VI
Cuando Emma entró en la habitación para despertarme, yo ya estaba despierto y supe que había ocurrido una desgracia. Lo leí en sus ojos enrojecidos por las lágrimas recientes y en la piel de su rostro. La piel del rostro es el espejo donde se reflejan mejor los sentimientos del corazón, parece una frase hecha, pero lo tengo muy comprobado. Les podría dar mil testimonios, pero no tiene sentido contarlos aquí. «Bent, el hermano pequeño de Anders, ha sufrido un derrame cerebral y está muy grave, al borde de la muerte», dijo. El tono estremecido de su voz era incluso más triste que el contenido de las palabras, con ser terrible el contenido de las palabras. Estaba verdaderamente desolada. Debía vestirme pronto porque Angers quería coger el primer avión rumbo a Copenhague, salía del aeropuerto de Orly dentro de hora y media. En el salón abracé a Angers y estuve a punto de decirle te acompaño en el sentimiento, afortunadamente corregí, y dije: «Lo siento, seguro que saldrá adelante.» Te acompaño en el sentimiento estaría bien si hubiera muerto, pero no era el caso. Angers masticaba monosílabos de desesperación en danés, supuse que era danés porque no los entendía, pero era evidente la rabia de su significado. Estaba, lo que se dice, hundido. Era su hermano pequeño al que había cuidado cuando era niño. Un gran deportista y un tío muy inteligente, según me habían dicho la tarde anterior antes de que llegaran los invitados para la cena. Tenía 27 años y ya era profesor de lógica en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Copenhague. Un tipo listo de verdad.
—Vamos rápido, no puedo perder este avión. Hoy no hay vuelo de tarde y tendría que esperar hasta mañana.
Acomodé la mochila al hombro y bajamos. Anders llevaba un pequeño maletín, no precisaba más ya que tenía todo lo necesario en la casa de Copenhague. De momento viajaría solo Anders, si las cosas se torcían de manera irremediable le seguiría Emma. Tenían el coche aparcado delante de la casa. Hice ademán de despedirme para coger un taxi que me llevara a la Gare du Nord, pero me dijeron que no, que les acompañara a Orly y después me dejaría Emma en el tren. Hay muchos trenes a Londres y a Calais. Condujo Emma, en previsión de que llegáramos con retraso y Anders tuviera que salir corriendo. En Orly, Angers se adelantó para comprar el billete y la carta de embarque. No le sobraba el tiempo, pero tampoco tendría que sofocarse. Aparcamos y le seguimos. Me sorprendió la enorme galería de la terminal de pasajeros, tengo que confesar que no conozco el aeropuerto de Barajas y ningún otro, pero por las fotos se veía que no pasaba de ser una casa grande, en cambio Orly estaba lleno de mármoles, de tiendas de lujo y lámparas colgadas de techos altísimos. Una pasada. Lo había visto también en algunas películas. Me sorprendió la gente, sobre todo ellas, parecía que en vez de emprender un viaje en avión iban al cóctel de alguna embajada o cosa por el estilo. La despedida de Anders fue rápida porque desde los altavoces llamaron al embarque urgente del vuelo de Copenhague. Se dieron un beso triste y a mí un abrazo. Te llamaré después desde el estudio, le gritó Emma cuando ya había pasado el control de pasaportes.
Fue al salir del aeropuerto cuando nos dimos cuenta de que hacía un día luminoso, era fácil predecir que haría calor, aunque no demasiado, seguro que menos que en Madrid. Nos encaminamos hacia la Gare du Nord en donde cogería el primer tren hacia Calais para pasar en ferry a Dover y de Dover a Londres. Íbamos en un dos caballos funcional, no en el flamante Mercedes de la víspera. De vez en cuando Emma pronunciaba palabras en danés, supuse que para desahogarse. En casos así, soltar expresiones, las que sean, es un desahogo, facilitan deshacerse del aire tóxico que se acumula en los pulmones. Ya se lo conté cuando me soltaron en la comisaría de Orléans. Aparcó en la calle anterior a la plaza de la estación, ya que en la plaza había mucha gente y parecía alborotada, pero como eso ocurre con frecuencia en los alrededores de las estaciones no le dimos mayor importancia. Cogí la mochila y la acomodé a los hombros, era como un guante, lo comprobaba cada vez que la cargaba. Me gusta la metáfora del guante y eso que nunca he usado guantes. Más que una metáfora ya es un refrán. Me dispuse a darle un beso de agradecimiento y despedir a Emma, pero insistió en acompañarme hasta dejarme acomodado. Al entrar en la plaza vimos que algo anormal estaba sucediendo, delante de la entrada principal se extendía una gran pancarta de varios metros donde ponía FERROVIARIOS EN HUELGA o algo así, estaba plegada en una esquina y no conseguí leerla bien. Alrededor de la pancarta dos o tres centenares de personas gritaban consignas, la gente que estaba en la plaza les aplaudía, aunque no todos, los había que reclamaban el derecho a viajar. Logramos entrar por una puerta lateral, dentro había varios piquetes de huelguistas y carteles con las reivindicaciones de los ferroviarios por todas partes. Las taquillas y las consignas estaban cerradas. En una mesa de información, después de esperar una larga cola, nos dijeron que el tren de servicios mínimos saldría a media tarde con destino a Calais, pero que ya estaba ocupado e incluso no aceptaban más gente en la lista de espera, tenía el tope de ciento veinte apuntados. Imposible llegar en tren hasta Calais. No se reanudaría el servicio normal hasta el día siguiente a las diez, pero como las taquillas estaban cerradas tampoco podía reservar billete.
Recurriré al autostop, pensé, y estaba decidido a hacerlo, al fin y al cabo era lo que tenía planeado y la mala experiencia de los argelinos la había compensado con los diplomáticos daneses. El autostop depara sorpresas que los viajes regulares no ofrecen. Cuenta mucho el azar y yo lo estaba comprobando.
—Emma, lo mejor es que me acerques a la carretera de salida hacia Calais y no será difícil encontrar quien me lleve en autostop.
—Es una carretera que tiene bastante circulación. Te dejaré junto a una gasolinera que conozco.
Nos dirigimos hacia el coche, pero lo hicimos a través de la plaza de la estación cada vez más llena y agitada. Teníamos curiosidad por ver las diversas pancartas y escuchar de viva voz las reivindicaciones. Caímos en un grupo que pedía la dimisión del ministro de Transportes, gritaban también contra el general De Gaulle y lo que más me llamaba la atención era que los policías, que formaban largos cordones de seguridad, ni se inmutaban, aunque permanecían vigilantes. Para mí era algo absolutamente nuevo, nunca había visto una huelga, ni una manifestación autorizadas, ya que en España están prohibidas y perseguidas. Nadie se mueve. Bueno es Franco para esas cosas. Se lo comenté a Emma, que le extrañó mucho que no pudiera haber huelgas, ni manifestaciones. Le trasmití mi extrañeza de que los policías estuvieran observando inmóviles, sin detener a quienes insultaban al general De Gaulle. Pensé que De Gaulle era un ser sagrado. Intocable. Emma me aclaró que eso formaba parte de la democracia, pero cuando los manifestantes acudían a formas de violencia como romper escaparates o atacar a la Policía, estos respondían con contundencia. Ante cualquier alboroto la Policía española nunca queda impasible, persigue. En la universidad ocurre. El orden es la religión del régimen franquista, decía con admiración uno de mis profesores. Comentábamos estas cosas a voces, de lo contrario era imposible oírse en tan creciente griterío. Fuimos hasta el fondo de la plaza donde las cosas estaban más tranquilas. Subimos a una tarima de madera colocada junto a una columna desde la que se veía la fachada de la estación que Emma quería explicarme porque la consideraba una verdadera obra de arte. Fíjate como la fachada se organiza en torno al gran arco de triunfo con el reloj en el centro como referencia temporal de los trenes que llegan y de los trenes que salen. Antes, ese reloj tenía una importancia vital porque la mayoría no llevaba la hora en el bolsillo, ni en la pulsera como ahora. Como puedes ver está decorada por veintitrés estatuas que representan las grandes ciudades europeas servidas por la compañía; Londres, Berlín, Viena, Varsovia, Bruselas son las más majestuosas, y coronan el edificio. Las francesas son más modestas, pero algunas como las que representan a Burdeos y Niza son verdaderas joyas. Es una pena que no podamos verlas de cerca para apreciar los detalles de los gestos y las miradas y valorar las diferentes simbologías. El cielo parecía recién pintado de azul donde resaltaba la clara limpieza del sol. Lucía el sol redondo y geométrico como si lo hubiera pintado Dalí en un ataque de realismo. No ocurre con frecuencia en los veranos parisinos, me advirtió Emma, en los veranos el cielo suele estar lechoso y plateado. Este azul es más propio de primavera.
—¡Pobre Bent! A él también le gustaba el sol y el sur. Espero que a pesar del derrame pueda seguir disfrutándolos. Sería absurdo que muriera tan joven, con una vida apenas comenzada. Veintisiete años.
—A casi todo el mundo le gusta el sol, aunque a veces resulte asfixiante —precisé—. Lo dice Camus en el libro que estoy leyendo, El extranjero, donde el sol tiene un gran protagonismo. Es un personaje más. Cambia mucho de carácter.
—¿Quién cambia de carácter?
—El sol. A veces es acogedor y amable, otras un visitante inhóspito y en ocasiones agresivo hasta despellejarte.
—En París carece de agresividad y en Copenhague ya ni te cuento. La palabra sol significa cosas muy diferentes, depende del país donde se pronuncia. Ocurre con muchas palabras.
En eso estaba de acuerdo, el significado de las palabras depende mucho del lugar donde se digan. No suena lo mismo la palabra amor dicha en el claustro de un monasterio que pronunciada en el escenario de un cabaré. En alguna parte leí que hay un libro sobre los paisajes y las palabras. No lo he leído, pero debe de hacer reflexiones como estas. Me gustará leerlo. Los idiomas tienen sus misterios, me atraen por eso y por la manera de calar en los sentimientos, tal vez el misterio más grande. No es una historia banal la de la torre de Babel. Un personaje de Velansky dice que está dispuesto a morir y a matar por el húngaro. Es un extravío.
Emma le preguntó a un taxista que estaba junto al coche por dónde debía ir para llegar a la carretera de Calais. El taxista le fue diciendo nombres de calles y avenidas mientras agitaba los brazos señalándole por dónde debía torcer y hacia qué mano. Vi que Emma se perdía, pero le decía sí para evitar que le repitiera lo dicho de una manera más confusa.
—¿Van a Calais? —preguntó después de soltar quince nombres de calles y hacer treinta señalizaciones con las manos.
—Sí. Bueno, yo no. Él quiere ir hasta Calais en autostop porque hay huelga de trenes.
—Mal día para hacer autostop por ahí. También hay huelga de camioneros por las carreteras del noroeste, las que enlazan con puertos ingleses. Será muy difícil circular porque los camiones se atraviesan en los cruces y los gendarmes no pueden evitarlo.
Le dimos las gracias y nos metimos en el coche.
—Parece que el destino no te quiere dejar salir de París. Después de todo no está tan mal, dispones de una buena casa y una amiga para acompañarte.
—Mucho más de lo que podía imaginar. Ni en sueños me podría ver con una chica tan guapa como tú. Qué pena lo del hermano de Angers. —Lo lamentaba de veras y además tenía que decir algo sobre esa desgracia.
Miró el reloj y dijo que ya era un poco tarde, que teníamos que ir a su estudio de la Rive Gauche, en el Barrio Latino, a recoger tres o cuatro cuadros para llevarlos a la galería de Daniel en la Rue de Rivoli. Rive Gauche, Barrio Latino, me sonaban a bohemia y a literatura, a locura inconformista y a genialidad extravagante, los tenía mitificados y ¿quién, no? No hay ciudad en el mundo con más carga literaria que París, toda ella está empapada de tópicos literarios y debe de ser jodido resistir eso. El estudio estaba en un primer piso y desde el balcón se podían alcanzar las aguas del Sena con una piedra e incluso si se tiraba con honda golpear a los novios que se besaban en los bancos de la otra orilla, pero nadie está tan loco como para tirar piedras a dos novios que se besan. Se besaban. Los novios se besaban por todas partes, sin reparar en que les vieran. Incansables. En la terraza que estaba debajo del estudio, a la izquierda, había tres parejas que no paraban de gastarse a besos. Besarse en los parques y donde sea es una de las peculiaridades de París, me dijo Emma. A lo mejor es por eso por lo que a París la llaman la ciudad del amor, no lo sé, Emma tampoco lo sabía. En el caballete había un cuadro ya acabado y tumbados contra las paredes unos doce o quince. Había un sofá forrado de pana gris, visiblemente gastada, y dos sofás verdes también gastados; los había comprado en un establecimiento de viejo. El estudio tenía treinta y cinco metros cuadrados y mucha luz, ideal para pintar. Pasaba allí muchas horas y cuando se cansaba se tumbaba en el sofá. Tenemos que escoger cuatro para llevarlos a la galería de Daniel, dijo invitándome a participar en la selección. Alabé el que estaba en el caballete, era realmente bueno, por lo menos a mí me lo parecía, llamativo sí era, saltaba a la vista nada más verlo. Dos labios con alas, los de un hombre y una mujer, estaban a punto de chocar en el vuelo. En un beso. Muy naíf. Los labios de la mujer eran rojos y ansiosos, perfectamente pintados; los del hombre eran eso, de hombre. Labios viciosos en las dos bocas. Muy varoniles los de él. Me sonaban esos labios. Los dos. No sé de qué, pero me sonaban. Le dije a Emma que me sonaban. Juraría que los había visto.
—Seguro que los viste en una película. Recuerda.
Nos quedamos mirando y yo pensando en qué película. Al cabo de un momento tuve una sacudida de memoria:
—Creo que son los de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca.
—La verdad es que también podrían ser sus labios —respondió—. Darían el mismo juego que los de Scarlett O’Hara (Vivien Leigh) y Rhett Butler (Clark Gable), en Lo que el viento se llevó. Me inspiré en este cartel. —Abrió el armario de madera resquebrajada y me mostró el cartel donde se había inspirado: allí aparecían Vivien Leigh y Clark Gable en el instante en que estaban a punto de juntar las bocas para uno de los besos más famosos de la historia del cine. Colocó el cartel al lado del cuadro del caballete, y no cabía duda, eran los mismos labios enfebrecidos por la ansiedad de devorarse.
—Es fantástico —dije, y repetí varias veces—, es fantástico, es fantástico. Un cuadro fantástico. A Daniel se lo van a sacar de las manos.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro —respondí.
Lo que más le gustó fue oír que se lo iban a sacar de las manos a Daniel. Digan lo que digan, el valor de un cuadro está en lo que paguen por él y que los pintores se dejen de decir tonterías, eso es lo que persiguen todos, aunque la mayoría lo disimule. La hipocresía es un disfraz corriente entre los artistas. El mercado es el que manda. Unos hacen cuadros o estatuas y otros cultivan garbanzos o trigo para los mercados respectivos. Ustedes me entienden, el mundo es una gran plaza de abastos o una lonja de subastas, lo que prefieran. Teníamos que elegir dos cuadros más; alineó tres y no tuve duda, para mí el más vendible era el del loro. No dije el mejor, dije el más vendible, y Emma captó el matiz. Era un loro colocado sobre un púlpito pronunciando un sermón. Muy naíf también, el loro parecía un arcángel de colores.
Las parejas de la otra orilla seguían besándose.
Emma miró el reloj, era más tarde de lo que pensaba y a toda prisa eligió el tercer cuadro sin esperar mi opinión. En la pintura naíf el tema es importante, como punto de partida se le supone la inocencia, debe reflejar el mundo que había antes del pecado original, antes de que estallara la ira de Yavé contra el género humano por lo de Eva y la manzana. Hago estas reflexiones antes de decirles la temática del tercer cuadro. Emma lo colocó junto al balcón para que le diera bien la luz. Era un pene abandonado, ella dijo polla y a mí me dio un calambre, flotando a la deriva sobre las aguas del río en una hoja de parra enorme. Un pene solitario y triste, daba pena, de verdad. Reproducía con cierto realismo el Sena que teníamos en frente, en la otra orilla se veían parejas difuminadas besándose al estilo naíf, el contraste resaltaba la soledad del pene. Teniendo en cuenta el contexto lo consideré una obra maestra y se lo dije, pero sin añadir que se lo sacarían de las manos a Daniel. No parece razonable que alguien quiera poner en el salón de su casa, ni en el dormitorio, un pene resignado para siempre a la derrota. A lo mejor en el dormitorio, sí. Hay gente para todo y, si le echas literatura, un cuadro así puede hacerte famoso, y Emma confiaba en la literatura.
—Imagínate que la Sagan le dedica un artículo en L’Express —me dijo—. Sería la verbena total.
—Anímala a que lo haga. Seguro que acepta encantada. Le va la provocación.
Colocamos los cuadros en el asiento de atrás del coche. Cabían justo. Cuando se los mostró en la galería, Daniel no podía creer que los hubiera pintado Emma. Estaba tan desconcertado como sorprendido porque estas cosas no suelen pasar. Los milagros son raros y a Daniel le parecía un milagro el descubrimiento de Emma como pintora. Lo repitió varias veces y se notaba que era cierto por su tono de voz, por cómo abría los ojos al mirarlos.
—Son realmente buenos. De una técnica impecable. ¿No los habrás comprado en Cuba a uno de esos genios anónimos que produce el Trópico? Tenemos que montar una exposición. ¿Cuánta obra tienes? —Daniel iba muy rápido.
—Para exponer, yo diría que entre siete y diez cuadros. El resto no merece la pena. Ya los verás.
—¿Expusiste alguna vez?
—De verdad, de verdad, no. Enseñé cuadros a los amigos de La Habana en un salón de la embajada, pero lo que se dice exponer, exponer, no expuse. Antes de ir a Cuba pintaba abstracto y quiero olvidarme de esa época, aunque la tengo más que olvidada porque una tarde de lluvia en Copenhague quemé los cuadros de entonces. Soy así de radical. Naíf empecé a pintar en La Habana. Asistí a las clases de Dositeo Martinón, gran maestro de la técnica pero sin talento creativo. Me animó mucho y me enseñó bastante. Me encuentro bien pintando naíf, es mi mundo, tengo facilidad para imaginar temas sugerentes en ese campo. Cuando descubrí la pintura naíf descubrí el sentido de mi vida.
—Este del falo es glorioso, lo colocaré en el escaparate de la galería de Montmartre como gancho, aquí no me atrevo, aunque nunca se sabe el efecto que puede tener algo así en la imaginación de las refinadas señoras que nos visitan y compran. La curiosidad de las mujeres a ciertas edades, ricas por supuesto, suele ser un subterráneo de sorpresas. El morbo se viste de Dior más de lo que pensamos. E incluso de Balenciaga.
Daniel tenía prisa, había quedado para comer en el Ritz con un banquero de los Estados Unidos que estaba interesado en un Matisse de la época fauvista. Lo vendía la viuda de otro banquero arruinado y él actuaba de mediador. Quedaría con Emma para definir proyectos y programar el futuro. Emma podía convertirse en un buen negocio y siempre era agradable descubrir a alguien con talento. Nos despidió efusivamente, repitió que lamentaba tener tanta prisa y no poder almorzar juntos. Habrá otros días. Cuando salíamos Emma se volvió para pedirle que le dejara hablar por teléfono, la llevó hasta su despacho situado al fondo de la sala. Yo quedé esperando. No tardó mucho.
—Brent sigue luchando por la vida —dijo al volver.
—Ganará.
—Esperemos. Pobre Brent. ¡Cómo disfrutaría un día como este!
La plaza de la Concordia era tan grande que tardamos un mundo en recorrerla antes de llegar a los Campos Elíseos, pero no les voy a hacer de guía turístico, solo les diré que abría exageradamente los ojos para abarcar tanto asombro. Las tarjetas postales —he visto cientos— no reflejan ni la décima parte de lo que es la Concordia y los Campos Elíseos. Emma estaba de acuerdo conmigo. ¡Cómo me gustaría que me vieran mis amigos y sobre todo mis amigas! Dirán que soy un pesado, pero cuando me ocurre algo excepcional, siento la necesidad íntima de que me vean, supongo que para darles envidia y que me admiren. Si me vieran disfrutaría el doble —comprendo que es una estupidez, uno no va por el mundo rodeado por los ojos de los amigos de voyeurs—. Contarlo no es lo mismo, ni siquiera enseñando fotografías. Lo comenté con Emma y me dijo que le ocurre a todo el mundo cuando es joven, cuando se tienen veinte años como tú, después se pasa, aunque no a todo el mundo, y añadió: Es más frecuente entre quienes tienen complejo de inferioridad. Me dejó frío con ese matiz. Cambié de conversación, facilitó el cambio el paso de un elefante montado por dos payasos que anunciaban un circo indio rodeado de una fanfarria de trompetas. Deben de tener un permiso especial del Ayuntamiento, apuntó una señora a nuestro lado con acento italiano. Nos sentamos en una terraza de los Campos Elíseos. Era una gozada ver pasar tal variedad de gentes, de todos los países del mundo, luciéndose en aquel escenario para ricos.
—Las francesas se distinguen de las extranjeras, y las parisinas del resto de las francesas —dijo—. Yo las distingo.
—¿En qué? Tú eres más guapa con diferencia y puedes pasar perfectamente por francesa. Las nórdicas tenéis fama de ser guapísimas y lo sois.
—Gracias, pero no es eso. No es un problema de belleza, de ser más o menos guapa. Es algo relacionado con el estilo. Es cómo se mueven, cómo andan, cómo sonríen, cómo miran, cómo gesticulan y supongo que cómo hacen el amor.
Me ruboricé y lo notó.
—Perdona. Había olvidado que eres virgen. ¿Cómo puede ser que seas virgen a los veinte años con lo guapo que eres?
Me cogió la barbilla con la mano izquierda y giró mi rostro hacia ella. Me dio un beso brevísimo en los labios. Eres realmente guapo, añadió.
La conversación siguió por ahí y la verdad es que llegamos bastante lejos sobre los avatares de mi virginidad. Le conté los intentos frustrados y los miedos de última hora por parte de ellas y también por mi parte cuando ellas parecían decididas. El caso es que nunca había llegado hasta el final. La virginidad es el trofeo que tienen que conservar las españolas hasta el matrimonio si no quieren entrar en la categoría de las putas. Además están los curas, solo hablan de eso en los sermones. Viven obsesionados por el sexto mandamiento. Le hice una descripción del paisaje sexual en España. Lo que menos comprendía era lo del pecado, creer que por masturbarse se podía ir al infierno era demasiada credulidad. Es lógico que no lo comprendiera y no creía que fuera así, pero lo era. Y eso que no le dije que al infierno también se iba por los malos pensamientos consentidos. Era demasiado complicado explicarle a una atea escandinava el significado del consentimiento en los malos pensamientos. La verdad es que pensándolo bien, en España Dios manda al infierno por cualquier cosa. Como si le molestara que seamos felices, que sintamos placer, como si le gustara que pasemos la vida entre cilicios y chumberas. Como si tuviera sus complacencias en que viviéramos sumergidos en el valle de lágrimas. Un poco masoquista todo, ¿no creen?
Tomamos unos sándwiches de jamón y queso, una ensalada de frutas ella y yo crepes salados. Bebimos un Château La Croix des Templiers que pidió Emma después de mirar detenidamente la carta. Delicioso todo. En un ambiente así, tan elegante, la comida sabe mejor. Es diferente. El mundo para mí había cambiado de sitio, pero no dudaba de que volvería a mi centro de gravedad. No soy tan idiota. Emma empezó a señalar a las que pasaban distinguiendo a las parisinas de las otras. Las parisinas: ¡Qué tías llevando el bolso en bandolera! Y ¡cómo andaban! La acera era un pretexto para poner el pie, como si bailaran el lago de los cisnes. Cortó mi gesto de pagar cuando trajeron la cuenta y soltó una burrada de francos. Lo encontré carísimo, se pagaba por el sitio, pero no lo comenté para no delatar que yo pertenecía a otro mundo. Decidió llevarme por París, nos moveríamos en metro, era más cómodo y rápido. Los semáforos rojos son una lata. Pasamos la tarde de un lado a otro, pero no les voy a contar nada de Montmartre, Montparnasse, la Torre Eiffel y esos sitios que es obligado ver cuando se visita París, y Emma se empeñó que los viera en una tarde. Llegamos a casa sudando cuando anochecía. Estábamos realmente cansados y sudorosos, pero no me quedó nada por ver de lo que figura en las tarjetas postales e incluso rincones con encanto que no figuran. A toda prisa, claro. Encontré París a la altura de su fama. Espectacular.
Justo al entrar sonó el teléfono.
—Es Anders.
Y se precipitó sobre el aparato. En la cara de Emma se reflejaban las buenas noticias a medida que iba hablando.
—Los médicos dicen que Bent ya está fuera de peligro. Tenemos que celebrarlo. Dúchate tu primero, mientras veo qué pongo para cenar. Hay muchas sobras de ayer. ¿Tienes hambre? Hemos andado mucho. Andar abre el apetito y comimos ligero.
Le dije que sí, que también tenía algo de hambre. Utilicé el término algo para suavizar, pero la verdad es que tenía bastante hambre, tanta que no sería exagerado decir que tenía mucha, pero no lo dije. No era necesario. Me entregó un albornoz con el anagrama del hotel Ritz. Era esponjoso, acariciaba la piel. La bañera era redonda y exageradamente grande. Me duché a conciencia, disfrutando la tibieza del agua. Antes de vestirme pasé un buen rato tumbado en la cama, incluso creo que llegué a dormirme, porque cuando Emma pronunció mi nombre, me sobresalté. Me vestí apresuradamente. Encontré a Emma colocando en la mesa de la cocina un mantel verde, cenaríamos allí. No se había duchado todavía, pero se había puesto el albornoz, tenía el mismo anagrama del Ritz en el bolsillo de arriba que el que me había dado a mí. Estaba muy guapa, ya se sabe que la belleza es movediza, varía en intensidad según las circunstancias, sube con el optimismo esperanzado y a Emma le habían dado una buena noticia. Bent viviría.
—Me voy a duchar, ya está todo preparado para la cena.
La esperé releyendo la crónica sobre Françoise Sagan en el Paris Match. Me gustaría ver a Emma ducharse y temblaba imaginando la caída del agua sobre sus pechos. No sigo. No sigo porque este tipo de imaginaciones las cuento mal y termino cayendo en el ridículo, hay escritores que lo bordan como Henry Miller en Trópico de Cáncer, novela que había leído de forma clandestina, prestada por un compañero de Periodismo que conseguía, no sé cómo, los más insospechados libros prohibidos. En España no se escribe literatura erótica porque está rigurosamente censurada. ¿Cómo va a haber literatura erótica en un país donde se peca y se puede ir al infierno por los malos pensamientos? Emma apareció radiante, vestía un batín largo de seda rosa. Me dejó mudo, pero mudo, mudo. ¡Qué cintura con ese cordón rojo atando el batín rosa! Estaba nervioso, era como el actor de una película que ignora el final. A pesar del esfuerzo no conseguía sujetar los temblores del corazón. Ella se daba cuenta y jugaba, era la guionista. Pusimos la mesa en la cocina y mientras tomábamos los quesos habló del amor y la fidelidad. El salmón ahumado estaba exquisito, mejor que la víspera, sin duda porque yo tenía más hambre. Bebimos bastante vino, Chablis, yo diría que mucho, una botella y media entre los dos. La bebimos intencionadamente, sin comentarlo, pero seguro que los dos pensábamos lo mismo, había que buscar pretextos y disculpas. Me obligó a precisarle qué era eso de los malos pensamientos. El vino había hecho sus efectos cuando fuimos a sentarnos a un sofá que ella calificó de acogedor y lo era. Emma encendió un cigarrillo, me alargó otro pero no me apetecía fumar, ya les dije que fumo poco e incluso pienso retirarme definitivamente, no siento el placer que otros experimentan. A pesar de todo, a pesar del vino y los roces tan buscados como disimulados en los vagabundeos por París, seguía habiendo una invisible cortina de cristal entre ella y yo que era necesario romper para avanzar en los acercamientos. Dio una calada profunda al cigarrillo y embolsó el humo en la boca. Vi cómo se acercaba, me entreabrió los labios con los suyos. ¡Qué habilidad! Y mientras me besaba me iba soltando el humo del cigarrillo. Empecé a toser de manera compulsiva, pero se había roto el cristal de separación. Reímos y nuestras manos se buscaron ansiosamente.
—Era inevitable. He bebido demasiado. Lo decidió el destino —murmuró en mi oído. Era una manera de decirme que nosotros no teníamos la culpa.
—El destino. Es el destino —repetí de forma mecánica en voz baja.
Abrió la parte de arriba del batín y apareció la gloria de sus pechos con los pezones tensos, guio mi mano derecha sobre ellos y me pareció que palpaba la ternura del universo. Musgo cálido. Mi sangre era un incendio cuando sonó de nuevo el teléfono.
—Merde —murmuró.
Estuvo dudando si cogerlo, pero lo cogió porque presintió que podía ser Anders, aunque solo hacía una hora que habían hablado. Era Anders. Primero sus ojos soltaron unas lágrimas que se deslizaron por el rostro en silencio y después estalló en un llanto entrecortado e incontenible. Cuando colgó, se dejó caer en el sofá y dijo: Bent ha muerto. Le repitió el ataque cerebral y se lo llevó. Una frialdad de hielo se extendió entre nosotros. Apoyó su cabeza en mi hombro y estuvo sollozando con un llanto hiposo mucho tiempo. A mí también me caían unas lágrimas tristes, no conocía a Bent, pero a lo largo del día había escuchado tantas veces su nombre que le cogí cariño por lo que me contaba de él. De vez en cuando decía: pobre Bent y renovaba el llanto. Estuvimos así mucho tiempo, una hora o más hasta que se calmó. Nos despedimos con un doloroso hasta mañana. Ni siquiera nos besamos de manera ritual, ni nos deseamos una buena noche, solo nos apretamos las manos mirándonos con compasión, nos compadecíamos de Bent y tal vez también de nosotros.
Tardé mucho en conseguir dormir y creo que no llegué a dormirme realmente. Primero pensaba en Bent, pero poco a poco fue desapareciendo de mi imaginación y apareció radiante el cuerpo de Emma, la boca de Emma, los pechos de Emma, la cintura, la ansiedad jadeante de sus caderas deslizándose sobre mí. Me iba enroscando en Emma en una duermevela giratoria e insomne. No podía apartarla de la imaginación para entrar en un sueño limpio y reparador. Pasaron horas y horas, cuatro o cinco. Se abrió la puerta y con la luz del pasillo vi entrar a Emma. Me sobresalté. Tranquilo, dijo, y se deslizó a mi lado. Sentí el roce de su cuerpo y del breve camisón. No podía pensar en Bent y quiero pensar en Bent, susurró a mi oído, pensaba en ti, solo pienso en ti. Quiero liberarme de ti para concentrarme en el dolor de la pérdida de Bent. ¿Me comprendes?
—Sí. Te comprendo. —La comprendía de verdad. Me estaba pasando lo mismo.
Y empezaron los movimientos, los cuerpos buscándose y ella guiando mis manos orientando la búsqueda. Tranquilo, decía de vez en cuando. El camino hasta el cansancio y la respiración entrecortada fue gozoso y lento, para mí cargado de sorpresas y de curvas, lejos de la línea recta en que había pensado muchas veces, en que pensaba siempre. Al final nos sentamos en la cama, ella fumó un cigarrillo.
—Siempre recordarás la primera vez, y aunque no les cuentes dónde y con quién fue, siempre me tendrás en el recuerdo.
—Sí —contesté.
Seguíamos sudando y nos fuimos a duchar juntos.
—Ahora ya podré pensar en Bent —dijo al terminar de secarse.
—Nunca volveré a ver una mujer tan guapa —murmuré cuando iba a cubrir su espléndida desnudez con el albornoz. Sentía de verdad lo que decía, era de una armonía total. ¡Qué exactitud de cintura!
—El mundo está lleno de mujeres guapas, lo comprobarás en ese campo inglés adonde vas. Dentro de unas horas cogeré un avión para Copenhague, a las diez menos cuarto; el tuyo para Londres sale un cuarto de hora antes. Como no podía dormir lo estuve mirando.
—Yo iré en tren, hoy ya no hay huelga.
—Irás en avión. En Orly hay un servicio nocturno de reservas y ya reservé los billetes.
Iba a protestar, pero impidió que hablara poniéndome los dedos en la boca.