Cuando podíamos íbamos a una tienda de pastitas sirias. Yo las llamaba pastitas del desierto, y eso hacía mucha gracia a mi hijo. Comprábamos una pequeña bandeja de cartón, que él escogía cogido a mis brazos, pues no llegaba al mostrador. Yo era absolutamente feliz, y el dependiente siempre le regalaba una pastita, que él luego se comía por la calle. Era minúscula. Aun así tardaba casi una hora en comérsela. Después, lloraba. De eso no me acuerdo. Me lo ha dicho esta semana. Y, desde más de diez años de distancia, me ha explicado la razón. Me dijo que lloraba porque creía que el señor de las pastitas tendría que cerrar la tienda, pues siempre le daba una, y eso acabaría por llevarle a la ruina.
Cuando me lo dijo, yo me reí. Le expliqué que nadie se arruina por regalar una pastita. Estuve bromeando sobre ello un rato. Demasiado, si se piensa que la persona con la que hablaba ya sabía que regalar una pastita es una anécdota económica. Lo que indica que no hablábamos de regalar una pastita, sino de dar. Y que yo quería evitar decirle algo terrible. Que él, hace años, entendió lo que es dar. Que dar no es algo puntual, ni anecdótico, ni gratuito. No sucede o sucede siempre. Es imposible evitar una de esas opciones. Son el destino. Es decir, el carácter. Si das, lo das todo. Entre tus costillas solo quedará aire, y quedarás lleno de nada. No dormirás. Habrá días en los que no comerás. El mundo te mirará desde otra esquina, y te verá como un ser ridículo, como un niño de tres años. El dolor será inaudito. Solo reconocerá tu herida un niño de tres años, o un adulto de tres años, que sabe que dar una pastita es un gesto antiguo, inventado miles de años antes del invento de cualquier objeto. Pero que también es la ruina más absoluta. Es el gesto de la decisión de que nada vale nada.
30 de julio de 2017