Mi hijo, de pronto, ha cambiado su mirada. Una mirada de fascinación, de niñez infinita, ha dado paso a una mirada con otra inteligencia. Cuando me mira, cuando mira, cuando mira un objeto o a una persona, todo lo somete a esa nueva mirada. Y, mientras mira, parece que recuerde algo. Tiene esa edad en que de pronto, zas, lo recuerda todo. Todo. Recuerda, así, cuando perdimos esa mirada.
La perdimos en un solo día, al salir del bosque. Dejamos, sin girarnos, a los más débiles a nuestras espaldas. Se los comían otros animales, que entonces aún eran infalibles. Algo crujió en nuestro cerebro y empezamos a pensar cosas inimaginables. Nombres, herramientas. Recuerda un viaje sin piedad. No dudamos en dejar atrás a quien se retrasara. En los ríos, no nos socorríamos. Recuerda cuando llegamos. Llovía.
Nos encontramos con otros hombres, más bajos, más torpes, habituados al frío. Les sonreíamos, pero, luego, nos reíamos de ellos. Les engañamos en los intercambios. Una noche se desató la furia. Los matamos. Ellos hubieran hecho lo mismo. Algunos pocos huyeron. Les perseguimos. Acabaron viviendo en los valles más pobres. Luego, en las cumbres. Luego, ni eso. Hicimos campos y nos obligamos a trabajar. Luego hicimos trabajar a otros. Hicimos palacios. Hicimos fábricas. Las llenamos. Nadie salía de las fábricas en horas. Cuando salían, olían a fábrica.
Y se gritaban, como en la fábrica. Llegamos a fabricar dinero. Quien no lo tenía, moría. Hicimos banderas. Guerras. En las guerras, durante unos segundos se cruzaba nuestra mirada con la del enemigo. Era terrible. Llegamos a hacer jabón con nosotros mismos, cuando se nos olvidó que podíamos huir a los valles pobres y, luego, a las cumbres. En ocasiones lo hicimos, pero nos descubrieron y todo fue aún más cruel. Mi hijo mira y lo recuerda todo, con pelos y señales. Y no tiene piedad. No puede tenerla. No la merecemos.
En breve, afortunadamente, sus labios se comerán otros labios y, de pronto, lo olvidará todo. Dejará de recordar. Y será uno de los nuestros. Vivirá tranquilamente, por años. Un día, en la mesa, verá de repente a su hijo mutar la mirada y, durante unos segundos, él también recordará, como yo ahora. Y sentirá miles de años de vergüenza. No encontrará palabras para pedir disculpas a su hijo.
30 de octubre de 2016