En la infancia me impactó Héctor, domador de caballos, el héroe de Ilión, mientras sentía cierto rechazo hacia Aquiles, el de los pies ligeros, una suerte de tramposo. Combatía con una armadura de más, infranqueable salvo en una parte absurda. Aquiles, hijo de Dios, no era de este mundo, quizás por ello mismo. Y su compromiso con este mundo se reducía a la fama, a la que se consagró y a la que cedió su propia vida. Pero, con el paso del tiempo, cada vez me siento más próximo a Aquiles. Aquiles no es Aquiles. Es la juventud extrema, esa armadura infranqueable salvo en una parte absurda. Además, Aquiles, la juventud, solo existen durante un fragmento. La Ilíada. En la Odisea, Aquiles es ya el compendio de otras zonas de la vida. Incomprensibles hasta que se pisan, como todo en la vida. Les hablaré de una, la madurez, que apenas empiezo a comprender.
Sucede en el canto XI. Odiseo quiere hablar con Tiresias. Es por eso por lo que invoca una falla en la realidad, para poder hablar con los muertos. Se inicia aquí uno de los fragmentos, tal vez el primero, más inquietantes de la literatura universal, en el que vivos y muertos hablan de la muerte. Uno de ellos es Aquiles, que se maravilla de la presencia de Odiseo en el más allá. «¿Cómo te has atrevido a bajar hasta el Hades, donde moran los muertos, vanos fantasmas y sombras de los hombres extinguidos?» Odiseo, astuto, intenta mantener el diálogo con Aquiles mediante la adulación, esa fórmula antaño tan exitosa ante el Aquiles joven. Y Aquiles le contesta, y con ello renuncia a su juventud, al límite de la vida que eligió: «No me elogies la muerte, ilustre Odiseo. Preferiría ser un bracero y ser siervo de cualquiera, de un hombre miserable y de escasa fortuna, a reinar sobre todos los muertos extinguidos.» El grueso de la conversación la modula Aquiles, que consigue extraer de Odiseo nuevas de Neoptólemo, su hijo. Nada aporta lo que le explica Odiseo a Aquiles sobre su hijo, pero sí su meditación final: «Así le hablé. El alma del Eácida de pies veloces empezó a alejarse a grandes pasos por el prado de asfódelos, contento porque le había dicho que tenía un hijo formidable.»
El Aquiles vivo se comportaba como un inmortal. El muerto, como un mortal. Es, tal vez, simplemente, un hombre maduro. Rechaza cualquier valor noble y positivo para la muerte y solo se preocupa por su hijo. Los hijos, en la literatura, no son los hijos. Pocas veces lo son en la vida, de hecho. Los hijos son los otros. Los que no conocen el secreto que empieza al final de la juventud. Son tus opuestos: están vivos y creen en la inmortalidad, es decir, en los desafíos a muerte. Los hijos son velar por la juventud eterna, por las ganas de victoria de los jóvenes. Son donde se produce la victoria. No puede producirse en otro punto más de la humanidad.
28 de julio de 2019