprenderás, en este caso no existe el problema que tú planteas, tampoco lo existiría en otras circunstancias.

—¿Astrid, judía? No me digas. Es la típica nórdica, parece una princesa vikinga de las que salen en las películas.

—Pues es judía, su madre pertenece a una tradicional familia askenazi; su padre, no. Su padre es noruego. Vikingo puro. Como ves sus padres no tuvieron los prejuicios de los que tú hablas.

Siguió hablando de que en el judaísmo la madre es la que trasmite la identidad judía, la pertenencia al pueblo. La mayoría de los comentaristas lo justifican diciendo que el ser judío está en nuestra alma y el alma la moldea la madre y en menor medida el padre. Mi padre dice que la cosa es más simple, sostiene que la ley judía con una sabiduría vieja y desconfiada sitúa la transmisión de la identidad en la madre porque sobre la paternidad puede haber dudas, sobre la maternidad, no. Nos cortó la trascendente y linajuda conversación el trote de un caballo que provocó gritos de susto en la caravana de bañistas cuando ya enfilábamos el camino de entrada a la playa. No había señales de susto en el trote rítmico del caballo, de lo contrario hubiera emprendido la huida a galope y en vez de eso se limitaba a avanzar a trote aunque desobedeciendo los gritos de Mr. Arthur Wilson, que le ordenaba que se detuviese, pero el caballo ni caso. Al pasar al lado del italiano Mario Coratti, lo cogió de la crin y de un salto lo cabalgó con la maestría de uno de esos vaqueros que salen en la películas del Oeste, lo puso a galope en el paseo de la playa y con la maestría de la experiencia le hizo dar varios caracoleos, incluso los veraneantes y gentes de Sheringham que estaban tomando el sol le aplaudieron y nosotros le jaleamos además de aplaudirle. Este tipo de habilidades inesperadas, pero exhibidas en el momento oportuno, provocan admiración. A mí me la provocó. Mario Coratti llevó el caballo hasta donde estaba Mr. Wilson, que se lo agradeció con un abrazo. Mr. Wilson, aunque se conservaba bien para sus casi setenta años, carecía de velocidad para seguir el trote del caballo.

—Montas muy bien, muchacho. ¿Dónde aprendiste? —le preguntó.

—En casa siempre tuvimos caballo, mi padre es veterinario en Roca di Papa, pueblo de las afueras de Roma, y necesita el caballo para ir a visitar a los animales enfermos que no pueden desplazarse hasta su consulta. Monto desde pequeño.

—¿Sin instructor?

—Desde pequeño se aprende por instinto. Nadie me enseñó a montar, no fui a escuelas de equitación.

—Pues tienes un montar muy académico. Mucho estilo, sí señor, tienes mucho estilo.

—Gracias, señor Wilson. Tal vez se deba a la calidad del caballo. Es un caballo con clase, se nota nada más verle moverse.

—Fue un gran caballo, ahora ya es viejo. Perteneció a la yeguada de la reina. Cuando lo compré me dijeron que lo había montado la reina Isabel desde sus tiempos de princesa, incluso quisieron subirme el precio por ese detalle, pero no tenían certificados que lo acreditaran y aunque los tuviera serían lo mismo. Me negué en redondo a añadir un solo penique sobre el precio tasado porque yo no quería llevar el caballo para un museo sino para mi servicio. No soy mitómano, nunca pujaría por el sujetador de Marilyn Monroe que subastaron las pasadas Navidades para obras de caridad en Nueva York y alcanzó los setenta mil dólares. Si lo consideramos al peso, el precio del sujetador estaría por encima del de los pechos, añadió sonriendo. La misma Marilyn se lo entregó al beneficiario. Era de color rojo. No cabía duda de que el señor Wilson tenía sentido del humor. Por otra parte en ninguna noche de luna o sin luna, añadió, vi la sombra de la princesa o de la reina Isabel cabalgar sobre el caballo. Si esa alucinación se produjera, las cosas serían distintas, pero los espejismos solo se dan en los desiertos.

Dejamos de caminar hacia la playa para rodear y escuchar a Mr. Wilson charlando con Mario Coratti. Después del sujetador de Marilyn y el caballo de la reina nos preguntó de dónde veníamos y al oír tal diversidad de países comentó que parecíamos una delegación de la ONU. Le reímos la gracia, aunque a decir verdad no tenía mucha, era más ingeniosa la subasta del sujetador de Marilyn Monroe. Antes de despedirse llamó al camarero del café Sailor, que estaba en la esquina, y le ordenó que después del baño nos sirviera a todos cerveza antes de subir a Rookery. Se lo agradecimos. Mr. Wilson montó a Bay, así se llamaba el caballo que había pertenecido a la reina y subió trotando hasta su cottage situado cerca de donde limpiábamos los tulipanes.

Nos impresionó que el caballo perteneciera a la reina y sobre todo que lo hubiera cabalgado desde sus tiempos de princesa, aunque sus reales posaderas no habían dejado el menor rastro, pero esas cosas se marcan en la imaginación, es el poder y el atractivo de los mitos. En buena parte vivimos de sombras y simbolismos. Si pudiéramos rebobinar hacia atrás la vida del caballo veríamos cómo un día o muchos días la reina ponía el pie en el estribo para situar el cuerpo sobre la acogedora montura, porque sin duda el sillín de la reina sería de sedas, platas, terciopelos y pieles suaves de linces de Beocia, que según dicen son las más suaves de la tierra. Pero rebobinar la historia es imposible, por eso el que la reina lo haya montado o no carece de importancia. Es solo un recuerdo para ella. Los primeros compañeros que llegaron a la playa y pisaron el agua lo hacían dando temerosos saltos en la orilla, de fuera adentro, hasta que algunos se fueron metiendo hasta que les dio por las rodillas y luego hasta la cintura asegurándonos a voces que estaba buena, también confirmaban que estaba buena los del pueblo y los veraneantes que se estaban bañando. Era una playa rara, tan rara como singular, parecía un interminable bosque de piedras. La arena en el borde del agua era fina y castaño clara, después, a medida que se alejaba, se volvía un poco más gruesa, pero no demasiado. Antes califiqué el paisaje de bosque de piedras, pero debí decir peñascos ya que algunos tienen más de dos metros de altura y formas variadas, parecen esculturas modernistas. Son docenas y docenas a lo largo de más de un kilómetro o así. Yo seguí a Cornelie, que caminaba junto a Steven, para ver cómo se quitaba el vestido, nos colocamos entre dos peñascos en la parte donde daba el sol y después vinieron los otros, los de siempre, más dos italianos con sus parejas que últimamente se unían a nosotros con frecuencia. Lydia hizo una demostración de su agilidad andando sobre las manos, parecía una acróbata de circo. Astrid la imitó y salió airosa con los cinco primeros movimientos, pero terminó cayéndose. Cornelie desabrochó lentamente los doce botones del vestido y de nuevo vi su cuerpo como una revelación de la belleza; reprimí la tentación de abrazarla, de apretar la insolente soltura de sus pechos. No era el lugar ni el momento. Hacía calor, el aire estaba quieto y el sol caía en vertical. Era un mar ruidoso, incluso cuando estaba en calma. Más que los del sur. Un matrimonio que estaba cerca de nosotros predijo que más tarde vendrían olas altas. Steven sacó el saxo, se apartó unos veinte o treinta pasos de nosotros y comenzó a encadenar elásticos ritmos de jazz; al fondo sonaba el mar como una gran orquesta con Steven de solista indiscutible. Alternaba blues giratorios con jazz fusión, improvisaba soltando la música que le bullía en el cerebro para volver a Louis Armstrong o a Miles Davis. Enroscando unas melodías con otras se estaba superando a sí mismo. Los bañistas empezaron a rodearle, no solo los del campo sino también los que estaban de vacaciones, y muchos del pueblo fueron llegando al conjuro de la música. Steven tocaba caminando de una parte a otra y le seguíamos como al flautista de Hamelín. A veces al saltar de una melodía a otra le interrumpían con chillidos y con bravos como si estuvieran en un auditorio. Al cabo de cuarenta minutos dijo que no podía más y dejó de tocar entre aplausos y con la playa puesta en pie, no había quedado nadie sentado en las toallas, ni dentro del agua. Había hecho el milagro de convertir un monótono día de playa en día de fiesta. Dijo que tenía sed y le trajeron tres jarras grandes de cerveza negra; la primera la bebió a tragos continuos, sin soltarla, las otras a tragos lentos y espaciados, pero terminó las tres y se quedó dormido. Lydia, Ramón Pereira y Berta, la que tenía cara de caballo y me persiguió durante los primeros días, había ligado con firmeza a un jinete portugués y los cuatro se alejaron mar adentro. Eran unos excelentes nadadores, se les notaba nada más verles mover las piernas y los brazos. Astrid y Frank daban saltos en la orilla, ella de vez en cuando hacía incursiones mar adentro para volver junto a Frank que no sabía nadar. Cornelie y yo vimos cómo Steven se iba durmiendo hasta que se quedó completa y profundamente dormido. La cerveza había hecho bien su trabajo. Abrimos El extranjero de Camus y buscamos las páginas donde describe la playa de Argel, la Alger Plage. Leeríamos en voz alta saltando de unos párrafos a otros en busca de los látigos del sol; Cornelie me había dicho que su padre comentaba que lo más llamativo de la obra de Camus eran los constantes latigazos de sol que iba soltando a lo largo de las páginas de sus novelas y ensayos. El sol es una constante en la obra de Camus. Le pedí a Cornelie que leyera y leyó: «El sol caía casi a plomo sobre la arena y su destello sobre el mar era insoportable. El sol era ahora aplastante. Sobre la arena, el sol jadeaba con toda la respiración rápida y ahogada de sus pequeñas olas. Toda una playa vibrante de sol se apretaba a mis espaldas. El fuego del sol ardía en mis mejillas. Solo sentía los címbalos del sol sobre la frente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para vomitar fuego. Sacudí el sudor y el sol.»

—Tanto sol me quema —dijo Cornelie.

—Yo estoy ardiendo —contesté.

—Vamos al agua —dijo. Dejó el libro y salió corriendo hacia el mar, apartándose hacia una zona donde no había gente. Steven seguía sumergido en un sueño profundo. La seguí.

—Está fresca —comentó después de zambullirse.

Entré lentamente en el agua y empecé a nadar hacia ella al perder pie. Nos alejamos de la orilla. Cornelie quiso que nadáramos juntos. Ella se puso detrás agarrada a mi cintura, yo avanzaba con los brazos mientras ella me ayudaba batiendo los pies. Nadamos un buen rato sincronizados; a pesar de la frialdad del agua yo sentía los ansiosos latidos de su cuerpo que terminó enroscándose en el mío. Quise detener el mundo en aquel instante para disfrutar de la dicha que se desplomaba sobre nosotros, pero inmediatamente nos separó una ola inoportuna. Cornelie corrió hacia Steven, que comenzaba a despertarse; yo me quedé un rato nadando. Terminó siendo agradable nadar en aquella agua fresca, resultaba más intenso el contacto con la naturaleza. Para entrar en calor corrí hacia donde estaban ellos, Astrid se quejaba de que se había torcido un pie por una mala postura. No era nada, se recuperó enseguida y se fue a dar un paseo con Cornelie; tenían una conversación pendiente, pero no nos dijeron sobre qué, las chicas siempre tienen conversaciones pendientes. Frank me dijo que quería probar el agua y nos dirigimos hacia donde me había estado bañando con Cornelie. Las pequeñas olas habían crecido y no es que fueran muy grandes, pero amenazaban con serlo. A mí me gusta bañarme con olas grandes y cruzarlas un poco antes de que rompan, era mi juego preferido durante los veranos en la playa coruñesa de Riazor. Recordando las antiguas tardes vi que llegaba una bastante grande y me dispuse a cruzarla; no fue fácil porque era más violenta que las de La Coruña, traía más fuerza y me arrojó contra la arena. Al reponerme vi cómo Frank braceaba sin ritmo a unos cuatro o cinco metros de mí, le había arrastrado la ola y no sabía nadar. Asustado de muerte pedía que le socorriera. Nadé hacia él pero otra ola lo llevó todavía más lejos; estaba descompuesto y apenas lograba mantenerse a flote con brazadas desesperadas, vi que se ahogaba, lancé gritos de socorro, pero el ruido del mar impedía que se oyeran en la playa. Nadé con todas mis fuerzas hacia donde estaba, las olas se habían tomado un breve descanso, logré alcanzar una de sus manos y lo atraje hacia mí, le pedí que se hiciera el muerto y sobre todo que no braceara no fuera a soltarse, me puse debajo de él y con mis brazos sujeté los suyos, lo que me permitía mantenerlo a flote para que pudiera respirar cuando no nos pasaban por encima las olas que eran cada vez más grandes. Yo nadaba con las piernas y empujaba con la espalda, con los brazos imposible, si lo soltaba una de las olas lo llevaría mar adentro y sería imposible salvarlo. Otra ola nos llevó hasta la orilla y al romperse nos golpeó contra la arena. Tragué un poco de agua y por primera vez tuve miedo. La resaca nos devolvió al mar, le sujetaba con todas mis fuerzas para que no se me escapara en aquellos golpes imprevistos, las olas se iban enfureciendo por momentos o eso me parecía a mí.

—Suéltame, sálvate al menos tú, de lo contrario nos ahogaremos los dos. —Mientras lo decía intentó deshacerse de mí, pero le sujeté con más fuerza.

—No digas estupideces, nos vamos a salvar los dos —iba a añadir: o nos salvamos los dos o ninguno, pero me callé, tenía que trasmitirle seguridad. Un grupo se acercó bastante hasta donde estábamos nosotros y a pesar de que les gritamos no nos oyeron, el ruido del mar hacía de silenciador, tampoco podíamos hacer muchos gestos concentrados como estábamos en salvarnos.

—Sálvate tú. Déjame, de lo contrario nos ahogaremos los dos. —Justo en el momento en que lo decía vino una ola y nos arrojó contra la arena con una violencia inaudita. Yo palié el golpe con la espalda, pero Frank dio con la cabeza contra el borde de una piedra redonda y perdió el conocimiento. Me asusté al ver que sangraba por la sien izquierda; tenía que aprovechar la ola que se aproximaba, situarme en su curva superior y que nos llevara a la playa. Así fue, la ola en vez de quebrarse se extendió sobre la arena y nos dejó fuera del mar. Rápidamente arrastré a Frank lejos del alcance de las olas. Seguía inconsciente, pero respiraba con normalidad. Un grupo de unos cuatro o cinco vio mis gestos y oyó mis gritos, corrieron hacia nosotros y se alarmaron al ver tendido a Frank.

—Está vivo —sentenció uno que dijo ser enfermero después de tomarle el pulso.

No hacía falta tomarle el pulso para darse cuenta de que estaba vivo por la cadencia de la respiración, aunque seguía con la cabeza y los brazos abandonados. El que dijo ser enfermero fue a pedir auxilio a la clínica que ocupaba la tercera casa a la salida de la playa, un chalet blanco de dos pisos. Alguien que vio la escena de lejos corrió la voz de que había un ahogado y tanto los que estaban tendidos tomando el sol en la arena como los que se estaban bañando o paseando corrieron en dirección a donde estábamos. Vi cómo se aproximaban Cornelie y Astrid, corriendo, pero todavía ignoraban de quién se trataba; de pronto Astrid se detuvo, concentró la mirada en el cuerpo tendido sobre la arena y acuchilló el cielo y el mar con un grito desgarrador, echó a correr de nuevo y se tendió sobre el cuerpo de Frank abrazándolo entre sollozos. Sus lágrimas tenían el temblor de la amargura. Terrible. La acaricié para que se calmara y le dije que solo era un mareo, que había perdido el conocimiento, pero que estaba perfectamente y se recuperaría muy pronto. No valieron de nada mis palabras porque el hilo de sangre que manaba de su sien le había manchado las manos y el rostro, también los labios por los besos. Con la ayuda de Cornelie la fuimos calmando. Dos trabajadores de la clínica llegaron con una camilla y salieron corriendo llevándose a Frank, les seguimos, un policía o algo así pidió a quienes no formaran parte de su familia que continuaran tomando el sol para no alterar el buen orden mientras le prestaban los debidos cuidados al enfermo, dijo enfermo. No era el momento de hacer matizaciones lingüísticas. Astrid era la viva imagen del dolor desesperado y por eso a Cornelie y a mí nos dejaron acompañarla en la sala de espera de la clínica. Estábamos los tres en traje de baño. Al cabo de una media hora, apareció un tipo de bata blanca en cuyo bolsillo de arriba ponía: médico. Nos preguntó cuál era nuestro grado de relación familiar con el paciente, señalé a Astrid como la novia y nosotros nos identificamos como amigos.

—¿Estáis en Rookery, en la granja de Arthur Wilson?

—Sí. Estamos en el campamento de Rookery y trabajamos en la granja de Mr. Wilson.

—Extranjeros, claro.

—Nosotros sí, él es inglés.

—¿Qué pasó? ¿Fuisteis testigos del accidente?

—Yo, sí. —Y le conté con la más ajustada precisión que pude lo ocurrido.

—Por lo que me dices, en medio de todo hubo suerte. Pudo ser mucho peor. Ya se ha comenzado a despertar. Está bien, la hemorragia de la sien la hemos cauterizado, tenía un ligero corte, le dimos cuatro puntos y le hemos colocado una venda. Hoy se quedará en observación, pasará aquí toda la noche, y mañana si no ocurre ningún percance, que en principio no tiene por qué ocurrir, podrá salir ya totalmente recuperado.

—¿Le quedarán secuelas? —pregunté por preguntar algo—. Lo de si le quedarían secuelas se lo oí preguntar a mi madre cuando mi primo Ángel se descalabró invistiendo con su bicicleta una farola de la plaza de Cibeles.

—¿Secuelas? Ninguna. En realidad lo que pudo ser mortal se quedó en un susto.

A Astrid se le iba iluminando la cara y relajando el cuerpo a medida que escuchaba al médico. Un simple susto. Nos quedamos con esa frase que era el mejor de los diagnósticos. Solo entonces nos percatamos de que estábamos en traje de baño, ellas con unos breves bikinis. Respirando alegría optimista y comentando la buena suerte que habíamos tenido corrimos hacia la playa para vestirnos. Es curioso cómo varían los sentimientos en función de las situaciones. Ahora resulta que se había convertido en buena suerte el hecho de que Frank estuviera a punto de ahogarse y todo quedara en un pequeño corte y en un pasajero mareo. Al volver, encontramos en la clínica a Barry y al viejo Arthur Wilson interesándose por Frank; el médico era amigo de los dos. Estaban muy contentos, no era para menos, una muerte por ahogamiento, y aunque ellos no tuvieran la menor responsabilidad, perjudicaría la imagen de Rookery Farm como campo de trabajo universitario a nivel internacional. A la prensa le gusta recrearse en este tipo de malas noticias con un trasfondo romántico, y, aunque aquí el romanticismo no contara para nada, estaba al alcance de la mano. Seguro que ilustrarían la noticia de la muerte de Frank con una fotografía de Astrid en plan sexy que elevaría la temperatura del morbo. Alejé del pensamiento el veneno de los malos fantasmas, no había por qué seguir dándole vueltas a otras posibilidades si lo ocurrido no había pasado de un simple susto. Seguir hilvanando hipótesis de novela negra era como dibujar rizos de humo. El médico no puso inconveniente en que viéramos a Frank, incluso dijo que le ayudaría a levantar el ánimo; cuando nos disponíamos a entrar decidió que era preferible separar las emociones y en ese caso sería mejor que primero le viera su novia, así que entró sola Astrid. Oímos o creímos oír los besos y los llantos alborozados, pero en realidad no oíamos nada, la habitación estaba de la otra parte en el piso de arriba. Daba al mar. Nosotros subimos al cabo de un cuarto de hora o así, cuando creímos que ya habían vaciado la charca agridulce de las emociones. Le encontramos cogido de la mano de Astrid, recostado sobre dos almohadones. Al aproximarme se incorporó para darme un abrazo.

—Te debo la vida —dijo, y se emocionó al decirlo. Lo repitió dos veces más—: Te debo la vida; gracias, te debo la vida.

—Bueno, solo desde un punto de vista. Si miramos desde el otro lado fui yo quien te llevó hasta esa parte de la playa; si hubiéramos ido hacia otro lado, no hubiera ocurrido nada.

—O estaríais llorando sobre mi cadáver, las suposiciones no tienen límites.

—Lo que pasó, pasó. No le demos más vueltas, me molestan las suposiciones alternativas, sobre todo cuando las cosas salieron bien. Tendemos a lo dramático —dijo Cornelie.

Le quedaba bien la venda sobre la sien. Era azul. Un detalle. Frank recordaba los movimientos de la lucha común contra las olas, lo dijo, pero no dejamos que nos los contara, consideramos que no era bueno revivirlos tan pronto, ya habría tiempo para recordar cuando fuera un episodio del pasado. Dentro de un año, de dos o cuando Julio sea un escritor famoso, añadió Astrid. El médico recalcó lo bien que estaba, era un tío fuerte, en principio se podría ir con nosotros, pero prefería tenerlo controlado una noche más para evitar sorpresas.

—Es tarde. Van a cerrar la clínica. Tenéis que marchar. Despediros —dijo el médico con el tono de las órdenes que parecen súplicas.

—¿Y no le da pena que se quede solo? Con lo bien que estaría si me quedara yo con él. ¡Cuidándole! —comentó Astrid riendo abiertamente.

Reímos todos.

—Estoy de acuerdo, pero conviene evitarle emociones fuertes —replicó el médico.

Steven nos estaba esperando a la entrada de Rookery. ¿Celoso? Entramos a cenar, los cuatro, algunas parejas bailaban y después salían hacia rincones protectores donde ellas pudieran cerrar los ojos y concentrase únicamente en las vibraciones de la piel. Es curioso el variado mosaico de emociones, sentimientos y deseos que pueden convivir en un tiempo tan corto y en unos espacios tan limitados. Nosotros no podíamos hablar de otra cosa, a pesar de que nos lo habíamos prohibido, pero no teníamos nada de qué hablar fuera de lo ocurrido. Cualquier otro comentario sonaría y sonaba a falso. Astrid y yo nos despedimos con un abrazo emocionado, el gesto evitó las palabras. Vi cómo Cornelie y Steven se iban a dar un paseo sin pedir que les acompañara. Me parecía un robo, pero no iba a montar una escena. No tenía derecho. En estos juegos hay ciertas reglas y yo era un jugador clandestino. Debía reconocerlo, no tenía el valor de romper la baraja porque en la baraja estaba también la carta con el nombre de Cornelie. Entré en el dormitorio; el italiano que estudiaba Filosofía en La Sapienza discutía con un francés sobre el suicidio, defendía que era un acto de valor mientras que el francés sostenía que era de cobardía. Nada nuevo por las dos partes. La discusión se generalizó y surgieron matices interesantes, hubo un acuerdo mayoritario en que dependía de cada caso. Una cosa son las ideas universales y otra, las particulares de cada uno. Yo les escuchaba, pero no entré en la discusión porque seguía luchando contra las olas. Quedé dormido en plena lucha marítima sin saber cómo habían cerrado la discusión sobre el suicidio.

Lo primero que pensé al despertar fue cómo habría pasado la noche Frank; suponía que bien. Astrid me estaba esperando a la puerta del comedor charlando con Barry. Le decía que el médico le acababa de comentar por teléfono que todo iba según las coordenadas previstas. Le harán las exploraciones de rigor y me avisarán cuando le den el alta. Yo iré a buscarle, no debéis impacientaros. Antes de mediodía estará aquí.

Las palabras de Barry me tranquilizaron. Ahora a esperar, el mal sueño ha pasado, pero ¡qué mal sueño! Pudimos habernos ahogado los dos.

—No pienses en las hipótesis negativas —me aconsejó Barry.

—De acuerdo. No volveré a decirlo, pero es imposible dejar de pensar. Yo, por lo menos, no mando en la mayoría de mis pensamientos, aunque se lo aconseje a los otros. Si actuáramos conforme a los consejos que damos a los demás, el mundo carecería de emociones.

Barry aconsejó a Astrid que fuera a trabajar, ya que de quedarse le daría demasiadas vueltas a la cabeza.

Tiene razón, pensé, aunque trabajando tampoco podrá borrarlo de la cabeza. Entramos a desayunar, cuando estábamos a punto de terminar apareció Barry, se notaba que traía buenas noticias porque sonreía.

—Me han llamado de la clínica —dijo dirigiéndose a Astrid— para informarme de que las exploraciones han salido bien y que puedo ir a buscarle cuando quiera.

—Llévame contigo —pidió Astrid.

—Es lo que venía a proponerte. Que bajes conmigo.

—Y ¿yo? —pregunté sabiendo la respuesta.

—Tú a trabajar. ¡Qué tío más vago! —dijo de broma.

Me llevaron en un camión para recoger y cargar bulbos en una finca lejana. Fuimos cuatro aparte del conductor. Tomamos allí el lunch. Volvimos más tarde de lo habitual. Lo primero que hice al entrar en Rookery fue buscar a Frank, estaba con Astrid en medio de un grupo que escuchaba atentamente la narración de lo sucedido. Supuse que a pesar de la primera resistencia terminó sucumbiendo ante el asalto de los curiosos. Por mucho que nos hubiéramos prometido no hablar más del tema resultaba inevitable. Al acercarme me recibieron con un aplauso. Sin duda, en la narración, Frank me había asignado el papel de héroe que me iba a acompañar a lo largo de los próximos días, mientras estuviera allí. En el relato que se afianzó entre mis compañeros de Rookery y por la ciudad de Sheringham, mi condición de héroe resultaba absolutamente exagerada, camino de convertirse en leyenda.

Al atardecer jugué un partido de pimpón con Frank. ¡No saben la expectación que despertó! Creo que no faltó nadie, muchos estaban subidos en las sillas y no terminaban de definirse los aplausos, ni los apoyos, hasta que al final bascularon hacia él al ver que iba perdiendo la partida. A pesar de ello, recibí una ovación cerrada, cuando le lancé un drive enroscado que saltó dos metros después de golpear en la mesa. Era el punto que me daba ganador.

—Tenemos que celebrar la salvación de Frank en alguna parte —propuso Cornelie a los de siempre.

Aceptamos.

Decir en alguna parte equivalía a decir en The Red Hat Inn. Y allí fuimos. Ramón Pereira se apoderó inmediatamente del piano y tocó aires populares, en concreto algunas baladas inglesas que los parroquianos secundaron. Después se entabló un desafío, Steven respondía con el saxo las propuestas de Pereira. Intercalaban melodías conocidas con ritmos improvisados, en la improvisación Steven era imbatible. De la neurosis del desafío pasaron a formar un dúo de piano y saxo, el resultado fue sorprendente, parecía que habían pasado la semana anterior ensayando. La fiesta estaba servida, incluso un vecino de Bodham lanzó media docena de fuegos artificiales que había comprado para celebrar su cincuenta cumpleaños. Varias chicas de Bodham y de Holt acudieron a la llamada, olían a perfumes apresurados y eran visibles los maquillajes rápidos. El Red Hat se llenó y en nuestra mesa, la de los amigos de Rookery, no cabían las pintas de cerveza y los platos de salchichas y otros derivados. Con el Only You de los Platters, Ramón y Steven rozaron la perfección emocional. Se bailaba por todas partes, entre las mesas y las sillas, incluso algunas parejas lo hacían detrás del mostrador. No quedó sentada una sola mujer, los únicos que no bailaron fueron los que no encontraron pareja; en aquella confusión Cornelie y yo buscamos una esquina oculta a la mirada de Steven. Su cuerpo latía pegado al mío y el mío al de ella. Comentamos los latigazos de sol que soltaba la obra de Camus. El sol de Camus descendía sobre nosotros.

—Después te esperaré. No te vayas a quedar dormido.

—No te preocupes —respondí. Ardía por que llegara ese después.

Les hicieron repetir dos veces más el Only You. La letra y la música de Only You contribuyen al acercamiento, a la entrega. Nos sentamos, Steven dio por terminada su intervención y vino con nosotros. Tenía sed y se entregó a la cerveza como de costumbre en esas circunstancias. Era bastante tarde cuando salimos hacia Rookery para acostarnos; Steven abrazaba a Cornelie por los hombros y de vez en cuando le daba besos, no hace falta que les diga cómo me molestaba la escena. La vez que más, no exagero si les digo que me resultaba insoportable, pero no podía hacer nada, ella era la novia de Steven. Sería ridículo que le montara una escena. En el tiempo que llevábamos en Rookery, la gente era muy comedida en eso. No vi una sola escena de celos, aunque había frecuentes cambios de pareja, por otra parte lógicos porque casi todos acababan de conocerse y estaban en una fase de coqueteos, lo que pasa es que los coqueteos allí no tenían nada que ver con los españoles, eran auténticas operaciones de tanteo del material por ambas partes. El caso de Cornelie y Steven era distinto, ellos llevaban mucho tiempo de novios en Estocolmo y consideraban el viaje a Rookery como una aventura de pareja. Caminaba hablando con Lydia y Ramón Pereira sin perder de vista a Cornelie y Steven, lo que era una tontería masoquista, pero que me resultaba inevitable. De repente alguien me tapó los ojos con las manos, eran de chica, eso seguro, pero no sabía de quién eran. Estuvo un buen rato pegando su cuerpo al mío, tenía unos pechos poderosos, estaba claro. Pregunté quién era y solo escuchaba una sonrisa que tampoco reconocí. Cuando al fin me soltó encontré a Berta riendo como una loca al tiempo que decía:

—¡Qué guapo estás hoy Louis Jourdan! —Se le trabó la lengua al decirlo. Estaba claro que se había pasado con la bebida, se le notaba también en el andar y en el movimiento de los brazos.

—Parece que tienes un buen toque de cerveza —le dije.

—¿De cerveza? Te equivocas. He bebido vino francés, ¿sabes? Del bueno, del bueno, bueno. He bebido vino francés porque hoy es mi cumpleaños. Lo celebré con unos amigos en Sheringham, me hubiera gustado celebrarlo contigo, pero cuando me acerco a ti desapareces. Creo que eres un fantasma. Te pareces a los fantasmas, eso, te pareces a los fantasmas.

—Acabas de decir que lo celebraste en Sheringham. Este no es el camino de Sheringham.

—Cuando llegué a Rookery después de haber dejado a los amigos de Sheringham, me dijeron que había fiesta en el Red Hat y decidí venir a la fiesta del Red Hat para rematar mi cumpleaños, la verdad es que Ramón y el novio de tu amiga, la sueca, la montaron buena. Cuando atacaron el Only You, te busqué para bailarlo contigo, pero te vi apretando de tal modo a tu amiga la sueca que me dije, no quiero molestarle y no te molesté —arrastraba las palabras al hablar, y las repetía, estaba más borracha de lo que había pensado en un principio.

—¿Y tu amigo el portugués? ¿Qué es de tu amigo el portugués? Los últimos días no os separabais.

—Ni nos vamos a separar. Ha tenido que ir a Londres para ver a sus padres que hacían una escala de dos días a la vuelta de un viaje a Filipinas. Y la mala suerte es que coincidió con mi cumpleaños. Lo celebraremos otro día, si quieres también lo celebro un día contigo e incluso una noche, si lo prefieres. ¿Te atreves? Puedo ofrecerte alguna sorpresa.

—Los portugueses son muy celosos. No debemos correr riesgos.

—Con la sueca también corres riesgos. Los de sangre fría cuando sienten celos son más peligrosos que los de sangre caliente. Te dejaré una novela negra sueca para que veas de lo que son capaces.

—Cornelie es solo una amiga.

—Ya me he dado cuenta —respondió.

Seguía arrastrando las palabras, tenía demasiado vino pero no había perdido la lucidez, incluso me pareció que tenía la sinceridad de los borrachos. Lydia se aproximó a nosotros para preguntar de qué hablábamos con tanto ímpetu.

—De mi cumpleaños —respondió—. Julio dice que estoy más joven que ayer. Y de los celos. Me encanta sentir celos, no será por la falta de práctica.

—El vino debía de estar muy bueno —le dijo Lydia.

—Buenísimo —respondió—. Mis amigos tienen una buena bodega.

Le dio una arcada después de decir lo buena que era la bodega de sus amigos y terminó vomitando en una esquina de la carretera antes de entrar en el patio del campo. Los vómitos olían a vino agrio. Estuvo vomitando un buen rato atendida por Ramón Pereira, mientras Lydia me contaba que ella y el portugués habían entablado gran amistad con un joven matrimonio de Sheringham que criaba caballos de carreras y de vez en cuando iban a montar con ellos. Ahora lo entendía todo, porque no parecía lógico que hubiera celebrado su cumpleaños con amigos sin invitar a Lydia y a Ramón, que se habían convertido en íntimos.

—Ya estoy mejor —dijo.

Se incorporó al grupo y nos pidió perdón. No había nada que perdonar, quien más y quien menos alguna vez pasa por trances así. Fue como si de pronto tomara conciencia de la borrachera, aunque no se hubiera liberado de ella. Continuó caminando amparada por Ramón mientras Lydia me decía —no hacía falta que me lo dijera—, que estaba obsesionada conmigo, ya que consideraba que desde el primer momento la había despreciado e incluso humillado. Tal vez fui un poco duro con ella, pero mi intención estaba muy lejos de querer humillarla y mucho menos despreciarla, la explicación era muy simple: no me gustaba. Hubiera sido peor que le siguiera el juego unos días para acostarme con ella y dejarla después. Pero cada uno vive sus aventuras y sus historias de forma diferente. Durante la celebración Frank me había invitado a ir con él a visitar a su familia en Londres. Dije que sí, si les soy sincero me apetecía mucho conocer a su padre, aunque era consciente de que conmigo no iba a entrar en altas teologías judaicas. Parece que en los últimos tiempos no era su tema de conversación. En el patio, antes de despedirnos, Frank me recordó que tenía un compromiso con él, el fin de semana. Conocería un poco más de Londres, muy poco más porque dos días no dan mucho de sí y aparte tendríamos que estar con la familia, no íbamos a ir de una parte a otra como esos turistas voraces que lo quieren ver todo en unas horas.

Eran las doce en punto. La hora del silencio. Nos retiramos todos. Me acosté sin desnudarme ni poner el pijama, incluso me enfundé un jersey más grueso porque había bajado la temperatura. Al cabo de un cuarto de hora el sueño se había apoderado del campo y fue cuando me levanté para ir al encuentro de Cornelie. Cornelie, mi látigo solar. Cielo desplomado por mis venas. Me deslicé junto a la pared, me estaba esperando en la esquina, dijo que no había entrado en el dormitorio, se había quedado fuera para esperarme. Decidimos ir los dos juntos, corriendo hasta el pajar contiguo a la iglesia de St. Helen; habíamos planeado llegar por separado pero la noche estaba muy oscura, unas nubes negras ocupaban toda la curva del cielo, incluso podría llover. Nunca se sabe en Rookery, donde la lluvia suele llegar sin anunciarse; en Madrid es distinto, la lluvia se anuncia con un día o más de antelación. Hay verdaderos expertos en la previsión de lluvias, incluso se publican calendarios con un año de antelación para toda España. Encendimos la bombilla del pajar, era una bombilla minúscula que apenas daba luz. Justo la que necesitábamos, la media luz. Recordé lo que me había dicho Berta de mi amiga sueca y se lo dije, le preocupó.

—No podemos seguir así —dijo Cornelie.

—No podemos seguir así —respondí yo—. Añadiendo que la quería.

Fue el punto de partida de una conversación en la que les dimos diez vueltas a todas esas ideas. Una cosa era decir no podemos seguir así y otra encontrar la manera de salir del seguir así. El problema era Steven, cómo romper con Steven, no podía dejarlo tirado de un día a otro, había que diseñar una estrategia de distanciamiento, pero no era tan fácil, dado el confesado enamoramiento de ambos.

—Tengo que confesarte algo que no te he contado —dijo después de un silencio largo en el que nos limitamos a acariciarnos suavemente reflexionando sobre lo que acabábamos de hablar.

Me dio un vuelco el corazón. Temí lo peor.

—¿De qué se trata? —pregunté alarmado.

—Steven me dijo que si le dejaba algún día, se suicidaría.

Recibí la confidencia como un latigazo de sol y de hielo. ¿De miedo? No podía calificarlo.

—¿Cuándo te lo dijo? —pregunté.

—La última vez esta noche. Hace un momento. Al despedirnos —precisó.

Quedamos otro largo rato callados, yo no sabía qué decir y supongo que ella tampoco hasta que rompió el silencio:

—A pesar de todo, no podemos seguir así. Tengo que buscar el modo, trataré de no herirle, necesitaré tiempo para terminar de una manera definitiva. Le tengo un profundo cariño y hasta hace poco, hasta que apareciste tú, le quise mucho, estaba o eso creía muy enamorada. Hasta entonces debemos ser prudentes.

Le acaricié las mejillas y dejé mis labios sobre los suyos bastante tiempo. Sin moverlos. Saboreando el latido de sus labios. Un beso pensativo y preocupado. Daría el mundo por besarla a cielo abierto, sin preocupación por que nos vieran.

Cogidos de la mano volvimos hacia el campo con una idea muy clara, así no podíamos seguir.

—Debe de haber una fórmula que no le haga sufrir, ni que le empuje a cometer locuras.

—Tenemos que encontrarla.

—Debo encontrarla. Yo soy la que tengo que encontrarla porque le conozco bien. Dame algún tiempo. Una semana, semana y media como máximo. —Fue lo último que me dijo antes de echar a correr hacia el dormitorio.

Soñé que Steven me perseguía disparando con una pistola más larga que una escopeta. Fue un sueño angustioso porque no dejaba de perseguirme, y yo no lograba burlarle. Siempre lo tenía detrás. Desperté agotado y tardé en convencerme de que había sido un sueño. Solo un sueño. Un mal sueño.