VII
Me acompañó hasta el control de Policía. Yo estaba un poco nervioso, al fin y al cabo era la primera vez que iba a volar. Me dio un beso en la mejilla y dijo:
—Fue maravilloso, pero ayer solo existió para nosotros y para nadie más. Formará parte de nuestros recuerdos, pero unos recuerdos sin mañana. Solo formaré parte de tu vida en tu memoria y tú en la mía. Quiero a Anders, recuerda lo que te dije ayer sobre la fidelidad. Que lo pases muy bien en ese campo de trabajo.
—Dale un abrazo a Anders y el pésame.
Al pasar el control de pasaportes, di la vuelta para decirle adiós, pero Emma ya se había ido.
La señora que iba delante de mí tropezó en la escalerilla, cayó al suelo y en la caída soltó una jaula en forma de pagoda que salió rodando hasta meterse casi debajo del avión. Pude cogerla por la argolla dorada y al levantarla vi un loro agitadísimo, asustado de muerte, que chillaba repitiendo sin parar: cabrón, hijo de puta; cabrón, hijo de puta.
—Cállate, maleducado —le increpó la señora, que ya se había repuesto y levantado y alargaba la mano para que le entregara la jaula. En la otra mano llevaba un bolso tan grande como lujoso; bueno, no era exactamente un bolso, demasiado grande para llamarle bolso, pero debía de estar de moda porque había visto varios en los paseos por París. Le dije que no se preocupase, que la subiría yo. Había facturado la mochila y no me suponía ningún trastorno cargar con la jaula. Tuve que apretar la argolla con fuerza porque el loro seguía agitadísimo, moviéndose y chocando contra las paredes enrejadas. Temí que se matara, y él, posiblemente, temía morir y de ahí tanta agitación. La jaula era una pagoda barroca llena de ribetes dorados.
Nos acomodamos en la fila de la derecha, donde había solo dos asientos. La señora era francamente guapa, morena y de ojos alargados, parecía euroasiática. Una belleza. El loro seguía asustado. Ella trató de calmarlo con una serie de adjetivos cariñosos que el loro parecía entender y tal vez entendía porque terminó calmándose. Por eso me sorprendió cuando me contó que solo lo conocía desde hacía dos días, no era de ella, pertenecía a un hermano piloto de Air France que había sido destinado a Tokio, nuevo centro de distribución para los vuelos de la compañía en el Lejano Oriente. Pidió que se lo cuidara durante un tiempo, ella vivía en Londres y había viajado a París para recogerlo. Al principio del pasillo, a la salida de la cabina, una azafata hacía una demostración de cómo debíamos manejar los salvavidas en caso de necesidad. Me alarmé (ya les dije que era la primera vez que viajaba en avión) y pensé que podía haber peligro al sobrevolar el canal de la Mancha y por eso nos enseñaban cómo ponernos el salvavidas. Se lo comenté a la señora y ella me tranquilizó informándome de que era una norma obligatoria en todos los vuelos comerciales. Se hizo un silencio espeso al anunciar el despegue y el loro soltó con un vozarrón de tigre: que te follen, histérica, que te follen. La señora perdió el color, le pidió de mil formas que se callara, lo amenazó en varios idiomas, pero el loro parecía entender todo al revés, cada vez chillaba con más fuerza: que te follen, histérica, que te follen. Me pidió disculpas, no sabía que estuviera tan mal educado, dijo, si sé esto no lo recojo. Los pasajeros nos miraban, reían y animaban al loro a que siguiera, pero decidió callarse cuando entramos en el cielo del Canal. La señora no se explicaba cómo podía decir esas ordinarieces, su cuñada era una señora exquisita, no se explicaba cómo lo consentía. En el tiempo que estuve con ellos, solo le oí decir: bonita, cariño, buenas noches y cosas así. Y ahora estas groserías.
—Está claro que el loro lleva una doble vida —comenté.
Reímos.
—Espero que en casa se comporte conforme a la parte buena. De lo contrario, mi marido lo estrangula.
Era extrañamente guapa. Alta y espigada. Tendría como unos cuarenta años o así, para calcular edades soy muy malo y más con una mujer tan exótica. Traté de despejar el enigma, quería saber de dónde era, de qué extraño mundo procedía, y no iba a preguntárselo directamente, así que empecé por contarle que yo era un estudiante español que iba a un campo de trabajo para universitarios en Sheringham y todo ese rollo.
—¿Qué estudias? —preguntó.
—Periodismo.
—¿Periodismo? ¡Qué curioso! Yo soy periodista. Trabajo en The Observer —lo dijo en un español perfecto, con un acento raro pero perfecto. Hasta entonces habíamos hablado en francés.
La miré con admiración. Trabajar en The Observer, ¡qué tía! En la clase de historia sobre el periodismo contemporáneo nos habían explicado que The Observer era uno de los dominicales más importantes del mundo, más influyente incluso que el The Sunday Times. Debía de ser muy buena como periodista; como mujer estaba buenísima y ganaba con la cercanía.
—¿Eres inglesa? —pregunté como paso previo para indagar sobre su identidad—. Por el dominio que tienes del español, podrías ser española, pero, cómo diría, tu aspecto no es el de una española. —Me di cuenta de que la estaba tratando de tú y le pedí perdón.
—Si me tratas de usted me haces mayor y ya es suficiente con que lo sea, así que no se te ocurra.
Tenía que replicarle que no era mayor, y lo hice. Esas cosas se agradecen y lo agradeció, además era verdad, parecía joven, tenía la piel de la cara tersa, sin el asomo de una arruga. Seguro que muy suave, invitaba a deslizar la mano sobre su piel. Una tentación imposible de caer en ella.
—No. No soy inglesa, aunque llevo viviendo en Inglaterra más de quince años. Soy etíope, nací en Addis Abeba, y cuando yo era muy joven mi familia se trasladó a vivir a Tánger, allí aprendí español, el español era la lengua de mi entorno, me casé con un judío sefardí y terminamos recalando en Londres. Mi marido se trasladó a Londres porque quería ser productor artístico, de teatro y eso, de cine, no. Le interesa más el teatro que el cine, produce también festivales de música, le gusta descubrir cantantes y artistas con talento. En cierta manera, es un Pigmalión. Por eso nos instalamos en Londres ya que en Tánger las posibilidades en ese campo eran nulas.
—Es la primera vez que veo a una etíope. Eres realmente guapa. Pensé que eras euroasiática con un padre de Singapur o algo parecido.
—Algo más complicado que todo eso y por añadidura soy judía. Mi identidad es un mapamundi. Creo que por mis venas corre la sangre de las doce tribus de Israel.
El loro, que iba amodorrado, se sobresaltó con las vibraciones repentinas del avión y casi tira la jaula al moverse de una parte a otra gritando: culo bonito, culo bonito (en francés, solo hablaba francés). Te voy a tirar al mar como sigas siendo tan mal educado. Pero estaba claro que el loro cuando cogía una palabra tardaba en soltarla. Me sorprendió la suavidad del aterrizaje, el avión se posó en la pista de Heathrow como si fuera una cigüeña. La ayudé a bajar el loro; yo tenía que recoger la mochila; a ella la vino a buscar un señor, supongo que sería su marido, no me lo presentó. Le dije adiós al loro y supe que se llamaba Fernandel, en honor al cómico del mismo nombre, lo que no supe fue el nombre de la etíope y ella tampoco conoció el mío. La vida está llena de encuentros fortuitos que terminan por cambiarte el resto de la vida o no te dejan la menor señal. Hay de todo. Somos fruto de la casualidad desde que nacemos hasta que morimos. Si tus padres no hubiesen ido a aquella fiesta, ni hubiesen bebido aquel vino, ni hubiesen escuchado aquella canción, tú no existirías. Y así todo. Es un buen tema para una película o una novela, es posible que algo parecido se haya escrito, aunque yo no lo conozca. Cuando me meto en estas divagaciones, me pierdo. Soy un pequeño filósofo.