Trabajo escuchando a Mozart. Supongo que lo escucha toda la escalera de mi nuevo piso, pues, a su vez, durante todo el día me llegan los sonidos de la escalera. Por la noche, por ejemplo, me llegan los gritos de una vecina. Insulta al hombre y al niño con los que vive. Grita. Da portazos. Dice cosas que nunca había escuchado en mi vida. Si te dijeran lo que escucho, te pasarías la vida mirando una pared. Nadie, en fin, está preparado para ese trato. Por las mañanas veo a esa mujer. Pasea un perro, copada, a su vez, por el cariño. Le habla en un tono diferente al que utiliza con el hombre y el niño con los que vive. Ríe como una niña y suele besar la boca al perro, feliz y ajena a todo el mundo.
Lo que más escucho de Mozart es el aria de la Reina de la Noche. Una madre grita a su hija. Le pide que mate a su amante. De negarse a ello, será repudiada y despreciada. Es algo que, si lo escucharas en verdad, en la vida, te haría pasar la vida mirando una pared. Lo que podría ser el tema o el estribillo, no obstante, son una serie de gritos, como los que profiere mi vecina. Podrían ser también espantosos, pero Mozart los depura y ordena hasta la incomprensión. En mitad de la tormenta de insultos de la Reina de la Noche, esos gritos dejan de ser la tormenta. Dejan de ser el infierno y son, tal vez, el Paraíso. Esos gritos, modulados por las arrugas del cerebro de Mozart, suspenden los gritos originales de la Reina de la Noche. Los convierte en todo lo contrario a lo que explican.
La vecina, a su vez, mezcla la furia que vocifera en su casa con esas otras explosiones de cariño en la calle. La ves en íntima comunión con su perro y no puedes dejar de pensar en que hubo una Edad de Oro, en la que vivíamos desnudos y acariciábamos a los tigres. La ves y no es definitivamente la mujer que grita. Para ello, ha debido de tomarse más molestias que Mozart, quien, supongo, embelleció a la Reina de la Noche en segundos, de forma innata. Ha tenido, así, que adquirir un perro, castrarle, vacunarle, asumir molestias cotidianas, como alimentarle, cuidarle, pasearle, recoger sus excrementos, besarle la boca. Son muchas molestias, lo que indica que se convocan para evitar una molestia aún mayor. La de ser solo la mujer que grita. Como la Reina de la Noche, nadie es únicamente, en fin, lo peor de sí mismo.
El grito sorprendente de la Reina de la Noche y los gritos de la mujer que grita y besa a un perro son, creo, lo mismo. Hablan de un universal humano. Nadie, en fin, puede mirar la barbarie y la brutalidad de cara. Nadie puede convivir con ella en su interior. No siempre y no de manera constante. La brutalidad debe ir acompañada de un estribillo en realidad hermoso, o resultaría más de lo que podemos aguantar. La Reina de la Noche y el perro de esa mujer que por la noche grita son estribillos que explican que todo el mundo necesita la bondad. Y que la bondad es el eco de la brutalidad. Su sello. La Reina y el perro explican por qué resulta tan difícil huir de la brutalidad. O, incluso, verla.
8 de abril de 2018