II
Papá apareció con un macuto que no vean. Con cintas de cuero y todo. Era un pozo sin fondo. Se lo regaló su amigo Olegario, coronel de la Legión. Pronunció las palabras coronel de la Legión con mucho énfasis. Tenía las hebillas de plata. Una pasada. Lo llenamos de cosas a voleo y me lo coloqué a la espalda para probar. Tenía razón papá, se adaptaba al cuerpo como un guante. Terminé los exámenes un poco cansado, pero estaba seguro de que las había aprobado todas, aunque desconocía las notas de la mitad de las asignaturas. A medida que se acercaba el día de la marcha crecía mi nerviosismo, pero era un nerviosismo optimista, distinto al de las vísperas de los exámenes. Los amigos decían que me envidiaban. Estudiaba en los más mínimos detalles el mapa de carreteras de Francia y lo llenaba de cruces y de notas a pie de página. Repetía la palabra París y me sonaba lo mismo que si dijera paraíso. Ya saben, la ciudad de la luz, del amour y todo ese rollo. Me la imaginaba llena de ligeras cinturas femeninas moviéndose por las calles. Excitante. No sé si me entienden porque para mí es difícil explicar lo que siento al decir París, desprende un vicioso perfume de mujer. Frente al Madrid hermético y policial, París era el mito de la libertad. Tenía todo bien programado. Minuciosamente. Mi tren, el expreso a Irún-Hendaya, salía a las diez de la noche de la estación del Norte y llegaba por la mañana a la frontera.
Mamá decidió que el domingo 26 de junio, tres días antes de mi marcha, celebraríamos una comida especial de despedida, pondría almejas a la marinera de primer plato y pierna de cordero de segundo. Asaba el cordero como nadie. Era una cocinera excepcional, mi padre decía que era mejor que el chef del restaurante del Ritz, aunque nunca había comido en el Ritz, tampoco había utilizado nunca la palabra chef pero la utilizó al referirse al cocinero del Ritz. Adelantamos la hora de la comida porque papá tenía una entrada para asistir en el estadio de Chamartín a la final de la Copa del Generalísimo entre el Real Madrid y el Atlético madrileño, el derbi por antonomasia de la ciudad. Era un apasionado seguidor del Atlético y los pronósticos eran muy pesimistas para su equipo, todas las quinielas lo daban como perdedor. Muy a su pesar reconocía que sería difícil, por no decir imposible, parar a los Di Stefano, Puskas y Gento que llegaban en plena forma. A los derbis madrileños siempre iba con Félix, el bombero, del que decían que era más merengue que Santiago Bernabéu. Las jugadas polémicas les daban tema de conversación para varios días. Estábamos terminando el postre cuando sonó el timbre, es Félix, dijo papá, pero no era Félix, era su mujer, traía la entrada por si alguien quería aprovecharla, ya que a su marido le había entrado una descomposición tal que no le dejaba salir del retrete. Le compadecimos, no podíamos hacer otra cosa. Le acompañaría yo, aunque como les dije no soy demasiado futbolero, pero se había hablado tanto del partido que me alegré de la descomposición de Félix. El estadio estaba a reventar, cuando anunciaron la llegada del Generalísimo acompañado por su esposa doña Carmen Polo, los aplausos multiplicados por la megafonía resultaron ensordecedores. Después cada jugada era acompañada de gritos alentadores o decepcionados dependiendo de las gradas del campo de donde salían. Papá calmaba los nervios retorciéndose las manos o llevándolas a la nuca en los momentos cruciales. Se agarró la nuca cuando Puskas, caminando despacio como si paseara, fue a la esquina para tirar un córner. Lucía una ligera tripa de cerveza impropia de un atleta, pero todos coincidían en que era un fenómeno fuera de serie. El balón salió de su bota trazando en el aire una curva inverosímil yendo directamente a la red por el ángulo izquierdo de la portería sin que nadie la tocara. La locura. Medio estadio explotó en un griterío delirante, le siguió un remolino de brazos enloquecidos, un manicomio en erupción de locuras. La otra mitad quedó tan helada como si le anunciaran la muerte de un pariente cercano. Nosotros estábamos en la zona de los atléticos, formando parte del cortejo fúnebre. ¡La que hubiera armado Félix con mi padre! Félix decía que iba a la zona de los atléticos para verles sufrir. En la segunda parte cambió la dirección de los sentimientos, ya que Collar primero y después Jones y Peiró marcaron unos goles que al día siguiente la prensa calificaría de soberbios. Nunca vi a mi padre más contento, solo lamentaba que no le acompañara Félix para que su felicidad fuera completa, porque en estas cosas lo que más se celebra no es la propia victoria sino la derrota del otro. Creí que se rompía las manos de tanto aplaudir cuando el capitán del Atlético, Collar, recogió la copa de manos del Generalísimo. En un ataque de generosidad mi padre sacó de la cartera quinientas pesetas y me las dio para el viaje. Una pasta. Una verdadera pasta. A pesar de eso juré que no me subiría a un tren desde la frontera francesa hasta Londres. Quería acumular experiencias novedosas. Un escritor tiene que vivir para después imaginar, decía uno de mis profesores de literatura de bachillerato. Y yo quería ser escritor, guionista de cine era otra forma de ser escritor.
La mañana de la salida mi madre colocó con precisión geométrica la ropa en el macuto, las camisas, los nikis, los calzoncillos, tres jerséis, una cazadora, la chaqueta, dos pantalones. En el viaje llevaría un niki azul y dependiendo del tiempo me pondría un jersey.
El macuto disponía de un espacio para libros y de otro más grande para cosas de aseo. Cabían cuatro o cinco libros, dependiendo del tamaño. Metí El extranjero, de Albert Camus, que acababa de comprar en la librería Celsa de San Bernardo, una antología de poemas de Pablo Neruda, La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes, la inevitable gramática inglesa y el imprescindible diccionario inglés-español. Me aconsejaron que, una vez allí, comprara El ruiseñor y la rosa, de Oscar Wilde, un texto fácil y maravillosamente escrito para comenzar a leer en inglés. A mediodía llegó papá con cara de preocupación. Clara entró radiante del examen de fisiología, lo había bordado, y cuando ella decía que lo había bordado es que era más que verdad porque tenía tendencia a las autovaloraciones pesimistas.
—No es la mejor fecha para que viajes —dijo papá.
—¿Qué? —pregunté alarmado.
—No digo que no viajes sino que no es la mejor fecha para hacerlo.
—¿Por qué? —preguntamos casi al mismo tiempo Clara, mamá y yo. Yo bastante más preocupado que ellas porque me afectaba directamente.
Papá me tendió el ABC abierto por la página 23.
—Lee el recuadro de la izquierda, el que va en letra más pequeña que el resto. Léelo en voz alta.
En la parte izquierda de la página 23 había un recuadro debidamente enmarcado. Lo leí primero para mí y después en voz alta como había ordenado papá. Decía:
Nota del Ministerio de Gobernación.
El Ministerio de Gobernación facilitó ayer la siguiente nota.
A las 20.30 horas de ayer en un furgón del tren correo Barcelona-Madrid, y entre las estaciones de Quinto y Pina del Río, hizo explosión una maleta que contenía una bomba incendiaria y que motivó el incendio de dicho furgón, con todo el equipaje.
A las 8 horas de hoy, en la consigna de la estación del Norte de Barcelona explotó otra bomba incendiaria colocada en una maleta, que había sido depositada momentos antes, provocando, igualmente el incendio del local y los equipajes que en él se contenían.
A las 17 y 25 minutos en la consigna de la estación del Norte de San Sebastián se ha producido otra explosión de un artefacto incendiario encontrado en una maleta que había sido depositada allí previamente.
A las 17 horas 10 minutos en la consigna de la estación Amara de San Sebastián se registró otro hecho análogo a consecuencia del cual resultaron heridas las siguientes personas: María Begoña Ibarrola, de 18 meses, grave; Valeriano Atumendi, de 15 años, de pronóstico reservado; Pascual Muñoz Martín, de 18 años, leve; Francisco Sánchez Bravo, de 42 años, leve, y María García Moras, de 49 años, leve.
Finalmente, en la consigna de equipajes de la estación del Norte de Madrid ha hecho explosión otro artefacto de similares características.
Con estos hechos se ha querido dar cumplimiento a las consignas terroristas que elementos extranjeros en cooperación con separatistas y comunistas vienen propugnando insistentemente.
Después de leer la nota quedamos todos en silencio. Lo rompió papá.
—Ahora comprendéis por qué he dicho que no era la mejor fecha para viajar.
Repasamos el resto de las páginas del periódico para ver si había más información sobre los hechos o algún comentario. Nada. Solo esa nota. En ningún momento, ni por ninguna razón renunciaré al programado viaje, pensé pero no lo dije. También pensé en Eduardo Casal y rechacé la idea de que tuviera algo que ver con las explosiones, lo pensé porque el policía me había dicho que era comunista y habían sido los comunistas según la nota. No comenté nada, ya que mis padres desconocían la existencia de Eduardo Casal y las circunstancias de su detención. Afortunadamente, porque de lo contrario estarían preocupadísimos.
—Pensándolo bien —intervino mi madre—, creo que no debemos tener ninguna preocupación. O menos preocupación que nunca, porque la Policía está sobre aviso y vigilará de manera especial las estaciones y los trenes.
Era una buena razón para alejar temores.
Mi padre me mandó a comprar el Ya para saber lo que decía. Lo fui a buscar y comprobamos que reproducía la misma nota en una página impar. Ningún análisis, ni descalificación de los criminales. Solo esa escueta nota.
Me despidieron con abrazos y lágrimas en la estación del Norte. Mamá y papá me dijeron ten cuidado. Escríbenos pronto. Clara me susurró al oído: pásatelo bien.
En mi compartimento iban dos monjas, tres mujeres de mediana edad y dos hombres bastante mayores. Alabaron mi mochila. Uno de ellos, recordando los días de mili, comentó: parece de un general. Las monjas sonreían con evidente dulzura, y nada más arrancar el tren, nos ofrecieron galletas y rosquillas. Las hacían en su convento. Iban a Burgos, los otros a San Sebastián, yo era el único que iba al extranjero. A Inglaterra, nada menos, señaló una de las monjas. Londres debe de ser una ciudad muy bonita, apuntó el más viejo de los hombres mayores. Les ofrecí parte de mis dos bocadillos. Todos llevaban de comer y lo repartimos. Queso, jamón, dulce de membrillo, chorizos. Una barbaridad de comida. El hombre que dijo lo de Londres sacó una bota de vino enorme, costaba sostenerla. La fuimos pasando de uno a otro, las monjas aceptaron encantadas, les divertía beber de la bota. A la mayor le dio un ataque de tos mientras bebía y manchó el babero blanquísimo del hábito, comentó que no tenía importancia, llegarían de noche y nadie la vería. Al terminar de comer nos propusieron rezar el rosario, asintieron todos, yo también. ¡Qué iba a hacer! Cuando estábamos en el quinto misterio entraron dos policías, me obligaron a sacar el macuto al pasillo y lo revisaron prenda a prenda, lo dejaron todo revuelto y tuve que ordenarlo, si les ve mi madre, les mata.
—¿Adónde vas y a qué? —preguntó el más alto de los policías, que lucía un espeso y bien recortado bigote.
—A Inglaterra. A un campamento universitario. —Calculé que lo de universitario tendría un efecto positivo. El hombre había sacado un lápiz y apuntaba en una libreta, sin duda me iba a someter a un largo interrogatorio; pensé que tanto celo se debía a lo de las bombas incendiarias.
—Bonito macuto. ¿De dónde lo has sacado? —observó el otro.
—Se lo dio a mi padre un coronel de la Legión. —Y añadí—: son muy amigos. —La frase tuvo efectos inmediatos.
—Deben de ser muy amigos para hacerle un regalo así —comentó el de la libreta mientras la guardaba en el bolsillo—. Que tengas buen viaje —añadió antes de dirigirse al compartimento de al lado.
A los otros apenas les miraron, y a las monjas, nada. Reanudamos el rosario, yo quedé dormido en la letanía, creo que en el Santa Dei Genetrix o por ahí. Por la mañana aparecí en la estación de Irún-Hendaya. Estaba a las puertas de Francia y abrí mucho los ojos para ver cómo era el extranjero.