Con el bacalao se produce, y así lo decía Vázquez Montalbán, el milagro de la resurrección. Una momia se sumerge en el agua y, al cabo, se produce ese milagro. Pienso en ello, en que la vida es un milagro sencillo, continuamente. Es una idea que ya es un tatuaje en mi cerebro. Soy consciente de ello cuando le cambio el agua al bacalao y cuando, finalmente, lo como junto a personas que producen el murmullo de la amistad, ese otro milagro. Pienso en ello con mayor intensidad cuando el bacalao lo hago al pilpil, sin duda la receta más sorprendente, una explosión de perplejidad realizada con el bacalao más barato, delgado, de peor calidad. Esa forma de acceder al bacalao la conozco desde hace varias generaciones. Desde antes de nacer, incluso. A partir de un recuerdo no vivido y que vivió mi abuelo por mí.
Mi abuelo fue concentrado en la plaza de toros de una ciudad en la que nunca había estado. Allí empezó a fumar. Cuando fumaba no pensaba en el hambre, esa forma que puede copar todo el cerebro. No fumaban tabaco, sino la piel de las avellanas, que era la única comida que recibían. Un día, con el hambre retorciéndolo todo, tuvieron una idea. Arrancaron un pequeño trozo de madera de la plaza de toros, en el que él y su grupo de compañeros escribieron sus nombres. Y el texto «tenemos hambre». Lo arrojaron con todas sus fuerzas fuera de la plaza. A las pocas horas llegó del exterior, de la calle, un cocinero uniformado, que trabajaba en un gran restaurante de la ciudad. Con una cazuela de pilpil, a nombre de mi abuelo y de todos los remitentes de aquel trozo de madera. Volvieron a hacer eso mismo al otro día. Y lo hicieron también todos los presos que quisieron. Siempre con el mismo resultado. Un hombre, una mujer, con una cazuela de pilpil. Y, en el momento de la entrega, un susurro, una frase inaudible de ánimo, o de fraternidad republicana.
Los creyentes ven a Dios en todas partes, varias veces al día, continuamente. Los que no lo somos, aunque no queramos, aunque lo olvidemos, también podemos ver milagros grandiosos. Una momia resucitando en la cocina es el más sencillo. El más barroco y formidable es, no obstante, el otro. Cuando gritas, cuando lanzas un mensaje en una botella, o un trozo de madera, suele aparecer. Es más normal su llegada que su huida. Es más probable su susurro que sus gritos. Es una suerte de sencilla resurrección.
13 de diciembre de 2020