SOBRE EL HORIZONTE

Jugaba en la arena con un cubo. A mi lado estaba mi madre, sobre una toalla, mirando el horizonte. De pronto me dijo: «¿Sabes? Cuando era pequeña imaginaba que podías nadar hasta el horizonte y, una vez allí, encaramarte a él y tocar el sol.» Recuerdo que escuché esas palabras con algo parecido al miedo. Mi madre era rara. Veía cosas que nadie veía. Estaban detrás de las cosas que todo el mundo veía. De alguna manera, para entonces ya sabía, gracias a ella, que nadie quiere ver algo que no se ve. Cuando mi madre hablaba con otras mujeres, conmigo cogido de la mano, las otras mujeres la miraban extrañadas, con esa mirada que te ofrecen cuando no te entienden. Intuía que ser así, ver cosas certeras pero escondidas, abocaba a una suerte de soledad inaudita. Y yo no quería ser así. Como todo el mundo, yo quería ser como todo el mundo. Ese era mi horizonte deseado. Por eso me aterró lo que me explicó mi madre. Me aterró porque ya lo había imaginado antes. Imaginaba que nadaba hasta el horizonte, me encaramaba a él y le traía el sol a mamá.

29 de julio de 2018