SOBRE LOS DOMICILIOS FISCALES

Las personas mayores acaban adquiriendo la calidad de un libro o de un disco. Siempre y cuando no se mientan, ni adquieran la brutalidad de llamar a las cosas por su nombre. Llamar a las cosas por su nombre no solo no es algo útil, sino que, comúnmente, es un ejercicio de barbarie. Un último recurso al que no se debe llegar jamás ni, mucho menos, de forma cotidiana. Existen miles, millones de palabras. Un número casi infinito de ellas, solo para no llamar a las cosas por su nombre. Para no llamar a la luz, o a la oscuridad, por su nombre, la esencia de lo deslumbrante o de lo opaco. Lo que indica que la realidad puede consistir en muy pocas palabras, que es necesario no utilizar. Utilizando las palabras anteriores a esas, tan básicas, se produce la formulación de auténticos y sobrecogedores universales humanos. Estas líneas, de hecho, las he empezado a escribir para hablar de una paráfrasis, una conversación que tuve con un hombre mayor, en la que se me depuró un concepto importante. Me explicó que, «cuando era joven, volvía a casa, después del trabajo o de una fiesta, por el camino más largo. Esperaba que ese itinerario diera paso a una aventura. A un suceso, a una mujer, a algo no previsto y que, de manera inesperada, cambiara mi vida desde ese momento y para siempre. Nunca sucedió. Ahora soy viejo. En el fondo, no tengo por qué salir de casa o volver a ella. Pero no solo lo hago, sino que, al volver, aún utilizo el camino más largo». Se pueden reducir esas palabras a estas: nunca pasa nada bueno en casa. O a estas otras: siempre pasan cosas en casa. Reducirlas más sería más arriesgado. Nunca. O siempre. Y, por encima de todo, nada.

24 de enero de 2021