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Falacias del conocimiento

En muchas cuestiones sociales, la decisión más importante es quién toma la decisión. Tanto los defensores de la justicia social como sus detractores podrían estar de acuerdo con que quienes tienen más conocimientos pertinentes son los que mejor toman muchas de las decisiones sociales trascendentales. En cambio, tienen una suposición radicalmente distinta sobre quién tiene, de hecho, más conocimientos.

Esto se debe en parte a que tienen una concepción radicalmente diferente de lo que se define como conocimiento. Estas diferencias de opinión sobre lo que constituye conocimiento se remontan a siglos atrás.1

Visiones opuestas del conocimiento

La perspectiva de los intelectuales sobre el conocimiento se satirizó en un verso sobre el erudito británico del siglo XIX Benjamin Jowett, maestro del Balliol College de la Universidad de Oxford:

Mi nombre es Benjamin Jowett.

Si se trata de conocimiento, lo sé.

Soy el maestro de este colegio.

Lo que no sé no es conocimiento.

Mucha gente no considera que toda la información merezca llamarse conocimiento, o no consideraría que el poseedor de algún tipo de información sabe tanto como el poseedor de otro tipo de información. Un carpintero puede saber construir una valla y un físico puede saberse la teoría de la relatividad. Aunque ninguno de los dos sepa lo mismo que el otro, mucha gente consideraría que el físico está más informado porque su conocimiento requiere más estudio o un intelecto capaz de dominar información más compleja.

Sin embargo, el conocimiento no sigue una jerarquía sencilla, con el tipo de conocimiento especial que se enseña en las escuelas y universidades en la cima y el conocimiento más prosaico en la base. Algunos conocimientos —de cualquier categoría— son más relevantes que otros, y eso varía en función de las circunstancias específicas y del tipo de decisiones que haya que tomar, no en función de la complejidad o elegancia del conocimiento en sí.

El conocimiento relevante

Como ejemplo de conocimiento relevante, es decir, el conocimiento que afecta a decisiones con consecuencias significativas en la vida de las personas, los oficiales a cargo del Titanic tenían sin duda muchos conocimientos complejos sobre los entresijos de los barcos y la navegación en el mar. Pero el conocimiento más relevante en una noche concreta era el conocimiento concreto de la ubicación de determinados icebergs, porque la colisión con un iceberg fue lo que dañó y hundió el Titanic.

Aunque haya quien ha llamado conocimiento tanto a la información corriente como a los tipos especiales de información, no son comparables, sino muy distintos. Además, el conocimiento supuestamente superior no engloba automáticamente el conocimiento más prosaico. Cada uno de ellos puede ser relevante en determinadas circunstancias. Esto significa que la distribución del conocimiento relevante en una sociedad dada puede ser muy diferente, dependiendo del tipo de conocimiento de que se trate.

Otro ejemplo del papel del conocimiento prosaico pero relevante es que, cuando las personas emigran de un país a otro, rara vez lo hacen al azar desde todas las partes del país que dejan o se establecen al azar en todas las partes del país al que van. Diversos tipos de conocimiento práctico —información que no se enseña en la escuela o en la universidad— puede desempeñar un papel importante en las decisiones migratorias de millones de seres humanos.

En la España de mediados del siglo XIX, dos provincias que representaban tan sólo el 6 por ciento de la población contribuyeron con un 67 por ciento de los inmigrantes españoles que se establecieron en Argentina. Cuando estos inmigrantes llegaron a Argentina, se concentraron en barrios específicos de Buenos Aires.2 Del mismo modo, durante el último cuarto del siglo XIX, casi el 90 por ciento de los inmigrantes italianos que llegaron a Australia procedían de una zona de Italia que representaba sólo el 10 por ciento de la población total del país.3 Sin embargo, a lo largo de los años, la inmigración desde estas regiones aisladas de Italia hacia Australia siguió siendo considerable. En 1939, el número de personas de algunos pueblos italianos que vivían en Australia superaba a la población que se quedaba en esos mismos pueblos en Italia.4

En general, los inmigrantes tienden a dirigirse a lugares muy concretos del país de destino, donde ya se han asentado personas de su misma nacionalidad a las que conocen personalmente y en las que confían. Esas personas pueden proporcionar a los recién llegados información muy específica sobre esos lugares concretos. Se trata de información sobre aspectos fundamentales como dónde conseguir trabajo, cómo encontrar un lugar asequible para vivir y otros aspectos cotidianos pero significativos en un país nuevo, con gente extraña y mucha incertidumbre sobre el modo de vida en una sociedad que les resulta novedosa.

Los habitantes de las regiones de España o de Italia en las que este tipo de conocimiento estaba al alcance de la gente presentaban tasas altas de inmigración, mientras que a muchas otras zonas de esos mismos países que carecían de esas conexiones personales emigraban muy pocas personas. Contrariamente a las suposiciones implícitas de un comportamiento aleatorio por parte de algunos teóricos sociales, la gente no emigraba aleatoriamente de España en general a Argentina en general ni de Italia en general a Australia en general.

Lo mismo ocurrió con los alemanes que emigraron a Estados Unidos. Según un estudio, algunos pueblos «prácticamente se trasplantaron de Alemania a las zonas rurales de Misuri».5 Entre los inmigrantes alemanes que se establecieron en zonas urbanas de Estados Unidos se observaba un patrón similar. Fráncfort (Kentucky) fue fundada por alemanes de Fráncfort (Alemania), y Gran Island (Nebraska) por alemanes de Schleswig-Holstein.6 En el caso de los emigrantes chinos que llegaron a Estados Unidos más de medio siglo antes de la Primera Guerra Mundial, el 60 por ciento procedía de Toishan, uno de los 98 condados de una provincia del sur de China.7

Estos patrones han sido la regla, no la excepción, entre otros inmigrantes a otros países, incluidos los libaneses que se asentaron en Colombia8 y los judíos del este de Europa que se asentaron en determinadas zonas del barrio de chabolas del Lower East Side de Nueva York.9

Estos patrones de vínculos muy específicos con lugares igualmente específicos, basados en un conocimiento mundano pero relevante de personas concretas en esos lugares, se extendieron a la vida social de los inmigrantes tras su llegada y asentamiento. La mayoría de los matrimonios que se celebraban en los barrios irlandeses de Nueva York en el siglo XIX eran entre personas del mismo condado de Irlanda.10 Una historia similar se repetía en la ciudad australiana de Griffith. Entre 1920 y 1933, el 90 por ciento de los hombres italianos que habían emigrado desde Venecia y contraído matrimonio en Australia se habían casado con mujeres italianas que también habían emigrado desde Venecia.11 La gente se organiza basándose en información muy específica.

Estos patrones se han observado tan ampliamente que se les ha dado un nombre, «migración en cadena», por la cadena de conexiones personas que implican. Se trata de conocimiento relevante valorado por sus aplicaciones prácticas, más que por su desafío intelectual o su elegancia. Es un tipo de conocimiento muy específico sobre personas y lugares muy concretos. Es poco probable que lo conozcan los responsables de tomar decisiones, como los planificadores económicos centralizados o los expertos en política, que pueden tener muchos más conocimientos de los que se enseñan en las escuelas y universidades. Pero, por mucho que este último tipo de conocimiento se considere superior, no necesariamente abarca, y mucho menos reemplaza, al que se considera inferior.

La cantidad de conocimiento que hay en una sociedad dada, y cómo se distribuye, depende crucialmente de cómo se concibe y define el conocimiento. Cuando un defensor de la justicia social como el profesor John Rawls, de Harvard, se refería a cómo la «sociedad» debería «organizar» ciertos resultados,12 estaba claramente haciendo referencia a las decisiones colectivas que suele tomar un gobierno, utilizando el conocimiento disponible para los decisores sustitutos, más que al tipo de conocimiento conocido y utilizado por individuos de la población en general al tomar sus propias decisiones sobre su propia vida. Como decía un viejo dicho: «Un tonto sabe ponerse su abrigo mejor que si un sabio lo hace por él».13

Cualquiera que sea la conveniencia de los objetivos perseguidos por los defensores de la justicia social, la viabilidad de alcanzar esos objetivos a través de sustitutos que se encargan de tomar decisiones depende de cómo se distribuye el conocimiento relevante y significativo.

También depende de la naturaleza, el propósito y la fiabilidad del proceso político a través del cual actúan los gobiernos. La historia de muchas cruzadas fervientes del siglo XX en pos de objetivos idealistas es un doloroso testimonio de la frecuencia con que la concesión de amplios poderes a los gobiernos, en la consecución de esos objetivos, hizo surgir, en cambio, dictaduras totalitarias. El amargo tema de «la Revolución traicionada» se remonta, al menos, a la Revolución francesa del siglo XVIII.

En el polo opuesto a la posición atribuida a Benjamin Jowett, el economista del siglo XX F. A. Hayek, ganador del Premio Nobel, sostenía una concepción del conocimiento que abarcaba tanto la información del carpintero como la del físico y que iba mucho más allá de ambas. Eso lo situó en oposición directa a varios sistemas de toma de decisiones sustitutivos del siglo XX, incluyendo la perspectiva de la justicia social.

Para Hayek, el conocimiento relevante incluía no sólo la información articulada, sino también la no articulada, que se manifiesta en respuestas conductuales a realidades conocidas. Los ejemplos podrían incluir algo tan simple y significativo como abrigar a un niño antes de sacarlo a la calle cuando hace frío o apartar el coche al oír la sirena de un vehículo de emergencia que quiere pasar. Como dijo Hayek:

En este sentido, no todo el conocimiento forma parte de nuestro intelecto ni nuestro intelecto es la totalidad de nuestro conocimiento. Nuestros hábitos y habilidades, nuestras actitudes emocionales, nuestras herramientas y nuestras instituciones, todos son, en este sentido, adaptaciones a experiencias pasadas que han crecido a base de eliminar de forma selectiva conductas menos adecuadas. Son una base tan indispensable para actuar con éxito como lo es nuestro conocimiento consciente.14

Esta amplia definición del conocimiento cambia radicalmente la forma de ver la distribución del conocimiento. El conocimiento relevante, tal como lo concibe Hayek, está mucho más extendido entre la población en general, a menudo en fragmentos individualmente poco impresionantes que tendrán que ser coordinados por las interacciones individuales entre las personas, con el fin de lograr acuerdos mutuos, como ocurre en las transacciones económicas de mercado, por ejemplo.

Otro economista, Leonard Read, señaló que ningún individuo posee todos los conocimientos que se requieren para fabricar cada uno de los componentes de un objeto tan sencillo y barato como un lápiz de mina. Las transacciones de mercado reúnen —de diferentes partes del mundo— el grafito utilizado para escribir, la goma para el borrador, la madera en la que se incrustan estos elementos y la banda metálica que sujeta la goma de borrar.

Es probable que ningún individuo sepa cómo producir todas estas cosas tan diferentes, que a menudo provienen de lugares muy distintos y emplean tecnologías muy variadas. Los lápices baratos se producen a través de cadenas de información y cooperación mediante transacciones de mercado basadas en conocimientos condensados pero trascendentales que se transmiten en forma de precios. Estos precios, a su vez, se basan en la competencia entre diversos fabricantes de cada componente. Un productor ensambla todos estos componentes del lápiz y lo ofrece a un precio que los consumidores están dispuestos a pagar.

Las implicaciones de todo esto para la visión de justicia social dependen no sólo de lo deseables que sean los objetivos de esa visión, sino también de si es viable utilizar determinados tipos de instituciones como medio para perseguir esos objetivos. No basta con decir, como dijo el profesor Rawls, que la «sociedad» debería «arreglárselas» para alcanzar resultados específicos...15 de alguna manera. La elección de los mecanismos institucionales es importante, no sólo desde el punto de vista de la eficiencia económica, sino aún más para preservar la libertad de millones de personas para tomar sus propias decisiones sobre su propia vida como mejor les parezca, en lugar de permitir que los sustitutos anticipen sus decisiones en nombre de palabras que parecen nobles como justicia social.

La conveniente vaguedad de referirse a la «sociedad» como la entidad encargada de tomar decisiones para «configurar» los resultados —como la visión de Rawls de la justicia social—16 fue precedida por las referencias igualmente vagas del filósofo de la era progresista John Dewey al «contrato social» para sustituir las decisiones «caóticas» y estrechamente «individualistas» en las economías de mercado.17 Ya en el siglo XVIII existía la vaga «voluntad general» de Rousseau, que tomaba decisiones en aras del «bien común».18

Que existan concepciones muy diferentes de los procesos de toma de decisiones refleja que existen creencias muy diferentes sobre la distribución del conocimiento significativo. Es comprensible que las personas con una concepción muy distinta del conocimiento y su distribución lleguen a conclusiones muy diferentes sobre el tipo de institución que genera resultados más o menos favorables para los seres humanos.

Visiones opuestas

Aunque F. A. Hayek fue una figura emblemática en el desarrollo de la comprensión del papel crucial de la distribución del conocimiento a la hora de determinar qué tipo de políticas e instituciones tenían probabilidades de producir qué tipo de resultados, hubo otros antes que él cuyos análisis tenían implicaciones similares, y otros después de él, como Milton Friedman, que aplicaron el análisis de Hayek en su propio trabajo.

Una visión opuesta del conocimiento y su distribución ha tenido una larga historia que respalda conclusiones contrarias: a saber, que el conocimiento relevante se concentra en las personas intelectualmente más avanzadas. La cuestión de lo que constituye el conocimiento se abordó en un tratado de dos volúmenes de 1793 titulado Enquiry Concerning Political Justicy [Investigación sobre la justicia política], de William Godwin.19

La concepción del conocimiento de Godwin era muy parecida a la que prevalece en los escritos actuales sobre justicia social. De hecho, la palabra política del título de su libro se empleaba con el significado común de aquella época, referido a la estructura política o gubernamental de una sociedad. Se utilizaba con un sentido similar en ese tiempo en la expresión política económica, es decir, lo que hoy llamamos «economía», que se refería al análisis económico de una sociedad o un sistema político, a diferencia del análisis económico de las decisiones tomadas en un hogar, una empresa u otra institución individual perteneciente a una sociedad o un sistema político.

Según Godwin, la razón explícitamente articulada constituía la fuente del conocimiento y el entendimiento. De este modo, «las visiones justas de la sociedad» presentes en la mente de «los miembros liberalmente educados y reflexivos» de la sociedad les permitirían ser «guías e instructores del pueblo».20 En este contexto, la suposición de un conocimiento y comprensión superiores no conducía a otorgar a una élite intelectual el papel de sustituto responsable de tomar decisiones como parte de un gobierno, sino como personas influyentes en el público, que a su vez debían ejercer influencia sobre el gobierno.

Un papel similar para la élite intelectual apareció más tarde, en los escritos del siglo XIX de John Stuart Mill. Aunque Mill sostenía que la población en general tenía más conocimiento que el gobierno,21 también creía que la población necesitaba la orientación de los intelectuales de élite. Como dijo en su obra Sobre la libertad, la democracia puede superar a la mediocridad sólo cuando «la mayoría soberana se ha dejado guiar (cosa que siempre ha hecho en sus mejores tiempos) por los consejos e influencia de uno o unos pocos más dotados e instruidos».22

Mill describió a estas élites intelectuales, «los mejores y más sabios»,23 las «mentes pensantes»,24 «los intelectos más cultivados del país»,25 «los que están por delante de la sociedad en pensamiento y sentimiento»,26como «la sal de la tierra; sin ellos, la vida humana se convertiría en un charco estancado».27 Instó a las universidades a «enviar a la sociedad una sucesión de mentes, no criaturas de su época, sino capaces de mejorarla y regenerarla».28

Irónicamente, esta presunta indispensable presencia de los intelectuales para el progreso humano se planteó en un momento y un lugar —la Gran Bretaña del siglo XIX— en los que se estaba llevando a cabo una revolución industrial que cambiaría por completo el patrón de vida de muchas naciones del mundo entero, incluso en vida de Mill. Además, esta revolución industrial estaba liderada por personas con experiencia práctica en la industria, más que por una educación intelectual o científica. Incluso en Estados Unidos, figuras revolucionarias de la industria como Thomas Edison y Henry Ford tenían escasa educación formal,29 y el primer avión que despegó del suelo con un ser humano a bordo fue inventado por dos mecánicos de bicicletas, los hermanos Wright, que nunca terminaron los estudios de secundaria.30

Sin embargo, la visión de John Stuart Mill sobre el papel indispensable de los intelectuales en el progreso humano la han compartido muchos pensadores a lo largo de los siglos. Entre ellos ha habido intelectuales que han liderado campañas por una mayor igualdad económica, basadas, irónicamente, en supuestos de su propia superioridad. En el siglo XVIII, Rousseau dijo que consideraba que «lo mejor y más natural es que los más sabios gobiernen a la multitud».31 Variaciones sobre este tema han marcado movimientos contra la desigualdad económica tales como el marxismo, el socialismo fabiano, el progresismo y el activismo social.

Rousseau, a pesar de enfatizar en que la sociedad debía guiarse por «la voluntad general», dejó la interpretación de esa voluntad en manos de las élites. Comparó a las masas populares con «un inválido estúpido y pusilánime».32 Otros miembros de la izquierda del siglo XVIII, como William Godwin y el marqués de Condorcet, expresaron un desprecio similar por las masas.33 En el siglo XIX, Karl Marx dijo: «La clase obrera es revolucionaria o no es nada».34 En otras palabras, millones de seres humanos sólo importaban si cumplían con la visión marxista.

El pionero socialista fabiano George Bernard Shaw consideraba a la clase obrera como gente «detestable» que «no tiene derecho a vivir». Y añadió: «Desesperaría si no supiera que todos ellos morirán pronto y que no hay necesidad en la Tierra de que sean sustituidos por gente como ellos».35

En nuestros tiempos, el destacado jurista Ronald Dworkin, profesor de la Universidad de Oxford, declaró que «una sociedad más igualitaria es una sociedad mejor, aunque sus ciudadanos prefieran la desigualdad».36 De manera similar, la pionera feminista francesa Simone de Beauvoir dijo: «Ninguna mujer debería estar autorizada a quedarse en casa para criar a sus hijos. La sociedad debería ser completamente diferente. Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe esa opción, demasiadas mujeres la elegirán».37 En una línea similar, el activista de los derechos del consumidor Ralph Nader dijo que «el consumidor debe ser protegido a veces de su propia indiscreción y vanidad».38

Ya hemos visto cómo actitudes similares llevaron a los deterministas genéticos de principios del siglo XX a abogar con ligereza por encarcelar a personas que no habían cometido delito alguno y negarles una vida normal, basándose en creencias infundadas que estaban de moda en los círculos intelectuales de la época.

Dada la concepción del conocimiento prevalente entre muchos intelectuales de élite y la distribución de dicho conocimiento implícita en esa concepción, no es de extrañar que lleguen a las conclusiones que llegan. De hecho, suponer lo contrario, es decir, que los propios logros y competencias se circunscriben a un margen estrecho dentro del vasto espectro de preocupaciones humanas, podría ser un gran impedimento para promover cruzadas que anticipan las decisiones de los demás, que supuestamente serían los beneficiarios de tales cruzadas en la búsqueda de la justicia social.

F. A. Hayek consideraba las suposiciones de los intelectuales cruzados como La fatal arrogancia, título de su libro sobre el tema. Aunque fuera una figura destacada en oposición a la presunta superioridad de los intelectuales como guías o sustitutos de otras personas que se encargan de tomar decisiones, no fue el único que se opuso a la idea de una presunta concentración del conocimiento trascendental en las élites intelectuales.

El profesor Milton Friedman, otro economista galardonado con el Premio Nobel, señaló cómo ese honor puede llevar a suposiciones de omnicompetencia, tanto por parte del público como del galardonado:

Es un homenaje a la reputación mundial de los premios Nobel que anunciar un galardón convierta instantáneamente a su destinatario en un experto en todo... Huelga decir que la atención es halagadora, pero también corruptora.39

Otro laureado con el Nobel, el profesor George J. Stigler, también observó: «Si existiera una colección completa de declaraciones públicas firmadas por galardonados cuyo trabajo no les ha dado ni siquiera un conocimiento profesional del problema abordado en la declaración, dicha colección sería muy amplia y algo deprimente».40 Se refería a «los galardonados con el Nobel que emiten un ultimátum severo al público casi todos los meses, y a veces sin ninguna otra base».41

La presunción de omnicompetencia no se ha limitado en absoluto a los premios Nobel. El profesor Friedman descubrió que tales creencias son comunes entre personas e instituciones prominentes que promueven las cruzadas sociales que actualmente están en boga:

Hablé y discutí con grupos del mundo académico, de los medios de comunicación, de la comunidad financiera, del mundo de las fundaciones, de cualquier cosa. Me horrorizó lo que encontré. Había un grado increíble de homogeneidad intelectual, de aceptación de un conjunto estándar de opiniones con una respuesta cliché para cada objeción, de autocomplacencia arrogante por pertenecer a un grupo cerrado.42

No es habitual que lo que dicen los críticos de algunas personas se parezca tanto a lo que esas personas dicen de sí mismas —en este caso, cómo las élites intelectuales se sienten tan superiores a los demás—. Este patrón se remonta al menos al siglo XVIII y es coherente con lo que John Maynard Keynes dijo en el siglo XX sobre el círculo intelectual al que había pertenecido:

Repudiamos por completo la responsabilidad personal de obedecer las reglas generales. Reclamamos el derecho a juzgar cada caso individual por sus méritos, y la sabiduría, experiencia y el autocontrol para hacerlo con éxito... Ante el cielo, afirmamos ser nuestro propio juez en nuestro propio caso.43

Aunque, en sus últimos años, Keynes reconoció algunos de los problemas de ese planteamiento, aun así dijo: «Sin embargo, por lo que a mí respecta, es demasiado tarde para cambiar».44 Un biógrafo de Keynes, un economista contemporáneo suyo, señaló otro aspecto del carácter de Keynes que durante mucho tiempo ha sido característico de algunas otras élites intelectuales:

Se explayaba sobre una gran variedad de temas y en algunos era completamente experto, pero en otros podría haber extraído sus opiniones de las pocas páginas de un libro que había ojeado por casualidad. El aire de autoridad era el mismo en ambos casos.45

Las diferencias en las suposiciones sobre la distribución del conocimiento significativo son algo más que curiosidades sociales fortuitas. Las personas que persiguen un objetivo similar pueden llegar a conclusiones radicalmente diferentes sobre la manera de alcanzarlo cuando tienen creencias radicalmente distintas sobre la naturaleza y distribución del conocimiento relevante necesario. En algunos casos, los propios objetivos pueden parecer posibles o imposibles, según el tipo de distribución de conocimiento que se necesitaría para alcanzarlos.

Hechos y mitos

Las políticas basadas en la visión de la justicia social tienden a asumir no sólo una concentración del conocimiento trascendental en las élites intelectuales, sino también una concentración de las causas de las disparidades socioeconómicas en otras personas, como los responsables de una empresa, de una institución educativa y otras. En consecuencia, la agenda de la justicia social tiende a centrarse en corregir los defectos institucionales y sociales haciendo que el gobierno faculte a los sustitutos que toman decisiones a rescatar a las víctimas de diversas formas de maltrato, quitando esas decisiones de las manos de otras personas. Esto ha incluido no permitir que los propios supuestos afectados tomen decisiones y transferirlas a sustitutos de élite cuyo conocimiento supuestamente mayor podría proteger mejor sus intereses. Estas acciones preventivas de las decisiones ajenas por su propio bien han abarcado desde decisiones sobre el empleo y las finanzas personales hasta cuestiones relacionadas con la vivienda y los valores que deben enseñarles a sus hijos.

La defensa de estas acciones preventivas fue una característica destacada de la era progresista en Estados Unidos a principios del siglo XX y ha continuado hasta el presente.

Empleo

Walter E. Weyl fue uno de los primeros destacados progresistas que abogó por que las élites se apoderaran de las decisiones de los demás. Se graduó en la universidad a los diecinueve años, obtuvo un doctorado y desarrolló una carrera como académico y periodista. Pertenecía claramente a las élites intelectuales y dedicó su talento a luchar por una «democracia socializada» en la que los empleados estuvieran protegidos de las «grandes corporaciones interestatales»,46 entre otros peligros y restricciones. Por ejemplo:

Una ley que prohíbe que una mujer trabaje por la noche en las fábricas textiles es una ley que aumenta su libertad en lugar de restringirla, simplemente porque le quita al empresario su antiguo derecho a obligarla por pura presión económica a trabajar de noche cuando ella preferiría hacerlo de día.47

Está claro que Walter E. Weyl consideraba que el empresario le arrebataba la libertad a esta mujer y que personas como él querían devolvérsela, aunque fuera el empresario quien le ofreciera una opción y un sustituto como Weyl quien quisiera quitársela. Para las élites intelectuales que ven el conocimiento relevante de la sociedad concentrado en gente como ellos, esto podría tener sentido, pero las personas que ven el conocimiento significativo ampliamente difundido entre la población en general podrían llegar a la conclusión opuesta, ya mencionada, de que «Un tonto sabe ponerse su abrigo mejor que si un sabio lo hace por él». O por ella.

Las leyes que establecen un salario mínimo son otro ejemplo de cómo las élites intelectuales y los defensores de la justicia social se encargan de tomar decisiones, anticipándose a las de los empresarios y a las de los trabajadores. Como se señala en el capítulo 3, la tasa de desempleo entre los jóvenes negros de dieciséis y diecisiete años era inferior al 10 por ciento en 1948, cuando la inflación había dejado sin efecto la ley del salario mínimo. Sin embargo, después de una serie de aumentos del salario mínimo, a partir de 1950, que restablecieron la eficacia de la ley, la tasa de desempleo de los varones negros en este grupo de edad aumentó y nunca bajó del 20 por ciento durante más de tres décadas consecutivas, en los años comprendidos entre 1958 y 1994.48

Algunos de esos años, la tasa de desempleo superó el 40 por ciento. Además, durante esos años, las tasas de desempleo prácticamente idénticas para los jóvenes negros y blancos que existían cuando la ley del salario mínimo era inefectiva en 1948, ahora presentaban una brecha racial. La tasa de desempleo de los jóvenes negros duplicaba ahora a la de los jóvenes blancos.49 En 2009 —irónicamente, el primer año de la Administración Obama—, la tasa de desempleo anual de los jóvenes negros en general era del 52 por ciento.50

En otras palabras, la mitad de los jóvenes negros que buscaban trabajo no lo encontraban porque quienes suplantaban a quienes toman las decisiones hicieron ilegal que trabajaran por un salario que los empresarios estaban dispuestos a pagar, pero que a los sustitutos no les gustaba. Al impedirles elegir, los jóvenes negros tenían la opción de trabajar sin remuneración en ocupaciones legales o ganar dinero con actividades ilegales, como vender drogas, una actividad con peligros tanto legales como por las bandas rivales. Pero incluso si los jóvenes negros desempleados se limitaran a vagar por las calles, ninguna comunidad de ninguna raza mejoraría con muchos varones jóvenes merodeando sin nada útil que hacer.

Ninguno de estos hechos ha impresionado lo más mínimo a muchas personas que defienden un salario mínimo más alto. Éste es otro ejemplo de las situaciones en las que los «amigos» y los «defensores» de los menos afortunados son inconscientes del daño que causan. Por ejemplo, Nicholas Kristof, columnista del The New York Times, describió a las personas que se oponen a las leyes por un salario mínimo como «hostiles» con respecto «al aumento del salario mínimo para mantenerlo al ritmo de la inflación» debido a su «mezquindad» o, «en el mejor de los casos, una falta de empatía hacia los que tienen dificultades».51

No hace falta que pensemos que las intenciones de Nicholas Kristof eran malas. Moralizar careciendo de hechos es un patrón común entre los defensores de la justicia social. Pero el problema fundamental es institucional, porque las leyes permiten que haya sustitutos que se anticipen a las decisiones de otras personas y no paguen un precio por equivocarse, por muy alto que sea el que paguen aquellos a quienes supuestamente están ayudando.

Cualquiera que esté interesado de verdad en los datos sobre los efectos de las leyes a favor del salario mínimo en el empleo puede encontrar dichos datos en innumerables ejemplos de países de todo el mundo y en diferentes períodos de la historia.52 La mayoría de los modernos países desarrollados tienen una ley de salario mínimo, pero algunos no, por lo que su tasa de desempleo puede compararse con la de otros países.

Fue noticia en 2003 cuando la revista The Economist informó de que la tasa de desempleo de Suiza «se acercó en febrero a su nivel más alto en cinco años, el 3,9 por ciento».53 Suiza no tenía una ley de salario mínimo. La ciudad-Estado de Singapur tampoco, y su tasa de desempleo no subió del 2,1 por ciento en 2013.54 En 1991, Hong Kong todavía era una colonia británica, tampoco tenía una ley de salario mínimo, y su tasa de desempleo era inferior al 2 por ciento.55 La última administración estadounidense sin una ley nacional de salario mínimo fue la de Coolidge, en la década de 1920. En los últimos cuatro años de mandato del presidente Coolidge, la tasa de desempleo anual osciló entre un máximo del 4,2 por ciento y un mínimo del 1,8 por ciento.56

Aunque algunos defensores de la justicia social pueden considerar las leyes de salario mínimo como una forma de ayudar a las personas con ingresos bajos, muchos grupos de presión en países de todo el mundo —quizá más experimentados e informados sobre sus propios intereses económicos— han abogado deliberadamente por una ley de salario mínimo con el propósito expreso de excluir del mercado laboral a personas de bajos ingresos. En algún momento, los grupos a los que se pretendía excluir incluyeron a los trabajadores inmigrantes japoneses en Canadá57 y a los trabajadores africanos en Sudáfrica durante el apartheid,58 entre otros.59

Préstamos de día de pago

Presunciones similares han conducido a muchas cruzadas locales por la justicia social a prohibir los llamados «préstamos de día de pago» en los barrios con ingresos bajos. Suelen ser préstamos a corto plazo de pequeñas cantidades de dinero; se cobran unos 15 dólares por cada cien dólares prestados durante unas pocas semanas.60 Las personas que tienen pocos ingresos y han de afrontar alguna emergencia financiera inesperada suelen recurrir a este tipo de préstamo porque es poco probable que los bancos les concedan uno, y la cantidad que necesitan para hacer frente a esa emergencia debe devolverse antes de que venza su próximo pago, ya sea el sueldo de algún trabajo o un cheque de la asistencia social o alguna otra fuente.

Puede que un coche viejo se haya averiado y haya que repararlo enseguida si es la única manera de llegar al trabajo desde casa. O puede que un familiar haya enfermado de repente y necesite medicamentos caros de inmediato. En cualquier caso, los prestatarios necesitan un dinero que no tienen y lo necesitan ya. Pagar 15 dólares por pedir prestados 100 dólares hasta fin de mes puede ser una de las pocas opciones disponibles. Pero eso puede suponer una tasa de interés anual de varios cientos por ciento desde el punto de vista matemático, y los defensores de la justicia social lo consideran «explotación». En consecuencia, los préstamos de día de pago han sido denunciados desde las páginas editoriales de The New York Times61 hasta muchos otros lugares de activismo por la justicia social.62

Siguiendo la lógica de quien denuncia que los tipos de interés de los préstamos de día de pago son de varios cientos por ciento sobre una base anual, alquilar una habitación de hotel por 100 dólares la noche supone pagar 36.500 dólares de alquiler al año, lo que parece desorbitado por alquilar una habitación. Pero, por supuesto, es muy poco probable que la mayoría de la gente alquile una habitación de hotel durante un año a ese precio. Tampoco existe ninguna garantía para la dirección del hotel de que todas las habitaciones se alquilen todas las noches, aunque los empleados del hotel tienen que cobrar todos los meses, al margen de cuántas habitaciones se alquilen o no.

No obstante, basándose en razonamientos sobre las tasas de interés anuales, algunos estados han impuesto un tope a esas tasas y a menudo eso ha bastado para cerrar la mayoría de los negocios que conceden un préstamo de día de pago. Entre los demás fallos en el razonamiento de los cruzados por la justicia social está que los 15 dólares no son todo intereses tal como los definen los economistas. Esa suma cubre también el coste de tramitar el préstamo y los riesgos inevitables de pérdidas de cualquier tipo de préstamo, además de los gastos empresariales comunes como los salarios de los empleados, el alquiler, etcétera, que tienen otros negocios.

Estos costes representan un porcentaje más alto de todos los costes cuando se pide prestada una pequeña cantidad de dinero. A un banco no le cuesta cien veces más tramitar un préstamo de 10.000 dólares que a una empresa de préstamos de día de pago tramitar un préstamo de 100 dólares.

En resumen, es poco probable que el tipo de interés real, descontando otros costes, se asemeje a las alarmantes cifras de tasas de interés que se lanzan de manera irresponsable para justificar anticiparse a las decisiones de las personas con ingresos bajos que se enfrentan a una emergencia económica. Sin embargo, las élites intelectuales y los cruzados por la justicia social pueden ir sintiéndose bien consigo mismos después de privar a los pobres de una de sus muy pocas opciones para hacer frente a una necesidad económica urgente.

Para la persona afectada, puede valer mucho más que 15 dólares evitar perder un día de sueldo o ahorrarle un sufrimiento innecesario a un familiar enfermo. Pero puede que las élites intelectuales no caigan en la cuenta de que la gente corriente puede conocer mucho mejor sus propias circunstancias que los distantes sustitutos.

En cuanto a la «explotación», no siempre es fácil saber a qué se refieren en concreto algunas personas cuando utilizan esa palabra, aparte de expresar su desaprobación. Pero si explotación en este contexto significa que las personas que poseen un negocio de préstamos de día de pago reciben una tasa de retorno de su inversión empresarial superior a la necesaria para compensarlos por dedicarse a este negocio en particular, entonces el cierre de muchos negocios de préstamos de día de pago, a raíz de la legislación que reduce sus tasas de «interés», sugiere lo contrario. ¿Por qué querría alguien renunciar a un negocio que les reporta la misma rentabilidad que a otros?

En los casos concretos en los que los límites legislativos sobre lo que se denomina «interés» obligan a las empresas de préstamos de día de pago a cerrar, los reformadores de la justicia social pueden ir sintiéndose bien por haber acabado con la «explotación» de los pobres, cuando en realidad simplemente les han negado una de sus escasísimas opciones en caso de emergencia al evitar que las empresas que las ofrecen obtengan una tasa de rentabilidad que es común en otros negocios.

Decisiones sobre vivienda

Incluso decisiones individuales tan básicas como dónde vivir, en qué tipo de vivienda y en qué tipo de barrio las toman los decisores sustitutos.

Durante más de un siglo, los reformistas sociales se han valido del poder del gobierno para obligar a las personas con bajos ingresos a abandonar el hogar en el que han elegido vivir y trasladarse a lugares que esos reformistas consideran mejores. Estas políticas han recibido diversos nombres, como «limpieza de barrios marginales», «renovación urbana» o cualquier otra denominación que estuviera de moda políticamente en cada momento.

Algunas de las viviendas en las que vivían los más pobres, especialmente a principios del siglo XX, eran realmente horribles. Una encuesta realizada en 1908 mostraba que en aproximadamente la mitad de las familias que vivían en el Lower East Side de Nueva York había tres o cuatro personas durmiendo por habitación, y en casi el 25 por ciento de estas familias había cinco o más personas durmiendo por habitación.63 Las bañeras individuales en el hogar eran muy raras en esos lugares en aquella época. Un grifo o inodoro en el interior, compartido por muchos inquilinos, era un invento reciente y no eran ni mucho menos universales. Todavía había miles de retretes al aire libre en los patios traseros, lo que podía ser todo un reto en invierno.

Los sustitutos que se encargaban de tomar decisiones no se limitaban a aconsejarles a los inquilinos que se marcharan ni el gobierno les proporcionaba un lugar al que mudarse. En lugar de eso, los funcionarios ordenaron la demolición de los barrios marginales y utilizaron a la policía para desalojar a los inquilinos que no querían marcharse. En esos momentos y en otros posteriores, los decisores sustitutos simplemente asumieron que su propio conocimiento y comprensión eran superiores a los de las personas de bajos ingresos a las que habían obligado a abandonar su vivienda. Más tarde, cuando se construyeran mejores viviendas para reemplazarlas, los sustitutos podrían sentirse legitimados.

Aunque tanto las viviendas a las que se mudaron de inmediato los inquilinos desalojados como las nuevas que se construyeron para sustituir los barrios marginales eran mejores, los inquilinos de esos barrios ya disponían de la primera opción antes de ser desalojados, y su elección, cuando la tenían, era quedarse donde estaban para ahorrar un dinero muy necesario, en lugar de pagar un alquiler más alto. A menudo, las viviendas mejor construidas que sustituían a las anteriores eran también más caras.

Entre los inmigrantes europeos más pobres de la época se encontraban los judíos del este de Europa. Los hombres solían empezar a trabajar como vendedores ambulantes por las calles, mientras que las mujeres y los niños trabajaban en casa, durante largas horas, a destajo y con una remuneración escasa, en las partidas de producción de ropa de los pisos de los barrios marginales donde vivían. A menudo intentaban ahorrar lo suficiente para ver si podían abrir un pequeño comercio o una tienda de alimentación, con la esperanza de ganarse mejor la vida, o al menos de que sus hombres dejaran la venta ambulante a la intemperie con todo tipo de condiciones meteorológicas.

Muchos de estos inmigrantes judíos tenían familia en el este de Europa, donde estaban siendo atacados por turbas antisemitas. El dinero que se ahorraba se utilizaba también para pagar los pasajes de los familiares que necesitaban desesperadamente escapar. Durante esos años, la mayoría de los inmigrantes judíos del este de Europa que llegaban a Estados Unidos iban con el pasaje pagado por los familiares que ya vivían allí,64 a pesar de que muchos judíos de la época fueran todavía pobres y vivieran en barrios marginales.

Otros grupos de inmigrantes que vivían en los barrios marginales de Estados Unidos en el siglo XIX y principios del XX tenían que hacer frente a situaciones igual de urgentes. Los inmigrantes italianos, en su inmensa mayoría hombres, solían tener familia en las regiones más pobres del sur de Italia, a la que enviaban el dinero que ganaban en Estados Unidos. Estos inmigrantes solían compartir habitación con muchos hombres para ahorrar dinero. Los observadores que se daban cuenta de que parecían ser físicamente más pequeños que otros hombres —algo que no se decía de los hombres italianos en Estados Unidos en generaciones posteriores— quizá no sabían que estas personas escatimaban incluso en comida con tal de ahorrar dinero con el que regresar a Italia en unos años para reunirse con su familia o para enviarles dinero a sus familias para que se reunieran con ellos en Estados Unidos.

La generación anterior de inmigrantes irlandeses vivía en algunos de los peores barrios marginales de Estados Unidos, normalmente en familias, pero también con otros familiares que permanecían en Irlanda, donde una mala cosecha provocó una hambruna devastadora que asoló el país en la década de 1840. Al igual que los inmigrantes judíos del este de Europa en años posteriores, los irlandeses que vivían en Estados Unidos enviaban dinero a sus familiares en Irlanda para que pudieran emigrar a Estados Unidos con los billetes pagados por adelantado.65

Éstas y otras razones urgentes por las que era necesario ahorrar dinero formaban parte del conocimiento relevante que sentían profundamente los miembros de las familias que vivían en los barrios marginales, pero era menos probable que las conocieran los decisores sustitutos, que tanto confiaban en su propio conocimiento y comprensión, supuestamente superiores. Walter E. Weyl afirmó que «una ley de inquilinato aumenta la libertad de los inquilinos».66 La resistencia de los vecinos de los suburbios que tuvieron que ser obligados a abandonarlos por la policía da a entender que veían las cosas de otra manera.

Los hijos

La intrusión en la vida de otras personas es peor aún cuando se suplanta el papel de los padres en la crianza de sus propios hijos.

La decisión sobre cuándo y cómo quieren los padres que se informe y asesore a sus hijos sobre el sexo fue sencillamente asumida por los sustitutos que introdujeron la «educación sexual» en las escuelas públicas en la década de 1960. Como tantas otras cruzadas sociales lideradas por las élites intelectuales, la agenda de la «educación sexual» se presentó políticamente como una respuesta urgente a una «crisis» existente. En este caso, se decía que los problemas que había que resolver incluían los embarazos no deseados entre las adolescentes y las enfermedades venéreas en ambos sexos.

Un representante de Planned Parenthood [‘Planificación Familiar’], por ejemplo, testificó ante un subcomité del Congreso sobre la necesidad de dichos programas «para ayudar a nuestros jóvenes a reducir la incidencia de los nacimientos fuera del matrimonio y los matrimonios precoces provocados por un embarazo».67 Muchos círculos intelectuales de élite se hicieron eco de opiniones similares, tanto en lo que respecta a las enfermedades venéreas como a los embarazos no deseados, y los que cuestionaban o criticaban eran tachados de ignorantes o cosas peores.68

¿Cuáles eran los hechos reales en el momento de esta «crisis», supuestamente necesitada de una «solución» urgente al suplantar el papel de los padres? Las enfermedades venéreas llevaban años disminuyendo. La tasa de infección por gonorrea descendió todos los años entre 1950 y 1958 y la tasa de infección por sífilis era, en 1960, menos de la mitad de lo que había sido en 1950.69 La tasa de embarazo entre las adolescentes había descendido durante más de una década.70

En cuanto a los hechos sobre qué ocurrió después de que la «educación sexual» se introdujera ampliamente en las escuelas públicas, la tasa de gonorrea entre los adolescentes se triplicó entre 1956 y 1975.71 La tasa de infección por sífilis siguió disminuyendo, pero su ritmo de descenso a partir de 1961 no fue ni por asomo tan pronunciado como el de los años anteriores.72

Durante la década de 1970, la tasa de embarazo entre las jóvenes de quince a diecinueve años aumentó de aproximadamente el 68 por mil en 1970 a aproximadamente el 96 por mil en 1980.73 Los datos para las tasas de natalidad por mil mujeres en este mismo grupo de edad difieren numéricamente a causa de los abortos tanto provocados como por causas naturales, pero el patrón a lo largo de los años fue similar.

A partir de los años previos a la introducción a gran escala de la educación sexual en las escuelas públicas en la década de 1960, la tasa de natalidad entre las mujeres solteras de quince a diecinueve años era del 12,6 por mil en 1950, del 15,3 por mil en 1960, del 22,4 en 1970 y del 27,6 en 1980. A finales de siglo, en 1999, era del 40,4 por mil.74 Como porcentaje de todos los partos de mujeres en el mismo grupo de edad, tanto casadas como solteras, los partos de mujeres solteras en este grupo de edad fueron el 13,4 por ciento de todos los partos de mujeres de estas edades en 1950, el 14,8 por ciento en 1960, el 29,5 por ciento en 1970 y el 47,6 por ciento en 1980. Desde el año 2000, más de tres cuartas partes de todos los partos de mujeres de ese tramo de edad, el 78,7 por ciento, fueron de mujeres solteras.75

La razón no es difícil de encontrar: en 1976, el porcentaje de mujeres adolescentes solteras que habían mantenido relaciones sexuales era mayor en todas las edades, de los quince a los diecinueve años, que sólo cinco años antes.76 Tampoco es difícil entender por qué, cuando los detalles de lo que se llamaba «educación sexual» incluían cosas como ésta:

Un popular programa educativo sobre sexo para estudiantes de secundaria de trece y catorce años se vale de fragmentos de películas de cuatro parejas desnudas, dos homosexuales y dos heterosexuales, realizando una variedad de actos sexuales explícitos, y los educadores sexuales advierten a los profesores con una nota que no muestren el material a padres o amigos: «Muchos de los materiales de este programa pueden provocar malentendidos y dificultades si se muestran a personas ajenas al contexto del propio programa».77

Cuando algunos padres de Connecticut se enteraron de los detalles de esos programas de «educación sexual» y protestaron, fueron tachados de «fundamentalistas» y «extremistas de derechas». Resulta que su religión es conocida, aunque no lo sean sus opiniones políticas. Eran episcopales acomodados.78 Pero aquí, como en muchos otros asuntos relacionados con las cruzadas sociales de las élites intelectuales, los argumentos en contra de su postura se responden con demasiada frecuencia con ataques ad hominem, en lugar de contraargumentar con hechos. Entre los comentarios de los «expertos» figuraba que «el sexo y la sexualidad se han vuelto demasiados complejos y técnicos como para dejárselos al padre típico, que o bien no está informado o bien es demasiado tímido para compartir información sexual útil con su hijo».79

En un amplio espectro de cuestiones, las personas que creen poseer un conocimiento relevante superior del que carecen otras no ven ningún problema en suplantar las decisiones de otras personas. Tampoco las consecuencias opuestas a lo previsto son necesariamente amonestadoras. Muchos defensores de la «educación sexual» en las escuelas públicas utilizaron estas nefastas consecuencias como muestra de una necesidad aún más urgente de una «educación social» adicional.80

Sin embargo, como en el caso de los deterministas genéticos de la primera ola progresista, hubo un destacado defensor de la «educación sexual» en las escuelas públicas que se enfrentó francamente a los hechos. Se trataba de Sargent Shriver, antiguo director de la Oficina de Oportunidades Económicas, que había liderado las primeras campañas a favor de la «educación sexual» en las escuelas públicas. Dijo en un testimonio ante un comité del Congreso en 1978:

Así como las enfermedades venéreas se han disparado un 350 por ciento en los últimos quince años, a pesar de contar con más clínicas, más píldoras y más educación sexual que nunca en la historia, los embarazos en la adolescencia han aumentado.81

Como ocurrió cuando Carl Brigham se retractó de sus conclusiones sobre el determinismo genético en una generación anterior, parece difícil encontrar a otros dispuestos a ser igual de francos.

Patrones y consecuencias

En política, ya sea electoral o ideológica, la palabra crisis suele significar cualquier situación que alguien quiera cambiar. Lejos de indicar automáticamente una situación grave que amenace a la población, a menudo representa simplemente una oportunidad de oro para que los sustitutos utilicen el dinero de los contribuyentes y el poder del gobierno para promover sus intereses, ya sean políticos, ideológicos o financieros.

Durante siglos, las élites intelectuales que luchan por sus objetivos ideológicos han visto en los niños un blanco especial para sus mensajes. Ya en el siglo XVIII, William Godwin dijo que los niños —los hijos de los demás— «son una especie de materia primera que ponemos en nuestras manos».82 Sus mentes «son como una hoja de papel en blanco».83 Esta perspectiva de enseñar a los hijos de otras personas como una oportunidad de oro para que los intelectuales moldeen la sociedad, controlando lo que se inscribe en estas mentes jóvenes y presuntamente en blanco, ha sido un rasgo clave de las cruzadas sociales para remodelar el mundo según las ideas preconcebidas de las élites intelectuales, que se ven a sí mismas como poseedoras clave del conocimiento relevante.

Esta concepción del papel educativo de las élites intelectuales también caracterizó a la era progresista, tanto a principios como a finales del siglo XX, y continúa en la actualidad. Antes de que Woodrow Wilson, icono de la era progresista, llegara a la presidencia de Estados Unidos, fue el rector de la Universidad de Princeton. Consideraba que su papel como educador consistía en «hacer que los jóvenes caballeros de la nueva generación fueran lo menos parecidos posible a sus padres».84 No se sabe quién le dio semejante mandato, ni siquiera si los padres tolerarían, y mucho menos pagarían, semejante usurpación de su papel si lo supieran.

Otra figura relevante de la primera ola progresista, el profesor John Dewey, de la Universidad de Columbia, también veía la escuela como un lugar para ayudar a «eliminar males sociales obvios» a través del «desarrollo de los niños y los jóvenes, pero también de la sociedad futura de la que formarán parte».85 Las escuelas «forman al Estado de mañana», según Dewey, y podrían ser decisivas para «superar los defectos actuales de nuestro sistema».86 En resumen, «es responsabilidad del entorno escolar eliminar, en la medida de lo posible, los aspectos indignos del entorno existente» y «eliminar» la «madera muerta indeseable del pasado».87 John Dewey ha sido reconocido durante mucho tiempo como una influencia importante y duradera en el papel de las escuelas públicas estadounidenses. Los numerosos escritos de Dewey sobre educación rara vez se centraban en preocupaciones tan prosaicas como cómo conseguir que los alumnos comprendan mejor las matemáticas, las ciencias o el lenguaje. Buscaba claramente un papel más amplio para los educadores como promotores de una visión progresista de la sociedad... y lo hacía a espaldas de los padres.

Cuando Dewey creó la Escuela Laboratorio en la Universidad de Chicago, sus objetivos eran ideológicos: reflejaban los apasionados sentimientos de Dewey por las cuestiones políticas de la época y, sobre todo, la necesidad de cambiar las instituciones económicas y de otro tipo de la sociedad estadounidense.88

Resulta curioso que muchas élites intelectuales, tanto en aquel entonces como ahora, parezcan creer que promueven una sociedad más democrática cuando se entrometen en las decisiones de otras personas. Su concepción de la democracia parece ser la igualación de los resultados, a cargo de las élites intelectuales. Esto otorgaría beneficios a los menos afortunados a expensas de quienes estos sustitutos consideran menos merecedores. Esto difiere mucho de la democracia como sistema político, basado en elecciones libres por parte de los votantes para decidir qué leyes y políticas quieren que los gobiernen y qué individuos quieren poner al frente del gobierno para administrar esas leyes y políticas.

Ningún estadounidense prominente rechazó más abiertamente la democracia como control político por parte de los electores que el presidente Woodrow Wilson. Rechazó la «soberanía popular» como base para el gobierno porque la veía como un obstáculo que impedía lo que él denominaba «pericia ejecutiva».89 Claramente, veía el conocimiento relevante concentrado en los «expertos» de élite. Consideraba que «la multitud, el pueblo» era «egoísta, ignorante, tímido, testarudo o necio».90 Lamentaba lo que llamaba «ese error nuestro, el error de intentar hacer demasiado con el voto».91 Era partidario de que el gobierno estuviera en manos de sustitutos que tomaran las decisiones, dotados de un conocimiento y una comprensión superiores, es decir, la «pericia ejecutiva», y sin trabas por parte de los votantes.

La respuesta de Woodrow Wilson a las objeciones de que esto privaría a la gente en general de la libertad de vivir su propia vida como quisiera fue redefinir la palabra libertad. Utilizó la expresión la nueva libertad92 cuando se presentó a las elecciones presidenciales de 1912 y publicó un libro con ese título.93 Al describir simplemente las prestaciones proporcionadas por el gobierno —administradas por decisores sustitutos— como una libertad adicional para los beneficiarios, el presidente Wilson hizo desaparecer la cuestión de la pérdida de libertad de las personas como si se tratara de un juego de prestidigitación verbal.

Que los supuestos beneficiarios de estas políticas consideraran si merecía la pena intercambiar la libertad personal por beneficios gubernamentales era una cuestión que esta redefinición de la palabra libertad dejaba fuera del orden del día. El libro de Woodrow Wilson se subtitulaba Un llamamiento a la emancipación de las generosas energías de un pueblo y estaba dedicado, «con todo mi corazón», a las personas que se dedicaran al «servicio público desinteresado».94 Retóricamente, al menos, las personas se estaban emancipando, en lugar de perder la libertad.

Otros se harían eco de temas similares una y otra vez a lo largo de los años hasta el siglo XXI. Durante la considerable expansión del estado de bienestar estadounidense llevada a cabo por la administración de Lyndon Johnson en la década de 1960, por ejemplo, un miembro del gabinete de esa administración utilizó la redefinición de la libertad como un aumento en el tipo de cosas que los gobiernos podrían proporcionar, en lugar de entenderla como autonomía personal en las propias decisiones y comportamiento:

Sólo cuando puede mantenerse a sí mismo y a su familia, elegir su trabajo y ganar un salario digno, un individuo y su familia pueden ejercer la verdadera libertad. De lo contrario, se convierte en un siervo de la supervivencia sin medios para hacer lo que quiere.95

Unos años después, un libro escrito por dos profesores de Yale, Politics, economics and welfare, definía también la libertad en términos de cosas recibidas, más que de autonomía preservada. Tal como lo expresaron, «intentaremos desentrañar algunas complejidades en la teoría y la práctica de la libertad».96 Su concepción de la libertad era «la ausencia de obstáculos para la realización de los deseos».97 Las «complejidades» de esta definición wilsoniana de la libertad son comprensibles, ya que eludir lo obvio puede llegar a ser muy complejo. Cuando Espartaco lideró una rebelión de esclavos, allá por los tiempos del Imperio romano, no lo hizo para obtener beneficios del estado de bienestar.

La redefinición más sofisticada o «compleja» de la libertad ha continuado hasta el siglo XXI. El autor de un libro titulado El gran escape: salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad dijo:

En este libro, cuando hablo de libertad, me refiero a la libertad de vivir una buena vida y de hacer las cosas que hacen que la vida merezca la pena. La ausencia de libertad significa pobreza, privación y mala salud, que ha sido durante mucho tiempo el destino de gran parte de la humanidad y sigue siendo el de una proporción escandalosamente alta del mundo actual.98

En los días del movimiento progresista de principios del siglo XX, John Dewey cuestionó si a la mayoría de las personas les importaba la libertad en el sentido que la palabra tuvo durante siglos, antes de que Woodrow Wilson la redefiniera. Dewey dijo:

¿Parecen la libertad en sí misma y las cosas que trae consigo tan importantes como la seguridad del sustento, la comida, el refugio, la vestimenta o incluso divertirse?99

Dewey se preguntaba: «¿Cómo se compara la intensidad del deseo de libertad con el deseo de sentirse igual que los demás, especialmente que los que antes se llamaban superiores?».100 Y afirmaba: «Cuando miramos el mundo, vemos instituciones supuestamente libres en muchos países, no tanto derrocadas como abandonadas de buen grado, al parecer con entusiasmo».101

Aunque Dewey era profesor de filosofía, consciente de que las teorías «deben considerarse como hipótesis» para someterlas a «acciones que las pongan a prueba» de modo que no se acepten como «dogmas rígidos»,102 sus propias declaraciones radicales sobre cosas como los «evidentes males sociales» de la sociedad estadounidense contemporánea no iban acompañadas de ninguna prueba o evidencia de ese tipo.103 Tampoco se aplicaron tales pruebas a otras declaraciones radicales del profesor Dewey sobre «nuestro defectuoso régimen industrial»,104 su afirmación de que «los empresarios industriales han cosechado desproporcionadamente lo que sembraron»105 o que las escuelas necesitaban contrarrestar «la grosería, los errores y los prejuicios de sus mayores» que los niños ven en casa.106

Este menosprecio ocasional por la gente común y su libertad no se limitó en absoluto a John Dewey ni a los educadores. También en el derecho ha existido el mismo desprecio por los derechos y valores de otras personas por parte de las élites intelectuales. Una de las principales autoridades legales de la era progresista fue Roscoe Pound, que fue durante veinte años —desde 1916 hasta 1936— decano de la Facultad de Derecho de Harvard, de la que salieron muchos destacados juristas que promovían un papel expansivo para los jueces en la «interpretación» de la Constitución para flexibilizar sus restricciones sobre el poder gubernamental, en aras de lo que Roscoe Pound llamó «justicia social» ya en 1907.107

Pound invocaba las palabras ciencia y científico repetidamente en sus debates,108 que no tenían ni los procedimientos ni la precisión de la ciencia. Debía haber una «ciencia de la política»109 y una «ciencia del derecho».110 Del mismo modo, Pound abogó repetidamente por la «ingeniería social»111 como si los demás seres humanos fueran componentes inertes de la maquinaria social, para ser construida por las élites en una sociedad con «justicia social».

Con Pound, como con Woodrow Wilson, lo que quería el público en general pasó a un segundo plano. Pound se lamentaba de que «todavía insistimos en el carácter sagrado de la propiedad ante la ley» y citaba con aprobación el «progreso de la ley alejándose del antiguo individualismo» que «no se limita a los derechos de propiedad».112

Así, en 1907 y 1908, Roscoe Pound estableció los principios del activismo judicial, yendo más allá de interpretar la ley para hacer política social, que seguirían siendo dominantes más de cien años después y hasta el presente. Una forma de justificar este papel ampliado de los jueces ha sido afirmar que la Constitución es demasiado difícil de enmendar, por lo que los jueces deben modificarla «interpretándola» para adaptarla a los tiempos cambiantes.

Como tantas cosas que han dicho y repetido sin cesar las élites que creen en la justicia social, este razonamiento se contradice con hechos disponibles fácilmente. La Constitución de Estados Unidos fue enmendada cuatro veces en ocho años (de 1913 a 1920)113 durante el apogeo de los progresistas, que afirmaban que era casi imposible modificar la Constitución.114 Cuando el pueblo quería enmendar la Constitución, se enmendaba. Cuando las élites querían que se enmendara, pero el pueblo no, ése no era un «problema» que hubiera que «resolver». Eso era la democracia, aunque frustrara a unas élites convencidas de que su sabiduría y virtud superiores debían imponerse a los demás.

El decano Pound simplemente descartó como «dogma» la separación de poderes de la Constitución, ya que dicha separación «limitaría a los tribunales a la interpretación y aplicación» de la ley.115 La propia concepción de Pound del papel de los jueces era mucho más amplia.

Ya en 1908, Pound se refirió a la conveniencia de «una constitución viva mediante la interpretación judicial».116 Abogó por «un despertar de la actividad jurídica», para «el jurista sociológico» y declaró que la ley «debe ser juzgada por los resultados que consigue».117 Lo que denominó jurisprudencia «mecánica»118 fue condenada por «su incapacidad para responder a las necesidades vitales de la vida actual». Cuando la ley «se convierte en un cuerpo de normas», ésa «es la condición contra la que protestan ahora los sociólogos, y protestan con razón»,119 afirmó. No se explicaba por qué los jueces y los sociólogos deberían hacer política social, en lugar de las personas elegidas como legisladores o ejecutivos.

Ya sea en el ámbito legal o en otras áreas, una de las características distintivas de los intelectuales de élite que tratan de imponerse a las decisiones de los demás, ya sea en política pública o en su vida privada, es la dependencia de afirmaciones sin fundamento basadas en el consenso de las élites, tratadas como si eso equivaliera a hechos documentados. Muestra de ello es la frecuencia con la que los argumentos de quienes tienen un punto de vista distinto no se contraargumentan, sino que se atacan ad hominem. Este patrón ha persistido durante más de un siglo no sólo en los debates sobre cuestiones de justicia social, sino también en otros temas, y no sólo en Estados Unidos, sino también entre otras élites intelectuales de países del otro lado del Atlántico.

Desde el comienzo de la era progresista en Estados Unidos, uno de los rasgos del pensamiento social avanzado de los progresistas era que el castigo automático de los delincuentes debía sustituirse o al menos complementarse tratando al delincuente, como si el delito fuera una enfermedad, y una enfermedad cuyas «raíces» o causas fundamentales pudieran atribuirse tanto a la sociedad como al delincuente. Estas ideas se remontan al menos a escritores del siglo XVIII como William Godwin en Inglaterra y el marqués de Condorcet en Francia.120 Sin embargo, a menudo, los progresistas del siglo XX presentaban estas ideas como nuevas revelaciones de la «ciencia social» moderna y eran muy celebradas entre las élites intelectuales.121

En este ambiente, el Tribunal Supremo de Estados Unidos, en una serie de casos de principios de la década de 1960, empezó a «interpretar» la Constitución en el sentido de que otorgaba «derechos» recién descubiertos a los delincuentes que aparentemente habían pasado inadvertidos con anterioridad. Entre estos casos se incluyen Mapp contra Ohio (1961), Escobedo contra Illinois (1964) y Miranda contra Arizona (1966). La mayoría del Tribunal Supremo, liderado por el presidente Earl Warren, no se dejó intimidar por las amargas opiniones discrepantes de otros jueces, que se oponían tanto a los peligros que se estaban creando como a la falta de fundamento jurídico para las decisiones.122

En un congreso de jueces y juristas celebrado en 1965, cuando un excomisario de policía se quejó de la tendencia de las recientes decisiones del Tribunal Supremo en materia de derecho penal, el juez William J. Brennan y el presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, permanecieron sentados e «imperturbables» durante su presentación, según informó The New York Times. Sin embargo, después de que un profesor de derecho respondiera con desprecio y burla a lo que había dicho el comisario, Warren y Brennan «soltaron frecuentes carcajadas».123

La mera oposición de un oficial de policía a doctos olímpicos del derecho pudo haberle parecido gracioso a las élites reunidas en este evento, pero algunas estadísticas delictivas podrían presentar una perspectiva ligeramente distinta. Antes de que el Tribunal Supremo rehiciera el derecho penal, a partir de la década de 1960, la tasa de homicidios en Estados Unidos había ido disminuyendo durante tres décadas consecutivas, y esa tasa, en proporción a la población, en 1960 era apenas la mitad de lo que había sido en 1934,124 pero casi inmediatamente después de que el Tribunal Supremo creara nuevos y amplios «derechos» para los delincuentes, la tasa de homicidios se invirtió. Se duplicó de 1963 a 1973.125

A nadie le parecía gracioso, y menos aún a las madres, viudas y huérfanos de las víctimas de asesinato. Aunque se trataba de una tendencia nacional, fue especialmente severa en las comunidades negras, lugares a los que se suponía que ayudaban los defensores de la justicia social, que a menudo eran también partidarios de minimizar la aplicación de la ley y el castigo y buscaban, en su lugar, tratar las «raíces» o causas fundamentales de la delincuencia.

Tanto antes como después del repentino aumento de los homicidios en la década de 1960, la tasa de homicidios entre los negros fue sistemáticamente varias veces mayor que la tasa de homicidios entre los blancos. Algunos años hubo más víctimas de homicidio negras que blancas, en cifras absolutas,126 a pesar de que el tamaño de la población negra fuera sólo una fracción del de la población blanca. Esto significa que el repentino aumento de los homicidios afectó especialmente a las comunidades negras.

Los jueces del Tribunal Supremo con mandato vitalicio son ejemplos clásicos de élites que institucionalmente no pagan ningún precio por equivocarse, sin importar cuán equivocados estén y por muy alto que sea el precio que paguen los demás. El juez presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, ni siquiera pagó el precio de admitir un error. En sus memorias, rechazó las críticas a las decisiones del Tribunal Supremo en materia de derecho penal. Atribuyó la delincuencia «en nuestra sociedad perturbada» a «las raíces» de la delincuencia citando ejemplos como «la pobreza», «el desempleo» y «la degradación de la vida en los barrios marginales».127 Sin embargo, no ofreció ninguna prueba objetiva de que cualquiera de estas cosas hubiera empeorado repentinamente en la década de 1960 en comparación con las tres décadas anteriores, cuando la tasa de homicidios estaba bajando.

Implicaciones

La manera en la que percibimos la distribución del conocimiento significativo es crucial para decidir qué tipo de decisiones tienen sentido y a través de qué tipo de políticas e instituciones. Cada uno de nosotros tiene su propia isla de conocimiento en un mar de ignorancia. Algunas islas son más grandes que otras, pero ninguna es tan grande como el mar. Tal y como lo concibió Hayek, la enorme cantidad de conocimiento relevante disperso entre la población de toda una sociedad hace que las diferencias en la cantidad de dicho conocimiento entre unas personas y otras sean «comparativamente insignificantes».128

Esta conclusión no justifica que las élites intelectuales se impongan de manera generalizada a las decisiones de los demás, ya sean decisiones sobre cómo viven su propia vida o sobre el tipo de leyes bajo las que quieren vivir los votantes y las personas que quieren que se encarguen de aplicarlas. Las élites intelectuales con logros sobresalientes en sus respectivas especialidades podrían prestar poca atención a lo ignorantes que pueden ser en un amplio espectro de otras cuestiones.

Incluso aún más peligrosa que la ignorancia es la certeza falaz, que puede afectar a personas de todos los niveles educativos y de todos los coeficientes intelectuales. Aunque no veamos nuestras propias falacias, lo que salva esta situación es que a menudo vemos las falacias de los demás con mucha más claridad (y ellos pueden ver las nuestras). En un mundo de seres humanos inevitablemente falibles, con puntos de vista inevitablemente distintos y fragmentos diferentes de conocimiento significativo, nuestra capacidad para corregirnos mutuamente puede ser esencial para evitar que cometamos errores fatalmente peligrosos, ya sea como individuos o como sociedad.

El peligro funesto de nuestro tiempo es la creciente intolerancia y supresión tanto de las opiniones como de las pruebas que difieren de las ideologías que predominan en las instituciones, desde el ámbito académico hasta el empresarial, los medios de comunicación y las instituciones gubernamentales.

Muchos intelectuales que han conseguido grandes logros parecen asumir que dichos logros confieren validez a sus ideas sobre una amplia gama de cuestiones que van mucho más allá del alcance de sus logros, pero salirse del ámbito de la propia experiencia puede ser como saltar al vacío.

Tener un coeficiente intelectual alto y poca información puede ser una combinación muy peligrosa como base para imponerse a las decisiones de otras personas, sobre todo cuando esta imposición tiene lugar en circunstancias en las que el decisor sustituto no tiene que pagar un precio por equivocarse.

La gente estúpida puede causar problemas, pero a menudo es necesaria la brillantez de algunos individuos para generar una verdadera catástrofe. Ya lo han hecho suficientes veces, y de diversas maneras, como para que nos lo replanteemos antes de apuntarnos a sus últimas estampidas, lideradas por élites autocomplacientes, sordas a los argumentos e inmunes a lo evidente.