Voy en un avión. A mi lado va una pareja. Invierten el viaje en acariciarse y darse muestras de cariño. Lo hacen sin sobreactuación, con cierta naturalidad. Parece una actividad suave y constante, de años. La sensación es como si estuvieran dormidos y que, después de horas de hacer el amor, se despertaran y, aún agotados, se besaran antes de volver a dormir, con la apuesta segura de otro encuentro furioso. Disfruto y sufro de su intimidad. Me provoca recuerdos y cierta envidia. Recuerdo toda esa densidad y me gustaría, en fin, ser ellos. Alguna vez lo fui. Su cariño, en fin, parece fuerte y sólido. Un avión, por cierto, consiste en atravesar la atmósfera. La atmósfera no es sólida. Un piloto me explicó una vez que es como un queso. Tiene una densidad constante, salvo cuando se produce un burbuja. La atmósfera está repleta de burbujas, lugares en los que no hay nada. De pronto, en ese preciso instante, atravesamos una espectacularmente desmesurada. El avión cae varios miles de metros en la nada, hasta que vuelve a encontrar queso sobre el que sustentar sus alas. Han sido unos segundos de gritos y miedo entre el pasaje.
Cuando todo pasa, el pasaje ríe. Menos la pareja que está a mi lado. El hombre mira a la mujer, aterrado, como si la caída libre continuara. Y la mujer me mira a mí, sorprendida de sí misma. Está abrazada a mi brazo. Al empezar la amenaza de accidente, se ha abrazado a él, con absoluta fuerza y vehemencia, también aterrorizada, produciendo en ese trance unos segundos de total intimidad y entrega. Por su expresión, veo que ahora descubre lo que ha hecho. Se ha equivocado de brazo. O, en plena tensión, se ha desprendido del brazo equivocado. Ninguno de nosotros tres, en todo caso, lo sabrá jamás. Lentamente se separa de mí y vuelve al brazo anterior.
La atmósfera está llena de burbujas. La tierra también. Un lago, una cueva, un agujero son una burbuja. Las personas también estamos repletas de burbujas. Y también caemos por ellas. No somos nosotros. Son las burbujas.
15 de abril de 2018