... debemos ser conscientes de los peligros que encierran nuestros deseos más generosos.
LIONEL TRILLING1
Las personas que pueden compartir muchas de las preocupaciones fundamentales de los defensores de la justicia social no comparten necesariamente la misma visión o agenda, ya que no parten de los mismos supuestos sobre las opciones, la causalidad o las consecuencias. El icónico economista defensor del libre mercado Milton Friedman, por ejemplo, dijo:
En todo el mundo hay grandes desigualdades de ingresos y riqueza. Nos ofenden a la mayoría. Pocos pueden dejar de conmoverse ante el contraste entre el lujo del que disfrutan algunos y la miseria absoluta que sufren otros.2
De manera similar, F. A. Hayek, otro emblemático economista del libre mercado, dijo:
Por supuesto, hay que admitir que la forma en que el mecanismo de mercado distribuye los beneficios y las cargas tendría que considerarse muy injusta en muchos casos si fuera el resultado de una asignación deliberada a personas específicas.3
Está claro que Hayek también consideraba injusta la vida en general, incluso con los mercados libres que él defendía, pero eso no es lo mismo que decir que consideraba injusta a la sociedad. Para Hayek, la sociedad era «una estructura ordenada», pero no una unidad de toma de decisiones, ni una institución que actuara.4 Eso es lo que hacen los gobiernos.5 Sin embargo, ni la sociedad ni el gobierno comprenden ni controlan todas las circunstancias —que son muchas y variadas e incluyen una gran dosis de suerte—, que pueden influir en el destino de los individuos, las clases, razas o naciones.
Incluso dentro de una misma familia, como hemos visto, es relevante si eres el hijo mayor o el menor. Cuando el primogénito de una familia con cinco hijos representa el 52 por ciento de los hijos de esas familias que llegan a finalistas para la Beca Nacional al Mérito, mientras que el quinto hijo sólo llega a ser finalista el 6 por ciento de las veces,6 estamos hablando de una disparidad más pronunciada que la mayoría de las disparidades entre sexos o razas.
En una economía en crecimiento, también importa en qué generación de la familia has nacido.7 Un titular jocoso de la revista The Economist, «Elige sabiamente a tus padres»,8 ponía de relieve otra verdad importante sobre las desigualdades, ilustrada con este consejo imposible. Las circunstancias que escapan a nuestro control son factores importantes en las desigualdades económicas y de otro tipo. Tratar de entender la causalidad no es necesariamente lo mismo que buscar culpables.
Hayek denominó «cosmos»9 o universo al conjunto de circunstancias que nos rodean. En este contexto, lo que otros llaman «justicia social» podría llamarse más bien «justicia cósmica»,10 ya que eso es lo que se necesitaría para lograr los resultados que buscan muchos defensores de la justicia social.
No se trata de una cuestión de diferentes nombres, sin más. Es una cuestión más fundamental sobre lo que podemos y no podemos hacer y a qué costes y riesgos. Cuando hay «diferencias en los destinos humanos de las que claramente ningún agente humano es responsable»,11 como dijo Hayek, no podemos exigirle justicia al cosmos. Ningún ser humano, ni individual ni colectivamente, puede controlar el cosmos, es decir, el universo completo de circunstancias que nos rodea y afecta a las oportunidades de cada uno en la vida. La gran dosis de suerte en todas nuestras vidas significa que ni la sociedad ni el gobierno tienen un control causal o una responsabilidad moral que se extienda a todo lo que ha salido bien o mal en la vida de cada persona.
Algunos de nosotros podemos pensar en algún individuo en concreto cuya aparición en nuestra vida en un momento específico alteró la trayectoria de nuestra existencia. Puede haber más de una persona así, en distintas etapas de nuestra vida, que haya cambiado nuestras perspectivas en diferentes ámbitos, para bien o para mal. Ni nosotros ni los decisores sustitutos controlamos esas cosas. Los que creen que pueden, que son «personas hechas a sí mismas» o los salvadores de otras personas o del planeta, se mueven en un terreno peligroso, plagado de tragedias humanas y catástrofes nacionales.
Si el mundo que nos rodea ofreciera las mismas oportunidades a todas las personas en todos los ámbitos, ya sea como individuos o como clases, razas o naciones, podría considerarse un mundo muy superior al que vemos hoy en día. Ya se llame justicia social o justicia cósmica, muchas personas que no coinciden en casi nada más podrían considerarlo un ideal. Pero nuestros ideales no nos dicen nada de nuestras capacidades y sus límites ni sobre los peligros de intentar sobrepasar esos límites.
Por poner sólo un ejemplo, desde los primeros progresistas estadounidenses en adelante, ha existido el ideal de aplicar las leyes penales de forma individualizada al delincuente, en lugar de generalizar a partir del delito.12 Antes incluso de considerar si esto es deseable, surge la cuestión de si los seres humanos son capaces siquiera de hacer algo así. ¿De dónde sacarían los funcionarios un conocimiento tan amplio, íntimo y preciso sobre un desconocido, y mucho menos la sabiduría sobrehumana para aplicarlo en las innumerables complicaciones de la vida?
Un asesino puede haber tenido una infancia infeliz, pero ¿justifica eso que se arriesgue la vida de otras personas al liberarlo entre ellas, tras un proceso al que se le ha dado el nombre de «rehabilitación»? ¿Son las ideas altisonantes y los eslóganes de moda tan importantes como para arriesgar la vida de hombres, mujeres y niños inocentes?
La idea clave de F. A. Hayek era que todo el conocimiento significativo esencial para el funcionamiento de una gran sociedad no existe por completo en ningún individuo, clase o institución. Por lo tanto, el funcionamiento y la supervivencia de una gran sociedad requieren que se coordinen innumerables personas con innumerables fragmentos de conocimiento relevante. Esto colocó a Hayek en oposición a varios sistemas de control centralizado, ya sea una economía planificada centralmente, sistemas de toma de decisiones sustitutas globales en interés de la justicia social o presunciones de que la «sociedad» es moralmente responsable del destino de todos sus habitantes, sea bueno o malo, cuando nadie posee los conocimientos necesarios para tal responsabilidad.
El hecho de que no podamos hacerlo todo no significa que no debamos hacer nada, pero da a entender que debemos asegurarnos de que los hechos son ciertos para no empeorar las cosas mientras intentamos mejorarlas. En un mundo de hechos siempre cambiantes y seres humanos intrínsicamente falibles, esto significa permitir que todo lo que decimos o hacemos esté abierto a la crítica. Las certezas dogmáticas y la intolerancia a la disidencia han conducido a menudo a grandes catástrofes, y nunca tanto como en el siglo XX. La continuación y escalada de tales prácticas en el siglo XXI no es en absoluto un signo esperanzador.
Ya en el siglo XVIII, Edmund Burke estableció una distinción fundamental entre sus ideales y su defensa de la política. «Manteniendo inquebrantables mis principios —dijo—, reservo mi actividad para los esfuerzos racionales.»13 En otras palabras, tener ideales elevados no implica llevar el idealismo al extremo de intentar imponerlos a toda costa y sin tener en cuenta los peligros.
La búsqueda de ideales elevados a toda costa ya se ha intentado, especialmente en las creaciones de las dictaduras totalitarias del siglo XX, generalmente basadas en objetivos igualitarios con los más altos principios morales. Pero los poderes conferidos por las razones más nobles pueden utilizarse para los peores propósitos y, a partir de cierto punto, los poderes conferidos no pueden recuperarse. Milton Friedman lo entendió claramente:
Una sociedad que antepone la igualdad, en el sentido de igualdad de resultados, a la libertad acabará por no tener ni igualdad ni libertad. El uso de la fuerza para lograr la igualdad destruirá la libertad, y la fuerza, introducida con buenos propósitos, acabará en manos de personas que la utilizarán para promover sus propios intereses.14
F. A. Hayek, que vivió la época del surgimiento de las dictaduras totalitarias en la Europa del siglo XX y fue testigo de cómo sucedió, llegó básicamente a las mismas conclusiones. Sin embargo, no consideraba que los defensores de la justicia social fueran personas malvadas que conspiraban para crear dictaduras totalitarias. Hayek decía que entre los principales defensores de la justicia social había personas cuyo altruismo era «incuestionable».15
El argumento de Hayek era que el tipo de mundo idealizado por los defensores de la justicia social, un mundo en el que todos tuvieran las mismas oportunidades de éxito en todos los ámbitos, no sólo es inalcanzable, sino que su búsqueda ferviente pero inútil puede conducir a lo contrario de lo que buscan sus defensores. No es que los defensores de la justicia social vayan a crear dictaduras, sino que sus ataques apasionados a las democracias existentes podrían debilitarlas hasta el punto de que otros pudieran arrogarse el poder dictatorial.
Obviamente, los propios defensores de la justicia social no comparten las conclusiones de sus críticos, como Friedman y Hayek. Sin embargo, los valores morales fundamentales de sus diferentes conclusiones no son necesariamente divergentes. Estas diferencias tienden más bien a estar en el nivel caracterizado por creencias fundamentalmente diferentes sobre las circunstancias y suposiciones sobre la causalidad que pueden llevar a conclusiones muy dispares. Conciben mundos distintos, regidos por principios diferentes, y describen esos mundos utilizando términos que tienen significados diferentes dentro del marco de sus respectivas visiones.
Cuando la visión y el vocabulario difieren de manera tan fundamental, el análisis de los hechos ofrece al menos una esperanza de lograr claridad.
En cierto sentido, las palabras no son más que recipientes para transmitir significados de unas personas a otras. Pero, al igual que otros recipientes, las palabras a veces pueden contaminar su contenido. Una palabra como mérito, por ejemplo, varía en sus significados. Como resultado, esta palabra ha contaminado muchos debates sobre políticas sociales, tanto si ha sido utilizada por defensores como por detractores de la visión de la justicia social.
Quienes se oponen a las preferencias grupales, como la discriminación positiva para contratar a alguien o para admitirlo en la universidad, suelen afirmar que cada individuo debería ser juzgado según sus propios méritos. En la mayoría de los casos, mérito en este contexto parece referirse a las capacidades individuales que son relevantes para ese ámbito en particular. En este sentido, el mérito es una simple cuestión de hechos, y la validez de la respuesta depende de la validez predictiva de los criterios utilizados para comparar las capacidades de los diversos candidatos.
Otros, sin embargo, incluidos los defensores de la justicia social, ven en el concepto de mérito no sólo una cuestión factual, sino también moral. Ya en el siglo XVIII, al defensor de la justicia social William Godwin le preocupaban no sólo los resultados desiguales, sino, sobre todo, las «ventajas inmerecidas».16 En el siglo XX, el pionero socialista fabiano George Bernard Shaw afirmaba también que «se hacen enormes fortunas sin el menor mérito».17 Señaló que no sólo los pobres, sino también muchas personas bien educadas, «ven que hombres de negocios que han triunfado, con menores conocimientos, talento, carácter y espíritu público que ellos, obtienen ingresos mucho mayores».18
En este caso, el mérito ya no es simplemente una cuestión factual sobre quién tiene las capacidades específicas relevantes para triunfar en una determinada actividad. Ahora hay también una cuestión moral sobre cómo se adquirieron esas capacidades, si fueron el resultado de algún esfuerzo personal especial o simplemente una «ventaja inmerecida», quizá por haber nacido en circunstancias más favorables que las de la mayoría de las personas.
El mérito en este sentido, con una dimensión moral, plantea preguntas muy diferentes que pueden tener respuestas muy distintas. ¿Merecen las personas nacidas en determinadas familias o comunidades alemanas heredar los beneficios del conocimiento, experiencia y perspicacia derivados de más de mil años de alemanes fabricando cerveza? Está claro que no. Es una ganancia caída del cielo. Pero, con la misma claridad, poseer este valioso conocimiento es un hecho de vida actual, nos guste o no. Y esta situación no es exclusiva de los alemanes ni de la cerveza.
Se da la circunstancia de que el primer negro que llegó a general de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, el general Benjamin O. Davis, Jr., era hijo del primer negro que llegó a general del Ejército de Estados Unidos, el general Benjamin O. Davis, Sr. ¿Tuvieron otros negros, o incluso estadounidenses blancos, la misma ventaja de crecer en una familia militar, aprendiendo automáticamente, desde la infancia, los diversos aspectos de una carrera como la de oficial militar de alto rango?
Esta situación tampoco fue única. Uno de los generales estadounidenses más famosos de la Segunda Guerra Mundial, y uno de los más famosos de la historia militar de Estados Unidos, fue el general Douglas MacArthur. Su padre fue un joven oficial al mando en la Guerra Civil, donde su actuación en el campo de batalla le valió la medalla de honor del Congreso. Terminó su larga carrera militar como general.
Nada de esto es exclusivo del ámbito militar. En la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL, por sus siglas en inglés), el quarterback Archie Manning tuvo una carrera larga y distinguida en la que lanzó más de cien pases de touchdown.19 Sus hijos, Peyton Manning y Eli Manning, también tuvieron una carrera larga y destacada como quarterbacks de la NFL, que en su caso incluyó la victoria en la Super Bowl. ¿Tuvieron las mismas oportunidades otros quarterbacks que no tenían un padre que hubiera sido quarterback de la NFL antes que ellos? No es muy probable. Pero ¿preferirían los aficionados al fútbol americano ver a otros quarterbacks que no fueran tan buenos, pero que habían sido elegidos para igualar la justicia social?
Las ventajas que tienen algunas personas en un determinado ámbito no son sólo desventajas para los demás. Estas ventajas también benefician a todas las personas que pagan por el producto o servicio proporcionado por ese esfuerzo. No es una situación de suma cero. El beneficio mutuo es la única manera de que el esfuerzo pueda continuar en un mercado competitivo, con un gran número de personas libres para decidir lo que están dispuestas a pagar. Los perdedores son el número mucho menor de personas que querían suministrar el mismo producto o servicio. Pero los perdedores no pudieron igualar lo que ofrecían los productores de éxito, al margen de que el éxito de los ganadores se debiera a habilidades desarrolladas con gran sacrificio o a habilidades que les llegaron por el mero hecho de estar en el lugar correcto en el momento adecuado.
Cuando los productos informáticos se extendieron por todo el mundo, tanto sus fabricantes como sus consumidores salieron beneficiados. Fue una mala noticia para los fabricantes de productos competidores, como las máquinas de escribir o las reglas de cálculo que en su día utilizaban los ingenieros para hacer cálculos matemáticos. Los pequeños dispositivos informatizados podían realizar esos cálculos de forma más rápida y sencilla y con un abanico de aplicaciones mucho mayor. Pero, en una economía de libre mercado, el progreso basado en nuevos avances implica inevitablemente malas noticias para aquellos cuyos bienes o servicios ya no son los mejores. La «inclusión» demográfica requiere unos decisores sustitutos que tengan la facultad de anular lo que desean los consumidores.
En el mundo militar se da una situación similar. Un país que lucha por su vida en el campo de batalla no puede permitirse el lujo de elegir a sus generales en función de la representación demográfica —«parecerse a Estados Unidos»— y no en función de las aptitudes militares, a pesar de cómo se hayan adquirido esas aptitudes. No si el país quiere ganar y sobrevivir. Sobre todo si el país quiere alcanzar sus victorias militares sin perder las vidas de más soldados de las necesarias. En este caso, no puede poner generales a cargo de esos soldados si no son los mejores generales disponibles.
En la literatura sobre la justicia social, las ventajas inmerecidas tienden a tratarse como si le restaran bienestar al resto de la población, pero no existe una cantidad fija o predestinada de bienestar, ya se mida en términos financieros o de espectadores que disfrutan de un deporte o del número de soldados que sobreviven a una batalla. Cuando el presidente Barack Obama dijo: «El 10 por ciento más rico ya no se lleva un tercio de nuestros ingresos, ahora se lleva la mitad»,20 eso sería claramente una reducción de los ingresos de otras personas si hubiera una cantidad fija o predestinada de ingresos totales.
No se trata de una sutileza fortuita. Es muy importante saber si las personas con ingresos elevados aumentan o disminuyen los ingresos del resto de la población. Las insinuaciones carecen de peso para tomar decisiones sobre una cuestión seria. Es demasiado importante para que este problema se decida —o se complique— con palabras ingeniosas. Hablando claro: ¿el ingreso promedio de un estadounidense es más alto o más bajo a causa de los productos creados y vendidos por algún milmillonario?
Una vez más, no existe una cantidad total fija o predestinada de ingresos o riqueza que deba compartirse. Si algunas personas generan más riqueza de la que reciben como ingresos, entonces no están empobreciendo a otras personas, pero si generan productos o servicios que valen menos que los ingresos que perciben, es igualmente evidente que están empobreciendo a otras personas. Sin embargo, aunque cualquiera puede cobrar el precio que desee por lo que vende, es poco probable que encuentre a personas dispuestas a pagar más de lo que el producto o servicio vale para ellos.
Argumentar como si los ingresos altos de algunas personas se dedujeran de unos ingresos totales fijos o predestinados, dejando menos para los demás, puede ser inteligente. Pero la astucia no es sabiduría, y una insinuación ingeniosa no sustituye a las pruebas objetivas si tu objetivo es conocer los hechos. En cambio, si tus objetivos son políticos o ideológicos, no cabe duda de que uno de los mensajes políticos que más ha triunfado en el siglo XX ha sido que los ricos se han enriquecido a costa de los pobres.
El mensaje marxista de «explotación» ayudó a los comunistas a llegar al poder en países de todo el mundo en el siglo XX a un ritmo y en una escala pocas veces vistos en la historia. Está claro que existe un mercado político para ese mensaje y que los comunistas son sólo uno de los grupos ideológicos que lo han utilizado con éxito para sus propios fines, a pesar de lo desastroso que resultó ser para millones de seres humanos que vivían bajo dictaduras comunistas.
La mera posibilidad de que los estadounidenses pobres, por ejemplo, estén experimentando un nivel de vida creciente debido al progreso generado por personas que se están enriqueciendo, como sugiere Herman Kahn,21 sería anatema para los defensores de la justicia social. Pero no es en absoluto obvio que las pruebas empíricas de esa hipótesis reivindiquen a quienes abogan por la justicia social. Parece aún menos probable que los defensores de la justicia social sometan esa hipótesis a una prueba empírica.
Para las personas que buscan hechos, en lugar de objetivos políticos o ideológicos, hay muchas pruebas objetivas que podrían aplicarse para ver si la riqueza de los ricos se deriva de la pobreza de los pobres. Una forma podría ser comprobar si los países con muchos milmillonarios, ya sea en términos absolutos o en relación con el tamaño de la población, tienen un nivel de vida más alto o más bajo entre el resto de su población. Estados Unidos, por ejemplo, tiene más milmillonarios que todo el continente africano más Oriente Medio,22 pero incluso los estadounidenses que viven en condiciones definidas oficialmente como de pobreza suelen tener un nivel de vida más alto que el de la mayoría de los habitantes de África y Oriente Medio.
Otras pruebas objetivas podrían incluir evaluar la historia de las minorías étnicas prósperas, que a menudo han sido descritas como «explotadoras» en diversas épocas y lugares. En muchos casos, a lo largo de los años, estas minorías han sido expulsadas por los gobiernos o expulsadas de determinadas ciudades o países por la violencia de las masas o por ambas cosas. Esto les ha sucedido a los judíos varias veces a lo largo de los siglos en varias partes de Europa.23 Los chinos de ultramar han tenido experiencias similares en varios países del sudeste asiático.24 También los indios y pakistaníes expulsados de Uganda, en el África oriental.25 También los prestamistas Chettiar en Birmania, después de que las leyes de ese país confiscaran gran parte de sus propiedades en 1948 y expulsaran a muchos de ellos de Birmania.26
La economía de Uganda se hundió en la década de 1970, después de que el gobierno expulsara a los empresarios asiáticos,27 que supuestamente habían empeorado la situación económica de los africanos. En Birmania, los tipos de interés subieron, no bajaron, tras la desaparición de los Chettiars.28 Ocurrió algo parecido en Filipinas, donde 23.000 chinos de ultramar fueron masacrados en el siglo XVII, después de lo cual hubo escasez de los bienes producidos por los chinos.29
En siglos pasados, no era infrecuente que los judíos de Europa fueran expulsados, tachados de «explotadores» y «chupasangres», de diversas ciudades y países, ya fuera por edicto gubernamental, por violencia de masas o por ambas cosas. Lo sorprendente es la frecuencia con la que, en años posteriores, se invitaba a los judíos a regresar a algunos lugares de los que habían sido expulsados.30
Al parecer, algunos de los que los expulsaron descubrieron que el país estaba peor económicamente después de que los judíos se hubieran ido.
Aunque Catalina la Grande prohibió a los judíos inmigrar a Rusia, en sus esfuerzos posteriores por atraer las tan necesitadas habilidades extranjeras de Europa occidental, incluidos «algunos mercaderes», escribió a uno de sus funcionarios que a las personas con las ocupaciones que buscaban se les debía otorgar un pasaporte para ir a Rusia, «sin mencionar su nacionalidad ni indagar en su confesión». Al texto ruso formal de este mensaje añadió una nota en alemán que decía: «Si no me entienden, no será culpa mía» y «mantengan todo esto en secreto».31
A raíz de este mensaje, los judíos empezaron a ser reclutados como inmigrantes en Rusia a pesar de que, como ha señalado un historiador, «a lo largo de toda la operación se evitó escrupulosamente hacer cualquier referencia al judaísmo».32 En resumen, incluso los gobernantes despóticos pueden tratar de eludir sus propias políticas cuando resulta inconveniente derogarlas y contraproducente seguirlas.
Estos acontecimientos históricos no son, ni mucho menos, las únicas pruebas objetivas que podrían utilizarse para determinar si las personas más acomodadas están empobreciendo a otras personas. Tampoco son necesariamente las mejores pruebas fácticas. Pero la cuestión importante es que una visión social predominante no tiene por qué producir ninguna prueba objetiva cuando la retórica y la repetición pueden ser suficientes para lograr sus objetivos, sobre todo cuando se pueden ignorar o suprimir puntos de vista alternativos. Es esa supresión la que es un factor clave, y en nuestros tiempos ya es un factor importante y creciente en instituciones académicas, políticas y de otro tipo.
Hoy en día es posible, incluso en nuestras instituciones educativas más prestigiosas, pasar literalmente del jardín de infancia al doctorado sin haber leído nunca un solo artículo, y mucho menos un libro, de alguien que defienda las economías de libre mercado o se oponga a las leyes de control de armas. Que estemos o no de acuerdo con ellos, si leemos lo que dicen, no es la cuestión. La cuestión es por qué la educación se ha convertido con frecuencia en adoctrinamiento y en beneficio de quién.
La cuestión ni siquiera es si lo que se adoctrina es verdad o mentira. Incluso si asumiéramos, en gracia de discusión, que todo aquello con lo que se está adoctrinando a los estudiantes hoy en día es cierto, estas cuestiones de hoy no tienen por qué ser las mismas que las que probablemente se plantearán durante el medio siglo o más de vida que la mayoría de los estudiantes tienen por delante después de haber terminado su educación. ¿De qué les servirá entonces tener las respuestas correctas a las preguntas de ayer?
Lo que necesitarán entonces, para resolver las nuevas cuestiones controvertidas, será una educación que los haya dotado de las capacidades intelectuales, los conocimientos y la experiencia necesarios para enfrentarse a opiniones contrarias, analizarlas y someterlas a un escrutinio y análisis sistemático. Eso es precisamente lo que no obtienen cuando se les adoctrina con lo que está de moda hoy en día.
Esta «educación» prepara a generaciones enteras para que se conviertan en presa fácil de cualquier demagogo astuto que aparezca con una retórica embriagadora capaz de manipular las emociones de la gente. Tal y como John Stuart Mill planteó, hace mucho tiempo:
Aquel que sólo conoce su propia versión del caso, poco sabe de eso... Tampoco es suficiente que oiga los argumentos de los adversarios de boca de sus propios maestros, presentados tal como ellos los exponen y acompañados de lo que ofrecen como refutaciones. Ésa no es la manera de hacer justicia a los argumentos ni de ponerlos en contacto real con su propia mente. Debe poder oírlos de personas que realmente los crean, que los defiendan en serio y hagan todo lo posible por ellos. Debe conocerlos en su forma más plausible y persuasiva...33
Lo que Mill describió es precisamente lo que la mayoría de los estudiantes de hoy en día no reciben, ni siquiera en nuestras instituciones educativas más prestigiosas. Lo que más reciben son conclusiones empaquetadas, envueltas de forma segura contra la intrusión de otras ideas o hechos incompatibles con el discurso predominante.
En los discursos predominantes de nuestro tiempo, la buena suerte de los demás implica mala suerte para ti y es un «problema» que hay que «resolver». Pero cuando alguien ha adquirido, aunque sea inmerecidamente, unos conocimientos y una perspicacia que pueden utilizarse para diseñar un producto que permite a miles de millones de personas de todo el mundo utilizar un ordenador sin conocer los entresijos de la informática, se trata de un producto que puede, con el tiempo, aportar billones de dólares de riqueza a la oferta existente de riqueza mundial. Si el fabricante de ese producto se hace milmillonario vendiéndoselo a esos miles de millones de personas, eso no hace a esas personas más pobres.
Las personas como el socialista británico George Bernard Shaw podrían lamentar que el fabricante de ese producto no tenga ni las credenciales académicas ni las virtudes personales que Shaw parece atribuirse a sí mismo y a otros como él. Pero eso no es lo que los compradores del producto informático están pagando con su propio dinero ni es obvio por qué los lamentos de un tercero deberían afectar a transacciones que no perjudican a ese tercero. Tampoco resulta alentador el historial general de intervenciones de terceros.
Nada de eso quiere decir que las empresas nunca hayan hecho nada malo. La santidad no es la norma en los negocios, como tampoco lo es en política, en los medios de comunicación ni en los campus universitarios. Por eso existen las leyes, aunque no es una razón para sacar leyes cada vez más numerosas y de más impacto que otorgan cada vez más poder a personas que no pagan ningún precio por equivocarse, independientemente del alto precio que paguen los demás que están sometidos a su poder.
Utilizar palabras ambiguas como mérito, con significados múltiples y contradictorios, puede dificultar la comprensión de los problemas, y aún más la forma de resolverlos.
Puede que la palabra racismo sea la más impactante dentro del vocabulario de la justicia social. No hay duda de que el racismo ha infligido una enorme cantidad de sufrimiento innecesario a personas inocentes, marcado por horrores indescriptibles, como el Holocausto.
El racismo podría compararse con alguna enfermedad pandémica mortal. Si es así, quizá merezca la pena considerar las consecuencias de responder a las pandemias de diferentes maneras. No podemos simplemente ignorar la enfermedad y esperar lo mejor, pero tampoco podemos irnos al extremo opuesto y sacrificar cualquier otra preocupación, incluidas otras enfermedades mortales, con la esperanza de reducir el número de víctimas mortales de la pandemia. Durante la pandemia de la COVID-19, por ejemplo, la tasa de mortalidad por otras enfermedades aumentó34 porque muchas personas temían acudir a un centro médico, donde podían contagiarse del coronavirus.
Incluso las pandemias más terribles pueden disminuir o remitir. En algún momento, la continua preocupación por la enfermedad pandémica puede provocar más peligros y muertes por otras enfermedades y por otros factores estresantes derivados de las continuas restricciones que pueden haber tenido sentido cuando la pandemia estaba en pleno apogeo, pero que son contraproducentes en el balance general posterior.
Todo depende de cuáles sean los hechos concretos en un momento y lugar determinados, y no siempre es fácil saberlo. Puede ser especialmente difícil de saber cuando los grupos de presión se han beneficiado política o económicamente de las restricciones pandémicas y, por lo tanto, tienen todos los incentivos para promover la creencia de que esas restricciones siguen siendo necesarias con urgencia.
Del mismo modo, puede ser particularmente difícil conocer la incidencia y las consecuencias actuales del racismo cuando los racistas no se identifican públicamente. Además, las personas que tienen incentivos para maximizar los temores al racismo incluyen a políticos que buscan ganar votos afirmando que ofrecen protección frente a los racistas, o a líderes de movimientos de protesta étnica que pueden valerse del miedo a los racistas para atraer a más seguidores, obtener más donaciones y aumentar su poder.
Ninguna persona en su sano juicio cree que no existe el racismo en Estados Unidos o en cualquier otra sociedad. En este punto, quizá merezca la pena recordar lo que dijo Edmund Burke en el siglo XVIII: «Manteniendo inquebrantables mis principios, reservo mi actividad para los esfuerzos racionales».35 Nuestros principios pueden rechazar el racismo por completo, pero ni una minoría racial ni nadie más dispone de tiempo, energía y recursos ilimitados para dedicarse a buscar todo posible rastro de racismo o para invertir en la aún menos prometedora actividad de intentar ilustrar moralmente a los racistas.
Incluso si, por obra de algún milagro, pudiéramos erradicar el racismo, ya sabemos, por la historia de los hillbilly estadounidenses, que son físicamente indistinguibles de los demás blancos y, por tanto, no conocen el racismo, que ni siquiera eso bastaría para evitar la pobreza. Mientras tanto, las familias de parejas casadas negras, que no están a salvo del racismo, han tenido, sin embargo, tasas de pobreza de un solo dígito, todos los años, durante más de un cuarto de siglo.36 También sabemos que los racistas no pueden impedir hoy que los jóvenes negros acaben siendo pilotos o incluso generales de las Fuerzas Aéreas ni que se conviertan en millonarios o milmillonarios o que lleguen a la presidencia de Estados Unidos.
Así como necesitamos reconocer cuándo al menos ha disminuido el poder de una pandemia para poder dedicar más nuestro tiempo, energía y recursos limitados a otros peligros, también necesitamos prestar más atención a otros peligros, además del racismo. Esto es especialmente cierto en el caso de las generaciones más jóvenes, que necesitan ocuparse de los problemas y peligros a los que se enfrentan en la actualidad, en lugar de seguir obsesionados con los problemas y peligros de las generaciones anteriores. Si los racistas no pueden impedir que los jóvenes de las minorías de hoy se conviertan en pilotos, los sindicatos de profesores pueden hacerlo negándoles una educación decente en escuelas cuya principal prioridad es la férrea seguridad laboral de los profesores y los miles de millones de dólares en cuotas sindicales para los sindicatos de profesores.37
No está claro en absoluto que los enemigos de las minorías estadounidenses sean capaces de hacerles tanto taño como sus supuestos «amigos» y «benefactores». Ya hemos visto algunos de los perjuicios que han causado las leyes de salario mínimo, al negar a los jóvenes negros la opción de aceptar un trabajo que los empresarios están dispuestos a ofrecer con un salario que los jóvenes están dispuestos a aceptar, simplemente porque haya terceros no afectados que eligen creer que comprenden la situación mejor que todas las personas directamente implicadas.
Otro «beneficio» para las minorías, según la visión y agenda de la justicia social, es la «discriminación positiva». Se trata de una cuestión que se discute a menudo en términos del daño causado a personas que habrían obtenido puestos de trabajo específicos, admisiones universitarias u otros beneficios si se hubieran otorgado en función de las cualificaciones y no de la representación demográfica. Pero también hay que tener en cuenta el perjuicio causado a los supuestos beneficiarios, que puede ser incluso peor.
Esta posibilidad requiere examinarse en particular, ya que contradice por completo la agenda predominante de la justicia social y su discurso sobre las fuentes del progreso de los negros. Según ese discurso, la salida de la pobreza de los negros se atribuye a las leyes de derechos civiles y a las políticas de bienestar social de la década de 1960, que incluyen la discriminación positiva. Hace tiempo que este discurso debería haberse evaluado empíricamente.
En el discurso predominante sobre el progreso socioeconómico de los negros se han citado datos estadísticos que muestran una disminución de la proporción de población negra que vive en la pobreza después de la década de 1960 y un aumento de la proporción de población negra empleada en ocupaciones profesionales, así como un aumento de sus ingresos. Sin embargo, como ocurre con muchas otras afirmaciones sobre tendencias estadísticas a lo largo del tiempo, la elección arbitraria del año que se selecciona como inicio de la evaluación estadística puede ser crucial para determinar la validez de las conclusiones.
Si se presentaran los datos estadísticos sobre la tasa anual de pobreza entre los negros a partir de 1940 —es decir, veinte años antes de las leyes de derechos civiles y de la expansión de las políticas del estado de bienestar de la década de 1960—, las conclusiones serían muy diferentes.
Estos datos muestran que la tasa de pobreza entre los negros descendió del 87 por ciento en 1940 al 47 por ciento en las dos décadas siguientes,38 es decir, antes de las principales leyes de derechos civiles y las políticas de bienestar de los años sesenta. Esta tendencia continuó después de la década de 1960, pero no se originó ni aceleró entonces. La tasa de pobreza entre los negros descendió 17 puntos más y alcanzó el 30 por ciento en 1970, una tasa sólo ligeramente inferior a la de las dos décadas anteriores, pero desde luego no superior. La tasa de pobreza de la población negra disminuyó de nuevo durante la década de 1970 y pasó del 30 por ciento en 1970 al 29 por ciento en 1980.39 Este descenso de la pobreza de un punto porcentual fue claramente mucho menor que en las tres décadas anteriores.
¿Qué lugar ocupa la discriminación positiva en esta historia? La primera vez que se utilizó la expresión «discriminación positiva» en una Orden Ejecutiva Presidencial lo hizo el presidente John F. Kennedy en 1961. Dicha orden establecía que los contratistas federales debían «adoptar medidas de discriminación positiva para garantizar que los solicitantes sean contratados y que los empleados sean tratados durante el empleo sin tener en cuenta su raza, credo, color o nación de origen».40 En otras palabras, en aquel momento la discriminación positiva significaba igualdad de oportunidades para los individuos, no igualdad de resultados para los grupos. Las posteriores órdenes ejecutivas de los presidentes Lyndon B. Johnson y Richard Nixon convirtieron los resultados numéricos de los grupos en la prueba de la discriminación positiva en la década de 1970.
Ahora que la discriminación positiva ha pasado de la igualdad de oportunidades individuales a la igualdad de resultados colectivos, mucha gente la considera una política más beneficiosa para los negros y otros grupos raciales o étnicos con ingresos bajos a los que se aplica este principio. De hecho, en general se consideraba axiomático que así se contribuiría de manera más efectiva a su progreso en muchos ámbitos, pero el descenso de un punto porcentual en la tasa de pobreza entre los negros durante la década de 1970, después de que la discriminación positiva supusiera preferencias o cuotas de grupo, contradice por completo el relato predominante.
A lo largo de los años, mientras arreciaban las controversias en torno a la discriminación positiva como preferencia de grupo, el discurso predominante defendía la discriminación positiva como un importante contribuyente al progreso de la comunidad negra. Sin embargo, como ocurre con muchas otras cuestiones controvertidas, se ha aceptado ampliamente el consenso de la opinión de las élites, sin apenas recurrir a las enormes cantidades de pruebas empíricas que demuestran lo contrario. El autor superventas Shelby Steele, cuyos incisivos libros han analizado las razones e incentivos que sustentan las políticas sociales fallidas,41 citó un encuentro que tuvo con un hombre que había sido un funcionario del gobierno implicado en las políticas de la década de 1960, que dijo irritado:
Mire, solamente, y quiero decir solamente, el gobierno puede llegar a ese tipo de pobreza, a esa pobreza arraigada y profunda. Y no me importa lo que digan. Si este país fuera decente, dejaría que el gobierno lo intentara de nuevo.42
El intento del profesor Steele de centrarse en los hechos sobre las consecuencias reales de varios programas gubernamentales de la década de 1960 suscitó una acalorada respuesta:
«¡Maldita sea, hemos salvado este país!», dijo casi gritando. «Este país estaba a punto de estallar. Había disturbios por todas partes. Ahora, en retrospectiva, se puede criticar, pero teníamos que mantener unido al país, amigo mío.»43
Desde un punto de vista factual, este exfuncionario de los años sesenta tenía la secuencia completamente equivocada. Y no era el único. Los disturbios masivos en los guetos de todo el país comenzaron durante la administración de Lyndon Johnson a una escala nunca vista.44 Los disturbios disminuyeron cuando terminó esa administración, y la siguiente repudió sus programas de «guerra contra la pobreza». Más tarde, durante los ocho años de la administración Reagan, que rechazó todo ese enfoque, no se produjeron tales oleadas masivas de disturbios.
Por supuesto, los políticos tienen todos los incentivos para describir el progreso de la comunidad negra como algo de lo que pueden atribuirse el mérito. Lo mismo ocurre con los defensores de la justicia social, que respaldaron estas políticas. Sin embargo, ese discurso permite a algunos críticos quejarse de que los negros deberían salir por sí mismos de la pobreza, como han hecho otros grupos. Sin embargo, los fríos hechos demuestran que esto es en gran medida lo que hicieron los negros durante décadas en las que aún no tenían igualdad de oportunidades, y mucho menos preferencias de grupo.
Fueron décadas en las que ni el gobierno federal ni los medios de comunicación ni las élites intelectuales prestaron a los negros ni por asomo la misma atención que les dieron a partir de los años sesenta. En cuanto a la atención que prestaron los gobiernos de los estados del sur durante las décadas de 1940 y 1950 a la comunidad negra, fue en gran medida negativa, de acuerdo con las leyes y políticas racialmente discriminatorias de la época.
En las décadas de 1940 y 1950, muchos negros salieron de la pobreza emigrando del sur, con lo que obtuvieron mejores oportunidades económicas para los adultos y una educación mejor para sus hijos.45 La ley de Derechos Civiles de 1964 fue un factor importante que llegó con retraso para poner fin a la negación de los derechos constitucionales básicos a los negros del sur.46 Pero no tiene sentido tratar de convertirla también en la principal causa de la salida de los negros de la pobreza. La tasa de ascenso de las personas negras en las profesiones se duplicó con creces de 1954 a 1964,47 es decir, antes de la histórica ley de Derechos Civiles de 1964. La izquierda política tampoco puede actuar como si dicha ley fuera obra exclusivamente suya. Las actas del Congreso recogen que votaron a favor de esa ley un mayor porcentaje de republicanos que de demócratas.48
En resumen, durante las décadas en las que el número de negros que salieron de la pobreza fue más notable, las causas de ese aumento fueron muy parecidas a las causas del aumento de otros grupos con ingresos bajos en Estados Unidos y en otros países del mundo. Es decir, fue principalmente el resultado de las decisiones individuales de millones de personas corrientes, por iniciativa propia, y tuvo poco que ver con líderes carismáticos de los grupos, programas gubernamentales, élites intelectuales o publicidad mediática. Es dudoso que la mayoría de los estadounidenses de aquella época conocieran siquiera los nombres de los líderes de las organizaciones de derechos civiles más destacadas en ese momento.
La discriminación positiva en Estados Unidos, al igual que las políticas similares de preferencias grupales en otros países, rara vez ha beneficiado mucho a las personas en situación de pobreza.49 Es poco probable que un adolescente típico de una comunidad minoritaria con ingresos bajos de Estados Unidos, que normalmente ha recibido una educación muy deficiente, pueda aprovechar las admisiones preferentes a las facultades de medicina, cuando sería un gran reto simplemente graduarse en una universidad ordinaria. En un país mucho más pobre como la India, podría ser un reto aún más difícil para un joven rural perteneciente a una de las «castas desfavorecidas», antes conocidas como «intocables».50
Tanto en Estados unidos como en otros países con políticas de preferencia grupal, las prestaciones creadas para los grupos más pobres han ido a menudo a parar de forma desproporcionada a los miembros más prósperos de esos grupos más pobres51 y, a veces, a personas más prósperas que el miembro promedio de la sociedad en general.52
La premisa central de la discriminación positiva es que la «infrarrepresentación» de los grupos es el problema y que la representación proporcional de los grupos es la solución. Esto podría tener sentido si todos los segmentos de una sociedad tuvieran las mismas capacidades en todos los ámbitos. Pero nadie parece capaz de encontrar un ejemplo de una sociedad semejante en la actualidad o en los miles de años de historia documentada, ni siquiera los defensores de la justicia social. Incluso los grupos que han triunfado rara vez lo han conseguido en todos los ámbitos. Es raro que los asiático-americanos o los judío-americanos se encuentren entre las principales estrellas del atletismo o los germano-americanos entre los políticos carismáticos.
Al menos merece la pena considerar hechos tan básicos como hasta qué punto la discriminación positiva ha sido beneficiosa o perjudicial, en términos netos, para aquellos a los que pretendía ayudar en un mundo en el que las capacidades específicas desarrolladas rara vez son iguales, incluso cuando las desigualdades recíprocas son habituales. Un ejemplo es la práctica generalizada de admitir a miembros de grupos minoritarios con ingresos bajos en facultades y universidades con requisitos menos estrictos que los que tienen que cumplir otros estudiantes.
Este tipo de discriminación positiva en las políticas de admisión a la universidad se ha justificado ampliamente con el argumento de que pocos estudiantes educados en las escuelas públicas de barrios minoritarios con ingresos bajos tienen el tipo de puntuaciones en los exámenes que, de otro modo, les permitirían ser admitidos en universidades de primer nivel. Por ello, se considera que las preferencias grupales en las admisiones son una solución.
A pesar de la suposición implícita de que los estudiantes recibirán una mejor educación en una institución de rango superior, hay serias razones para dudarlo. Los profesores tienden a enseñar a un ritmo y con un nivel de complejidad acordes con el tipo concreto de estudiantes a los que enseñan. Un estudiante plenamente cualificado para ser admitido en muchas universidades de calidad puede verse abrumado por el ritmo y la complejidad de los cursos que se imparten en una institución de élite, donde la mayoría de los estudiantes se sitúan entre el diez por ciento de los mejores de todo el país —o incluso entre el uno por ciento de los mejores— en la parte de Matemáticas y de Lengua de la Prueba de Aptitud Académica (SAT, por sus siglas en inglés).
Admitir a un estudiante que obtiene una puntuación del percentil 80 en una institución de este tipo porque esa persona pertenece a un grupo minoritario no es ningún favor. Puede convertir a alguien plenamente cualificado para triunfar en un frustrado fracasado. Un estudiante inteligente con una puntuación que lo sitúa en el percentil 80 en Matemáticas puede encontrar que el ritmo de los cursos de Matemáticas es demasiado rápido para seguirlo, mientras que las breves explicaciones del profesor sobre principios complejos pueden ser fácilmente comprendidas por los demás alumnos de la clase, que obtuvieron una puntuación del percentil 99. Es posible que hayan aprendido la mitad de este material en el instituto. Lo mismo puede ocurrir con la cantidad y complejidad de las lecturas asignadas a los estudiantes en una institución académica de élite.
Nada de esto es nuevo para las personas familiarizadas con las instituciones académicas de élite. Pero muchos jóvenes de una comunidad minoritaria con ingresos bajos pueden ser el primer miembro de su familia en asistir a la universidad. Cuando se felicita a una persona así por haber sido aceptada en un colegio o universidad de renombre, es posible que no se vean los grandes riesgos que puede haber en esta situación. Dado el bajo nivel académico de la mayoría de las escuelas públicas de las comunidades minoritarias con ingresos bajos, el estudiante supuestamente afortunado puede haber estado sacando las mejores notas con facilidad en el instituto y puede estar a punto de llevarse una desagradable sorpresa cuando se enfrente a una situación completamente distinta en la universidad.
Lo que está en juego no es si el estudiante está cualificado para ir a la universidad, sino si sus cualificaciones particulares coinciden o no con las de los demás estudiantes de la universidad que concede la admisión. Los datos empíricos sugieren que este factor puede ser crucial.
En el sistema de la Universidad de California, en virtud de las políticas de admisión basadas en la discriminación positiva, los estudiantes negros e hispanos admitidos en el campus de mayor rango de Berkeley tenían puntuaciones en la SAT ligeramente superiores a la media nacional. Sin embargo, los estudiantes blancos admitidos en la UC Berkeley obtuvieron más de 200 puntos más en la prueba SAT, y los asiático-americanos sacaron puntuaciones algo más altas que los blancos.53
En este contexto, la mayoría de los estudiantes negros no lograron graduarse, y a medida que aumentaba el número de estudiantes negros admitidos durante la década de 1980, disminuía el número de los que se graduaban.54
Los californianos votaron a favor de poner fin a las admisiones basadas en la discriminación positiva en el sistema de la Universidad de California. A pesar de las terribles predicciones de que se produciría una drástica reducción del número de estudiantes pertenecientes a minorías en la UC, lo cierto es que apenas hubo cambios en el número total de estudiantes pertenecientes a minorías admitidos en el conjunto del sistema.
El número de estudiantes que acudían a las dos universidades de mayor rango, UC Berkeley y UCLA, se redujo drásticamente. Los pertenecientes a minorías acudían ahora a los campus de la UC en los que los demás estudiantes tenían una formación académica más similar a la suya, según los resultados de los exámenes de admisión. En estas nuevas condiciones, el número de estudiantes negros e hispanos que se graduaron en el conjunto del sistema de la Universidad de California aumentó en más de mil estudiantes en un período de cuatro años.55 También se produjo un aumento del 63 por ciento en el número de estudiantes que se graduaron en cuatro años con una nota media de 3,5 o superior.56
Los estudiantes pertenecientes a minorías que no logran graduarse bajo las políticas de discriminación positiva no son, ni mucho menos, los únicos perjudicados por ser admitidos en instituciones orientadas a estudiantes con mejor historial académico previos a la universidad. Muchos estudiantes de minorías que acceden a la universidad con la esperanza de especializarse en áreas exigentes como la Ciencia, la Tecnología, la Ingeniería o las Matemáticas — las llamadas áreas STEM— se ven obligados a abandonar esas disciplinas difíciles y concentrarse en áreas más fáciles. Tras prohibirse la discriminación positiva en las admisiones en el sistema de la Universidad de California, no sólo se graduaron más estudiantes de minorías, sino que el número de graduados en áreas STEM aumentó en un 51 por ciento.57
Lo crucial desde el punto de vista de que los estudiantes de minorías puedan sobrevivir y prosperar académicamente no es el nivel absoluto de sus cualificaciones educativas previas a la universidad, medidas por las puntuaciones obtenidas en los exámenes de admisión, sino la diferencia entre sus puntuaciones y las de los demás estudiantes de los centros concretos a los que asisten. Los estudiantes pertenecientes a minorías que obtienen puntuaciones muy por encima de la media del conjunto de los estudiantes estadounidenses en los exámenes de admisión a la universidad pueden, sin embargo, acabar fracasando al ser admitidos en instituciones en las que los demás estudiantes obtienen puntuaciones todavía más altas que la media del conjunto de los estudiantes estadounidenses.
Los datos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) ilustran esta situación. Estos datos reflejan que los estudiantes negros tenían allí una puntuación media en la SAT de Matemáticas que se situaba en el percentil 90. Pero, aunque estos estudiantes estaban entre el diez por ciento de los mejores estudiantes estadounidenses de Matemáticas, estaban entre el diez por ciento de los peores del MIT, cuyas puntuaciones en Matemáticas se situaban en el percentil 99. El resultado fue que el 24 por ciento de estos estudiantes negros extremadamente cualificados no lograron graduarse en el MIT, y los que lo hicieron se concentraron en la mitad inferior de su clase.58 En la mayoría de las instituciones académicas estadounidenses, estos mismos estudiantes habrían estado entre los mejores del campus.
Algunas personas podrían argumentar que incluso los estudiantes que se concentraron en la mitad inferior de su clase en el MIT obtuvieron la ventaja de haber sido educados en una de las principales escuelas de ingeniería del mundo, pero eso supone asumir implícitamente que los estudiantes obtienen automáticamente una mejor educación en una institución de rango superior. Sin embargo, no podemos descartar la posibilidad de que estos estudiantes aprendan menos allí donde el ritmo y la complejidad de la enseñanza están diseñados para estudiantes con una formación preuniversitaria extraordinariamente sólida.
Para poner a prueba esta posibilidad, podemos recurrir a algunos campos, como la medicina y el derecho, en los que se hacen exámenes independientes para comprobar cuánto han aprendido los estudiantes una vez finalizada su educación formal. Los graduados de las facultades de medicina y de derecho no pueden obtener la licencia para ejercer su profesión sin aprobar estas pruebas independientes.
Un estudio de cinco facultades de medicina gestionadas por distintos estados descubrió que la diferencia entre blancos y negros a la hora de aprobar el examen para obtener la licencia médica se correspondía con la que había en el examen de admisión.
En otras palabras, las personas negras formadas en facultades de medicina en las que la diferencia en la puntuación de los estudiantes negros y blancos —en el examen de admisión— era mínima, presentaron menos disparidades entre las razas en su tasa de aprobados del examen para obtener la licencia médica años más tarde, tras graduarse en la facultad de medicina.59 El éxito o el fracaso de los negros en estos exámenes dependía más del hecho de haberse formado con otros estudiantes cuyas puntuaciones en el examen de admisión eran similares a las suyas que del nivel alto o bajo en que estuviera clasificada la facultad en que lo hicieran. Por lo visto, cuando no se vieron afectados por políticas de admisión basadas en la discriminación positiva, su aprendizaje fue mejor.
Se obtuvieron unos resultados similares en una comparación de licenciados en Derecho que se presentaron al examen independiente del Colegio de Abogados para obtener la licencia. El alumnado de la Facultad de Derecho de la Universidad George Mason obtuvo puntuaciones más altas en las pruebas de admisión que el de la Facultad de Derecho de la Universidad de Howard, una institución predominantemente negra. Sin embargo, los estudiantes negros de ambas instituciones obtuvieron puntuaciones similares en las pruebas de acceso a la facultad. El resultado neto fue que los estudiantes negros ingresaron en la Facultad de Derecho de la Universidad George Mason con puntuaciones inferiores en las pruebas de admisión a las de los demás. Pero aparentemente no fue así en la Universidad de Howard.
Los datos sobre el porcentaje de estudiantes negros admitidos en cada facultad de derecho que se graduaron y aprobaron el examen de abogacía en el primer intento mostraron que el 30 por ciento de los estudiantes negros de la Facultad de Derecho de la Universidad George Mason lo lograron, frente al 57 por ciento de los estudiantes negros de la Facultad de Derecho de la Universidad de Howard.60 Como en otros ejemplos, los estudiantes que no estaban en el nivel que no les correspondía parecían aprender mejor cuando recibían clases en las que los demás estudiantes tenían una preparación educativa similar a la suya.
Estos pocos ejemplos no tienen por qué considerarse definitivos, pero proporcionan datos que muchas otras instituciones se niegan a divulgar. Cuando Richard H. Sander, profesor de la UCLA, trató de obtener datos del examen de abogacía de California, con el fin de comprobar si las políticas de admisión basadas en la discriminación positiva producían más o menos abogados negros, se amenazó con una demanda si el Colegio de Abogados de California publicaba esos datos.61 Los datos no se divulgaron. Tampoco es un patrón inusual. Las instituciones académicas de todo el país, que proclaman los beneficios de la «diversidad» mediante la discriminación positiva, se niegan a publicar los datos que demostrarían tales afirmaciones.62
Los medios de comunicación elogiaron considerablemente un estudio que declaraba que las políticas de admisión basadas en la discriminación positiva eran un éxito —The shape of the river [La forma del río], de William Bowen y Derek Bok—, pero sus autores se negaron a permitir que los críticos vieran los datos en bruto con los que llegaron a unas conclusiones muy diferentes de las de otros estudios, basados en datos que estos otros autores pusieron a su disposición.63 Además, otros académicos encontraron mucho que cuestionar sobre las conclusiones a las que llegaron los exrectores universitarios Bowen y Bok.64
Cuando se saca a la luz información perjudicial sobre las consecuencias reales de las políticas de admisión basadas en la discriminación positiva y se monta un escándalo, la respuesta rara vez ha consistido en abordar la cuestión, sino más bien en denunciar como «racista» a la persona que reveló los hechos escandalosos. Esto sucedió cuando el profesor Bernard Davis, de la Facultad de Medicina de Harvard, afirmó en The New England Journal of Medicine que a los estudiantes negros de ésa y otras facultades de medicina se les concedía el diploma «por caridad». Calificó de «cruel» admitir a estudiantes con pocas probabilidades de cumplir las normas de la Facultad de Medicina y aún más cruel «abandonar esas normas y permitir que los pacientes confiados paguen por nuestra irresponsabilidad».65
Aunque el profesor Davis fue tachado de «racista», el economista negro Walter E. Williams ya había oído hablar de esos hechos en otro lugar66 y existía una comunicación privada de un funcionario de la Facultad de Medicina de Harvard de algunos años antes en la que se decía que se estaban proponiendo tales cosas.67
Del mismo modo, cuando un estudiante de la Universidad de Georgetown reveló datos que demostraban que la puntuación media con la que los estudiantes negros eran admitidos en esa Facultad de Derecho era inferior a la del examen con el que se admitía a cualquier estudiante blanco, la respuesta fue denunciarlo como «racista», en lugar de concentrarse en el grave problema que planteaba esa revelación.68 Esa puntuación media, por cierto, estaba en el percentil 70, por lo que no se traba de estudiantes «no cualificados», sino de estudiantes que probablemente tendrían más posibilidades de éxito en otras facultades de derecho y cuando más tarde se enfrentaran a la necesidad de aprobar un examen para convertirse en abogados.
Ser un fracaso en una institución elitista no hace ningún bien a un estudiante. Sin embargo, la tenacidad con la que las instituciones académicas se resisten a cualquier cosa que las obligue a abandonar prácticas de admisión contraproducentes da a entender que estas prácticas podrían estar beneficiando a alguien. Incluso después de que los electores de California votaran para poner fin a las prácticas de admisión basadas en la discriminación positiva en el sistema de la Universidad de California, eso llevó a esfuerzos continuos para eludir esta prohibición.69 ¿Por qué? ¿De qué sirve tener una presencia visible de estudiantes pertenecientes a minorías en el campus si la mayoría de ellos no se gradúa?
Una pista podría ser lo que muchas universidades han hecho durante mucho tiempo con sus equipos de baloncesto y fútbol, que pueden generar millones de dólares en lo que llaman deportes «amateur». Algunos entrenadores importantes de fútbol americano universitario tienen unos ingresos superiores a los del presidente de su colegio o universidad. Sin embargo, a los deportistas de sus equipos no se les paga nada70 por pasar años entreteniendo a otros, por correr el riesgo de sufrir lesiones y el riesgo quizá mayor y más duradero para su carácter de pasar años fingiendo que se están formando, cuando muchos sólo hacen lo mínimo para que sigan eligiéndolos para jugar. Un porcentaje muy pequeño de jugadores universitarios de baloncesto y fútbol acaba dedicándose al deporte profesional.
Un número desproporcionado de estrellas universitarias del baloncesto y el fútbol americano son negros,71 y las instituciones académicas no han vacilado en abusar de ellos de esta manera. Así que no tenemos por qué cuestionar si estas instituciones académicas son moralmente capaces de atraer a jóvenes pertenecientes a minorías al campus para servir a los intereses propios de la institución. Tampoco necesitamos dudar del talento verbal de los académicos para inventar argumentos, ya sea intentando convencer a los demás o a sí mismos.72
La cuestión objetiva es sencillamente si se sirve a los intereses institucionales al tener una representación demográfica visible de estudiantes pertenecientes a minorías en el campus, al margen de que esos estudiantes reciban una educación y se gradúen o no. Los cientos de millones de dólares procedentes de fondos federales que ingresa anualmente una institución académica pueden peligrar si las minorías étnicas están seriamente «infrarrepresentadas» entre los estudiantes, ya que ello plantea la posibilidad de que la infrarrepresentación se equipare con la discriminación racial. Y esa cuestión puede suponer una amenaza legal para ingentes cantidades de dinero público.
Tampoco es ésta la única presión externa ejercida sobre las instituciones académicas para que continúen con sus políticas de admisión basadas en la discriminación positiva que perjudican a los propios grupos supuestamente favorecidos. La Facultad de Derecho de la Universidad George Mason fue amenazada con perder su acreditación si no seguía admitiendo a estudiantes pertenecientes a minorías que no tenían puntuaciones tan altas como otros, a pesar de que los datos mostraban que no era lo que más interesaba a los propios alumnos de las minorías.73 La falacia reinante en materia de justicia social de que las disparidades estadísticas en la representación de los grupos implican discriminación racial tiene repercusiones importantes. Los estudiantes pertenecientes a minorías en el campus son como escudos humanos que se utilizan para proteger los intereses institucionales, y las bajas entre los escudos humanos pueden ser muy elevadas.
Muchas políticas sociales benefician a algunos grupos y perjudican a otros. La discriminación positiva en el ámbito académico consigue infligir daño tanto a los estudiantes que no fueron admitidos a pesar de sus cualificaciones como a muchos de los que fueron admitidos en instituciones en las que tenían más probabilidades de fracasar, incluso cuando estaban perfectamente cualificados para triunfar en otras instituciones.
El interés económico propio no es en absoluto el único factor que lleva a algunas personas e instituciones a persistir en las políticas de admisión basadas en la discriminación positiva manifiestamente contraproducentes. Las personas que no sufren las consecuencias de equivocarse no abandonan sin más las cruzadas ideológicas y podrían pagar un precio alto, personal y socialmente, por romper filas bajo el fuego y renunciar tanto a una visión como a un lugar apreciados entre sus compañeros de élite. Como ocurre con los deterministas genéticos y con los defensores de la «educación sexual», ha habido muy pocas personas dispuestas a reconocer hechos que contradigan el discurso predominante.
Incluso cuando hay buenas noticias sobre las personas a las que ayudan los decisores sustitutos, rara vez se les presta mucha atención cuando los buenos resultados se han logrado al margen de esos decisores. Por ejemplo, el hecho de que la mayor parte de la salida de la pobreza de los negros se produjera en las décadas anteriores a los programas sociales masivos del gobierno de los años sesenta, antes de la proliferación de los «líderes» carismáticos y antes de la atención generalizada de los medios de comunicación, rara vez se ha mencionado en el discurso predominante sobre la justicia social.
Tampoco se ha prestado mucha atención al hecho de que las tasas de homicidio entre los hombres no blancos en la década de 1940 (que en aquellos años eran en su inmensa mayoría hombres negros) descendieron un 18 por ciento en esa década, seguido de un nuevo descenso del 22 por ciento en la de 1950. De repente, la situación se invirtió en la década de 1960,74 cuando se debilitaron las leyes penales, en medio de consignas embriagadoras como «causas fundamentales» y «rehabilitación».
Tal vez el contraste más dramático y más significativo entre el progreso de los negros antes de la década de 1960 y las tendencias negativas de la época posterior fue que la proporción de niños negros nacidos de mujeres solteras se cuadruplicó, pasando de poco menos del 17 por ciento en 1940 a poco más del 68 por ciento a finales de siglo.75
Las élites intelectuales, los políticos, los activistas y los «líderes», que se atribuyeron el mérito del progreso de los negros que supuestamente comenzó en la década de 1960, no asumieron ninguna responsabilidad por los dolorosos retrocesos que, como se ha demostrado, comenzaron en esa década.
Estos patrones no son exclusivos de los negros ni de Estados Unidos. Las políticas de preferencia de grupo en otros países hicieron poco por las personas en situación de pobreza, al igual que la discriminación positiva hizo poco por los negros en situación de pobreza. Los beneficios del trato preferente en la India, Malasia y Sri Lanka, por ejemplo, tendieron a favorecer principalmente a las personas más afortunadas en los grupos de renta baja de estos países,76 al igual que en Estados Unidos.77
¿En qué se equivocó fundamentalmente la visión de la justicia social? Desde luego, no en desear un mundo mejor que el que vemos hoy a nuestro alrededor, con tanta gente sufriendo innecesariamente, en un mundo con recursos abundantes para obtener mejores resultados. Pero la dolorosa realidad es que ningún ser humano tiene ni la amplia gama de conocimientos relevantes ni el poder abrumador necesarios para hacer realidad el ideal de justicia social. Algunas sociedades afortunadas han visto confluir factores favorables suficientes para crear prosperidad básica y decencia común entre las personas libres, pero eso no es suficiente para muchos defensores de la justicia social.
Las élites intelectuales pueden imaginar que poseen todos los conocimientos necesarios para crear el mundo de justicia social que buscan, a pesar de las considerables pruebas que demuestran lo contrario. Pero incluso si de alguna manera fueran capaces de resolver el problema del conocimiento, aún persiste el problema de tener suficiente poder para hacer todo lo que se necesitaría hacer. Ése no es sólo un problema para las élites intelectuales. Es un problema, y peligroso, para las personas que podrían otorgarles ese poder.
La historia de las dictaduras totalitarias que surgieron en el siglo XX, responsables de la muerte de millones de sus propios ciudadanos en tiempos de paz, debería ser una advertencia urgente para no otorgar demasiado poder a cualquier ser humano. El hecho de que algunos de esos desastrosos regímenes se establecieran con la ayuda de muchas personas sinceras y dedicadas, que buscaban ideales elevados y una vida mejor para los menos afortunados, debería ser una advertencia especialmente relevante para quienes buscan la justicia social, a pesar de los peligros.
Es difícil pensar en algún poder ejercido por el ser humano sobre otros seres humanos que no haya supuesto un abuso. Sin embargo, necesitamos leyes y gobiernos, porque la anarquía es peor, pero no podemos seguir cediendo cada vez más libertades a los políticos, burócratas y jueces, que es en lo que consisten básicamente los gobiernos elegidos, a cambio de una retórica que suena plausible y que no nos molestamos en someter a la prueba de los hechos.
Entre los muchos hechos que hay que verificar se encuentra el historial real de las élites intelectuales que tratan de influir en las políticas públicas y dar forma a las instituciones nacionales en una variedad de cuestiones que van desde la justicia social hasta las políticas exteriores y los conflictos militares.
Por lo que respecta a las cuestiones de justicia social en general y a la situación de los pobres en particular, las élites intelectuales que han creado una amplia variedad de políticas que afirman ayudar a los pobres se han mostrado reticentes a someter las consecuencias reales de esas políticas a cualquier prueba empírica. A menudo han sido hostiles con quienes han sometido esas políticas a alguna prueba empírica. En los casos en los que los defensores de la justicia social han tenido poder para hacerlo, con frecuencia han bloqueado el acceso a los datos solicitados por los estudiosos que desean realizar pruebas empíricas sobre las consecuencias de políticas como las de la discriminación positiva en las admisiones académicas.
Quizá lo más sorprendente de todo sea que muchos defensores de la justicia social han mostrado poco o ningún interés por ejemplos notables de progreso de los pobres, cuando ese progreso no se basaba en el tipo de política promovida en nombre de la justicia social. Los sorprendentes progresos conseguidos por los negros en las décadas anteriores a la de 1960 han sido ignorados de manera sistemática. Lo mismo ha ocurrido con los perjuicios demostrables sufridos por los negros tras las políticas de justicia social de la década de 1960, que incluyeron un brusco aumento de la tasa de homicidios y la cuadruplicación de la proporción de niños negros nacidos de mujeres solteras. Las políticas gubernamentales convirtieron a los padres en un factor negativo para las madres que solicitaban prestaciones sociales.
Los defensores de la justicia social que critican los institutos públicos de élite de la ciudad de Nueva York que exigen un examen de ingreso no prestan atención al hecho de que la admisión de estudiantes negros en esos institutos era mucho más alta en el pasado, antes de que las escuelas de primaria y de secundaria de las comunidades negras se vieran arruinadas por el tipo de políticas que favorecen los defensores de la justicia social. En 1938, la proporción de estudiantes negros que se graduaron en la selecta Stuyvesant High School fue casi tan alta como la de negros en la población de la ciudad de Nueva York.78
En 1971 había más estudiantes negros que asiáticos en Stuyvesant.79 En 1979, los negros representaban el 12,9 por ciento de los estudiantes en Stuyvesant, pero esa cifra cayó al 4,8 por ciento en 1995.80 En 2012, los negros constituían sólo el 1,2 por ciento de los estudiantes de Stuyvesant.81 En un lapso de treinta y tres años, la proporción de estudiantes negros en el instituto Stuyvesant disminuyó a menos de una décima parte de lo que había sido antes. Ni la genética ni el racismo, los sospechosos habituales, pueden explicar esta evolución en esos años. Tampoco hay pruebas de que los defensores de la justicia social hayan reflexionado sobre el papel que sus ideas pueden haber desempeñado en todo esto.
A nivel internacional, y en otros temas además de la educación, quienes defienden la justicia social no suelen mostrar ningún interés en serio por el progreso de los menos favorecidos cuando se produce de alguna forma no relacionada con la agenda de la justicia social. El índice de progreso socioeconómico de los negros estadounidenses antes de la década de 1960 es un ejemplo clásico. Sin embargo, ha habido una falta de interés similar por cómo los inmigrantes judíos del este de Europa afectados por la pobreza, que vivían en barrios marginales, alcanzaron la prosperidad, o por cómo los inmigrantes japoneses también empobrecidos en Canadá hicieron lo mismo. En ambos casos, su prosperidad actual se ha tratado retóricamente al calificar sus logros de «privilegio».82
Ha habido muchos ejemplos de pueblos y lugares de todo el mundo que salieron de la pobreza en la segunda mitad del siglo XX. Por ejemplo, Hong Kong,83 Singapur84 y Corea del Sur.85 En el último cuarto del siglo XX, millones de personas salieron de la pobreza en la India86 y China.87 El denominador común en todos estos lugares fue que su salida de la pobreza comenzó después de que se redujera la microgestión gubernamental de la economía. Esto fue especialmente irónico en el caso de China, por tener un gobierno comunista.
Dado que los defensores de la justicia social se supone que se preocupan por el destino de los pobres, puede parecer extraño que hayan prestado muy poca atención a los lugares donde los pobres han salido de la pobreza a un ritmo espectacular y a gran escala. Eso plantea al menos la cuestión de si las prioridades de los defensores de la justicia social son los propios pobres o la visión del mundo de los defensores de la justicia social y su propio papel en esa visión.
¿Qué debemos hacer los que no somos seguidores de la visión de la justicia social ni de su agenda? Como mínimo, podemos desviar nuestra atención de la retórica a las realidades de la vida. Como dijo el gran juez del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes, «pensemos en las cosas y no en las palabras».88 Hoy en día es especialmente importante conocer los hechos en lugar de las consignas. Y eso incluye no sólo los hechos actuales, sino también la amplia variedad de hechos sobre lo que otros han hecho en el pasado, tanto los éxitos como los fracasos. Como dijo el distinguido historiador británico Paul Johnson:
El estudio de la historia es un poderoso antídoto contra la arrogancia contemporánea. Es humillante descubrir cuántas de nuestras suposiciones simplistas, que nos parecen novedosas y plausibles, han sido puestas a prueba antes no una vez, sino muchas veces y de innumerables formas; y se ha descubierto, a un gran coste humano, que son completamente falsas.89