VIII

Cuando llegué frente al número 7 de Gordon Street estaban aparcados dos autobuses rojos con un cartel que ponía Rookery Farm en las lunas delanteras. A pesar de que todavía faltaba media hora para la salida, solo eran las nueve y media, ya había bastante gente colocando maletas y algunos ya estaban acomodados en los asientos. Me sorprendieron las maletas tan enormes que llevaban las chicas, parecía que fueran a un viaje al fin del mundo. Dominaban las rubias o tirando a rubias, pero también las había de pelo castaño y de negro negrísimo. A primera vista me parecieron guapas porque eran altas y delgadas en general, pero si se entraba en detalles las cosas variaban. Claro que se habían puesto ropa cómoda para el viaje, faldas sueltas, jerséis amplios y zapatillas o zapatos planos. Nos sonreíamos unos a otros a modo de saludo, parecíamos japoneses haciéndonos devotas reverencias. Uno de los autobuses era de dos pisos y subí al de arriba para ver mejor los paisajes del camino. Ver paisajes y más si eran del extranjero me distraería. Tuve suerte porque los asientos de primera fila estaban libres, así que me acomodé en el de la ventanilla de la derecha y era como si estuviera en una galería móvil. El viaje desde allí sería una gozada y estaba dispuesto a disfrutarlo. Me gustan las novedades, descubrir cosas diferentes, ya lo habrán notado. Como ocupaba la primera fila y no iba a estar girando permanentemente la cabeza hacia atrás, no veía la pinta de quienes entraban, pero el aire empezó a llenarse del agradable y fresco aroma que soltaban las chicas. Olía a cuerpos jóvenes y perfumados. Eso se nota, y lo notaba. Tengo un olfato estupendo, huelo el aire a cien metros. Entró una pareja hablando en voz bastante alta, creo que danés o algo así —digo danés porque lo tenía más reciente, la verdad es que no tenía idea de la lengua en que hablaban—, me saludaron con una sonrisa y el good morning ritual, y se sentaron en la primera fila del otro lado. Presté atención a los sonidos que llegaban de atrás y comprendí que estaba en una auténtica torre de Babel, a juzgar por las voces que escuchaba, pero no entendía. Quedaba vacío solo el asiento de mi lado, deseaba ardientemente que lo ocupara una chica, guapa, por supuesto. No hubo suerte, no siempre le va a tocar a uno la lotería. Llegó un tío alto, con gafas, el pelo castaño claro y casi asfixiado preguntando si el asiento estaba libre, era evidente que lo estaba. Pasaban dos minutos de la hora señalada para la salida.

—Creí que no llegaba. Corrí que no veas —comentó en francés el recién llegado, pero con claro acento gallego; conozco bien el acento gallego de mis vacaciones en La Coruña.

—¿Gallego? —pregunté en español.

—Sí, sí. De Orense, ¿cómo lo sabes?

—Porque estuviste a punto de perder el autobús. Es una broma. Tienes un acento inconfundible. —Me arrepentí de decirlo porque conozco a gallegos y sobre todo a gallegas que no les gusta que les digan que tienen acento gallego y lo empeoran cuando tratan de disimularlo. A mí me gusta el acento gallego, especialmente en las chicas; tiene la suavidad de las acacias. Acaricia.

Comentó que estaba cansado, que llevaba treinta horas sin dormir, y nada más arrancar el autobús se quedó frito. Yo estaba bastante descansado, me había alojado en un Bed and Breakfast y me tumbé nada más entrar en la habitación. Desperté al anochecer, salí a dar una vuelta por Picadilly Circus y alrededores, me inflé de fish and chips, volví pronto y seguí durmiendo toda la noche. Comprenderán que estuviera molido después del paseo interminable por París y de la experiencia de la primera vez con Emma a las cinco de la mañana o así. Lo de la primera vez fue tremendo, pero de esas cosas no se cuentan los detalles, aunque lo tremendo esté en los detalles. Por cierto, Emma formó parte de mis sueños. Recorrí con ella mundos temáticos de pintura naíf a lo largo del sueño de la noche.

Si en vez de ser un gallego fuera una gallega me hubiera fastidiado que se durmiera, pero al ser un tío casi lo prefería porque podría entretenerme mirando el paisaje y pensando en mis cosas. Además seguro que tendré mucho tiempo para hablar con él sobre Orense, Santiago de Compostela, La Coruña y lo que sea. Si les digo que lo que más me gustó de la noche londinense fueron los fish and chips no se lo creerán, pero es cierto. Comí tres raciones mientras daba vueltas por Picadilly Circus. Picadilly, lo que es Picadilly, me pareció una verbena de luces fluorescentes y enloquecidas anunciando joyas, coches, neveras y perfumes con unas tías tan insinuantes que parecían querer ligar contigo. Seducirte. Daban ganas de comprárselo todo. No sé cómo la comida inglesa tiene tan mala fama, tendré que ir comprobándolo porque el breakfast de esta mañana a base de huevos fritos, beicon, tostadas con mantequilla y leche fría con cereales lo encontré francamente bueno y si tuviera que ponerle un adjetivo incluso diría que era excelente. El paisaje era verde y en general llano; cuando pasábamos por los pueblos me llamaban la atención los carteles de los pubs y otros comercios, las ilustraciones de los carteles eran llamativas, el que más se repetía era el de un bebedor de cerveza con un tonel marrón de fondo. El gallego seguía durmiendo como un bendito, pero sin roncar, lo cual era de agradecer, porque resulta muy molesto viajar con una sinfonía de ronquidos al lado. Como si tuviera un despertador que le avisara, justo cuando cruzábamos el centro del pequeño pueblo de Holt, a un kilómetro o menos de Rookery Farm, se despertó preguntando:

—¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos?

—Al lado —respondí porque acababa de ver el cartel donde decía que estábamos a menos de una milla. A la una en punto entramos en el amplio patio de tierra, rodeado por barracones de madera y cemento, cubiertos de cinc o un metal así, mal alineados por cierto y nada simétricos. Eran más que feos, feísimos. Así lo aprecié a primera vista. Supe que mi vecino de asiento se llamaba Ramón Pereira y él que yo me llamaba Julio Prado Verdera. Fuimos bajando de los autobuses porque llegó uno a continuación del otro. Recogimos las maletas y en una de las paredes de la oficina del jefe de campo estaban las listas con nuestros nombres y el número del barracón, le llamaban pabellón por delicadeza, que correspondía a cada uno. Eran barracones. Había siete, cuatro dedicados a dormitorio, los otros a diferentes actividades que ya iríamos descubriendo. Me correspondió el tres, a Ramón Pereira el dos, estaríamos separados, pero no importaba porque nos encontraríamos permanentemente. En aquel recinto no había manera de perderse. Confirmé que las chicas llevaban unas maletas más grandes que las de los chicos, a ellas les encanta cambiarse con frecuencia. En ocasiones me gusta imaginar temas de cuentos y de guiones cinematográficos, al fin y al cabo quiero ser escritor y la imaginación forma parte esencial de ese oficio. Nunca seré un escritor precoz como la Sagan que a mi edad ya había publicado dos novelas importantes. En las clases de estilo teníamos frecuentes debates sobre si era más importante un estilo brillante o un buen tema. La conclusión invariable era que el arte estaba en combinar bien las dos cosas, aunque un estilo deslumbrante podía salvarse por sí mismo y también un tema extraordinario y original podía salvar una obra. La verdad es que cuando discutíamos siempre repetíamos los mismos argumentos, pero lo hacíamos con renovado entusiasmo. No es extraño, al fin y al cabo la vida termina convirtiéndose en una constante repetición. Ante nosotros, el montón de chicas y chicos que acabábamos de llegar, se abría un escenario en el que viviríamos y representaríamos las más variadas escenas de ligues, amores y desamores que puedan imaginarse. Seguro que sabiendo contar las historias de cada uno durante las próximas semanas, daría tema para varias novelas y bastantes guiones de cine. Éramos jóvenes y teníamos el corazón ansioso de aventuras furtivas. Recuerdo lo que le contestó Sthendal a un joven que le pedía un argumento interesante para una novela. Tienes suerte, muchacho, contestó el maestro, te voy a dar el mejor argumento que existe: un hombre y una mujer se aman, escríbelo. En estos paisajes, pensé, se van a vivir las más diversas situaciones del género romántico intimista cargadas de roces cálidos. Era lo lógico, doscientos muchachos y muchachas entre los 18 y los 25 años, de distintos países, en general guapos, ¿quién no es hermoso a los veinte años?, dispuestos a disfrutar de la situación carecen de límites a la hora de articular los cuerpos con los sentimientos. Le iba dando vueltas a estas ideas, un tanto filosóficas, cuando entré en el barracón número tres. El suelo era de cemento, las paredes, como les dije, de madera, y el techo revestido de hojalata, cinc o lo que fuera. Lo del techo en punta supuse que sería por las lluvias, aquí en invierno debe diluviar y, aunque en invierno no vive nadie, conviene preservarlo. A lo largo de las paredes se alineaban dos filas de veinticuatro literas, doce a un lado y doce al otro. Me tocó la parte de arriba de la cuarta fila por la izquierda. Entre las literas había dos taquillas cerradas con candado para guardar la ropa de uso habitual, la bolsa de aseo y las cosas que convenía tener a mano. Las maletas y las mochilas había que dejarlas en un espacio reservado al fondo para que no estorbasen. Todo muy pensado, resultaba la mar de funcional. Para probar la comodidad me tumbé sobre el colchón de la litera y lo encontré confortable, era bastante grueso y no se notaba el alambre del somier, algo que no soporto. En la parte de abajo se instaló un tipo delgado, de piel morena y fina, cuerpo atlético y aire chulesco; llamaba la atención por la gruesa pulsera de oro que lucía en la muñeca izquierda, a juego con el collar de oro del que colgaba una hoja de palmera. Era persa y estudiaba física en Cambridge. Lo primero que me dijo fue que tuviera cuidado al bajar de la cama y evitara pisarle, que mirara siempre dónde ponía los pies; tenía una mala experiencia del año anterior en un colegio de Brigthon. Lo peor fue el tono con el que lo dijo: parecía como si acabara de pisarlo. Un cretino. Nadie le dice a quien acaba de conocer y con el que va a compartir una litera que no le pise al bajarse. Un estúpido. Se llamaba Ahmed, un nombre fácil de recordar. A mí no me preguntó el nombre, no me preguntó nada, ni siquiera de dónde era. En cambio, repitió dos veces su nombre y su apellido, Ahmed Sfandiari, recalcó que era primo de la princesa Soraya, supongo que para impresionarme. Tardé en caer de quién hablaba, si hay algo que no domino es el mundo de las princesas. Pero el tío tenía todo calculado para darse pavo y sacó de la taquilla una revista en papel satinado y me enseñó una fotografía a toda página en la que aparecía él con Soraya dos o tres años antes. Entonces caí en quién era la tal Soraya, la antigua emperatriz repudiada por el sah de Persia. Si lo que pretendía Ahmed era impresionarme, no lo logró, al contrario, me confirmó que era un imbécil primario, y eso que tenía 23 años. Lo supe todo de él en tres minutos. Reía mucho al decir esas cosas como si celebrara que yo tuviera la suerte de conocerle. Como les dije era un imbécil, trataría de evitarlo y de no pisarlo al bajar de la litera porque a mí me tocó la de arriba, como les dije.

Fuimos pasando al comedor para el lunch. Era un salón enorme, por espacio que no sea, debió de pensar el dueño de Rookery Farm al construirlo. En una esquina había una mesa de billar y un futbolín. Las mesas eran de seis o de ocho y estaban separadas, lo que facilitaba las conversaciones al estar unos frente a otros. Observé que las chicas habían cambiado el look de forma llamativa, parecían distintas a las del autobús. La palabra look era la más utilizada para definir el aspecto físico, la imagen que se daba o desprendía, la aprendí de oírla tanto y me acostumbré a ella. Se trataba de un lunch informal, en Rookery todo era informal, y cada uno se sentaba como quería y donde quería, o se quedaba de pie. ¡Ah!, lo de las chicas. No sé cómo en tan poco tiempo, unos cuantos minutos, habían podido peinarse, maquillarse y cambiarse de ropa. Varias llevaban pantalones, en general, bastante ajustados. Me vinieron a la memoria la cantidad de artículos y discursos que había leído y escuchado en España contra la moda de los pantalones en la mujer, que si las convertía en camioneros, que si las degradaba, que si les destruía la feminidad y lindezas parecidas. Recuerdo el día en que mi hermana Clara contó que dos de sus amigas se habían puesto pantalones y no consiguieron cruzar la plaza Mayor por las burradas que les decían. Fue cuando mi madre sacó del misal un folleto con una cita bíblica —en la Biblia hay citas para todo, para defender una cosa y la contraria, para prohibir matar y para recomendar que maten—. Decía: «No vestirá la mujer hábito de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer. El Señor abominará de quien lo haga.» Lo estuvimos discutiendo, mi madre estaba en contra, Clara dudaba, yo me encogí de hombros, apenas había visto mujeres con pantalones. En la universidad, ninguna. Las que los llevaban pasaban por ser tías fáciles o extranjeras frívolas. Pensaba estas cosas mientras me fijaba en la muchacha que se sentó en el taburete que había junto al tocadiscos, un tocadiscos impresionante, lo más moderno del comedor. ¡Qué tía más guapa, Dios mío! Nunca había visto nada igual o eso me pareció en aquel momento; en estas cosas son frecuentes los espejismos del instante. Comprenderán que para mí resultara llamativo ver cómo la chica de que les hablo abandonaba el taburete para sentarse a horcajadas en una silla colocada al revés. El jean azul le ceñía el cuerpo como un guante, ofreciendo la exactitud armónica de las caderas. Llevaba una blusa transparente sin mangas y un pañuelo rojo al cuello. Un verdadero cromo, la tía. Parecía recién salida de una película o de dos. Tenía los ojos tan verdes como Marta Toren en Siroco, donde formaba pareja con Humphrey Bogart, la recordaba bien porque la había visto el día anterior a la salida de Madrid. El pelo castaño claro lo llevaba cortado a lo garçon como Jean Seberg en À bout de souffle, hasta el último aliento. No vi la película, solo un reportaje sobre ella durante el rodaje, en casa de Emma. No sé en qué revista. Lucía una belleza desenfadada y rebelde. La chica que tenía delante era un cruce de Marta Toren y Jean Seberg. La pera.

Se debió de dar cuenta del estrago que causaba en mí porque me miró, no fue una alucinación, me miró de verdad, y detuvimos las miradas. Sonreímos, creí que con una cierta complicidad. Se volvió de nuevo, me miró, se levantó y echó a andar hacia la mesa de los sándwiches. Creí que me invitaba a acompañarla, sin duda interpreté mal la mirada, caminé hacia ella y justo cuando la tenía al alcance de la palabra, un tipo alto, rojizo y pecoso le pasó el brazo por el hombro y le dio un beso. Me quedé de piedra, pero tuve el valor de ponerme a su lado y saludarlos, dije mi nombre y que venía de España. Eran suecos, de Estocolmo. Se llamaba Cornelie y me presentó a Steven como su boyfriend. Después supe que la expresión boyfriend era el equivalente de novio. Eso me dijeron, aunque Ramón Pereira defendía, con un libro de expresiones inglesas en la mano, que el significado más ajustado de boyfriend era el de amigo especial. Y girlfriend, amiga íntima. No voy a entrar en los matices verbales de los sentimientos amorosos. El lunch consistía en sándwiches de huevos cocidos y tomate frito, de caballa con lechuga o tomate, o las dos cosas, de pepinos y queso Un montón de sándwiches. Para beber, agua y un dudoso zumo de naranja. Íbamos presentándonos unos a otros, de Islandia, de Finlandia, de Dinamarca, de Alemania, de Holanda, de Francia. De Italia, de Grecia, de Portugal, de España. Del sur, como les apunté antes, solo tíos. Ni una chica mediterránea que llevarse a los ojos. Una pena porque tanto las españolas como las italianas son muy guapas, pero tienen la mente cargada de tabúes, el cuerpo es una fuente interminable de pecados y conflictos de conciencia. Veníamos de tantos sitios que uno terminaba aprendiendo geografía sin darse cuenta. Cuando decía de España mostraban una evidente sorpresa; en Rookery Farm hasta este año no había habido estudiantes españoles, en realidad creo que era el primer año que se podía salir a través del SEU, ya que la NUS tardó en aceptar lo del sindicato falangista. No lo sé con certeza, tendré que investigarlo. Para mí la percepción del mundo empezaba a ser como la de Galileo, lo noté desde que crucé la frontera y pude leer los periódicos franceses, el Sol ya no se movía alrededor de la Tierra sino al revés. No éramos el ombligo del mundo, ni la envidia del universo por tener a Franco de caudillo por la gracia de Dios, como nos aseguraban con monótona frecuencia, sucedía exactamente lo contrario, pero no voy a detenerme en esto, solo quiero dejarlo apuntado para que sepan que me doy cuenta de las cosas y no vivo en los nublados de Babia. No quiero aburrirles con rollos políticos. Tampoco les voy a contar a esta gente lo de los argelinos. Y menos lo de Emma, eso no existió aunque tardaré en olvidarla si es que consigo olvidarla alguna vez. Estará siempre en la colección de mis recuerdos mudos. Para comprender una historia es necesario conocer el entorno en el que se produce y lo de Emma fue como deslizarse por un tobogán colocado allí por el destino.

Cuando estábamos terminando los sándwiches y no quedaba nada del acuoso zumo de naranja —tuvo tanto éxito como si fuera de verdad—, se presentó un tipo de unos 28 años o así diciendo que se llamaba Barry y que era el jefe del campo. Pidió silencio. Le acompañaban tres ayudantes, los presentó, eran estudiantes que habían estado en veranos anteriores. Nos dio la bienvenida, nos deseó un buen verano, y añadió que estaba seguro de que lo pasaríamos tan bien que lo convertiríamos en uno de nuestros mejores veranos, ya que el trabajo era compatible con la diversión y con el perfeccionamiento del idioma. Resaltó que la convivencia tenía una regla de oro, la de no molestar a los otros. Por supuesto que cualquier tipo de peleas supondría la expulsión, lo dijo de pasada como sin decirlo, era algo con lo que todos estábamos de acuerdo y él no quiso poner énfasis en ello, no era necesario. A las doce de la noche se apagarían las luces de los dormitorios y estaba prohibido cantar y hablar alto en el patio, aunque cada uno podría acostarse cuando quisiera y si llegaba después de esa hora, por las razones que fuera, debía hacerlo de forma silenciosa para no perturbar el descanso de los demás. De siete y media a ocho servirían el desayuno para poder comenzar el trabajo media hora después. El tiempo del lunch sería desde las doce hasta la una menos cuarto y a las tres y media acabaría la jornada de trabajo. A las siete y media, la cena. Lo encontré todo muy razonable, aunque totalmente distinto de los horarios españoles. Podíamos disponer del tiempo libre como nos diera la gana. No había necesidad de asistir a la cena, podíamos ir a tomar algo en Holt, Sheringham o Cromer, fish and chips, por ejemplo, ya les dije que me encantan. No había prohibiciones, en el tiempo libre, consideraban que éramos gente responsable. Respondió a varias preguntas entre ellas la de la forma de pago. Para ilustrar las respuestas sacó unas monedas del bolsillo, eran de latón y de cobre, por la cara tenía gravado el valor de la moneda, la más alta de dos libras y la más baja de doce peniques, en la cruz figuraba el nombre del dueño de las tierras, Arthur Wilson; aprovechó para comentar que el señor Arthur Wilson estaba ya medio retirado y quien gestionaba de verdad era su hijo John. John Wilson. Nos pagarían con las monedas de la granja al finalizar cada jornada y las cambiarían por moneda corriente los sábados. Podíamos pagar con las monedas de los Wilson en los pubs y tiendas cercanas. Tenían ese acuerdo. A la salida busqué a Cornelie, Steven me importaba un bledo, pero no la encontré.

Ramón Pereira estaba con dos alemanas y me llamó para dar un paseo por el pueblecito de Bodham, unas pocas casas, a ver lo que descubríamos. La que lucía una llamativa cabellera rubia estaba de espaldas, buen cuerpo; la otra que charlaba más animadamente con Ramón tenía el cabello castaño y la cara redonda. Eran Berta y Lydia, de Hamburgo. La belleza depende desde dónde se mire. No es lo mismo ver a alguien de espaldas que de cara, desde cerca o desde lejos. Echamos a andar y Ramón se concentró en Lydia, incluso le echó el brazo por el hombro acotando terreno. Las cosas no eran como parecían, ya que Berta tenía un rostro que terminaba en mandíbula de caballo y la nariz desproporcionadamente larga; a veces el resultado final es cuestión de detalles, porque sus ojos eran azules y la frente ancha, la piel tersa y blanca. La mandíbula de caballo me recordó a la de un noble español que la tenía como ella, pero todavía más exagerada, era duque o algo así, poseía uno de esos títulos que llevan quince generaciones en la familia. Se le conocía por el amor y el parecido a los caballos, incluso había sido olímpico español montando un célebre caballo con el nombre de Fuga. No recuerdo el resultado, no recuerdo ninguno de los resultados de las Olimpiadas y si quieren que les diga me importan un bledo los caballos, jamás monté uno. Entonces, ¿por qué lo cuento? Realmente no sé dar una respuesta razonable. Empecé con la mandíbula de Berta y una cosa fue saliendo detrás de la otra. Me ocurre con frecuencia, empiezo a contar algo, me fijo en un detalle sin importancia, y cuando me doy cuenta ando por las ramas de la higuera apoyándome en ese detalle. Es conveniente que lo sepan. Mi madre lo atribuye a mi vena de escritor.

—¿Tienes caballos? —pregunté a Berta.

—¿Cómo lo sabes? —respondió con una pregunta que era una afirmación.

—Tu tipo de amazona no deja lugar a dudas. Las acostumbradas a cabalgar tenéis algo aéreo en los andares. Los antiguos lo llamaban aura.

—Mi padre cría caballos. Tuvo muchos en un tiempo, parece que era un buen negocio después de la guerra, ahora ya no lo es. Monto desde pequeña, incluso cuando tenía cuatro o cinco años, un entrenador dijo que tenía dotes para la hípica y mi padre pensó que podía ser profesional. Dos años después, cuando tenía siete, se convencieron de que no tenía las cualidades que me habían atribuido.

Los caballos podían ser un buen tema de conversación con Berta, pero yo no sabía nada de caballos. No me atraía por lo de la mandíbula ni por lo que les he dicho de la nariz, pero debo reconocer que tenía un revolcón y puesta en faena debía de ser una yegua de cuidado. A primera vista se podía ver que la vida en Rookery ofrecía muchas oportunidades de ligue y yo quería coleccionar historias diferentes, no limitarme a una, así que hice el propósito de no atarme a Berta. Claro que con Berta era fácil cumplir esta decisión, pero ¿qué sucedería con Cornelie?, si Cornelie se pone a tiro y deja al saxofonista, las cosas podrían cambiar. Los propósitos en esto de los sentimientos no pueden ser nunca definitivos. La verdad es que no lograba apartar del pensamiento los ojos de Cornelie, su cuello largo y la ligereza de su pelo corto. Al pensarla me subía una dulzura caliente por el pecho y eso que apenas la había visto, pero sucedió algo en el cruce de miradas. Eso se nota. Pensaba estas cosas mientras caminábamos hacia el pueblo y sentía cómo Berta me apretaba la mano. A pesar de la mandíbula, tenía una risa dulce. A la entrada de Bodham estaba el primer pub, se llamaba The Red Hat Inn. Lo ponía en unas letras de bronce que tendrían trescientos años por lo menos. Berta me había metido la mano por debajo del jersey y me arañaba suavemente. Tiene buena pinta, entramos, propuso Ramón. Estuvimos de acuerdo. El pub olía a pub, al inconfundible olor a espuma de cerveza mezclado con el de las salchichas, a tomate frito y a tabaco perfumado de pipa. Cubrían el suelo con una alfombra marrón, mullida y confortable. Acogedora al andar, ideal para ir descalzos. Había bastante gente, la mayoría hombres, fumando pipa y dedicados a charlas lentas. En la columna de madera que divide la barra en dos, una inscripción recordaba que The Red Hat Inn llevaba abierto desde mediados del siglo XVII. En aquellos tiempos, tres veces por semana, una diligencia salía del Red Hat para cubrir la ruta con Londres en dieciséis horas. ¡Cuánta vida vieron estas paredes! Exclamó Lydia al leerlo. Pedimos medias pintas de cerveza y nos sentamos en una mesa junto a la pared desde la que veíamos cómo iban llegando otros compañeros del campo. El pub era grande y justo en medio había un piano, suele haber pianos en los pubs más concurridos e históricos, nos dijeron. También nos informaron de que no había pianistas dedicados profesionalmente a ese menester; antes, hacía mucho tiempo, los había, pero el camarero que nos sirvió, que llevaba cuarenta años en la casa, ya no los recordaba. Debió de ser en los tiempos de la diligencia. Los ingleses tienen verdadera devoción por lo antiguo, el atuendo para la caza del zorro tiene más de siete siglos. El uniforme con la casaca roja, la gorra negra y los calzones blancos forma parte del rito de la caza, como el traje de luces de los toreros forma parte esencial de las corridas. Los ingleses mataron reyes, pero conservan la monarquía porque es una institución antigua.

Ramón preguntó si podía tocar el piano. Le contestaron que sí, encantados. Se puso en pie con el empaque de Arthur Rubinstein, se acercó al piano haciendo inclinaciones a un lado y a otro con la elegancia de Arthur Rubinstein, descubrí que era un buen comediante. No nos había dicho que sabía tocar el piano. Levantó con parsimonia la tapa, hizo unos paseos de dedos sobre el teclado provocando el silencio y el interés de los presentes. Para nuestra sorpresa comenzó a tocar Granada, Granada, tierra soñada por mí. Lo hacía con armoniosa soltura. Granada era una canción conocida de los parroquianos del Red Hat, un cantante británico, no sé quién, la popularizó en el Reino Unido con la letra en inglés. Así que la mitad de los clientes se pusieron a corearla arrastrando la erre de Granada como si rompieran un cristal. Le obligaron a repetirla tres veces y nuestra mesa se llenó de jarras de cerveza de todos los colores y salchichas humeantes. Se peleaban por invitarnos. Bebimos y bebimos sin darnos cuenta, Ramón pasó de Granada a los tangos y de los tangos a los boleros. No sé cómo fueron apareciendo más muchachas, aparte de algunas de las chicas de Rookery Farm. Se organizó un baile que no veas. Y ya solo querían boleros. Ramón descansaba bebiendo tragos largos o levantándose para darle besos a Lydia entre los aplausos de los sorprendidos parroquianos. La alemana levitaba viéndole en su insospechada faceta de artista. La cerveza terminó por extendérsele a los dedos, que comenzaron a trastabillarse visiblemente sobre el teclado cuando interpretaba el bolero: «Si tú me dices ven, lo dejo todo», muy conocido en el Reino Unido por la soberbia versión de Petula Clark. Cuando Ramón abandonó definitivamente el piano, ya no lo hizo con el donaire de Rubinstein como a la llegada, la cerveza había hecho su trabajo provocando que perdiera el equilibrio. Lydia estaba encantada de apoyarlo.

Daría la mano derecha, pensé, por hacer alguna gracia como Ramón: cantar bien, tocar la guitarra o el violín o cualquier cosa de ese tipo. Algo que distrajera a los otros y a mí me convirtiera en centro de atención de las reuniones, pero les aseguro que soy un absoluto negado para todo eso. Si canto, llueve, y si toco el violín, cae granizo. Supongo que me entienden, aunque no me haya explicado demasiado bien. Salimos del local achispados de cerveza, Ramón el que más. Las chicas y yo también llevábamos una considerable ración de alcohol. Mientras se besaban, Ramón apretaba los pechos de Lydia y le decía que estaba muy buena y Lydia que lo quería. Muy rápido todo, en circunstancias favorables los sentimientos pueden correr a la velocidad del sonido. Antes de entrar en el patio, Berta, con ansiedad caballuna, me abrazó de repente y frotó con tal fuerza sus labios con los míos que me hizo daño. ¡Vaya forma de besar que tenía la tía! ¡Un poco bestia! Quería comerme. Devorarme de forma absolutamente desordenada. Absolutamente ansiosa. Me ardían los labios y yo pensaba en los ojos de Cornelie. Somos un misterio. Los ojos de Cornelie se me han metido en el pensamiento. Me pierdo en ellos. Me tumbo en ellos como en un prado verde. Y solo fue una mirada, una mirada apenas. Creía que esas cosas solo ocurrían en el cine o en las novelas. Se conoce que no, ya veremos.