SOBRE LA VIOLENCIA

Íbamos a otro sitio, pero nos encontramos de morros con aquella fiesta. Alguien había dado una patada a la puerta de un almacén municipal y había encontrado un monumento retirado de las calles en 1939. Era un puzle de figuras humanas, de bronce. Cada pieza pesaba un huevo, pero entre todos los vecinos las habían sacado a la calle. Estaban expuestas, copando toda la vía pública. Cuando llegamos, cuando nos topamos con eso, la calle ya era un hervidero. No se cabía. Había venido una banda de música. Espontáneos vendían bocadillos, cervezas, libros, cosas de colores. Todo el mundo bailaba. Había una alegría que nunca había visto, diferente a otros tipos de alegría que había experimentado. Ciertamente, era emocionante, incluso para mí, un niño sin datos, salvo los inmediatos. Y lo inmediato era, lo dicho, emoción, gente riendo, llorando, bailando. Mi padre se sacó veinte duros de la cartera –veinte duros era un presupuesto de superproducción–, me los dio y me dijo que me fuera a dar una vuelta. Antes de perderme en la multitud, vi a mi padre, desde cierta distancia. Se había comprado una lata de cerveza, se había sentado en un peldaño de una escalera y contemplaba el paisaje humano con una sonrisa de oreja a oreja.

De pronto, empezó a llorar, sin perder la sonrisa. Recuerdo que se nos hizo de noche. Recuerdo que, en mi aventura en solitario, llegué a un gran jardín en el que cientos de jóvenes, con la música de la fiesta de fondo, estaban haciendo el amor, en la oscuridad. No resultaba sórdido. Mirarlos era como mirar el mar, el fuego, un caballo, un bebé. Todas esas cosas que no puedes dejar de mirar. Sabía que eso que estaba viendo era sexo, si bien no sabía qué narices era el sexo. No lo sabes hasta que lo haces. Posiblemente, no lo sabes hasta varias veces después de hacerlo. Me imaginé que, en unos años, yo también estaría ahí, viviendo ese lenguaje incomprensible que ahora veía. No fue así. Cuando ya tuve edad de jugar en Champions, todo eso no existía. Tal vez, solo había existido unas horas. Luego dejó de existir.

Recuerdo otra fiesta. No la viví. Es un recuerdo no vivido, si bien transmitido. Mi abuelo estaba en la fábrica. De pronto sonaron las sirenas. Dejaron de trabajar, perplejos. Alguien entró en la nave y explicó que se había proclamado la República. Sin saber por qué, todos salieron a la calle. Se movían taciturnos, como estatuas de bronce. En la calle se encontraron con más personas, a las que les había pasado lo mismo. Y también con sus mujeres, pues eso mismo había ocurrido en las fábricas de las mujeres. Se abrazaron con ellas. Nunca se habían visto a esas horas. Todo el mundo sonreía, y vivía una alegría que nunca había experimentado. Cantaban canciones que todos conocían.

Y aún recuerdo otra fiesta. Unos pocos años después de la anterior. En la misma fábrica. La fábrica había pasado a ser de ellos. Era el final de la jornada. Pero nadie se iba a casa. Estaban esperando a que el producto que fabricaban secara y fraguara. Querían saber si había quedado bien. Era la primera vez, en fin, que fabricaban ese cacharro sin la ayuda de los ingenieros, que no habían participado en la colectivización y se habían pirado. Acabaron cenando en la fábrica. Las mujeres trajeron la cena, y sus hijos e hijas estuvieron hasta las tantas, jugando entre los tubos que habían fabricado sus padres ese día. En ocasiones, desde los tubos, observaban a sus padres. Estaban emocionados. Reían y lloraban a la vez. La fiesta se prolongó hasta que pudieron comprobar que el material era sólido, y que se podía trabajar sin jefes. Estuvieron bailando, con la música de una radio, hasta muy tarde. Reían. Algunos jóvenes hicieron el amor entre los tubos. Fue muy comentado. Se consideró que, en tiempo de guerra, no se puede decir a un joven, a punto de ir a la guerra, lo que tiene que hacer. Supongo que hicieron el amor con lentitud, en silencio. Y que mirarlos era como mirar el mar o el fuego.

Y, por último, recuerdo también otra fiesta. Esta la viví. Hace cinco años. Había ido a la plaza un par de días antes. Había cuatro gatos. Pero no ese día. No se cabía. No había música. Miles de personas hablaban sobre su vida. Eran conversaciones inauditas, que nunca jamás había escuchado. Aquellas personas hablaban de lo que cobraban, de cómo les habían rebajado el sueldo hasta hacerlo irrelevante. Los médicos hablaban de su trabajo entre recortes sanitarios. Los maestros hablaban de la situación dramática que vivían en sus colegios. Personas que nunca lo habían hecho hablaban de su pobreza, de sus derechos, de su orgullo. En ocasiones, las personas dejaban de hablar y, simplemente, se abrazaban. Recuerdo que me senté en un escalón, y vi todo aquello. Mientras sorbía una lata de cerveza, sonreía, y notaba mis ojos densos.

Si se observan estas fiestas, tienen en común que no son fiestas. Son momentos de epifanía en los que se descubre al otro y el otro resulta ser un objeto muy parecido a uno mismo. Son momentos mágicos en los que, de pronto, cambia la lógica de lo posible. Y sí, son el mismo estado de ánimo –exactamente el mismo– modulado en varios momentos en el tiempo. Si se ordenan estas fiestas/no-fiestas en el tiempo –una fiesta por un cambio de régimen, otra por la colectivización del trabajo, otra por un monumento viejo, otra por una reivindicación de la democracia, tal vez de corte socialdemócrata–, se observará que, cada cierto tiempo, se celebra la misma fiesta, se produce ese estado de ánimo emocionante, sí. Pero por menos. Por mucho menos. Quizás, cada vez lo grande es más pequeño. Y eso, a su vez, ilustra que la violencia cada vez es mayor. Es tan grande que no la vemos. Es como una estatua desmontada. Un puzle difícil de imaginar.

8 de mayo de 2016