Versalles era un lugar inhóspito. Carecía de pasillos, ese invento del siglo XIX, de manera que, para acceder a una habitación, debías recorrer todas las del ala, y penetrar, una tras otra, la intimidad de sus ocupantes. En invierno era frío. Las chimeneas no tiraban mucho, por lo que todo estaba impregnado de humo. Había verdaderos problemas en Versalles para acceder a calidades que hoy son importantes, como la intimidad, la higiene, el confort. Sin embargo, cientos de aristócratas aceptaban la invitación del rey para ir a vivir allá. Por calidades que, aún hoy, son más importantes que todas las anteriores, como el honor o la vanidad. El honor y la vanidad son, en fin, más importantes que el dinero. De hecho, muchos de aquellos nobles acababan arruinados al no poder seguir el protocolo diario que obligaba a continuos cambios de ropa, y a evitar, en esos cambios, las repeticiones. Versalles era una máquina incómoda de adquirir cosas y objetos para recibir a cambio honor. Solo es comprensible si imaginamos amplios espacios, en el patio frontal, hoy abiertos, dedicados a las tiendas, que proveían a la nobleza de todas las materias que estaban obligados a adquirir para poder vivir en Versalles. Seda, pelucas, perfumes, complementos.
Por una serie de circunstancias, conozco bien Versalles. He pasado mucho tiempo allí. Pero he empezado estas líneas no para hablarles de Versalles, sino de uno de los mejores recuerdos de mi vida. Conforme he ido escribiendo he ido, no obstante, sospechando que, en realidad, no les hablaré sobre un recuerdo, sino sobre su contrario, el olvido.
Cuando fui por primera vez con mi hijo a Versalles, mi hijo era pequeño. Recuerdo que aún no hablaba bien, pero que disfrutó con todas las historias que le expliqué. Recuerdo que donde más disfrutó fue en l’Hameau de la Reine, una aldea estilizada, cerca de Le Petit Trianon, en la que María Antonieta jugaba, muy en la onda de Rousseau, a ser una buena salvaje. Se vestía de pastora sexy y, con sus amigos y amigas, pasaban el día leyendo, hablando, usando aquella cosa tan rara y divertida, hoy desaparecida, que era el amor en el siglo XVIII, y jugando a los inocentes, entre un ganado sin olor ni estiércol, que cada día era lavado por el servicio. Hacia el mediodía fuimos a comer al restaurante que hay en el recinto –no tira de espaldas, pero no está mal–. Mi hijo me pidió que le dibujara una máquina que sirviera para lavar el ganado de María Antonieta. Empecé a dibujar esa máquina en el reverso del mantel. Era un tren de lavado en el que los animales entraban a través de una cinta continua y eran lavados, secados, perfumados. Nos pasamos horas riendo y dibujándolo. El dibujo fue, al final, asombrosamente grande y detallado. Su ejecución me supuso un momento de felicidad inaudita. Periódicamente lo recuerdo, para comprobar el carácter sencillo e imprevisto de la felicidad. La felicidad se parece a la infelicidad en que está donde menos te la esperas. Luego, él pintó el dibujo. Con ceras que llevaba en el bolsillo. Lo pintó meticulosamente. Es decir, tapó el dibujo con la pintura.
Si aquel dibujo era el recuerdo de una vivencia fue, en fin, tapado por los colores de otro recuerdo y otra vivencia. Dejó de existir para pasar a ser una atmósfera de colores.
Es imposible conservar los recuerdos. Tal vez responden a vivencias que no existieron jamás. Es decir, que jamás fueron compartidas. Sobre los recuerdos, solo hay capas de color opaco, tal vez. Es un poco absurdo hablar de memoria colectiva. La memoria colectiva, aquello que pueden recordar dos o más personas, tal vez solo sean colores que esconden un recuerdo certero.
26 de noviembre de 2017