Cuando entré a casa recuerdo que mi hijo me vino a buscar, desconsolado. Minúsculo, lloraba como nunca le había visto llorar. Después de muchos minutos de preocupación y esfuerzo, por fin pudo respirar de manera ordenada y formular lo que le pasaba. «Thorin ha muerto. Ha muerto. Ha muerto.» Lo dijo con todo el dolor del mundo. Pero yo suspiré aliviado. Thorin Escudo de Roble es un personaje de ficción. Del primer libro gordo que se estaba leyendo. Hacía semanas que Thorin era uno más de nosotros. Aparecía en las cenas. Aparecía cuando caminábamos, cogidos de la mano. Thorin, su valor, su voluntad, su tozudez y, finalmente, su locura habían sido para mí un ruido constante. Para mi hijo, lo veía ahora, fue algo más concreto y amargo: su primer amigo muerto. Recuerdo que le abracé, y le brindé una perorata sobre realidad y ficción. Le dije que hay cosas que no pueden morir, porque nunca viven. Viven únicamente en nuestra cabeza. Y nunca salen de ella. Por lo que en cierta manera, ahora que lo pensaba, siempre viven, les es imposible la muerte. Sea como sea, se tranquilizó. O se resignó. Durante la cena, ya pudimos bromear sobre Thorin. Y, antes del beso de buenas noches, Thorin ya era alguien en la penumbra de la vida y de la muerte, un inmortal, del que siempre podríamos hablar. Luego, solo en el salón, mientras me servía una copa, Thorin me dijo que había hecho bien en mentirle. «No le digas la verdad. No aún», me dijo mi padre, muerto hace años. «No, no se la digas nunca jamás», me dijo mi mujer, también pálida y con la voz pastosa y lenta, como la de Aquiles en el Hades. «Calla. Descubrirá el Secreto solo, en una noche como esta», me dijo el propio Aquiles, el de los pies ligeros, pastor de hombres, el mejor de los aqueos, caro a Zeus.
14 de julio de 2019