SOBRE LAS COSTUMBRES

Las costumbres son formas estables, por lo que su cambio entraña una violencia inaudita, difícil de percibir. Los hombres dejaron de llevar sombrero, y las mujeres medias en verano, a partir de la guerra. La guerra tuvo que ser una violencia extrema solo por esos dos cambios de dinámicas centenarias. Pero quizás fue aún más violenta e intensa si atendemos a otro cambio cotidiano. Una opción, una costumbre con la que nos encontramos cada día. O mejor, cada noche. La cena. Antes de la guerra no existía la cena. Bueno, sí, existía. Entre las clases altas. Se cenaba en caso de fiesta, de ópera, de teatro. Era una ingesta tardía, divertida, fuera de horas, en la noche. El resto de los mortales desayunaba, almorzaba y comía. Nunca cenaba. Se empezó a cenar en la posguerra. La razón: los salarios eran bajos, por lo que se hizo común el pluriempleo y los trabajos dilatados. Una explotación mayor y sin eufemismos. Íntima. La guerra, en fin, se hizo para eso. Cenar era la única opción posible para que una familia comiera junta, por la noche. Millones de personas que habían perdido una guerra, aunque nominalmente algunas la hubieran ganado, empezaron a cenar. Para estar juntas. Cenar era recibir del trabajo, era ofrecer ese otro trabajo que son los alimentos cocinados, era reunirse. Era, por tanto, negar la guerra, la victoria y sus directrices. Posiblemente la cena –esa palabra que tuvo que empezar como un chiste; era un vocablo de un lujo nunca vivido, nunca experimentado– fue la única victoria para los derrotados. Supongo que por eso da tan buen rollo cenar, aún hoy, mientras el resto de Europa duerme. Es, lo dicho, una victoria. Absoluta. Es lo inesperado. Es seguir juntos, con dignidad, pese a la realidad.

Hoy, los salarios son bajos, por lo que se ha hecho común el pluriempleo y los trabajos dilatados. Es una explotación mayor y sin eufemismos. Íntima. Por lo que, supongo, ha habido una guerra. Las guerras, en fin, se hacen para eso. Y la hemos perdido. La violencia ha sido tan extrema que tendrá que sellarse en cambios de costumbres. Tengo verdadero terror a que eso suceda en la cena, aquella burla, aquel momento de encuentro inventado por nuestros antepasados. Era nuestra única victoria, por lo que es lógico que nos la quiten. No sé cómo se hará. No sé en qué consistirá. Igual desaparecerá la cena. Igual desaparecerán algunos de sus integrantes. Los más débiles. Los que menos aportan. Por las calles duermen personas, en fin, que han dejado de aportar y de ser invitadas a una cena. Tengo miedo a que un día estemos cenando, o lo que sea que hagamos en lugar de la cena, y que veamos un nuevo paisaje, una nueva costumbre. Y la consideremos normal, como todas las costumbres. Las costumbres, en fin, son estables, por lo que entrañan una violencia inaudita, difícil de percibir.

12 de febrero de 2017