V

Dormí hasta bastante tarde, tanto que cuando me levanté ya no servían desayunos. Ajusté la mochila a la espalda y eché a andar. Un sol tierno caía sobre Orléans, bañándola de luz y de calor suave. Después de varios minutos de vagabundeo, de andar por andar, decidí orientar mis pasos. Pregunté dónde estaba la catedral y me guiaron hacia la Rue d’Escures, advirtiéndome de que antes de llegar encontraría edificios interesantes de distintas épocas, algunos renacentistas. En las ciudades históricas fundadas en el Alto Medievo, las catedrales son el centro, y los edificios más espectaculares y artísticos giran a su alrededor como los planetas alrededor del sol, empezando por el palacio del obispo. La grandiosa proyección de la fe era el eje de la vida en aquellos siglos de catedrales y monasterios. Simbolizaban el robusto esplendor de la Verdad, una Verdad que nadie ponía en duda porque con la duda arriesgaban la vida. El poder de Dios se reflejaba en la omnipotencia de su Iglesia. No sé por qué me dio por hilar estos disparatados pensamientos, los había leído en el prólogo de un libro que estaba en el Índice de los prohibidos por el Santo Oficio, el Index librorum prohibitorum. Fue en casa de Darío, un compañero de Periodismo, que me dijo confidencialmente que su padre era librepensador, pero que lo tenía que ocultar, no fuera a perder la cátedra de Filosofía en el instituto Beatriz Galindo. Se titulaba: Los papas romanos, su Iglesia y su Estado en los siglos XVI y XVII, por Leopold von Ranke. Decía unas cosas terribles sobre la Iglesia, por eso no me sorprendió que lo metieran en el Índice, y más sabiendo cómo se las gastaban sus purpurados príncipes. La Rue d’Escures era muy elegante, se veía en los suntuosos edificios y en los comercios de ambas aceras. En un chaflán me encontré ante un historiado café que exhibía en el escaparate cruasanes esponjosos y recién horneados, al lado un cartel decía «SERVIMOS EL MEJOR CHOCOLATE DE FRANCIA». Sin duda era una exageración comercial tal afirmación, a mí me valía con que fuera el mejor chocolate de Orléans. Se me llenó la boca de agua, literalmente, créanme. Decidí entrar, desayunar tranquilamente y poner en orden mi futuro inmediato. Las sillas estaban forradas de piel de carnero, las paredes eran de mármol veteado y dos grandes espejos multiplicaban falsamente los espacios al alargarlos de forma indefinida. Miré alrededor y comprobé que los clientes tenían la piel tersa de los ricos. En la cara, eso se nota. No me digan que no. La discusión está en si la diferencia se aprecia más en la piel o en la vestimenta. Hay opiniones encontradas. Hundí el cruasán en el chocolate humeante y lo saboreé despacio. A medida que sorbía el chocolate experimentaba una sensación que no encuentro en ninguna otra comida, no sé si a ustedes les pasa lo mismo; comprendo que en estas cosas no tengamos sensaciones iguales. Siento cómo la tibieza del chocolate se va deslizando por todo el cuerpo empezando por el pecho y siguiendo por los brazos, la cintura y las piernas. Las otras comidas van al estómago, el chocolate, en cambio, se extiende por los músculos y la sangre, empapándolos de un ligero hormigueo cargado de sensualidad. Yo lo siento así. Tomo lentamente el chocolate y lo saboreo como los fumadores saborean las caladas de los cigarrillos para disfrutar del humo. Estuve durante media hora entregado a este placer solitario cargado de erotismo. Saqué la pequeña libreta de apuntes para anotar la agenda de lo que debía hacer y cómo; no es que fuera necesario apuntarlo, era una manera de distraerme. Tenía claro que no continuaría el viaje en autostop hasta París, iría en tren, debía variar. Visitaría la ciudad, empezando por la catedral, el puente que las guías turísticas califican de espectacular, las estatuas de Juana de Arco, suponía que habría varias estatuas de Juana de Arco en Orléans, iglesias de distintas épocas y cosas así. A la hora de comer saborearía algún plato típico en un restaurante popular, preguntaría dónde se comía bien por un precio razonable, estas cosas conviene preguntarlas e incluso más de una vez para evitar equivocaciones. Desde los carteles colgados en las esquinas de algunas calles recomendaban los pescados del Loira a la parrilla, especialmente las anguilas y el lucio; en otros se ofrecían diversos guisos y fritos, siempre a base de pescado, porque según pude leer en la parte inferior de los carteles se celebraba la quincena del pescado de río. Tengo que confesar que el pescado me gusta y en estas fiestas suelen aderezarlo con el guiso adecuado, me dijeron. Después de comer iría a la estación para tomar el tren de París; si iba a la Gare du Nord, mejor, porque desde allí salen los trenes hacia Calais para enlazar con los ferrys que cruzan el canal de La Mancha hasta Dover y desde allí a Londres. Me dijeron que los trenes ingleses eran muy confortables, igual que el metro londinense; que lo utiliza gente tan distinguida como los lores y los diputados e incluso hay miembros de la familia real que van en metro a la Ópera. No me detendría en París, no quería desmitificarla a vista de pájaro. En cambio podría turistear por Londres antes de coger el autobús que me llevara a Rookery en Sheringham. No sé por qué se me había metido en el corazón, o donde fuera, que debía ver primero Londres y después París. Tengo mis razones pero no las cuento, porque mis argumentos les parecerán una estupidez. Y debo evitar que me tomen por un estúpido si quiero seguir manteniendo su interés en mi relato.

Cuando salí a la calle reconfortado con la euforia del chocolate, una hora después de haber entrado, el sol lucía con mayor intensidad. Mientras me ajustaba la mochila a la espalda para comenzar la programada ruta turística, de un coche que se detuvo a mi lado salió una pareja pidiendo que les orientara hacia la carretera de París, no me lo preguntaron desde la ventanilla que habría sido lo más normal, se bajaron. Serían unos diez años mayores que yo y con un evidente aire nórdico, altos tirando a rubios, los dos, pero sin llegar a ser tan rubios como los escandinavos de las tarjetas postales que retratan a las gentes de esos países. Les dije que no era francés y que ignoraba por dónde se salía, añadí que yo también iba a París, pero tomaría el tren de media tarde. Antes de que terminara de soltarles el rollo de que era un estudiante español que iba a un campo de trabajo para universitarios en Inglaterra, me cortaron en un castellano tropical y melódico, casi perfecto, dándome información apresurada y completa sobre ellos, desatendiendo la que yo intentaba contarles sobre mí. Él se llamaba Anders y era el agregado cultural de la embajada de Dinamarca en París; Emma, su mujer, era pintora. Venían de una fiesta privada en Burdeos, no explicaron qué tipo de fiesta, y habían entrado en Orléans para echarle un vistazo de pasada, perdiendo el sentido de la orientación en una de las plazas, y no querían seguir dando vueltas inútiles buscando la carretera que salía hacia París. Cualquier ciudad si se desconoce puede convertirse en un laberinto, dijo Anders. Una chica que pasó a nuestro lado les indicó por dónde ir, no era difícil si torcían en los cruces adecuados que ella señaló con precisión. Estábamos al lado del coche, un Mercedes con la matrícula roja del Cuerpo Diplomático y la carrocería reluciente. La chica continuó su camino y ellos siguieron hablando conmigo, preguntándome vaguedades: cuándo había salido de España, dónde vivía, cuándo moriría Franco, cuánto tiempo pensaba residir en Inglaterra y cosas de esa trascendencia. Se notaba que lo que querían era hablar en español, ya que ahora tenían pocas oportunidades de hacerlo. No podían detenerse más tiempo visitando Orléans porque por la noche ofrecían una cena importante en su casa. Debía de ser realmente importante, porque Emma recalcó: muy importante, en castellano y en francés, para que no hubiera dudas. Al ver que seguían hablando distrayendo un tiempo que retrasaría su llegada a París para preparar la importante cena, presentí lo que inmediatamente sucedió, me propusieron llevarme, siempre te será más cómodo venir con nosotros que ir a la estación a esperar el tren, añadió Anders. Se notaba que les encantaba hablar español.

—Me aburre esperar trenes; además, en verano, en las estaciones hace un calor sucio y maloliente que lo empapa todo —comentó, Emma, tal vez para animarme a ir con ellos.

Acepté con expresión agradecida. Me coloqué en el asiento de detrás del conductor, era la mar de confortable. Nunca había viajado en un coche tan lujoso y sentí en el pecho un ramalazo de vanidad como si hubiera sido mérito mío y no fruto de la casualidad. No era el momento de hacer reflexiones sino la ocasión de caerles bien, y me entregué a ese menester. La curiosidad por conocer las circunstancias que les habían llevado a dominar el castellano con tanta perfección quedó despejada inmediatamente. Hasta el pasado mes de marzo, Anders había estado destinado como primer secretario de la embajada danesa en La Habana, adonde llegó en enero del 58 con los barbudos de Castro instalados en Sierra Maestra y Batista combatiéndolos con la moral de la derrota y la mayoría del pueblo con la esperanza de que fuera derrotado. El rechazo a Batista crecía cada atardecer e incluso durante la noche. El dictador estaba cercado, y lo sabía, por los disparos que bajaban de las montañas y los odios que subían de los bohíos y las ciudades. Él y los suyos vivían los tiempos del desprecio. Emma pintaba barcos de nubes cargados de jóvenes barbudos al más puro estilo naíf. La condición de pintora de Emma y la de diplomático de Anders les abrían las puertas de los círculos artísticos claramente opuestos a la corrupta dictadura de Batista. A medida que corría el año 58 los barbudos avanzaban de manera imparable hacia La Habana. Mientras Anders me contaba aquellos días, Emma enriquecía la narración con oportunas anécdotas. Presenciaron la fuga de Batista, la entrada de Fidel y el Che en la capital, y fueron testigos de todos los avatares del 59. De los arrebatos líricos a las deserciones más clamorosas, de las ejecuciones sumarísimas a los fascinantes y larguísimos discursos del Comandante. Al principio aprendieron castellano en noches insomnes para no perderse una sola palabra de la revolución que iba a bajar de las montañas para desfilar ante ellos. Tuvieron que acompañar a los intelectuales daneses que acudían a presenciar uno de los espectáculos revolucionarios más singulares de la historia. A Cuba llegaban mareas de intelectuales de todas las latitudes, especialmente franceses. La revolución se había convertido en el destino preferido del turismo ideológico. Anders se había incorporado a la embajada danesa en París a principios de abril como agregado cultural. Acababa de incorporarse como quien dice. Hacía solo tres meses. París era su destino soñado y apetecido desde la entrada en el cuerpo diplomático. Lo pidió con insistencia y lo obtenía ahora. El joven matrimonio adoraba la cultura francesa y París era el lugar más adecuado para que Emma pudiera triunfar como pintora naíf. La revolución cubana resultaba colorista y variada, pero le estaba complicando el trabajo a Anders por los efectos colaterales que tenía sobre los pocos residentes daneses que habían decidido quedarse. A unos les habían confiscado las tierras y los negocios y pasaban el día dando la lata en la embajada para lograr que se los devolviesen o les indemnizaran. Una pretensión inútil. El caso de otros tres daneses era peor, más complicado, estaban acusados de actividades contrarrevolucionarias y uno de ellos corría el peligro de ser condenado a muerte. Le acusaban de haber colaborado en la colocación de una bomba en la barcaza que une La Habana con Regla. Un tema feo. En aquel festín de fervores revolucionarios, en el sentido más radical de la palabra, no podían hacer nada en su favor, la diplomacia resultaba inútil, a los truenos no se les puede poner sordina. A otros países les afectaba mucho más, especialmente a España; tenían miles y miles de casos que desbordaban los ámbitos de las embajadas y eran los gobiernos quienes negociaban sabiendo de antemano que era una negociación inútil y perdida. Los daneses se movían por los cauces diplomáticos porque era un tema menor para el gobierno de Copenhague. Anders había recibido con alivio y entusiasmo su traslado, aunque valoraba la experiencia cubana como oportunidad única e inolvidable. Circulaban pocos coches por la carretera en dirección a París; según Emma íbamos bien de tiempo, lo había dejado todo dispuesto para evitar prisas de última hora. Por los comentarios que hacían comprendí que esa cena formaba parte del trabajo que se había propuesto Anders en su nuevo destino o que le habían ordenado que hiciera. El embajador le pedía que fuera el puente cultural entre Dinamarca y Francia, y más concretamente entre Copenhague y París siguiendo las directrices de los ministerios de Cultura y Exteriores. Debía llevar a Dinamarca escritores e intelectuales franceses, así como exposiciones de los nuevos valores en pintura y escultura; París es el tambor cultural del mundo y debes proyectar sus ecos en Dinamarca, le telegrafió el poeta Tom Kristensen al conocer su traslado. Los caminos que llevan al triunfo global en el mundo del arte pasan por París. Comentaban conmigo estas cosas y yo pensaba que si ellos lo decían, debía de ser así. Me sorprendía el silencioso avanzar del coche, se deslizaba sin que el motor desprendiera el menor ruido. Desde mi asiento, que como les dije era el de atrás del conductor, vi como Emma, en un elástico ejercicio bien ensayado, levantó las piernas y colocó los pies sobre el salpicadero. Sentí una enorme sacudida en la piel al tener aquellos muslos absolutamente suntuosos a poco más de un metro de mis ojos.

—Julio, ¿no tienes calor? —preguntó con acento malicioso. Supuse que lo decía para comprobar los efectos que habían causado en mí la exhibición de sus muslos. Era evidente que me había puesto nervioso y ella quería comprobarlo. Es lógico que me alterara, no tenía costumbre, y aunque todavía no les había dicho que era virgen, una mujer de su experiencia podía sospecharlo. Lo sospechaba. Desde que llegué a Biarritz todo había sido sorprendente, por lo que acabo de contarles estarán de acuerdo conmigo.

Estábamos a diez kilómetros de París, lo indicaba un cartel azul, y allá al fondo observé cómo empezaba un horizonte infinito de casas. Dejamos la carretera principal y entramos por un camino estrecho, donde, en un tablón de madera, decía con letras muy claras: «A 600 metros, La lonja de los quesos.» Pasa por ser la tienda de quesos más famosa de Francia, según Anders. Una pasada en el país de las quinientas o las mil variedades de quesos. No se sabe con certeza el número exacto de clases de quesos porque cada día aparece alguno nuevo y, a veces, desaparece otro. El mundo de los quesos en Francia es un misterio tan insondable como el alma del general De Gaulle, exclamó Emma. No entendí lo que quería decir, pero sonaba bien. El lenguaje está lleno de recovecos sinuosos que varían de un lugar a otro, de un país a otro país. La lonja de los quesos ocupaba un caserón que limitaba la plaza del pequeño pueblo por la parte norte. En la fachada ponía una inscripción con grandes letras negras, que decía: «Una comida sin queso es como una bella mujer a la que le falta un ojo.» Nunca había oído, ni leído algo parecido, comprenderán que la frasecita me llamara la atención. Los quesos se alineaban en interminables estanterías de cristal cerradas, supongo que para neutralizar el olor; a pesar de todo perfuman el aire con vaporizadores de manzanas, observó Emma. Había mostradores donde despachaban quesos para llevar y mesas de madera para degustarlos allí. Me pareció todo transparente y limpísimo. Nos sentamos y nos sirvieron pequeñas raciones de cinco clases de quesos diferentes, combinando los fuertes y los secos con los suaves y los cremosos. Era algo así como el plato del día en quesos si no se pedían denominaciones concretas. Los acompañamos con un pan crujiente que cocían delante de nosotros en un horno calentado con leña situado en la parte derecha del primer mostrador. El vino a elegir, blanco o tinto de la casa y no sé de cuántas marcas más. Bastantes. Pidieron un Petit Chablis, lo pidió Emma añadiendo que le gustaba por el aroma. Anders me pidió que leyera la etiqueta en voz alta. Decía: color amarillo rojizo con tonos verdosos. Aromas, floral y mineral. En boca, frutal intenso.

—No cabe duda —observó Anders— que acuden a poetas para que les escriban las etiquetas, porque esta del Petit Chablis es bastante elemental, pero las hay cargadas de retorcidas expresiones barrocas.

—Tendremos que llevar el Bleu d’Auvergne —dijo Anders dirigiéndose a Emma—. En una entrevista he leído que es el preferido de Françoise, aunque con Françoise nunca se sabe, cambia continuamente de gustos y de preferencias. Dicen que quiere experimentarlo todo. Disfrutar de todo. Me extraña que venga sola a la cena, siempre va acompañada por alguien de su corte, especialmente de Florence Malraux, pero me aseguró que vendría sola cuando se lo pregunté expresamente. Si a última hora aparece con alguien ya le haremos sitio. Con quien no vendrá será con Guy Schoeller, dicen que están a punto de divorciarse. Se veía venir.

—Llevan tiempo mal —añadió Emma—. No debe de ser fácil convivir con Françoise, un monstruo encantador como la definió Mauriac, pero al fin y al cabo monstruo.

—A juzgar por lo que se ha publicado, Guy Schoeller también tiene sus rarezas.

Deduje que el Bleu d’Auvergne era un queso, aunque también podía ser un vino, y Françoise, una invitada, seguro que famosa por el tono con que pronunciaban su nombre. Comprenderán que entendiera las cosas solo a medias porque para mí estaban bautizando su mundo, un mundo cuya existencia desconocía. Aclararon inmediatamente lo de Françoise, se trataba de Françoise Sagan. ¿La conoces? Me suena, respondí. Y me sonaba, no había leído nada de ella, pero sabía que había escandalizado a Francia con su novela, Bonjour tristesse, Buenos días, tristeza. Debe contar algo muy fuerte, pensé, para escandalizar a Francia de la manera que lo hizo, tiene que haber sexo y lujuria en altas temperaturas. La palabra «lujuria» figuraba en mi diccionario íntimo, también pertenecía a esa intimidad la palabra «sexo». En la adolescencia, al igual que mis amigos, buscaba en el diccionario, a escondidas, palabras que giraban por los viciosos alrededores del sexo; releía con reposado deleite los significados de las palabras situadas en las fronteras del pecado y del bosque de Venus. ¡Qué cálida frondosidad pecaminosa tenía en mi fantasía la expresión bosque de Venus! Era el submundo prohibido de donde venía, un lugar oscuro y subterráneo de aquella España nuestra, de cera y sacristía, sitiada por el demonio, el mundo y la carne. Devota de María. Anders había establecido una reciente amistad con Françoise Sagan, la había encontrado tres o cuatro veces antes de que viajara a Cuba como enviada especial del semanario L’Express para contar los incendios de la revolución. Eso fue exactamente lo que le dijo Jean-Jacques Servan-Schreiber cuando le propuso el viaje: Vete a La Habana y cuenta los fascinantes incendios de la revolución. Cinco días antes de la marcha para la isla, en una recepción ofrecida por el ministro de Cultura, André Malraux, Anders mantuvo una larga charla con ella y le propuso pronunciar un ciclo de conferencias sobre su obra, especialmente sobre Bonjour tristesse en varias universidades de Dinamarca; aceptó encantada, solo tenían que ponerse de acuerdo en buscar una fecha adecuada, cuando volviera de Cuba. Tendrás un enorme éxito, le dijo, en las universidades danesas hay montones de chicas que sueñan con ser Françoise Sagan porque cuentas historias perturbadoras con un estilo ágil y desenfadado, justo lo que ellas quieren vivir o han vivido. Es cierto que Sagan no descubrirá nada nuevo a las danesas, nada distinto de lo que conocen o han gozado, pero es hermoso revivirlo en una narración brillante y refinada. Son agradables los ecos literarios de las vivencias que nos han sacudido con fuego las raíces de la sangre. Cuando hace tres semanas salió en L’Express la primera de las crónicas de la Sagan, Anders la llamó para felicitarla y concertaron la cena de esta noche, una velada junto a varios amigos del mundo del arte. Las dos crónicas publicadas han provocado una gran polémica y la izquierda ortodoxa está descargando una granizada de insultos sobre ella. Asesorados por un dependiente, compraron para la cena quesos de ocho clases diferentes, de corteza florida y de pasta blanda, de vaca y de oveja, de pasta prensada y de cabra. Un lío ¡yo qué sé!

Al entrar en París me preguntaron dónde quería que me dejaran. En el Barrio Latino, en la plaza del Odéon, iba a decirles que en la Rue de Saint Germain des Prés, pero comprendí que era una indicación imprecisa, ya que en el mapa Michelin que estaba consultando, Saint Germain des Prés era bastante larga. Por eso les dije en Odéon, la llevaba señalada con una cruz roja el mapa. Se trataba de un lugar concreto, en estas cosas cuanta más precisión mejor. No había mucho tráfico y al poco tiempo detuvo el coche y me dijeron los dos al mismo tiempo, como si tuvieran las voces sincronizadas: estamos en Odéon. Se bajaron para despedirme, me dieron dos besos, él también, y me desearon suerte. Teatralicé lo más posible el agradecimiento. Lo merecían. Me ajusté la mochila a los hombros y les despedí agitando el brazo derecho. Eché a andar hacia un destino incierto para convencerme de que estaba en París y comprobar que se parecía al de las tarjetas postales de la tienda Heredia en la calle Arenal, al lado de la Puerta del Sol. De pronto vi que, desde lejos, una mujer me hacía señas agitando los brazos, gritaba mi nombre y corría hacia mí. Era ella, sí, ¡era Emma!

—Hemos pensado, que si te apetece, podrías quedarte en casa —dijo al encontrarnos.

Me desconcertó el ofrecimiento y no sabía cómo agradecérselo y se lo agradecí con palabras nerviosas y entrecortadas que no decían nada, pero lo querían decir todo. Vivían en la Rue des Sablons, en el distrito 16, en un edificio con balcones redondos y artísticamente enrejados, un portalón de mármol y espejos con marcos dorados. La mar de lujoso. Un edificio de ricos, de lo más burgués. Ocupaban el piso principal y por eso no fue necesario tomar el ascensor, solo había que subir diez escalones. Un vestíbulo amplio daba paso a un salón enorme, pero enorme, nunca había visto un salón tan grande. Sería como el doble de toda mi casa, o más. Parecía el salón de un palacio más que el de una casa, con sofás y sillones en semicírculo, alrededor de mesas cuadradas y bajas. En el recodo del fondo, a la izquierda, estaba puesta la mesa con un montón de vasos y copas al lado de una pirámide de platos rodeados de no sé cuántos cuchillos y tenedores. Hay que poner un cubierto más para Julio, seremos doce, una suerte que no pueda venir Todd, porque en ese caso seríamos trece. Françoise es muy supersticiosa, tendríamos que cazar a alguien a lazo para romper el número maléfico. Un mayordomo, supongo que sería mayordomo, ya que vestía chaleco verde como en las películas, les informó de que todo estaría a punto para la hora de la cena. En el pasillo que llevaba a la cocina vi dos camareras tocadas con cofia blanca y un delantal azul atado a la cintura sobre el vestido negro.

—A las seis y media traerán la comida del restaurante Barock —informó el mayordomo.

El Barok es un restaurante típico danés que está a dos calles de la casa. Tiene fama de ser el mejor, lo que no presenta especial dificultad ya que la competencia es escasa. Los restaurantes típicos daneses no pasan de cinco o seis en todo París, aunque son muchos más los que ofrecen algún plato específico de Dinamarca como el Hamlet House. Los invitados estaban citados entre las siete y las siete y media, media hora de cortesía para que fueran llegando sin apresuramientos sofocados. Tendremos tiempo de descansar, dijo Anders y Emma añadió que quería hacer cara antes de maquillarse. Me explicó que con hacer cara quería decir tumbarse en la cama sin intención de dormir. Era una expresión coloquial que usaban entre ellos. Emma me llevó a la que iba a ser mi habitación, estaba al fondo del pasillo, la última, tenía un ventanal en semicírculo que la inundaba de luz. Unas cortinas dobles, enguantadas, con dibujos amarillos y azules estaban atadas con cordones blancos y rojos. Nunca había visto una cama tan ancha, podían dormir tranquilamente tres personas. La mesa escritorio encajaba en una estantería, en donde había, por lo menos, unos cien libros. Muchos para una habitación. Era tal mi asombro que no sabía qué decir, ni encontraba palabras para agradecerlo. Nunca había ocupado una habitación tan lujosa, ni entrado en una casa tan opulenta, ni siquiera sabía que existían porque nunca entré en una de las que se levantan en el barrio de Salamanca o el Retiro de Madrid. Allí seguro que las hay como esta. Anders me alargó un número atrasado de Paris Match donde venía un reportaje sobre Françoise Sagan con dos fotos a toda página, otras más pequeñas y un texto largo.

—Échale un vistazo —dijo—. Supongo que querrás conocer un poco más a la invitada principal, porque aunque vendrán otras gentes del mundo del arte y sus entornos, no me iba a contar la historia de cada uno de esos actores secundarios, ya las iría conociendo a medida que avanzara la velada. Una cena de este tipo, pensé, será algo así como una obra de teatro donde poco a poco vas descubriendo a los personajes. El hecho de tener información previa de la protagonista, Sagan lo era sin posible rival, facilitaría una mejor comprensión de los diálogos. Así que me entregué con detenimiento a la lectura del reportaje. La célebre escritora tenía solo veinticinco años y había logrado el éxito a los dieciocho. ¡Qué tía! El autor del reportaje señalaba que alrededor de Bonjour tristesse se había orquestado el triunfo prematuro iluminado por los relámpagos del escándalo. El personaje Sagan estaba a la altura de las protagonistas de sus novelas; vivía y escribía con desenfadado espíritu existencialista, muy diferente del racionalismo existencial de Sartre, decía el reportaje. El autor calificaba el pensamiento y la actitud vital de Sagan como vivencialismo, que venía a ser algo así como estrujar la vida hasta destrozar el cuerpo. Tiene —sostenía el artículo— la pasión de vivir los profundos latidos de la piel donde se concentra el tacto de los sentimientos. Tuve que leerlo tres veces para entender, a medias, lo del tacto de los sentimientos. En seis años había publicado cinco novelas, devoradas con impaciente curiosidad por millones de lectores. A medida que finalizaba la lectura me fui enterando de que dilapidaba el dinero en desenfadadas noches de alcohol y fiesta, y que le gustaba sentir el vértigo de la velocidad conduciendo coches deportivos con los pies descalzos. Tres años antes, había rozado la muerte apretando sin compasión el acelerador de un Aston Martin. Destrozó el Aston Martin, se rompió la mitad de las costillas y sufrió diversos quebrantos por todo el cuerpo. Milagrosamente sobrevivió. Era habitual de los casinos, donde jugaba de forma absolutamente temeraria, la atraía el vértigo del azar. Al contar los ejercicios del amor en sus novelas derriba los tabúes convencionales que le ponen obstáculos a la libertad de los cuerpos y al instinto de la dicha sensible, reflexionaba el autor del artículo. Los críticos sesudos le reconocían un estilo ligero y elegante y un fino análisis psicológico de los personajes, pero insistían en la fragilidad de los argumentos para poder considerarlas obras consistentes. Lo cierto es que al terminar de leer el reportaje tenía un gran interés por ver y oír a una chica tan perturbadora, solo cinco años mayor que yo. No es frecuente tener un mito delante de los ojos, al alcance de la mano, escuchar el sonido de su voz y los contenidos de su conversación. En el mismo número de Paris Match venía también otro reportaje sobre la película de Federico Fellini, La dolce vita, que había ganado el pasado mes de mayo la Palma de Oro en el Festival de Canes. Desde que entré en Francia la había visto anunciada en las carteleras de varios cines, en Biarritz, al paso por Burdeos, en Orléans y en el cine que hay frente al Odéon. En el cartel del anuncio, siempre el mismo, se veía a la despampanante Anita Ekberg bañándose en la romana Fontana di Trevi bajo la atenta mirada de Marcello Mastroianni. Le pregunté a Emma si la habían visto, es impresionante, respondió, ya la vimos dos veces.

—¿Y tú?

—No. En España está prohibida por la censura. No se puede poner en los cines.

—¡Cómo! ¿Está prohibida La dolce vita? No es posible —casi gritó Anders—. Si es arte puro. Lo mejor de Fellini. ¿Quién la prohibió? ¿Franco?

Conocía bastante bien lo referente a la prohibición de La dolce vita por una crónica en el diario Ya, de la Editorial Católica, que asumía como propios los anatemas lanzados contra el film por el periódico oficial de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, donde se decía que la película de Fellini era un escarnio contra los valores humanos y cristianos. Una verdadera blasfemia.

—Pero ¿quién la censuró? ¿Franco? —volvió a preguntar Anders.

En Periodismo habíamos estudiado los mecanismos que tenía el Estado para defender a los españoles de las agresiones contra la moral y las buenas costumbres a través del cine. Se lo expliqué. No era, por supuesto, Franco, pero sí su sombra. El Régimen había creado una comisión que evaluaba las películas que podían exhibirse o no, según los sanos criterios morales y políticos (decía la norma). La comisión, les expliqué, está formada por un militar, un miembro de la Falange, un representante de la industria cinematográfica y un cura. El cura es clave porque tiene derecho de veto, el único de los cuatro que tiene derecho de veto. Si el cura dice no a la exhibición, es como si tuviera mayoría absoluta, no importa que los otros estén a favor. En esta ocasión los cuatro estuvieron de acuerdo en censurar el engendro de Fellini. Lo de engendro lo pude leer en casi toda la prensa española al informar sobre el veredicto del Festival de Canes.

—Y ¿nadie hace nada? ¿No ves que es una barbaridad? —pronunció en tono alto y airado Anders, como si yo tuviera algo de responsabilidad, como si todos los españoles fuéramos responsables.

—Sí, claro que es una barbaridad —respondí. Tenía que decir algo y repetí lo que él había dicho, pero nunca me había parado a pensar si era una barbaridad o no, estaba acostumbrado a las prohibiciones que ordenaban nuestra vida colectiva. Veíamos la dictadura de Franco como una de las manifestaciones de la ley de la gravedad del poder.

Si he de ser sincero, tengo que decir —a Anders no se lo dije—, que estábamos acostumbrados y vivíamos en la rutina de la victoria, no solíamos ver a los que vivían en las cunetas de la derrota. Debo confesar que al cabo de dos decenios eran innumerables los que se habían acomodado en el entusiasmo franquista. Eran felices buceando en las turbias aguas del Régimen. Hay que ver las gentes en las calles de Sevilla y Barcelona rompiéndose las manos y las gargantas aplaudiendo y aclamando a Franco cuando las visita. Multitudes. Había que vivirlo. Los vencidos trataban de que la represión no afectara a sus hijos. Era lo normal. A Eduardo Casal le pasaba lo que le estaba pasando por subversivo, si enalteciera las glorias del Régimen terminarían condecorándole como a otros. Los medios de comunicación, sin excepciones, diluviaban alabanzas sobre Franco y su gobierno. Y eso respirábamos y uno se termina acostumbrando al aire que respira, no me digan que no. No seguí pensando porque no sabría explicárselo con claridad a los daneses, dado que yo tenía demasiadas confusiones; soy capaz de pensar una cosa y la contraria y defenderlas con el mismo fervor, lo hacía con frecuencia en la Escuela de Periodismo; si me caía mal alguien me repateaban sus ideas y le llevaba la contraria, aunque viera que tenía razón. Afortunadamente, Anders no me volvió a preguntar por qué nadie hacía nada, le tendría que decir que muy pocos, porque las multitudes solo salían para aplaudirle como acabo de decir. Podía añadir que la Policía conocía incluso la respiración de los enemigos del Régimen y no consentiría que cambiaran la respiración por los gritos en contra. ¡Buenos eran los de la Brigada Político-Social!

La foto de la suntuosa Anita Ekberg junto al joven Marcello Mastroianni dentro de la Fontana di Trevi abría a toda página el reportaje de Paris Match sobre La dolce vita. En un recuadro, en medio del texto, decía: «El brutal ataque del órgano de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, al film de Fellini contribuye a su desbordante éxito en Italia.» Según el cronista, las iras del Vaticano no las había provocado la tórrida escena de la Fontana di Trevi sino el pasaje rodado en el castillo de Sutri donde aparecían como figurantes personajes de la aristocracia negra, la alta nobleza con títulos pontificios, entregados a calientes orgías sexuales. No comenté que me parecía lógico que el cura de la censura y los otros especímenes fundamentales del Régimen la prohibieran. Si les he de ser sincero, no tenía claro lo que me parecía. La ley de caza no se había hecho desde el punto de vista de las perdices. Un cura no podía ir contra el criterio de L’Osservatore Romano, ya que formaba parte del engranaje del poder. Mi vida había transcurrido solo en la dictadura y era normal que pensara con los clichés de sus dogmas. Con la mecánica de sus engranajes, incluso cuando pensaba en contra. No podemos saltar fuera de nuestra sombra.

—Voy a ponerme cómoda —dijo Emma, y se perdió por el pasillo. Al cabo de bastante rato apareció con un batín de seda rosa largo, ilustrado con hojas verdes y amarillas. Le ceñía el cuerpo dibujando con exactitud las caderas, el cuello abierto dejaba ver el terso arranque de los pechos blancos. Se sentó en un sillón, apoyó los pies sobre la pequeña mesa de cristal y los pliegues del batín se abrieron cayendo perezosamente a los lados, dejando al descubierto la cálida geometría de los muslos. Disimulé el estremecimiento como pude, me faltaba costumbre. Nunca había visto a una mujer soltar el humo del cigarrillo con tales circunferencias melancólicas, arqueando los labios de forma tan viciosa. ¡Para gastarlos a besos! A los labios, a aquellos labios. Se veía que Anders estaba acostumbrado, no solo a verla sino también a gozarla, por eso ni la miró. Nada resiste la monotonía de lo cotidiano, deteriora incluso las raíces de la curiosidad y del deseo. Anders preguntaba qué temas sacaría la Sagan, ya que era sabido que se convertía en el centro de las reuniones monopolizando la conversación y a sus contertulios les gustaba que la monopolizara. Había una coincidencia común en que era exagerada y entretenida, siempre provocadora. Sin duda hablaría de Cuba, y comentaría la polémica que habían levantado y seguían levantando sus dos crónicas en L’Express, bajo el título: «Cuba n’est pas si simple» cargadas de críticas a los barbudos, rompiendo los clichés convencionales de las alabanzas desde la izquierda. Anders y Emma lo sabían muy bien, empezando por Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, todos los intelectuales franceses que habían encontrado de visita en La Habana, no se cansaban de desgranar fervorosas letanías sobre la revolución y sobre Castro. Emma lo tenía claro, la nueva Cuba les fascinaba. Hojeó las páginas de Paris Match y comentó que Marcello Mastroianni desprendía un erotismo salvaje.

—¿Qué opinas, Julio?

—Lo mismo que tú, pero de Anita Ekberg —respondí—. Tiene unos hombros y unos pechos poderosos.

—Si te atropella, no sobrevives —añadió Anders—. ¿Encontráis parecido entre la obra de Sagan y La dolce vita?

Evidentemente la pregunta no iba dirigida a mí, aunque la formulara en plural, porque no había visto la película ni había leído las obras de Sagan, así que no contesté. Emma respondió que a primera vista no se lo encontraba, eran dos propuestas muy distintas, además el cine es una cosa y la novela, otra.

—Ya sé que son géneros distintos, pero la obra de Sagan y La dolce vita están unidas por una meteorología común, el ansia de gozar de la vida.

—Dentro de una hora traerán la comida y después ya empieza el follón, unos por aquí y otros por allá, así que voy a comenzar a arreglarme para estar a la altura de la competencia —dijo sonriendo Emma—. Seguro que algunas vendrán de largo, no sé qué ponerme.

—El vestido largo verde de seda caribeña te sentará bien, el que te pusiste en la cena de despedida que nos ofreció el embajador de Francia. ¿Recuerdas lo que te dijo el poeta Nicolás Guillén aquella noche? Se acercó a ti, te dio dos besos, te cogió las manos y mientras te miraba pronunció: «Emma, su cuerpo bajo este vestido vuela con la sensualidad de un pájaro en celo.»

—Nicolás siempre me decía cosas maravillosas mientras me sobaba con los ojos. Gran tipo, Guillén. La frase que acabas de recordar, aunque ese día la dirigió a mí, se la debió de decir a muchas, porque pertenece al comienzo de uno de sus poemas, ligeramente adaptada: donde dice Emma había escrito Helga.

Por lo que estaba oyendo, la fiesta sería de mucho vestir y el fondo de armario de mi mochila no estaba a la altura, ni de lejos: la chaqueta era de franela de batalla al igual que el resto de la ropa. Me encontré con un imprevisto para el que no iba preparado, se lo dije y les propuse: «Lo mejor es que vaya a dar una vuelta por París saliendo y entrando por la puerta de servicio o que me quede leyendo Bonjour tristesse en mi cuarto. Una oportunidad inmejorable para conocer la obra de Sagan, sabiendo que está en el salón de al lado. No tengo qué ponerme y me sentiré incómodo. Ya os he dado demasiado la lata. Además no estoy acostumbrado a cenas y reuniones de este tipo, ni parecidas. Si os digo la verdad, no sabré qué hacer con tantos tenedores, ni con todos esos vasos que habéis puesto.»

—Ni hablar —respondió Anders—. Además en todo hay siempre una primera vez y después se van acumulando experiencias. Si vas a ser periodista, guionista de cine y todas esas cosas que dices tendrás que ir acumulando vivencias.

—Pero a mí me falta la primera vez de todo en vuestro ambiente. De verdad, lo mejor es que no asista, que salga a dar una vuelta por París y comprobar si está tan iluminado como dicen.

—De ninguna manera, de ninguna manera —repitió Emma—. Poneos de pie, los dos —ordenó. De espaldas el uno contra el otro—. Obedecimos.

Colocó la palma de la mano derecha sobre nuestras cabezas: ¡tenéis la misma altura! Estoy segura que también pesáis lo mismo. Era cierto, los dos pesábamos setenta y seis kilos.

Decidieron que yo me pondría el combinado de chaqueta blanca con pantalón azul y Anders al revés, pantalón blanco y chaqueta azul. Perfectos cuadros de ajedrez. Mientras hablaba, Emma ennegrecía las pestañas con un lápiz orientándose en un pequeño espejo de plata. Anders desapareció y al cabo de un rato volvió para decirme que podía ir a prepararme. Sobre la cama tenía todo, aparte de la chaqueta y el pantalón, una camisa azul claro, la corbata rojiza con flores blancas, calcetines negros, gemelos de plata y los relucientes zapatos junto a la mesilla. Espero que me sirva todo esto. Había tiempo y empecé a trajearme con lentitud, esperando que las piezas fueran encajando de manera adecuada. Olvidé decirles que también me habían dejado unos calzoncillos de seda. Suaves. Nunca me había puesto unos calzoncillos de seda. En realidad nunca me había puesto nada tan elegante y distinguido como lo que me iba a poner. Todo fue encajando como hecho a medida, los pantalones y la chaqueta exactos, me salió el nudo de la corbata perfecto, los zapatos se ajustaron como guantes. Los guantes han pasado a ser la metáfora universal de la comodidad, aunque cada vez menos gente los usa. Se lo juro, me vi transfigurado en el espejo, pensé en el efecto demoledor que causaría sobre mis amigas madrileñas si me vieran, incluso recordé a Laura, sentí que no fuera posible. Dejé pasar bastante tiempo para ir al salón, quería que ellos estuvieran ya arreglados, pasaba el rato viendo cómo el espejo reproducía mis variados gestos de galán de cine. Me sentía como Clark Gable en Lo que el viento se llevó. Ensayé docenas de posturas, algunas francamente ridículas, pero al no haber testigos dejaban de serlo, para sentirse ridículo tiene que haber testigos. Efectivamente, cuando entré ya estaban en el salón y Emma me recibió con un ¡qué guapo! al tiempo que inició un aplauso con tres palmadas. Anders comentó con Emma que me parecía al actor Louis Jourdan. Tienes razón, se parece mucho. Mientras esperábamos llegaron tres ramos de flores al mismo tiempo, de la misma floristería, el más llamativo era el de Françoise Sagan, lo formaban veinticinco rosas, doce blancas, doce rojas y una amarilla. Pegada con un celofán al tallo de las rosas había una tarjeta de la escritora donde decía con una letra de trazo seguro: por el placer de veros de nuevo. Lo de las veinticinco rosas será por lo de sus veinticinco años, observó Anders, sin dirigirse a nadie, hablando solo. Puede ser una razón, aunque no siempre hay que buscarles razones a estas cosas, terminó diciendo él mismo siempre sin dirigirse a nadie. Consideré que era un monólogo reflexivo, aunque para lo que dijo no se necesitaba mucha reflexión. Emma estaba guapísima, pero guapa, guapa de verdad, no miento si les digo que nunca había visto una mujer tan guapa con aquel vestido largo de seda verde caribeña que le llegaba hasta los tobillos y los altísimos tacones de aguja dándole una ligereza aérea a sus movimientos. Le comenté que si Nicolás Guillén la viera, repetiría lo de «su cuerpo bajo esté vestido vuela con una...», no recordé la continuación de la frase o verso del poeta cubano, pero no se dieron cuenta. Me lo agradeció con un volátil beso de mariposa.

Anders hizo un gesto de contrariedad y a continuación pronunció tres veces: así no, así no, así no. Lo dijo con un tono de reproche como si hubiera olvidado algo básico para el buen desarrollo de la velada. Emma y yo, sin llegar a alarmarnos, esperamos que dijera de qué se trataba. En la escuela diplomática le habían enseñado, y él había somatizado, que en las reuniones de menos de quince personas había que procurar que la conversación no se dispersara y girara sobre un tema común. Al principio, sobre este asunto, Emma no era del mismo parecer, pero Angers terminó imponiendo su criterio, consiguiendo llevarlo a la práctica incluso en La Habana, cosa nada fácil dado la anarquía de los cubanos y la marginación que suelen hacer de las mujeres; la revolución no cambió estos hábitos. Viendo el salón y dado como estaban colocados las sillas, los sofás y los sillones, por fuerza los invitados se repartirían en al menos dos grupos. Había que formar un círculo juntando dos mesas bajas para que pudiéramos sentarnos alrededor. Nos pusimos manos a la obra apoyados por el mayordomo y las dos doncellas, y rápidamente logramos un redondel de asientos tan armónico que obtuvo la aprobación agradecida de Anders. Nada más terminar sonó el timbre de la puerta.

Los primeros en llegar formaban una pareja rara. Por lo menos a mí me lo pareció, porque no estaba acostumbrado a esas extravagancias, aunque debo confesar que lo que a mí me parecen extravagancias estoy seguro que a ellos les parece lo más natural del mundo. Él lucía una blusa de seda con cuello estilo Mao, de un rojo intenso. Ella, de agudos rasgos euroasiáticos, vestía una blusa ajustada con dibujos de pájaros brasileños (que eran pájaros brasileños lo dijo ella antes de preguntarle nada) y unos pantalones bombachos amarillos. Me recordó a la domadora de un circo chino. Se llamaban Sunín y Roland. Mirándolo bien no eran tan raros, Emma y Rogers los saludaron con afectiva naturalidad, puede que el raro sea yo, pensé. No tuvo tiempo Emma de completar las presentaciones porque empezaron a aparecer los otros invitados, la última, Françoise Sagan, acogida con abrazos y gestos de admiración. Los que se conocían declamaban lo felices que eran al encontrarse de nuevo y los que no se conocían decían que estaban encantados de conocerse. El salón se llenó de los perfumes caros que soltaban los amplios escotes y las relucientes cabelleras de las señoras. Françoise Sagan me dio un beso, no fue exactamente un beso, puso su mejilla derecha sobre mi mejilla derecha, le dijeron que era un amigo español, pero no hizo ningún comentario, tal vez porque no lo oyó —en las presentaciones apresuradas no escuchas lo que te dicen, ni siquiera te quedas con los nombres a no ser que sean famosos, en ese caso no es que te quedes con los nombres, los sabes antes de que te los digan—. Me senté en la misma fila de Sagan y para verla debía mirar de lado, tenía los ojos brillantes de avellana, y los hombros y el amplio escote dorados a tono con la cara, se veía que el sol había hecho un buen trabajo. Estaba guapa, aunque no era una belleza. La belleza de la noche, siempre detrás de Emma, estaba sentada justo enfrente de mí, era una rubia de cartel, de esas de melena larga recién salidas de la peluquería, los ojos intensamente azules y las piernas tan largas que parecía que no iban a terminar nunca. Por la conversación que mantenía con Anders y con Sagan supe que era modelo de Dior, pero que se iba a ir con Yves Saint Laurent cuando Saint Laurent abandonara Dior —no estoy seguro de si habían dicho que se iba a ir o se había ido porque Saint Laurent tenía problemas con el servicio militar, el ejército necesitaba cada vez más soldados para combatir en la guerra de Argelia—. La chica se llamaba Ingrid, un nombre que le venía al pelo, a los ojos y a las piernas. No podía llamarse de otra manera, a pesar de que era de Reims y no de Escandinavia. Hay personas que terminan pareciéndose muchísimo a sus nombres, no me digan que no. Supimos que estaba cansada de ser modelo y lo que deseaba era ser diseñadora de alta costura, crear su propia colección, por eso quería ir con Saint Laurent, Dior permanecería siempre en el inmovilismo clásico y ella buscaba romper con esos esquemas y adaptar el mundo beatnik, que andaba suelto por las calles, a la moda. Sagan estaba de acuerdo y empezó a decir que las estructuras sociales se estaban agrietando y terminarían por derrumbarse, los jóvenes están contra los dogmas estéticos de Dior. Necesitamos diseñadores proféticos como necesitamos escritores y filósofos proféticos, esta década será la de los grandes cambios. Hay que crear modelos para esta década, el que llevas, Ingrid, puede ser un avance. Ingrid se puso de pie. Era un vestido de una sola pieza, de tela ligerísima, la parte de arriba negra y desde la cintura para abajo blanca, pero no descendía pegado al cuerpo, sino que terminaba en un ancha circunferencia sobre las rodillas, de manera que podía lucir las piernas a su antojo y cálculo. Pero lo más llamativo eran las doradas cremalleras del vestido, parecían de oro pero no lo eran, advirtió Ingrid, aunque podrían ser. Eran dos, una por delante y otra por detrás, de arriba abajo.

—Es una creación mía —advirtió—, y responde a mi manera de pensar, no sé si estaréis de acuerdo conmigo o no, porque yo sostengo que el vestido carece totalmente de sentido, salvo el de inspirar a los hombres el deseo de quitártelo. ¿Verdad, Daniel?

Daniel dijo que sí y todos reímos, ellas con más malicia que los hombres, cosa que no entendí, pensé que por lo que había dicho debía ser al revés. Sagan comentó que le había dado una buena idea para alguna escena de sus próximas novelas o mejor para una obra de teatro. El vestido carece totalmente de sentido, salvo el de inspirar a los hombres el deseo de quitártelo, repitió la célebre escritora. Muy buena la sugerencia y tiene visibilidad escénica, mejor para utilizar en el teatro que en la novela. Ingrid y Daniel se habían conocido hacía un mes y formaban pareja inseparable desde la semana siguiente a conocerse. Daniel era un prestigioso galerista y marchante de arte, tenía una afamada galería en la Rue de Rivoli y otra en Saint Michel por donde habían pasado y pasaban pintores de las más diversas corrientes contemporáneas, desde el expresionismo abstracto al arte naíf o el art déco sin renunciar al realismo figurativo. Ingrid seguía de pie y era el centro de las miradas; Roland, el de la blusa Mao, pidió a Ingrid que hiciera una demostración y los otros corearon el mismo deseo de maneras diferentes, con expresiones cortas. Ingrid cogió la anilla de la cremallera e hizo un movimiento rápido de arriba abajo y de abajo arriba, como si encendiera y apagara una luz. Rapidísimo. Del grupo salió un ¡ay! Después de la fugaz y casi invisible demostración siguió creando suspense con los dedos pulgar e índice apretando la anilla de la cremallera. Daniel la animó a hacer una exhibición pectoral, le dijo que aumentaría su vanidad el que otros vieran de lo que él disfrutaba, pero no entendí bien la frase y no estoy seguro de que fueran esas las palabras, pero sí el sentido. De lo que no cabía duda es de que Ingrid las había recibido como un halago por la expresión de su rostro y la caricia que le dedicó con la mano izquierda a Daniel —la derecha no soltaba la anilla de la cremallera—. Sabía cómo mantener el suspense. A mí me recordaba los números de circo donde domina la incertidumbre sobre lo que va a suceder, solo le faltaba la música adecuada. Sagan soltó un ¡vamos Ingrid! y fue cuando Ingrid lentamente empezó a bajar la cremallera y aparecieron los poderosos pechos blanquísimos rodeados por un breve sostén rojo, en concha, adornado con puntillas negras. Siguió bajando la cremallera hasta casi la cintura, detuvo el descenso a la altura del ombligo adornado con una perla y después la subió rápido, de golpe, al tiempo que pronunciaba, c’est tout, ça va. Es todo, ya está. Aplaudimos fuerte y nos hubiera gustado pedir un bis o dos como hacen en las arias de las óperas que he visto en las películas, ya que a óperas en directo nunca he asistido —estoy seguro de que era el único de los presentes que no había visto una ópera—. De los que estábamos allí yo era la excepción en muchas más cosas, de todas las cosas. Las alabanzas llovieron sobre la suntuosidad de su cuerpo, las mujeres estuvieron más expresivas que los hombres. Yo sentí el arañazo caliente de la sangre. Absolutamente perturbador. ¿Cómo podía contar lo que estaba viviendo a mis amigos de Madrid y sobre todo a mis amigas? Recordé a Laura. El mundo era mucho más ancho y ajeno de lo que había creído. Las dos camareras, doncellas o lo que fueran colocaban en las mesitas platos con salmón, arenques y otros peces ahumados cuyo nombre desconocía. El mayordomo servía las bebidas alternando el vino blanco y el champán, yo elegí vino blanco, no sabía que el champán se tomara también al principio. El único que pidió cerveza fue Roland, el de la blusa Mao. Ingrid se levantó de nuevo, alzó la copa de champán y brindó por la vida y por los anfitriones, después tomó un sorbo y, acercándose a Daniel, le dio un beso en la boca vaciándole en ella el sorbo de champán que había tomado sin que cayera una sola gota. Le corearon expresiones de admiración. Comentaron que no era fácil, había que tener además de práctica una gran habilidad al mover los labios. Asistía desconcertado a lo que estaba sucediendo, no sé cómo contar las cálidas descargas de mi piel, ni los nerviosos cosquilleos que me subían en llamarada hacia el estómago. Por mi mente cruzaban como pájaros curiosos y asustados las ideas y los sentimientos más contradictorios y peregrinos, lo comprenderán, todavía tenía escrita en el cerebro con tinta reciente la amenaza del infierno para los pecados de lujuria que florecían en torno al sexo. Antes de lo de faire l’amour, el sexo era una emboscada de pecados que conducían por los caminos del infierno. ¡Qué cosas! En este revoltijo, sin saber por qué me vino a la memoria el Patriarca de las Indias Occidentales, monseñor Eijo y Garay, responsable en cierta manera de que esté estudiando Periodismo. Me preguntaba cómo reaccionaría si asistiera a esta velada. Era una tontería, lo sé, pero se lo cuento para que vean la estúpida alteración de mi estado de ánimo. Tenía miedo de ser feliz, de entregarme sin prejuicios a la dicha que estaba viviendo, que en mi subconsciente creía propia de libertinos. ¿Cómo reaccionaría el laureado poeta Pemán ante un espectáculo como este? ¡Qué pechos, los de Ingrid, Dios mío!

Los dos reportajes de Françoise Sagan sobre Cuba en el semanario L’Express habían desatado irritadas acusaciones contra la novelista desde la izquierda francesa. La calificaron de frívola, de que había ido a la isla a bailar, a hacer fiesta, a bañarse en las cálidas aguas del Caribe y a tirarse a morenitos cachondos. Anders sacó el tema, sin aludir a los calificativos hirientes que le habían dedicado desde la izquierda devota del Che y de Fidel, le invitó a contar sus experiencias en Cuba y cómo asistía a la polémica que habían provocado sus crónicas en L’Express. Una máscara de seriedad se extendió por el rostro de la novelista, sin duda era algo que le fastidiaba porque no comprendía la venenosa animosidad que habían desatado contra ella.

—Dejémoslo para después, Anders —respondió—. Para la sobremesa. No quiero que se me indigeste la comida. Me interesa comentarlo con vosotros. Es más, incluso diría que tengo necesidad de comentarlo con vosotros, pero después.

Y siguió la charla sobre moda, cotilleos en torno a amoríos de gente cuyos nombres desconocía pero que debían de serles familiares, aportaron detalles sobre la conversión de Saint-Tropez en el paraíso de la Costa Azul con la playa nudista de Pampelune, donde para entrar había que quitarse la ropa y quedarse en pelota picada. Lo de pelota picada lo dijo Françoise Sagan, una expresión que también había oído en Madrid sin comprender con exactitud su significado, pues no sabía qué le añadía el calificativo de picada a pelota, a no ser que quisieran decir pelotas en relieve. Era una expresión y las expresiones no tienen por qué tener siempre una lógica lingüística. Aludieron a la reciente muerte de Camus diciendo que había dejado a Sartre sin interlocutor y a Francia sin la posibilidad de escuchar un diálogo de altura, también dijeron que su postura sobre la guerra de Argelia habría evolucionado. No todos estaban de acuerdo y hubo una discusión acalorada, me gustaba oírles hablar sobre Camus cuya novela El extranjero me estaba interesando tanto, recordé la discusión que mantuve con los argelinos, pero no me atrevía a contar nada de lo sucedido los días anteriores, no conviene volver a las pesadillas, aparte de seguir la recomendación de la Policía. Sagan era fogosa partidaria de concederles la independencia, la habían ganado, no sería un regalo de Francia ni de De Gaulle. No les sigo relatando en detalle los temas de la conversación porque la mayoría de las cosas que decían no las comprendí, dado que desconocía los temas y las personas de los que hablaban. Era un forastero y como tal seguía la charla; al principio pensé que al ser español tendrían muchas cosas que preguntarme, pero apenas me prestaron atención, solo coincidieron en decir que me parecía a Luis Jourdan y que no comprendían cómo los españoles soportábamos a Franco. No me esforcé en explicárselo, entre otras cosas porque no sabía cómo hacerlo, además uno termina acostumbrándose a las dictaduras como a los olores de un matadero, digo yo. A ellos tampoco parecía interesarles demasiado el tema porque no insistieron en que lo explicara.

Una vez sentados a la mesa se rompió la conversación en común que hasta entonces habíamos mantenido, era lo normal, porque de lo contrario los que estábamos en esquinas opuestas tendríamos que gritar para entendernos, ya que la mesa era demasiado larga; podrían caber dieciocho personas y solo éramos doce. Emma y Anders ocuparon las cabeceras, una enfrente del otro, a Françoise Sagan la sentaron a la derecha de Anders, de esa manera tendrían la oportunidad de hablar y precisar las fechas de la gira de conferencias de la novelista por Dinamarca; supongo que con personajes así, esas cosas hay que medirlas muy bien, sin dejar flecos al azar. A mí me sentaron entre Roland e Ingrid. Miraría a los otros comensales para ver cómo utilizaban tanto cuchillo y tanto todo. Hablaban unos con otros como cotorras, debían decirse cosas graciosas porque reían mucho. La cercanía del cuerpo de Ingrid me alteraba la piel, le dije que me había gustado su movimiento de cremallera, se lo dije así porque no sabía cómo comentarlo de otra manera y me sentía obligado a comentarle algo para darle conversación. Una chica tan guapa como ella impone, se lo digo en serio, me daba un cierto miedo, aunque no fuera exactamente miedo sino algo parecido al complejo de inferioridad. No solo era guapa, era imponente e imponía. Cuerpazo. Montaña demasiado alta para un escalador de mi nivel. Caderas imposibles. Roland me llamó muchacho y me preguntó por el rincón de Ordóñez. ¿El rincón de Ordóñez? Ignoraba dónde se encontraba tal rincón y respondí que no lo conocía. Se refería a Antonio Ordóñez, el torero, me dijo que era muy aficionado a la fiesta —debía de serlo mucho porque dijo aficionado a la fiesta en vez de aficionado a los toros—. Eso parece que marca diferencias, me lo explicó Eduardo Casal la tarde que nos conocimos al hablarme de su familia cordobesa. Roland había coincidido con Hemingway en Pamplona hacía dos años cuando el escritor norteamericano seguía a Antonio Ordóñez y a Luis Miguel Dominguín por todas las plazas donde toreaban.

—Fue Hemingway el que me descubrió el rincón de Ordóñez —dijo Roland—. Se refería a la original manera que tenía de matar. A la hora de ejecutar esa suerte colocaba la espada de forma caída y profunda. Una estocada que provocaba la muerte casi inmediata del toro.

No entendí bien su explicación, pero no se lo dije, no fuera a enrollarse con Ordóñez y los toros, algo de lo que no sabía y tampoco me interesaba. Afortunadamente no siguió por ahí y pasó a la revolución cubana valiéndose también de Hemingway, a quien había encontrado hacía unos meses en La Habana tomando un daiquiri en Floridita. Para Roland, comunista caótico y heterodoxo, según pude deducir de sus palabras, Cuba encarnaba el comunismo desenfadado del futuro y por eso estaba muy cabreado con Françoise Sagan por los artículos publicados en L’Express. ¿Te diste cuenta de que no la saludé?, me advirtió. No me había dado cuenta, ni me había fijado quién saludaba a quién porque se saludaron en tumulto. Cuando tienes al lado a alguien como Roland y no sabes quién es verdaderamente, no terminas de entender sus valoraciones. Me fui aclarando cuando me dijo que era editor, pero editor de minoritarios opúsculos y revistas de izquierdas que le costaban mucho dinero, lo que dejaba entrever que tenía dinero y que no lo ganaba con la actividad editorial. Tanto él como su mujer desprendían el perfume de los ricos, ricos. Interrumpimos las conversaciones particulares porque Sagan se levantó para pronunciar un brindis en honor de los anfitriones, alabó primero el vino, un Château Mont Redon, antes de agradecer a los anfitriones los excitantes momentos que nos estaban ofreciendo. El brindis final fue: «Por la felicidad y por la vida», pero a mí me llamó la atención que dijera excitantes momentos como preámbulo, y la verdad es que en francés sonaba bien; a veces, la fuerza de las palabras y las expresiones varían en función del idioma en que se digan. La idea de que todo es relativo es un principio esencial, a pesar de lo que digan los curas. Había uno en el colegio que le ponía negro lo del relativismo, tanto que para insultarnos nos llamaba relativistas. El pato a las ciruelas o lo que fuese estaba estupendo, Daniel, que era un excelente cocinero aficionado, según proclamó de entrada, explicó que horneado a fuego lento las ciruelas empapaban la carne dándole ese sabor húmedo e intenso. Roland bebía un vaso tras otro, ya se había trasegado él solo casi una botella y empezaba a arrastrar las palabras con una pronunciación estropajosa. Ingrid me preguntó cómo eran las españolas, al principio lo hizo de una manera genérica, pero para mi sorpresa terminó preguntándome cómo eran en la cama. No me podía creer que tal monumento me hiciera esa pregunta, pero no cabía duda de que la había hecho porque la repitió, pero de otra manera más directa.

—He leído que las españolas son muy fogosas en la cama. Que cuando se ponen follan a destajo. —Así, sin cortarse un pelo, con toda naturalidad.

Me ruboricé y titubeé antes de responder, no sabía cómo decirle que no sabía, que no me había acostado nunca con una chica, y terminé confesando mi virginidad de una manera confusa. Lo que no me esperaba es que Ingrid pregonara en voz alta: Sabéis, el español (no dijo mi nombre) nunca se ha acostado con una chica. Es virgen. Me convertí en el centro de las miradas como si acabara de protagonizar un milagro y los comentarios de unas y de otros se superponían de tal modo que no pude entender ninguno. Roland con palabras cargadas de alcohol dijo que si ninguna de las presentes se ofrecía para poner punto final a mi inocencia paradisíaca él conocía a una experta que lo haría encantada, porque reconoceréis que el muchacho tiene un revolcón. Todas, incluida Françoise Sagan y de manera muy expresiva Emma, reconocieron que tenía más de un revolcón. Emma se acercó a mí y me dio un breve beso en los labios. Brevísimo. Un vuelo de beso. Tranquilo, déjalos que hablen. No les digo cómo estaba, mis mejillas eran un incendio, me ardían de vergüenza. Estaba más que nervioso, quería desaparecer, no aguanto este tipo de bromas. Con mano temblorosa, Roland alzó la copa de vino y pronunció: por el fin de la inocencia del muchacho, seguía sin llamarme por mi nombre, creo que no lo sabía, seguro que no lo sabía. Alargó el brazo para chocar su copa con la de Emma y lo hizo con tanta fuerza que se rompieron las dos copas de cristal veneciano y el vino se derramó sobre la mesa en medio de los cristales rotos. Las señoras saltaron espantadas para que no les manchara el vino los vestidos, Emma e Ingrid no lo lograron. Se armó tal Cristo que olvidaron de manera definitiva los remedios a mi virginidad.

Durante unos diez minutos o así, las chicas de servicio y el mayordomo limpiaron y pusieron las cosas en orden, mientras Anders repetía que no había pasado nada y que derramar vino era una de las señales de la buena suerte. Sunín se llevó a Roland al baño y le regó la cabeza con el chorro de la ducha, parecía más despejado cuando volvió, incluso se disculpó por el estropicio que había causado. Después de los postres, frutas y dulces, nos sentamos otra vez como al principio para conversar mientras tomábamos café, infusiones y licores. Sagan pidió té moruno marroquí y ron cubano; precisó lo de té moruno marroquí, debe haber varias clases de tés morunos. Tenía curiosidad por la opinión de la novelista sobre Cuba porque, entre otras cosas, no había leído sus crónicas. Nada más sentarnos, Anders empezó a hacerle algunas preguntas sobre Cubanacán, la Bodeguita de Enmedio, Tropicana y otros sitios conocidos, que en La Habana son lugares comunes, los puntos cardinales para orientarse por la ciudad. En realidad Anders no necesitaba preguntarle nada porque hacía pocos meses que había abandonado la isla y conocía perfectamente esos lugares, pero era una forma de entrar al tema que le interesaba: Castro, el Che y la revolución. Cuando abandonó Cuba para trasladarse a París, dejó la revolución en estado líquido y ahora avanzaba por los meandros más insospechados, guiada con pulso firme, pero incierto rumbo, por Fidel, digo incierto rumbo porque nadie sabía con certeza hacia dónde la llevaba, de ahí los debates y las discusiones. Era evidente que uno de los puntos de partida tanto de la ideología como de la práctica era la lucha abierta contra el imperialismo estadounidense, en cambio no estaba tan claro que fuera a girar de una manera ortodoxa en la órbita moscovita. Los intelectuales de izquierda en general, especialmente los franceses, estaban deslumbrados por la revolución cubana y veían en ella el nacimiento de un socialismo nuevo y con rostro humano. Un socialismo con danzón, bolero y cha cha cha, lejos de la frialdad de Moscú. Me sorprendió la voz grave de Françoise Sagan cuando empezó a contar —si tuviera que calificarla diría que era una voz sensual, me vino a la cabeza ese calificativo porque durante la cena habían salido varias veces las palabras sensual y sensualidad, de lo contrario creo que no la pensaría, porque en Madrid apenas usamos la palabra sensualidad, tal vez porque está cerca de sexualidad, incompatible con la recia moral en que vivimos—. La novelista había cenado con Sartre y con Simone de Beauvoir en casa del editor Masperó unos días antes de que la pareja viajara a Cuba; Sartre estaba entusiasmado con el viaje y tenía muy claro lo que iba a escribir, tanto que ya le había puesto título a las futuras crónicas, las titularía: Huracán sobre el azúcar. Lo consideraba un hallazgo y a mí también me pareció un título rotundo —precisó Sagan—. A la vuelta nos volvimos a ver —siguió diciendo— cuando ya había terminado las crónicas y empezaban a publicarse en France Soir, esta vez nos citamos en su café de La Flore. Marchó entusiasmado y volvió fascinado, enamorado del radiante futuro de Cuba que no lograrían frenar las conspiraciones de la CIA. Castro, el Che, Raúl y una corte de poetas y escritores encabezados por Nicolás Guillén y Lisandro Otero le acompañaron y debatieron con él a lo largo del viaje, respondiendo a sus preguntas y aclarando sus luminosas dudas. Yo diría —apuntó Sagan—, que lo condujeron en largas procesiones rodeado de inciensos; lo comprendo, yo también adoro a Sartre. Consideraba al Che como el símbolo juvenil de la revolución cubana. «No se necesita mucho tiempo para comprobar que detrás de cada frase del Che hay una reserva de oro», decía en las conversaciones y lo dejó escrito para que no hubiera dudas.

—Perdona, Françoise —le cortó Daniel—, te estás enredando un poco con Sartre, nos interesa más tu visión. Tu título, Cuba n’est pas si simple, revela una aproximación diferente de la de Sartre a la revolución cubana.

—El título, al revés de Sartre, lo puse a la vuelta del viaje, después de ver lo que vi. No lo llevaba escrito para encajar la revolución en el título como hacen muchos enviados especiales y no solo Sartre.

—Por eso —intervino Anders— nos interesa más.

—A ti no te voy a descubrir nada, Anders. Poca gente conoce tan bien como tú los tiempos agónicos de Batista y los primeros de los rebeldes.

—Te equivocas, los diplomáticos nos quedamos con frecuencia en la superficie de los cotilleos y en Cuba los rumores abundaban más que las noticias.

—La verdad es que no estaba en mi agenda visitar Cuba y menos como reportera, pero la misma tarde que comí con Sartre en La Flore me llamaron Servan Schreiber y Françoise Giroud proponiéndome viajar a Cuba para L’Express. Acepté inmediatamente, L’Express es uno de los pocos periódicos de izquierda que sintonizan mejor con mis ideas, además yo estaba como todo el mundo fascinada por Fidel y el Che. Personalmente marché con las ideas más románticas y las más entusiastas, pero he vuelto con algunas reticencias y quise trasladárselas a los lectores por un imperativo de ética profesional.

Explicó que cuando llegó a Cuba trató de romper los círculos oficiales para hablar con la gente y no le fue fácil escapar de los férreos guías oficiales que le habían puesto para venderle la revolución.

—Tuve que huir de los guías para perderme por los barrios periféricos de La Habana y no vi la adhesión profunda del pueblo cubano a la revolución que tanto había entusiasmado a Sartre. Hubiera sido más correcto entregarme al confort de las ideas simples y describir la fascinación que despiertan Fidel y el Che, pero les debía a los lectores la variada realidad de la isla y esa es solo una parte. Sobre el Che y Fidel se hacen muchos reduccionismos, no son personajes simples y ya lo iremos viendo. A veces los periodistas, como acabo de decir, acuden a un país con un cliché muy definido y terminan acomodando la realidad a ese cliché. Algo así está ocurriendo con Cuba. En la condición humana late el deseo de que David venza a Goliat.

Encendió un cigarrillo, dio una calada, expulsó el aire lentamente, cambió el tono de voz como para subrayar lo que iba a decir, y dijo:

—Me traería menos problemas no decirlo, pero vi demasiados policías, demasiados soldados barbudos, a pesar de su juventud. Un país dirigido por muchachos, barbudos pero muchachos. Son gentes muy meridionales, permanentemente agradables, excepto cuando torturan.

Roland se revolvió en su silla, estaba más lúcido, el agua había causado los efectos deseados. Visiblemente alterado interrumpió a la Sagan:

—Tortura, ¿dices que torturan?

—Sí, he dicho que torturan. Hay muchas técnicas de tortura y han practicado bastantes, incluidas las físicas. No lo diría si no lo hubiera confirmado. Yo escribí después de ver, después de oír y después de confirmar.

—Perdona, después de haber leído tus reportajes estoy de acuerdo con los que dicen que te molesta ver a esos barbudos, proletarios y obreros de la caña, unidos y victoriosos contra el imperialismo de los Estados Unidos. Creo que detestas la estética de la revolución ya que no tiene la falsa ligereza de tus personajes, allí no ocultan la gravedad de las situaciones por la fluidez de las apariencias. Nunca podrás saludar a la vigorosa revolución cubana con un buenos días, tristeza. Lo tuyo es contar la dorada belleza decadente, lo contrario de la revolución caribeña.

Se levantó un murmullo de protestas, pidiendo que callara, e incluso Ingrid soltó en voz baja, pero perfectamente audible, que fuera a dormir la borrachera. Me puse nervioso, aunque no iba conmigo y me pareció que el aire había cambiado, el dulzón olor a humo de tabaco se había agriado como la leche cuando se corta o así. Roland se excusó sin convencimiento, lo hacía por las presiones del reproche unánime. Sagan no se inmutó; con la mayor naturalidad apagó el cigarrillo y pidió a Anders que le acercara la caja de los Cohiba y encendió, con paciente sabiduría, uno larguísimo. Se veía que tenía costumbre. Yo seguía nervioso e inquieto, pensé que la reunión duraría hasta el amanecer si esperábamos a que la Sagan terminara el puro. Y fue cuando me fijé en sus manos, tenía unas manos bellísimas con los dedos largos y ágiles. Lo más bello de la Sagan eran sus manos y me di cuenta de que ella lo sabía por la forma que tenía de moverlas.

Anders trató de recuperar la agradable normalidad alterada por las palabras de Roland contando un chiste de daneses en Tropicana, debía de tener gracia porque se lo rieron con ganas, pero yo no les cogí el punto, para eso soy muy torpe, cuando los otros terminan de reírse yo empiezo a darme cuenta de dónde está la gracia. Para eso de los chistes soy una calamidad, ya lo he dicho, no cojo ni los de Lepe. Sagan también rio, pero no quería que las cosas quedaran así y lo dijo, no podía consentir que flotara la duda de que rechazaba la revolución porque no soportaba su estética popular.

—Hay muchas cosas de la revolución que me gustan y lo he escrito, no soy una antifidelista primaria, no lo soy, pero no podía soportar las desmesuradas hagiografías que han hecho mi amigo Sartre y otros. Sartre escribió que a Fidel le repugnaba la sangre al igual que al Che, y que en eso estaban de acuerdo incluso sus enemigos. Tengo que decir que no voy a discutir sobre gustos y menos sobre los gustos por la sangre, porque los gustos quedan definidos por los hechos y los hechos nos dicen que Fidel y el Che estimularon docenas de apresurados juicios sumarísimos en La Cabaña que terminaron en fusilamientos. Demasiados fusilamientos para repugnarles la sangre. No entro en otras consideraciones en ese campo, pero yo al igual que Camus estoy contra la pena de muerte y los gulags.

La cosa se ponía seria y la cara de Roland volvía a agitarse, pero Sagan continuó hablando con voz grave:

—Fidel prometió convocar elecciones un año después de tomar el poder y no lo hizo. Y me temo, por lo que pude indagar, que no las convocará, él es la esencia de la revolución y forma parte esencial de ella, en conclusión, no volverán a celebrarse elecciones. Los representantes de los sindicatos han sido reemplazados por los hombres de Castro, los periódicos han sido secuestrados, ya no hay prensa libre. Exigir fidelidad es un extremo de la egolatría, del egoísmo y de la vanidad. La fidelidad en estas condiciones puede llevar a una cierta forma de sometimiento acrítico y de ahí a la dictadura no hay ni un paso. El primer pecado de la humanidad fue la fe, la primera virtud, la duda. Eso es lo que denuncio desde mis sentimientos de izquierdas.

Cuando Roland rompió de nuevo a hablar le pidieron que callara, se lo pidió Anders con cierta vehemencia; no hizo caso y entre reproches consiguió decir: «Fuiste a Cuba a bailar, a hacer fiesta y a tirarte a jóvenes barbudos, parece que algunos de esos jovencitos te rechazaron y de ahí...» No le dejaron seguir, aquella gente tan fina y elegante le cubrió de insultos y con razón, porque lo que le dijo era intolerable en una persona medianamente educada. Sagan adoptó una actitud sonriente y solo soltó una palabra y una sola vez: cretino. Cruzó las piernas y siguió fumando el Cohiba, mientras los otros, puestos en pie, especialmente ellas, recriminaban a Roland, que se levantó furioso, nos llamó gusanos reaccionarios y marchó dando un portazo; Sunín, avergonzadísima, le siguió, pidiéndonos perdón.

Cuando ocurre una cosa así por la actitud de un cretino —se veía que era un cretino, incluso yo me di cuenta de que lo era nada más verle entrar por la puerta—, te quedas en un primer momento desconcertado. La cosa no había tenido ninguna gracia, yo había oído hablar de las manías de los artistas y de algunos de sus golpes graciosos, pero este ni era artista, ni tenía gracia; su comportamiento era el de un borracho estúpido que quería hacerse notar.

—Como veis Roland tenía prisa y nos abandonó precipitadamente, tanta que ni tuvo tiempo de despedirse —dijo Emma sonriendo—. No vamos a lamentar su ausencia. Lo siento por Sunín.

—Perdona, Françoise, por las impertinencias —dijo Anders dirigiéndose a la Sagan.

—Lo mejor es que no hagamos comentarios y lo consideremos un desagradable incidente que ya pasó. Dejemos también el tema de Cuba, en mis artículos están todos mis testimonios y valoraciones, y aquí he resumido lo esencial. Los que pueden contar cosas sobre Cuba son Anders y Emma, que también conocieron la dictadura de Batista. Para cerrar el tema solo os diré que desde los ambientes revolucionarios de allí también estoy recibiendo críticas furiosas, sobre todo las del escritor y periodista Gabriel García Márquez, a quien conocí cuando visité la agencia Prensa Latina y estuvo realmente simpático conmigo. Ahora dice, entre otras lindezas, después de arrastrarme por el barro, que durante el tiempo que permanecí en la isla confundí Cuba con Capri y Sicilia, que lo confundí todo.

Fue la primera vez que oí el nombre de García Márquez y me dio la sensación de que a los otros les ocurría lo mismo, tal vez Emma y Anders lo conocerían, al fin y al cabo habían vivido allí más de tres años o así. Pasaron a hablar de la pintura de Emma y quisieron ver sus cuadros, me sumé al deseo común —aunque tengo que decir que no entiendo nada de pintura, a mí me sacas de Velázquez y me pierdo, no tengo alma ni talento para ver arte en el estropicio que hace Picasso sobre la cara de las mujeres, pintándoles los ojos al revés y dos narices en forma de cuchillos. No niego que sea arte, lo es y debe de ser sublime, no lo discuto, pero no lo entiendo. Nunca he visto un cuadro de Picasso, solo en fotografías—. Emma tenía en casa un solo cuadro suyo y sin colgar todavía. Había decidido alquilar un taller lejos de casa por principio, no iba a pintar y estar pendiente de que la carne estuviera bien de sal y todas esas cosas. Como dice mi madre, la casa es un microcosmos —pero no lo comenté porque a nadie le interesaban los dichos de mi madre, ni que microcosmos fuera otra de sus palabras preferidas, creo que la segunda después de cosmopolita o tal vez la tercera. También dependía de las épocas, no es lo mismo una palabra pronunciada un día de primavera que la misma palabra dicha un día de viento invernal—. Ir a pintar significaba trasladarse a otro mundo y por eso Emma alquiló un estudio en la Rive Gauche sobre el Sena, tiene una vista fantástica, dijo, os gustará verlo. Anders dijo que el estudio ofrecía un panorama adecuado para la pintura naíf que ella hacía. Daniel tenía interés en representarle, ser su marchante, un verdadero lujo, ya que Daniel estaba considerado como uno de los grandes galeristas de París. Que aceptara representarla y colgar cuadros de Emma en su galería podía suponer el punto de partida para el éxito.

—Me encanta la pintura naíf. Nunca es tan inocente como parece. Nos pondremos de acuerdo para visitar tu estudio —le dijo Sagan.

Ayudada por Ingrid, trasladó el cuadro del cuarto de estar al salón. Era una barca de flores a orillas del mar, donde dos jóvenes de vaporoso corte angélico se hacían caricias ingenuas. Combinas con mucho talento los colores, dijo Daniel, y todos estuvimos de acuerdo. Después gastaron montones de adjetivos alabando su talento y le auguraron un triunfo indiscutible en el futuro. Me vi obligado a decir algo y dije que era un cuadro bárbaro, inmediatamente me di cuenta de que bárbaro era el calificativo menos apropiado para ese cuadro, pero ya lo había dicho y para corregirme tendría que dar explicaciones y si les soy sincero nadie prestó atención a mis palabras. En circunstancias así, he observado, nadie presta atención a lo que dicen los otros, suelen estar más pendientes de lo que van a opinar ellos, a no ser que haya alguien verdaderamente famoso como en este caso: Françoise Sagan. Al terminar el rosario de las alabanzas, Sagan le dio un beso en la mejilla a Emma al tiempo que le decía:

C’est magnifique, cheri. Te espera un gran futuro.

He observado que lo más halagüeño para un joven, especialmente si es artista, es decirle que tiene un gran futuro. En Madrid ocurre lo mismo, a mí me repitieron varias veces que tendría un gran futuro como periodista por haber publicado breves artículos en modestas revistas universitarias tiradas a ciclostil que nadie lee, y como escritor cuando gané el premio de cuentos que me entregó el Patriarca de las Indias Occidentales, Eijo y Garay. Creo que en el caso de Emma es cierto, y aunque ya les dije que no entiendo de pintura, su cuadro me gustó de verdad. Sin duda tiene talento. Creo que Sagan no fingía cuando se lo dijo, eso se nota.

Volvimos a sentarnos y empezaron a hablar de nombres y contaron anécdotas que no me interesaban lo más mínimo porque no conocía a los protagonistas. Me entró sueño, cuando me aburro siempre me entra sueño, sobre todo cuando he bebido. Traté de disimular, pero no lo debí conseguir del todo. Mis cabezadas fueron un pretexto para que Sagan dijera:

—El español se duerme y estos señores también querrán acostarse. Es muy tarde —lo dijo y se levantó, y con ella todos los demás.

Lo habían pasado muy bien, repetían mientras besaban a los anfitriones y se abrazaban entre ellos. A mí también me besaron y la Sagan acompañó el beso con un abrazo, bastante estrecho, tanto que sentí la presión de sus pechos sobre el mío. Una gozosa sensación que recordé al empezar a dormir.