Ahora soy más joven. Vivo poco en mi ciudad. Viajo por todo el mundo. Veo cosas que nunca jamás había imaginado. Hace poco vi morir a una persona. No la conocía. Estaba tranquila y serena, pero cuando perdió más sangre, empezó a convulsionar. Concentró su mirada, lo único que no convulsionaba, en un punto, que era yo. Esa mirada fue como un diálogo que no entendí. Me gusta, en general, esta vida. Pero cada vez me gusta menos. Quizás, a estas alturas, ya la he vivido, por lo que habría que buscar otra vida. Aún, no obstante, no lo sé. Bueno. Cuando vengo a la ciudad, vengo a desayunar a este bar, al lado de un mercado. Está repleto de personas que se conocen, que cada día vienen, repletas de energía, se piden un café y vuelven a su trabajo. Hablan una lengua que no se escucha mucho por el mundo, y que es tu casa. Forman un paisaje de cotidianidad tranquila, roto por mí, el único cliente esporádico, al que se le brinda una amabilidad diferente, menos brutal que al resto de la clientela, viejos conocidos. Creo que vengo aquí por eso. También vengo para ver un hecho cotidiano, si bien espectacular, que se produce, cada mañana, a las nueve en punto, y que me da una paz inusitada. Cada mañana a las nueve en punto una mujer entra en el bar y se toma un cortado. Se trata de la mujer más bella del mundo. Verla es un diálogo incomprensible. Cuando camina, cuando se toma el cortado, no puedes dejar de mirarla. Camina, habla, bebe, abandonada a su propia velocidad. Literalmente. A través del escaparate del bar, la veo llegar. La distancia hasta la puerta, una distancia que yo emplearía cinco segundos en recorrer, ella tarda en hacerlo diez minutos. Una acción automática, como sentarse en un taburete, le cuesta unos instantes largos de tensión y titubeo. No domina tampoco sus brazos, por lo que, en ocasiones, derrama el cortado. El camarero, en silencio, sin decir nada, le sirve otro. Ella sonríe. Lo único que hace a tiempo real es sonreír, se diría. O no. Su mirada es lo único que no convulsiona tampoco, en ese cuerpo convulso, cuyos temblores le impiden que un paso o un gesto acaben de serlo.
Es, hasta cierto punto, lógico que si lo sórdido es convulso, algunos tramos de la belleza más absoluta también lo sean, me digo. Es lógico que si el mundo es brutal, y emite explosiones de convulsa brutalidad, también sea hermoso y emita explosiones de belleza convulsa.
26 de febrero de 2017