SOBRE LAS PRISIONES

Conversación con una mujer que, hace años, fue un hombre. Me explica su pasado y, en ese trance, el hecho de que nunca podré entender lo que es vivir prisionero de tu cuerpo. Y no. No lo comprendo en su brutalidad, pero sí en otra brutalidad. Como todo el mundo, he vivido la brutalidad de vivir en el cuerpo que no te corresponde.

Recuerdo vivir preso en el cuerpo de un niño. Deseas la eclosión de la inutilidad del peso y la musculatura para poder ser considerado. Recuerdo el día previo al desahucio. No sabías qué sería al día siguiente de tu cuerpo, lo único que no querían, ese envoltorio que de pronto era una molestia. Recuerdo mi cuerpo desnudo a las 6 a. m., en el vestuario, antes de empezar el turno. Era un cuerpo inútil, que durante todo el día no sería considerado como el de una persona. Recuerdo entrevistas laborales, vestido con la ropa de otra persona, más voluminosa. No conducían a nada porque tu cuerpo y su envoltura no encajaban con nada. Recuerdo ocasiones en las que mi cuerpo no importó y fue invisible, pues lo importante era otra mercancía que no tenía. Recuerdo ocasiones en las que mi cuerpo solo fue, por lo contrario, una mercancía. Recuerdo oír gritos porque mi cuerpo y todo lo que podía ofrecer era lo menos importante que podía ofrecer. Recuerdo percibir mi cuerpo como el límite afilado de un alma a quien todo un Dios prisión ha sido, cada vez que mi cuerpo no fue tenido en cuenta, y no obtuvo lo que deseaba como solo se desea el agua o el aire. Recuerdo haber sido ya varios cuerpos a lo largo de mi vida, y que ninguno de ellos haya sido aquel en cuyo brazo desfallecía Matilde Urbach, cuyos ojos y labios se comieron, hace años, los gusanos. Cada noche mi cuerpo la busca, y cada noche mi cuerpo da contra el muro de su propia celda. Sé del cuerpo inútil, que contiene un alma, cuando el alma se asoma a los ojos y no ve a la mujer que necesita ver sonriendo. Lo que convierte a tu cuerpo en una inutilidad.

El cuerpo es una prisión. Siempre. Nos da avisos constantes de ello. Son tan constantes que no los escuchamos. Es una prisión. En los momentos que nos hace felices, tan solo estamos en el patio de la prisión, o nos escapamos de ella unos metros, para volver a despertar en ella. Es una prisión. Quien no lo sabe, no sabe el resto de la maldición.

29 de abril de 2018