Capítulo veintiséis

Mona Ibsen había sido dada de alta. Eso le dijeron a Louise en cuanto estuvo de vuelta en el Pabellón Psiquiátrico de Emergencia.

—Y, por lo que parece, los médicos están a punto de dar de alta a su hermano —le dijo la enfermera.

—¡Pero ni siquiera está cerca de estar listo! —Louise echó un vistazo por el pasillo hacia el pabellón cerrado.— Por primera vez, parecía alegre esta mañana, cuando estuve aquí. El tratamiento está funcionando.

La enfermera asintió.

—Es maravilloso ver cuánto ha avanzado. Y, en todos los sentidos, está claro que se siente mucho mejor. El solo hecho de que hubiera pedido permiso para ducharse y ponerse ropa limpia es muy buena señal.

—¡Pero, seguramente, eso no significa que pueda irse a casa ahora mismo! —Louise empezaba a desesperarse.— ¿Y si volviera la depresión?

La enfermera se levantó de su lugar, en la recepción de cristal esmerilado, y rodeó el mostrador hasta ponerse junto a Louise.

—El procedimiento en este lugar —le dijo con voz suave— es que, en cuanto el paciente niega tener pensamientos suicidas, se lo da de alta. Pero, por supuesto, eso no significa que el tratamiento deba interrumpirse. Usted tendría que tomar esto solo como una buena señal. —Puso una mano en el hombro de Louise.— Su hermano estaba en la cola para la terapia de electrochoque. Estábamos preparados ante la posibilidad de que se convirtiera en uno de nuestros pacientes de largo plazo.

—Electrochoque —repitió Louise en voz baja.

La enfermera asintió.

—Es un tratamiento muy fuerte, pero funciona bien en nuestros pacientes más gravemente deprimidos.

—¿Cuándo lo darán de alta? —Louise volvió a echar otro vistazo al pabellón cerrado.

—Posiblemente hoy mismo. Quizás mañana. —Un localizador sonó en uno de los bolsillos de la enfermera.

* * *

Mona vivía en un pequeño apartamento en St. Jørgensbjerg, no muy lejos del puerto. Louise ya había pasado por esa casa adosada la primera vez que oyó hablar de Mona, pero nunca había estado dentro. En aquella primera ocasión, la mujer se estaba quedando con Gerd, en Svogerslev.

Había algo conmovedor en esas dos, en el cercano contacto entre ellas, pensó Louise, pero también era triste que los padres de Mona estuvieran completamente alejados, incluso ahora, que su hija lo estaba pasando tan mal.

Finalmente, encontró una plaza para aparcar no muy lejos de la casa. Justo antes de salir hacia el edificio de dos pisos, encalado y de ventanas azules torcidas, se acordó de coger su bolso. El vecindario era acogedor, pero también estaba muy apiñado; a tal grado que hizo creer a Louise que casi todas las personas que vivían en estos viejos lugares se conocían entre sí. Un pueblo en la ciudad, algo que, para Louise, resultaba claustrofóbico.

La puerta principal se abrió unos segundos antes de que Louise pulsara el timbre, como si Mona hubiera estado esperándola en el umbral.

—Entre —dijo. Su voz sonaba tenue e infantil.

Llevaba una blusa envolvente de color rosa antiguo y pantalones amarillos claros. El pelo blanco suelto y los colores pálidos la hacían parecer frágil, aunque estaba hinchada de ansiolíticos. Sin embargo, en sus ojos había cierta insistencia cuando pidió a Louise que la siguiera.

Los alféizares de las ventanas estaban cubiertos de plantas verdes que bloqueaban la vista a la gente que pasaba por el exterior. Louise reparó en la habitación de techos bajos, el escritorio de estilo antiguo, el sofá oscuro, la mesa ovalada en el comedor. De las paredes colgaban insectos enmarcados, cuidadosamente espaciados en hileras uniformes. Grandes y pequeños. Louise estudió la colección enmarcada más grande, justo a la entrada. Estaba llena de tijeretas disecadas, tan densamente expuestas, que era difícil distinguir una de la otra. El patrón que se formaba con los insectos tenía la calidad de una obra de arte.

—Hermoso.

Louise sonrió a Mona en forma de alabanza. También había marcos más pequeños con insectos sueltos. Aquella vez que estuvo en la casa de Gerd, con Mona sentada a la mesa y rodeada de los insectos muertos que en ese momento disecaba, Louise había sentido repulsión. La coleccionista le había explicado cómo los animalitos se metían en el vaso de la muerte, en el fondo del cual había una fina capa de yeso. Luego vertía dentro unas gotas de éter. Era escalofriante mirar cómo pinchaba los insectos en una lámina de espuma de poliestireno. Pero ahora, ante los productos terminados, todo cobraba sentido.

* * *

Louise deambuló inspeccionando cada marco, mientras Mona la observaba desde el centro de la habitación. En la colección no había ni una mariposa, ninguna magnífica polilla. No es que Louise supiera mucho de insectos y sus especies, pero la mayoría parecían viejas y simples moscas, escarabajos y cochinillas. Ningún ejemplar daba la impresión de pertenecer a una especie singular, aunque algunos podrían haber sido del interés de los coleccionistas. Ella simplemente no sabía lo suficiente para distinguirlos.

De la nada, Mona preguntó:

—¿Sabía usted que a los escarabajos que comen carne los llaman escarabajos depredadores? Si el cadáver de Susan estaba momificado, como han dicho los periódicos, lo más probable es que se lo hayan comido los escarabajos de las despensas. Antes de atacar un cuerpo, esperan a que se seque: cuatro o cinco meses después de la muerte. Pero, como el de Susan estuvo ahí tanto tiempo, debe de haber habido también tijeretas y escarabajos de otros tipos. Seguramente reptaron sobre ella tanto que ni siquiera lo reconocieron como un cadáver. —Lo decía con toda naturalidad. Louise la observaba con tanta fascinación como horror.— Y, de haber habido moscardones en la cueva —continuó—, habrían puesto los huevos dentro de ella. Por debajo de su piel habrían eclosionado miles de moscas.

—¿De dónde surgió todo esto? —dijo Louise, señalando los marcos—. ¿Y cómo sabe que los insectos se apoderaron del cuerpo de Susan?

Louise se acercó a Mona. No le gustaba tomar en serio a los videntes, pero no podía evitarlo.

—En aquel entonces, usted dijo que algo malo ocurriría durante la excursión.

Mona hizo un breve gesto de asentimiento.

—Yo sabía que alguien saldría herido. —Su rostro se estremeció levemente, como si aquella premonición no se hubiera ido del todo.— Sé que, para usted, todo esto es repulsivo. —Señaló con un ademán los insectos muertos y las botellas de productos químicos que había por toda la habitación.— Pero, como dice Gerd, tal vez nunca he superado lo que sucedió, y ahora estoy tratando de aceptar las consecuencias.

—¿Sus pesadillas?

Ella asintió.

—No puedo apartarlas de mí. Lo intento, pero, cada vez que oigo hablar de una persona desaparecida, regresan, y no hay nada que pueda hacer. Ahora son parte de mí. Si la gente me hubiera escuchado en aquel entonces, Susan seguiría viva.

Su liviana voz se había vuelto amarga.

—Lo lamento, no pude salir a tiempo cuando usted fue a la casa de mi hermano —dijo Louise—. ¿Fue allá porque quería hablar conmigo?

Mona asintió. Miraba fijamente al frente, con el rostro tan inexpresivo como en la fotografía que había dejado en la casa de Mikkel. Después de un momento, dijo:

—Quería que me ayudara. Yo sabía que Susan se había quedado en Bornholm. Los otros pensaban que había huido, a pesar de que yo insistía en que estaba ahí. Nadie me creyó, nadie quiso escucharme. Hasta ahora. Pero nunca debí decir nada. —Se retorcía las manos, casi desesperadamente.— Podía ver los insectos. Y la oscuridad. Se lo dije. Les dije a los mayores que siguieran buscándola, le dije a la policía que estaba ahí, que estaba atrapada, que no podía salir. Pero nadie me escuchó.

Louise le sugirió sentarse a la mesa. Cuando acomodó la silla, notó que en el suelo había un cubo con cubierta de plástico. Estaba lleno de insectos hasta la mitad, un enjambre de color marrón oscuro que se arrastraba sin cesar. Parecían un solo organismo de gran tamaño. Unos cuantos trepaban por los costados del cubo hasta la parte interior de la cubierta de plástico transparente. Louise miró a Mona, cuyo rostro aún no mostraba la menor emoción. Entonces se fijó en los tarros de gelatina tapados que estaban en el suelo, por debajo de la mesa, como ocultados a toda prisa. Todos estaban llenos de insectos vivos.

—¿Piensa enmarcar también todos esos? —Louise trató de sonar normal, como si tal cosa.

Aunque la miró asentir, no estaba segura de haberla escuchado.

Los insectos eran estremecedoramente espeluznantes, pero trató de liberarse de esa sensación.

—Quisiera hablar con usted de la fotografía de la clase que dejó en el patio de mi hermano. Trine tenía por ahí una copia de la misma foto. Alguien había circulado cuatro de los rostros, pero, en la copia que usted dejó, eran cinco. Usted circuló su propio rostro, ¿por qué?

Por un largo rato, Mona se quedó en silencio. Luego carraspeó levemente.

—Tengo miedo —susurró.

—Lamento mucho que esto sea doloroso para usted, esto de confrontar lo que sucedió entonces. Y no habría venido si no fuera importante para mí. Personalmente.

—Me gustaría hablar de eso.

—Vale. ¿Podríamos empezar con Trine?

Mona apartó la mirada, pero asintió.

—¿Cómo se llevaba con ella y sus amigas?

—No me caían bien —dijo sin dudarlo—. Creían que eran las únicas que importaban. Tenían sus propias reglas y no les importaba si lastimaban a alguien más. Yo tampoco les caía bien.

—¿Qué me dice de los otros de su clase?, ¿cómo se llevaba con ellos?

Nymand le había dicho que sus detectives ya se habían puesto en contacto con todos los estudiantes de la clase 1.º C, con excepción de una mujer que se había ido a vivir a Boston con su marido. A todos los interrogarían de nuevo. Louise estaba molesta de no haber podido hablar con ellos personalmente. Habría querido averiguar cómo se sentía el resto de la clase con respecto a Trine y sus tres amigas. Pero se recordó a sí misma que debía concentrarse en encontrar a Trine y dejar la muerte de Susan en las manos de Nymand y la policía de Bornholm.

—Nuestros profesores dejaron que Susan, Trine, Pia y Nina compartieran la habitación. Todos los demás estaban en el dormitorio común. Yo no. Yo me quedaba en una pequeña habitación que estaba al final del vestíbulo. Así lo quisieron las otras niñas.

—Pero ¿por qué?

—No querían estar cerca de mí. Pensaban que yo era escalofriante. Me decían la Bruja, porque no dejaba de decirles que algo terrible iba a pasar.

Louise estaba sorprendida de cómo la afectaba la voz monótona de esa mujer. No era que la hubieran excluido ni que los profesores, aparentemente, hubieran aceptado semejante hecho y no hubieran hecho nada por integrarla en el grupo de las niñas. Era el rostro de Mona, tan absolutamente inexpresivo mientras hablaba. No había ni pizca de dolor en sus ojos, ni el más mínimo temblor en su voz. Hablaba de haber sido excluida como la cosa más natural, como una enfermedad, un principio.

—No estaba tan mal sola —dijo Mona—. Prefería dormir ahí, con todos los artículos de limpieza y jabones, que escucharlas murmurar. —En cierto modo, Louise podía entenderla.— Solo quería que me dejaran sola. —Miró a Louise.— Siempre me ha gustado el silencio, pero esa noche, cuando nos dijeron que apagáramos las luces, yo sentía que el aire empezaba a agitarse, y esas fuerzas extrañas se filtraban por las paredes y bajaban desde el techo. No podía soportar quedarme ahí, tenía que salir. A veces me pregunto qué ocurrió, tal vez sentía los nervios de las otras niñas. Su habitación estaba justo al lado de la mía. —Louise no quiso interrumpirla, así que se limitó a asentir.

»Me escabullí y fui a sentarme junto al cobertizo de las bicicletas. Tenía una visión clara desde ahí. Podía ver a las niñas trepar para salir por la ventana y alejarse corriendo. Y volver. Pero, cuando conté lo que había presenciado, todo el mundo pensó que yo estaba ahí solo para meterlas en problemas».

Louise se inclinó sobre la mesa y cogió la mano de Mona.

—Yo le creo. Y sé que usted llamó a Trine poco antes de que desapareciera. ¿De qué quería hablar con ella?

Mona se mordió el labio inferior. Parecía una niña pequeña a quien hubieran pillado haciendo alguna travesura. Pero se enderezó y Louise le soltó la mano.

—Quería advertirla —dijo Mona muy decidida—. Ahora todo está saliendo a la superficie. Me daba miedo que corriera peligro.

—¿Por qué estaría en peligro?

Mona se quedó mirando a Louise, pero entonces negó con la cabeza.

—No lo sé, era, simplemente, una sensación; la sensación de que el pasado está a punto de alcanzarnos, ahora que Susan apareció. Ya no podremos escondernos. Todo va a salir a la luz.

—¿También llamó a Pia y a Nina?

Mona asintió. No parecía darse cuenta de que esas llamadas aterrarían a sus antiguas compañeras de clase, en caso de que tuvieran algo que ocultar.

Se quedaron calladas. Louise aprovechó la oportunidad para recapitular.

—¿Se ha enterado de que Pia se suicidó ahogándose en Dyndet hace tres días?

—Sí, me lo dijo Gerd. —Sus ojos se quedaron en blanco.— No pude comunicarme con Pia, así que solo le dejé un mensaje.

—¿Qué le dijo?

—Que tenían que decir la verdad.

—Mona, escuche. —El tono de Louise era de súplica.— ¿Podría decirme, por favor, por caridad, por qué está tan convencida de que ocultan algo? Sé lo que usted le dijo a la policía entonces: que Trine, Pia y Nina regresaron al albergue mucho más tarde de lo que habían declarado. Pero algo más tuvo que haber ocurrido. ¿Las escuchó decir algo cuando regresaron?, ¿observó alguna cosa? ¿Qué la hace pensar que no están diciendo la verdad?

Mona estaba casi paralizada. Había hecho un esfuerzo por sacar las piernas de debajo del cuerpo y ahora se mecía en la silla, suavemente, hacia delante y hacia atrás.

—Están desapareciendo. Una por una. Todas las que huyeron esa noche.

Louise estudió su rostro. Había algo terriblemente molesto en la inquebrantable suavidad de su expresión. Louise habría querido sacudirla, despertarla. De haber estado en la jefatura de policía, en una sala de interrogatorios, probablemente habría pensado que Mona Ibsen estaba loca y cogido con pinzas su declaración. Pero había tal claridad, tal certeza en su mirada, que le impedía descartarla.

Mona se volvió a Louise.

—También se escaparon del albergue una noche antes de que Susan desapareciera. Y volvieron sin ella.

—¿Qué quiere decir?

—No eran amigas íntimas, en absoluto, no como todos creían. Susan no les caía bien; o tal vez se pelearon, o algo así. Aquella noche, Susan regresó sola un rato después que las demás. Venía llorando. Incluso se sentó fuera de la ventana y se quedó llorando un rato antes de entrar. Y la siguiente noche, simplemente no regresó. Las otras niñas la dejaron fuera. Si desapareció, fue por culpa de ellas. Sin embargo, eso tampoco lo cree nadie.