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Haz que la vida sea memorable

Muy a menudo, cuando decimos: “El tiempo se fue volando, ¿no?”, en realidad queremos decir algo como: “No recuerdo adónde se fue el tiempo”.

Alan Burdick, Why Time Flies

Los viajes en el tiempo parecen sacados de una obra de ciencia ficción, sin embargo, el cerebro humano tiene una capacidad peculiar para este tipo de travesías. Si te sientas tranquilo y en silencio, tu conciencia viajará a otro lugar que con frecuencia está en el pasado. Los objetos dirigen este tipo de viajes en maneras sorprendentes. Tomo un libro de una repisa y una receta se escapa de él. Agosto de 2002. De pronto estoy de vuelta en el tren nocturno de Bangkok a un puerto en la costa de Tailandia. Mientras atravieso los compartimentos para dormir en medio de la oscuridad, siento que el tren retumba bajo mis pies.

El recuerdo es tan increíblemente vívido que me asombra, pero sé que no he pensado conscientemente en esta escena en años. ¿En dónde estaba almacenado todo lo que surgió con tanta facilidad en el presente?

“La memoria es ciertamente misteriosa”, dice Liz Currin, una psicóloga que pasa sus horas de trabajo investigando las historias del pasado de sus clientes. La mayoría de la gente tiene recuerdos que datan desde los tres años. Otros no tienen recuerdos sino hasta de etapas más tardías de su vida, lo cual suele ser un efecto secundario de algún trauma de la infancia. El cerebro lastimado entierra la información en lugares profundos para protegerse a sí mismo, y luego va poniéndole capas encima hasta que el terreno se ve parejo. Sin embargo, los detalles siempre terminan saliendo a la superficie. En mi caso no se necesita gran cosa. “Podría ser una canción, por ejemplo —dice Liz—. Pero aparentemente el sentido más poderoso para evocar un recuerdo es el del olfato.” Una olfateada de madreselva me hace recordar un perfume barato que olí cuando era adolescente. Es un aroma emocionante. Era un tiempo emocionante.

A la mayoría de la gente, este tipo de viaje mental se le puede presentar de forma aleatoria en cualquier momento, pero Liz, que conoce el poder de la memoria, sabe evocarlo con cuidado para profundizar en su propia noción del pasado. La psicóloga tiene dos hijas, Elyse y Sarah, pero ambas son mayores y tienen su propia vida. Por eso, “con frecuencia me mimo con los recuerdos que tengo de ellas [cuando eran niñas] e imagino un cofre del tesoro —explica Liz—. Cuando lo abro, veo cómo de él se desbordan hermosas joyas y gemas de todas formas y colores. Me inclino sobre el cofre y levanto una gema. La siento en mis manos, la volteo, me regodeo en la sensación y en su belleza”.

Uno de los recuerdos a los que regresa con frecuencia es el de cuando llevó a sus pequeñas a la alberca del vecindario. Era un día cálido y soleado. Recuerda muchos detalles: cómo les puso los trajes de baño, cuando las cubrió con bloqueador solar, el momento en que empacó los juguetes para jugar en la alberca y, luego, cuando subió el séquito al auto.

En este momento de la narrativa, la psicóloga nota el humor de la anécdota: a pesar de que se prepararon como si fueran a invadir un país, en realidad estaban a sólo cuadra y media de distancia.

Nadaron y regresaron a casa. Hubo una copa con fruta, metieron la ropa a la lavadora, les contó una historia a sus hijas y luego tomaron la siesta. “No es nada memorable —señala—, pero aún es uno de mis recuerdos más preciados.” Este recuerdo permaneció en la memoria de Liz cuando el verano se convirtió en otoño y, luego, cuando los siguientes veranos también se volvieron otoños. Los días pasan, los años pasan. Aunque las niñas chapoteando se alejaron con la corriente del tiempo hacia el pasado, “puedo regresar a mi cofre del tesoro siempre que quiera”, señala la psicóloga. Pulir esos recuerdos con frecuencia “me mantiene conectada con los primeros años de mis hijas”.

El cofre del tesoro es una imagen hermosa. Me gusta evocarla cuando pienso en las joyas de mis propios días de infancia y en las que ahora estoy guardando en el cofre en la actualidad. Creo que mi primer recuerdo data de los tres años. Es borroso y en él soy una niña pequeña y recibo un juego de té. Si acaso la imagen proviene de ese tiempo, seguramente me asombraron las tacitas de porcelana. En otro de mis recuerdos estoy cantando un solo en una misa navideña en la iglesia presbiteriana White Memorial. Tenía cinco años y, para complementar mi túnica del coro, llevaba un gran moño rojo. Recuerdo que estaba frente a la iglesia mirando a ambos lados de los bancos y de la galería, y recuerdo que cantaba la tercera estrofa de “Away in a Manger”.

La intensidad de estas acciones, de estar alegre y cantar frente a otros, le añade peso al recuerdo. Posiblemente no sea casualidad que estas imágenes continúen ancladas en mi cerebro. Los recuerdos toman forma y generan una historia, y las historias se convierten en lo que somos.

Estas historias, sin embargo, no les interesan nada más a los psicólogos que están en busca de pistas para explicar nuestros dilemas actuales. La existencia de los recuerdos tiene profundas implicaciones en la manera en que percibimos el tiempo: si nos parece escaso o abundante, si sentimos que es pleno o que se nos fue entre las manos. Con frecuencia tratamos a nuestra memoria como si fuera un archivero y no un cofre del tesoro. Damos por sentado que las cosas se almacenan de forma automática, conforme suceden, aun sabiendo que lo impreso en el papel se va desvaneciendo con el paso del tiempo.

La gente que tiene una perspectiva holística respecto a estos temas, en cambio, sabe que la memoria es más que eso. Lo que entra como materia prima en bruto lo podemos pulir con nuestra atención. Así es, el pasado se define en nuestra mente tanto por la forma en que sucedió como por la forma en que ahora interactuamos con él. Es una entidad con la que puedes formar una relación y, de una manera muy parecida a lo que sucede en una relación amorosa, la riqueza del vínculo proviene del esfuerzo que se ponga en generar más materia prima para el futuro —lo que algún día llenará el cofre del tesoro— y de honrar el pasado, que en realidad es una verdad a la que mucha gente se resiste en el caso del amor y también del tiempo. Siempre nos sentimos tentados a consentirnos demasiado con la experiencia misma del presente, a costa de las otras posibles versiones de nosotros mismos. Pero, particularmente en este caso, la disciplina del tiempo puede llevarnos a la libertad. En 2016, Lila Davachi, profesora de psicología de la Universidad de Nueva York, ofreció una plática en TED Women y explicó: “Decimos que queremos más tiempo, pero lo que en realidad deseamos son más recuerdos”.

Si nuestra vida se inclina por la aventura, nosotros mismos podemos crear estos recuerdos, aunque es más sencillo optar por no correr aventuras físicas ni emocionales. Es más sencillo no tener que elegir las mejores después de vivirlas. Para hacer con la memoria algo más que meter recibos viejos en un libro o percibir accidentalmente el aroma de la madreselva se requiere tiempo, pero esto también nos proporciona más tiempo. Cortejar a nuestra memoria de esta manera produce una noción más profunda del yo. Para sentir que cuentas con todo el tiempo del mundo es esencial que tengas una mentalidad en la que el futuro sea atractivo y el pasado sea rico.

CÓMO RECUERDA EL CEREBRO

El hecho de que conservar más recuerdos equivale a tener más tiempo podría no ser evidente de manera inmediata. Para entender esta conexión necesitamos conocer la forma en que el cerebro procesa y archiva lo que sucede a su alrededor. Nuestro involucramiento con el mundo inmediato es activo y de corto plazo. En general, podemos repetir muchas veces un número telefónico y recordar que debemos meter la taza de café al horno de microondas. Sin embargo, mucho de lo que sucede en nuestra existencia queda archivado en los alteros de una especie de biblioteca de referencia o se va completamente a la basura.

Te daré un ejemplo. ¿Tienes algún recuerdo de lo que sucedió un día como hoy hace dos años? Tal vez recuerdes algo si en esa fecha comenzaste en un nuevo empleo o si hiciste algo valioso que implicó un logro o un fracaso.

Pero lo más probable es que ese día no haya sucedido nada que lo haga destacar entre los otros. En ese momento la rutina fue suficientemente cómoda. En un día igual a éste, te levantaste; te preparaste y quizá le ayudaste a alguien más a prepararse; fuiste a trabajar, respondiste correos electrónicos, asististe a reuniones, fuiste a casa, hiciste de cenar, viste televisión y regresaste a la cama. Las rutinas, no obstante, son cómodas por una razón: porque no tenemos que pensar en ellas. Pensar y catalogar consume energía, y si no hay nada en qué pensar, no hay necesidad de catalogar nada. Por eso el cerebro decide, con toda razón, que no valdría la pena vivir la vida si recordáramos entre 15.5 y 17.5 horas que pasamos despiertos todos los días. Hay algunos aspectos de la vida que son utilitarios, por eso tu cerebro no necesita recordar que tiene que vestirse cada mañana. La gente sabia suele estructurar su vida de tal forma que el espacio del cerebro que se enfoca en las preocupaciones utilitarias, sea limitado. Un guardarropa de 11 atuendos para el trabajo bien elegidos que nos hagan ver bien permite la conservación de cierta cantidad de capacidad cognitiva que necesitaremos para tomar decisiones difíciles.

Tiene sentido, claro, pero en lo que se refiere a la relación entre el tiempo y la memoria, las cosas funcionan de manera distinta. El cerebro da por sentado que si 235 mañanas del año tienes que manejar la misma ruta de una hora para ir a trabajar, y si eso lo haces aproximadamente los 4.25 años que conforman la estancia promedio en un empleo, estos mil viajes se pueden comprimir en uno solo en la memoria.

De esa manera, mil horas se convierten en una hora. ¿Recuerdas esas reuniones de dos horas el martes en la mañana en las que te pasas viendo el reloj? Cada una de ellas parece interminable, pero son similarmente interminables y, por eso, al verlas en retrospectiva, se encogen hasta convertirse en nada. La típica rutina nocturna de ver los encabezados en internet antes de ir a dormir puede consumir horas, pero son horas olvidables.

Cuando la similitud se acumula de esta manera, años completos pueden desaparecer en los huecos sin fondo de la memoria. Tomando un índice de conversión de mil horas en una, una vida de 800 mil horas podría transformarse en 800 horas, es decir, el equivalente a menos de cinco semanas. El filósofo y psicólogo William James escribe lo siguiente respecto al tiempo: “La vacuidad, la monotonía y la familiaridad lo secan”. El tiempo sólo se mide en la velocidad con que va cambiando la altura de los niños: “¡No puedo creer cuánto has crecido!”, es lo que le decimos asombrados a un niño que vimos por última vez hace tres años y que no llenó nuestro espacio cognitivo de esas 26 280 horas.

Aunque estos procesos son inevitables, si los comparamos con la rutina de la vida adulta, hay otras partes de la vida que parecen más expansivas. Pregúntale a la gente que conoces, y la mayoría te dirá que tiene la impresión de que ahora que es mayor, la vida pasa más rápido que en el pasado, cuando era más joven. Como el tiempo avanza al mismo paso, la única manera de explicar esta aparente aceleración es el cambio en nuestra percepción.

El doctor James nos ofrece esta explicación: cuando somos jóvenes, la vida es lo contrario de esos mil viajes idénticos a la oficina. Todo es nuevo y no solamente estamos viendo las cosas por primera vez, también estamos descifrando la vida y, por lo tanto, corriendo riesgos que no correríamos si fuéramos adultos. Esto crea una intensidad emocional que profundiza el tiempo de una manera similar.

Aquí hay algo que vale la pena explorar. Lo que el profesor explica lo puedo ver en las distintas maneras en que mis hijos y yo interactuamos con el tiempo y el mundo físico. Un día nevado de enero, hace algún tiempo, mi hijo Sam tenía seis años y se aventuró en el jardín trasero. Yo lo seguí para cuidarlo y ambos caminamos fatigosamente por la nieve recién caída, que a mí me llegaba a las rodillas y a él, a la cintura. Sam me siguió hasta que llegamos adonde había un pequeño árbol y luego se separó de mí para hacerse camino entre los montículos de nieve. Escaló un árbol y se deslizó lentamente sobre una rama que estaba a un metro de altura del suelo, habló en voz baja consigo mismo y yo me esforcé por escuchar lo que decía. Entonces descubrí que estaba armándose de valor para saltar de la rama y caer sobre la nieve. En ese momento hubo miedo, atrevimiento y, al final, una gran emoción cuando se lanzó al polvo blanco. Si mezclamos esta intensidad con el casi irreconocible panorama, es obvio que su cerebro estaba formando vías de la misma manera en que mis botas marcaban la nieve. Mi cerebro, en cambio, se parecía más a la entrada del frente de un casa donde se ha retirado toda la nieve y ha pasado mucha gente, porque yo estaba enfocada en asuntos más ordinarios, como si mi llamada telefónica de las 12:30 p.m. se llevaría a cabo a pesar de que muchas escuelas y oficinas estaban cerradas. A mí no se me habría ocurrido saltar de una rama, incluso eliminando cualquier miedo adulto a lesionarme.

¿Por qué hoy es distinto?

Los recuerdos que destacan en la adultez suelen contener esta novedad o intensidad, y son precisamente los grandes recuerdos. Las fechas en las que salí con mi esposo cuando acabábamos de conocernos las recuerdo en gran detalle. También recuerdo el nacimiento de mis hijos, particularmente del cuarto porque tuvimos que subir al auto y hacer un frenético viaje al hospital. El dolor desacelera la experiencia del tiempo, por eso recuerdo cada uno de los insoportables semáforos en rojo en que nos detuvimos entre la casa y el estacionamiento del hospital. Y, por supuesto, mi mente vaga hasta esa noche cada vez que me detengo frente a esos mismos semáforos actualmente.

Este tipo de experiencias es memorable debido a su naturaleza. También son memorables las vacaciones debido a todo lo novedoso que traen con ellas. En su conferencia TED, Lila Davachi, la profesora de psicología, explicó que si piensas que cada uno de los discretos sucesos que vives son una unidad de memoria, “en un ambiente con mucha variedad y cambio, estarás formando más unidades de memoria que en un ambiente con poca variedad. Lo que determina la forma en que calcularemos el tiempo más adelante son estas unidades o, más bien, la cantidad de ellas que tengas. Conforme más unidades hay, más recuerdas y el tiempo se expande más”.

Mientras vas viviendo tu vida normal, es posible que sólo recuerdes unos seis sucesos interesantes de las dos semanas pasadas. Si viajas a un lugar exótico, tendrás seis experiencias nuevas antes del desayuno. Como tu cerebro no tiene idea de qué necesitará en el futuro, va registrando todo y eso puede hacer que un solo día se sienta como una quincena. Este fenómeno también podría presentarse uno de esos días en que se viven varias situaciones emocionales intensas.

A mí me ha sucedido. La semana que escuché a Lila Davachi hablar sobre el tiempo y la memoria, viví la novedad y la intensidad de cada momento, y por eso está grabada en mi memoria día por día. Antes de la conferencia pasé un fin de semana largo (del 21 al 24 de octubre de 2016) en Disney World y en los Estudios Universal, en Orlando, Florida. Nos quedamos hasta tarde en los parques, la multitud ya se había ido y nosotros nos subimos a la atracción de Harry Potter y el viaje prohibido, y pasamos junto a los dementores y los dragones. Esa noche en Florida también hicimos el veloz recorrido del Test Track de Epcot Center. Las atracciones de los parques de diversiones están diseñadas para ser novedosas e intensas, es su único propósito y no nos decepcionaron.

Regresamos a casa el lunes 24. Luego, el martes 25 volé a San Francisco y temprano por la mañana del miércoles 26 corrí a lo largo de la avenida Embarcadero. Contemplé la belleza de la bahía y escuché el graznido de las aves. Ensayé mi plática TED y conocí a los otros conferencistas. Practiqué una y otra vez en mi habitación del hotel. A la mañana siguiente, el jueves 27, me peinaron y la maquillista me puso pestañas postizas. Recuerdo que estuve detrás del escenario haciendo todas esas poses de fortaleza para sentirte confiada que recomienda Amy Cuddy en su plática TED. Luego entré al escenario. Las luces me cubrieron y hablé 12 minutos; el público rio cuando se suponía que debía hacerlo y asintió cuando fue necesario, y aunque esos 12 minutos son los mismos que me toma prepararles hot-cakes con chispas de chocolate a mis hijos en la mañana, sé que es más probable que cuando recuerde 2016 piense más en esta experiencia que en cualquiera de las ocasiones en que preparé el desayuno.

Tuve suerte de dar mi charla en la primera sesión de la conferencia, ya que eso me permitió relajarme para disfrutar las otras. Sin embargo, el tiempo no se aceleró, escuché a docenas de conferencistas creando experiencias memorables entre los 12 y 18 minutos que les correspondían. Muchas de las pláticas fueron intensas y los temas abordaron desde la violencia sexual hasta la muerte de la familia de uno de los oradores. Esa tarde de viernes, cuando ya estaba sentada en el bar del hotel esperando para ir al aeropuerto y tomar el vuelo nocturno a casa, me era imposible creer que había llegado a Orlando solamente 168 horas antes, porque sentía que acababa de vivir una de las semanas más largas de mi vida.

No todas las semanas pueden ser como ésa, y de hecho tampoco me gustaría que así fuera. Esa semana casi no vi a mi niño más pequeño, porque el viaje a Orlando fue sólo para los niños grandes, y casi no escribí respecto a lo que más me interesa. Si dejo a un lado la cuestión práctica de ganarme la vida, podría decir que escribir y jugar con las palabras me hace genuinamente feliz, a pesar de que ninguna de las sesiones que paso estacionada en mi silla frente a la computadora destaca entre las otras.

Las rutinas no tienen nada de malo, la gente puede disfrutar y sentirse cómoda con ellas y, además, las buenas rutinas son las que hacen posible el éxito a largo plazo. Creo que lo que hace que las vacaciones sean memorables es el contraste entre la vida diaria y la experiencia exacerbada de viajar, pero si no hubiera normalidad, la novedad en sí misma se volvería fatigante.

Lo que quiero decir es que no tenemos que eliminar las rutinas ni encontrar mil maneras distintas de ir a la oficina en esas mil mañanas idénticas. Más bien, me parece que necesitamos un equilibrio entre lo normal y lo novedoso, un equilibrio distinto del que la gente puede propiciar de manera natural. Creo que incluso los días ordinarios los podemos hacer especiales e incluso memorables, sólo necesitamos tener una actitud aventurera. Si elegimos conscientemente crear este tipo de recuerdos, podemos extender la experiencia del tiempo.

En la tradición judía, antes de la comida de Pascua la persona más joven sentada a la mesa pregunta: “¿Por qué esta noche es distinta de todas las demás?” En el contexto de la Pascua, la respuesta es que esa noche se celebra un suceso definitivo en la historia de la familia extendida, pero esta pregunta también es maravillosa en el contexto seglar. De hecho podríamos preguntarnos lo mismo respecto a cualquier día y sus 24 horas. ¿Por qué hoy es distinto de los otros días? ¿Por qué mi cerebro debería tomarse la molestia de aferrarse a la existencia de este día cuando tenga que hacer la curaduría del museo de mis recuerdos?

Me aventuraría a decir que, para nueve de cada 10 días, no tenemos una respuesta, aunque tal vez la proporción sea mayor. Si el día es olvidable, lo olvidamos, y cuando la proporción de días olvidados sea demasiado alta, deberíamos avergonzarnos. No todos los días pueden ser Pascua u otra de las fiestas que tal vez celebres, pero eso no significa que no haya algo que los diferencie lo suficiente para guardarlos en el cofre del tesoro, o por lo menos para guardar uno de entre varios.

Dorie Clark, gurú personal de manejo de marcas o branding, es autora de Stand Out y de Entrepreneurial You, y ha pasado buena parte de los últimos años construyendo felizmente su negocio. Sin embargo, cuando me visitó a finales de 2015, venía con un “alarmante descubrimiento”: “Me preguntaron: ‘¿Qué te gusta hacer además de trabajar?’, y no pude dar una respuesta. Lo único que hago es trabajar y me di cuenta de que eso era terrible”. Era terrible filosóficamente hablando, porque la vida es algo más que el trabajo, pero también era tonto desde la perspectiva financiera. “Vivo en la ciudad de Nueva York, pero pensé que si lo único que estaba haciendo era trabajar, podía hacerlo desde cualquier sitio. Podía hacerlo desde una choza en medio del desierto —cuenta Dorie—. ¿Para qué pagar por vivir en una de las ciudades más costosas del mundo si no iba a aprovecharla?”

Por todo esto, en 2016 se le ocurrió vivir una aventura semanal que sólo pudiera suceder en Nueva York. “De esa manera, cuando el año terminara sentiría, que había aprovechado el lugar donde vivía.”

Dorie abordó su objetivo con gusto. “Como cuantificar cosas me motiva, empecé a escribir todo. Cada vez que hacía algo, lo registraba en mi celular.” Poco después, la lista incluía una visita al barrio jasídico de Brooklyn y otra a The Armory. Fue al Museo Tenement en Lower East Side y al mercado Gansevoort; vio un espectáculo de comedia de Upright Citizens Brigade y la filmación de un programa de Samantha Bee. En un club de comedia incluso vio a Jerry Seinfeld, ¡en una presentación no anunciada! Fue a espectáculos de Broadway y comió en Sardi’s. Recorrió en bicicleta el sendero a lo largo de la carretera West Side. Fue al Russian Tea Room, al Rainbow Room y al Festival de Cine de Tribeca; también comió todo lo que pudo en una serie de las mejores pizzerías de la ciudad. Visitó un centro comercial en Queens, en el extremo de la línea 7, en Flushing, y ahí estuvo en un amplio comedor con más de 30 puestos de auténtica comida asiática. El proyecto generó su propio impulso y, para enero de 2017, Dorie ya había documentado más de 52 recuerdos que sólo habrían podido concebirse en Nueva York.

Su objetivo la motivó a desarrollar varios comportamientos positivos. En primer lugar, se volvió más selectiva con la forma en que usaba su tiempo libre. Aunque las aventuras en Nueva York pueden ser espontáneas, su objetivo semanal implicaba que “hiciera un esfuerzo por propiciarlas”. Se suscribió a Time Out New York, porque “necesitaba la información para tomar buenas decisiones”. Anteriormente solía leer algunas cosas y “tal vez guardar un artículo pensando que tal vez algún día sería agradable hacer lo que ahí se sugería”. Pero, para una persona ocupada, “algún día” es sinónimo de “nunca”. Gracias a su lista, el “algún día” se convirtió en una fecha específica en el calendario. El objetivo también le ayudó a elegir entre actividades como ir a ver una película o una exposición en un museo. Sin esa información específica de Nueva York, “tal vez no tendría una buena razón para decidir entre esas opciones, pero la película la podía ver en cualquier lugar y en cualquier momento. En cambio, a esa exposición que se presentaría por tiempo limitado en un museo de Nueva York no podría ir en ningún lugar ni en ningún otro momento, así que me inclinaba por la segunda opción”.

Forzarse a sí misma a salir del departamento e ir a vecindarios que no conocía permitió que “ahora Nueva York fuera un rico paisaje de recuerdos y asociaciones que no era antes”. Incluso caminar saliendo del metro le permite evocar historias: Hice esto. ¿Recuerdas cuando hicimos aquello? Ver a Jerry Seinfeld un sábado por la noche responde a la pregunta de en qué es diferente el día de hoy de los otros. En una ciudad como Nueva York, algunas actividades son costosas y supongo que por eso la gente suele elegir Netflix en vez de ir al Museo Brooklyn, sin embargo, también hay muchas opciones gratuitas. Recuerdo muy bien esa mañana, muy temprano, cuando vivía en Nueva York, que fui al centro para ver el viejo mercado de pescado Fulton con sus montañas de hielo, las fogatas en las que los vendedores quemaban sus cajas y el revoltijo de sangre de las resplandecientes y olorosas cabezas de pescado en la oscuridad, debajo de la carretera.

Vidas increíblemente interesantes

Incluso la vida diaria puede contestar a la respuesta de qué hace diferente un día de los demás. En mi encuesta sobre la percepción del tiempo, la gente que estuvo de acuerdo con la afirmación “Ayer hice algo memorable o extraordinario con mi tiempo” era 14% más propensa que el promedio a estar de acuerdo en que generalmente tenía tiempo suficiente para hacer las cosas que quería.

Analicé los registros de las 30 personas con las calificaciones más altas en su percepción del tiempo y descubrí que sus vidas eran increíblemente interesantes para un lunes de marzo. A las 6:00 p.m., una mujer compró boletos en internet para ir al cine y para las 7:00 p.m. ya estaba en la sala viendo La Bella y la Bestia con su familia. Uno de los encuestados recogió a un amigo y fue a un evento comunitario para empresarios sociales. Otra le preparó la cena a su hijo de 10 años a las 7:00 p.m. y luego fue al spa local para que le dieran un masaje a las 8:00 p.m. En uno de los registros encontré una sesión de baile de salsa a las 9:00 p.m. Una encuestada de Los Ángeles y su prima entretuvieron a varios niños dejándolos probarse el disfraz de pájaro de un familiar actor, y se divirtieron muchísimo. Un encuestado trajo a casa a la niñera a las 8:00 p.m. y salió de inmediato para asistir al concierto de una orquesta de jazz. Pero recuerda que estamos hablando de un lunes por la noche.

Incluso la gente sin aventuras tan obvias de todas formas era más proclive a pasar las horas nocturnas haciendo algo más interesante que viendo televisión, como, por ejemplo, un paseo familiar en el parque para aprovechar las horas adicionales de luz de finales de marzo o un paseo a las 8:00 p.m., después de la sobremesa.

¿Qué es lo memorable? ¿Qué es lo que crea la intensidad emocional? Los fragmentos de tiempo pueden transformarse en fragmentos de alegría. Por ejemplo:

TRES VERSIONES DEL YO

Es muy sencillo hacer que un día sea distinto y, por lo tanto, memorable. Entonces, ¿por qué no lo hacemos? O, al menos, ¿por qué lo hace tan poca gente si después todos podrían disfrutar los recuerdos? La respuesta es que el “yo” en realidad es múltiple:

Generar más recuerdos, y en consecuencia más tiempo, exige que privilegiemos al yo que anticipa y al que recuerda por encima del yo que vive la experiencia, pero hay que hacerlo de maneras que implican una verdadera disciplina.

Una de las pequeñas concesiones en este difícil proyecto es que, en lo que se refiere a aventuras disfrutables, el yo que anticipa y el yo que recuerda suelen coincidir. De acuerdo con Lila Davachi, “Involucran los mismos sistemas del cerebro”. Para anticipar un evento o para recordarlo, tu cerebro construye una narrativa a partir de imágenes familiares de algo que no está sucediendo ahora. No importa que los sucesos realmente hayan tenido lugar en el pasado o que sólo formen parte de la imagen mental que tienes de lo que podría pasar en el futuro. Según Lila: “El cerebro no respeta el tiempo”.

El yo que anticipa es el planificador que pone anclas en el futuro. A esta versión de mí misma la imagino viendo ese documental sobre las islas Galápagos, contemplando su calendario vacacional y preguntándose cuándo podrá viajar ahí. A través de una amiga, el yo que anticipa se entera de la asombrosa exposición en el museo local de arte y piensa que sería genial ir el viernes por la noche. En cuanto establece sus intenciones empieza a darle vuelta a sus planes, a pensar cómo serán esas experiencias futuras. Si las anclas son suficientemente fuertes, el yo que anticipa puede jalar al yo que experimenta hacia el futuro en cuanto necesite hacerlo. Muchos de esos horripilantes viajes a la oficina en marzo han recibido el calor del sol de la casa en renta junto a la playa que ya se apartó para el mes de julio porque, en buena medida, la anticipación conforma la alegría que relacionamos con los sucesos. Saber que tienes una reservación para cenar el sábado por la noche en tu restaurante favorito te permite vivir algo del placer que tendrás cuando estés ahí, pero, a diferencia de ese momento en que estés cenando, el placer anticipado puede extenderse por semanas.

El yo que recuerda es cómplice de la anticipación. Ella (o él, dependiendo de si eres hombre o mujer) es quien conserva tu identidad. Sonríe cada vez que ve sobre el escritorio esa fotografía de cuando sus niños eran pequeños y la familia pasó ese sábado de primavera en los jardines botánicos. Todo es color y felicidad, y los gorditos dedos del bebé aprietan el cuello de la joven madre. Si se le memoriza de esta manera, el día puede mantenerse vivo a pesar del oleaje del pasado. Podemos recordarlo y referirnos a él, y puede seguir como una marca en la corriente temporal.

Podemos anticipar por años. Podemos recordar durante décadas. El problema es que, por su naturaleza fugaz, el presente, ese momento habitado por el yo que vive la experiencia del momento, tiene un efecto desproporcionado en nuestras acciones. Al yo que recuerda le encanta esa fotografía de los niños en el jardín, pero eso es fácil decirlo. La dicha es posible en el pasado y en el futuro, pero rara vez en el presente. Para llevar a los niños al jardín botánico, el yo que vive la experiencia tuvo que lidiar con las amargas quejas del pequeño de cuatro años que no quería ir a ningún lugar, con el estallido del pañal del de dos años y con los gritos del bebé y su enojo cuando aventó su chupón en el auto. Una salida implica dificultades de este tipo. El yo que anticipa creyó que sería divertido ir al museo el viernes por la noche, ¡porque la entrada es libre y porque ponen un bar y hay música! El yo que recuerda tendrá esos lindos recuerdos de las obras de arte y tal vez del nuevo amigo que hizo cuando estaba formado para pedir una copa de chardonnay, pero el yo que vive la experiencia está cansado porque acaba de salir del trabajo. Ese yo es el que tendrá que enfrentar el frío, la lluvia y el tráfico del viernes por la noche.

El yo que vive la experiencia resiente esta división del trabajo y hace un berrinche. Ignora al yo que anticipa y al yo que recuerda, y justifica su traición con afirmaciones que seguramente son ciertas: Estoy cansado. El museo estará ahí el próximo viernes, será mejor que sólo vea televisión. El placer inmediato y logrado sin esfuerzo le gana al placer que exige más trabajo. En Time and the Art of Living, el filósofo Robert Grudin escribe: “Consentimos al presente como a un niño malcriado”. Satisfacemos sus caprichos cada vez que revisamos las publicaciones en Facebook de personas que no nos simpatizaban ni siquiera cuando eran nuestros compañeros en la preparatoria, y entonces el tiempo se esfuma y desaparece como si no existiera.

Cómo controlar la tiranía del yo que vive la experiencia

No existe una solución sencilla para este dilema entre el pasado, el presente y el futuro. La gente es terrible para pensar en su yo del futuro y ésa es una de las razones por las que no invierte lo suficiente para su retiro. No obstante, creo que conocer este aspecto de la naturaleza humana puede ser de ayuda. Cada vez que me sorprendo escuchando demasiado al yo que vive la experiencia (Ya sabes, los niños son felices viendo la televisión y si los metes al auto 45 minutos después de beber café, realmente vas a necesitar un sanitario al final del viaje y…), hago una pausa y trato de recordar que éste es solamente un actor haciendo un monólogo que, en realidad, debería ser una obra de tres actores. Entonces repito un mantra de dos partes:

Si mi yo que anticipa quería hacer algo, mi yo que recuerda estará contento de haberlo hecho. Y claro, el yo que vive la experiencia podría disfrutar algunas partes de la actividad. Ahora estoy cansada, pero siempre lo estaré, y además, las cosas que valen la pena nos proporcionan energía.

También recuerdo que todo el tiempo se va. Haga algo hoy o no, al final estaré del otro lado de este puente de 24 horas. Lo puedo llenar de “nada”, que en este caso serían cosas sin sentido, o lo puedo llenar con algo más intrigante. Y en cuanto a ese algo intrigante, sé que aunque mi yo que anticipa es más tímido, tarde o temprano estaré del otro lado de esta actividad. Si no me mata, porque muy pocas actividades lo harían, al final tendré una buena historia que contar, así que prefiero lanzarme a la aventura.

Y eso es lo que hago. Hace no mucho, un sábado de diciembre, vacilé respecto a todo lo que creía que podría hacerse en el día. El pronóstico del tiempo indicaba que nevaría y el itinerario propuesto incluía desayunar con Santa Claus en Longwood Gardens, ir a un encuentro de lucha de Sam y viajar en tren a la ciudad de Nueva York con él para reunirnos con los otros niños y mi esposo, quien quería ir al Museo Nacional de Historia Natural y asistir brevemente a una fiesta navideña. Luego yo iría sola al centro para ver el concierto de un coro. Finalmente tomaría el tren de vuelta a Trenton para recoger mi auto y regresar a casa manejando después de la medianoche.

Fue un día difícil, y eso sin tomar en cuenta la logística para cuidar a los niños en el centro de Manhattan, o que mi hijo más pequeño empezó a lanzar comida en el departamento del colega de mi esposo. El recorrido a casa me estresó mucho porque la neblina se volvió tan espesa que no podía ver cuál de las entradas a la autopista de cuota Pensilvania-Ruta 1 iba al este y cuál al oeste. Lo único que me permitió seguir manejando fue que estaba familiarizada con el área de casetas. Al día siguiente, sin embargo, lo que más recordaba de ese día mientras bebía mi café era a mis hijos sentados en el regazo de Santa, las nochebuenas rojas en el invernadero cubierto de nieve, el momento en que el réferi levantó el brazo de mi pequeño luchador para anunciar su victoria y el hermoso coro de voces cantando sobre la calidez, el asombro y el nacimiento.

Dorie Clark señala: “Independientemente de todo, a fuerza de decidir cómo usar nuestro tiempo, siempre estamos eligiendo. ¿Qué prefieres? ¿Tomar las decisiones de manera consciente o inconsciente?”

Tal vez parezca una paradoja, pero la diversión consciente exige esfuerzo, y eso nos hace parar en seco: ¿por qué la diversión tiene que ser trabajo? Por eso aceptamos con gusto la diversión que no requiere esfuerzo, como la de ver pasar en Instagram publicaciones sobre cenas elegantes, y hacemos a un lado la diversión que implica más esfuerzo, como ofrecer nosotros mismos una cena elegante. Sin embargo, “aunque los minutos que se invierten en el aburrimiento o la ansiedad pasan con lentitud, se suman a años que no aparecen en nuestra memoria”, escribe el filósofo Robert Grudin.

La diversión que implica esfuerzo es lo que hace que el día de hoy sea distinto y que aterrice en la memoria. Cuando recuerdas en qué se te fueron las horas no te preguntas: “¿Adónde se fue el tiempo?”

CORTEJA TUS RECUERDOS

Planear la diversión y llevarla a cabo a pesar de los inconvenientes, sin embargo, no es lo único que se debe hacer para estirar el tiempo. La memoria debe ser cultivada y tener una verdadera relación con ella exige tratarla como un ser vivo, porque de cierta forma lo es. Las cosas no sólo suceden. La mente las registra exactamente como pasaron y los recuerdos están disponibles como los números telefónicos en el directorio. La mente elige recordar algunos eventos de una forma más vívida que otros; construye historias a partir de sucesos discrepantes que podemos ver de una manera distinta a la de otras personas y, luego, entre más veces cuentas la historia, esos sucesos se transforman para ti en una verdad más sólida. Por ejemplo, haz la prueba de pedirle a una pareja que describa su boda por separado. Ambos estuvieron ahí y definitivamente se casaron, pero seguramente recordarán cosas distintas y te describirán los sucesos del día con discrepancias.

Algunos recuerdos echarán raíces profundas a pesar de tus deseos, por eso vienen a mi mente los semáforos en rojo cuando nos dirigíamos al hospital. En la mayoría de los casos, sin embargo, puedes ser partícipe del proceso y documentar tus aventuras de tal manera que luego te sea fácil revisitarlas.

Hoy día no necesitamos que nos animen a tomar fotografías, lo que nos hace falta es motivación para echar a andar un proceso activo de selección, para elegir la mejor imagen e incluirla en los álbumes fotográficos que después miraremos con detenimiento, en lugar de sólo tener un archivo enorme que terminará perdiéndose en cuanto se nos olvide el iPhone en el autobús. Hay muchas razones para llevar un diario y una de ellas es para convertir los sucesos del día en recuerdos activos. Mis registros de tiempo documentan con detalle la manera en que paso los días, pero los libros de recortes manuales elevan aún más el fino arte de guardar recuerdos.

Cimentar los recuerdos también puede ser una actividad social. Cuando estés en la sobremesa, pídele a la gente que te cuente sobre su día. Percibe los recuerdos con tus sentidos de manera consciente: si te tomas la molestia de olerla todos los días durante tus vacaciones, hasta la barra de jabón del hotel podrá relacionarse con el viaje.

Aunque desafortunadamente no lo hayamos implementado para recordar las experiencias previas, este sistema te ayudará a partir de ahora. Grudin nos dice: “La experiencia que nada más olvidamos rara vez se encuentra más allá del alcance de nuestro recuerdo. Si nos esforzamos lo suficiente y somos pacientes, podemos traerla de vuelta. El único momento en que se cierra la puerta entre nosotros y el pasado es cuando olvidamos que hemos olvidado”.

Las investigaciones respaldan la noción poética de que los recuerdos pueden volverse más precisos después del hecho, pero dichas investigaciones generalmente se hacen en el contexto de los recuerdos negativos.

Lila Davachi nos cuenta que ella y sus colegas dirigieron un estudio de dos fases sobre este aspecto de la memoria. En la primera fase les mostraron a los sujetos de estudio imágenes neutrales, como animales o herramientas, y en la segunda les mostraron imágenes similares y les dieron una ligera descarga eléctrica en la muñeca cuando aparecía uno de los dos tipos de imágenes: los animales o las herramientas, exclusivamente. No resulta sorprendente que los sujetos desarrollaran memorias más precisas del tipo de imagen que apareció acompañado de la descarga en la fase dos. La gente que recibió descargas cuando vio las herramientas las recordaba mejor que a los animales. Lo curioso, sin embargo, es que tiempo después tuvieron mejores recuerdos del mismo tipo de imágenes que aparecieron en la fase uno, es decir, antes de recibir las descargas. Las descargas le ayudaron al cerebro a entender que una categoría específica de imágenes era importante y el cerebro regresó a recuperar los ejemplos previos y les otorgó una ubicación nueva y de mayor prominencia.

Naturalmente, la gente no suele darse descargas eléctricas para agudizar sus recuerdos, pero esta investigación sugiere que podemos hacer cosas en el presente para profundizar nuestra experiencia del pasado. Me agrada la imagen de cortejar la memoria. Tal vez podamos exponernos a ciertas canciones, imágenes o aromas. La aromática madalena de Proust evocó mucho más de lo que parece adecuado para un simple trozo de masa cocida. “De la misma manera, cuando tratamos de reconstruir algún periodo de nuestra vida que sucedió hace ya mucho tiempo, puede ser útil buscar algún detalle físico que recordemos casi de una manera visceral y que al volver a sentirlo nos provea todo el contexto emocional de un tiempo pasado.”

Por todo lo anterior, te recomiendo hacerte tiempo para esa actividad que tiene más connotaciones negativas de las que merece: “obsesionarte con el pasado”. Cuando hagas un viaje largo en auto, reproduce los álbumes que oías en esa época que deseas recordar. Las canciones pueden resucitar la euforia y la nostalgia de la adolescencia. De pronto vuelves a tener 17 años, a estar en tu auto y a voltear para mirar a esa persona a tu lado que tiene los ojos tan abiertos como tú. Repentinamente te acercas de nuevo para dar ese beso que aún recuerdas 25 años después.

Hoy día me gusta desenterrar recuerdos como si fuera arqueóloga. ¿Cuántos recibos más de viaje y documentos similares habrá escondidos en la casa? Me detengo a buscar en un saco blanco que tengo en el armario, un saco que ya está gastado, pero que no me atrevo a tirar porque cada vez que toco las mullidas mangas, vuelvo a tener 24 años por un instante, vuelvo a usarlo en un viaje de fin de semana a Londres que hice con el hombre que estaba a cuatro meses de pedirme que me casara con él. Estaba enamorada y asombrada de que alguien quisiera llevarme a Londres para pasar el fin de semana, y usé ese saco. Y aunque en la primera impresión del recuerdo todo es dicha y alegría, estoy segura de que cuando bajé del avión tenía el desfase temporal más fuerte que me haya afligido después de viajar a Europa. Ése era el yo que vive la experiencia y, ahora que lo pienso mejor, también tuvo que enfrentar otras dificultades. El tren exprés de Heathrow estaba descompuesto, así que tuvimos que tomar un taxi en medio del tráfico para ir al centro. El gerente del hotel fue magnánimo y nos permitió registrarnos antes de lo acordado a cambio de que pagáramos una cifra de la que no nos enteramos sino hasta que ya era demasiado tarde: el equivalente a una noche adicional. Mi novio, que era mayor y había viajado más, notó que en los países desarrollados los conductores de taxis solían timarte y sacarte dos dólares más, y que para que te sorprendan con una factura por 200 libras adicionales lo único que necesitas es un elegante hotel londinense. A pesar de todo, en mi recuerdo el saco blanco prefiere evocar ese paseo otoñal que dimos en Hyde Park y el momento en que nos miramos a los ojos mientras bebíamos cerveza en un pub.

¿QUÉ OBTIENES CUANDO MEZCLAS LA GRADUACIÓN CON EL DOLOR?

Limpiar un escritorio o un armario nos puede servir para desen­terrar reliquias, pero también hay cosas más importantes que podemos hacer para revisitar ciertas épocas de nuestra vida.

En mayo de 2017, para celebrar que habían pasado 20 años desde que me gradué de la Academia de Ciencias, Matemáticas y Humanidades de Indiana —una preparatoria pública residencial para estudiantes de primer y segundo año—, regresé a dar el discurso de fin de ciclo. El peso de los años era grande: cuando obtuve mi título, los estudiantes del público ni siquiera habían nacido. Y a pesar de que la brecha entre generaciones me quedaba clara en un nivel racional, el viernes volé a Indianápolis, manejé por la carretera interestatal 69, atravesé los campos de maíz para llegar a Muncie, Indiana, me estacioné en una de las calles que reconocía, abrí la puerta del auto… y fue como si nunca me hubiera ido.

Inhalé los aromas que ya conocía de los árboles y el río Blanco. Recordé que en 1995 llegué ahí con 16 años, que estaba ansiosa por vivir sola, que quería aprender todo lo que pudiera. En mi juventud también pensé que si hacía las cosas bien en el escenario, tal vez me darían más oportunidades, y que algunas me permitirían alejarme de esos campos de maíz a los que ahora volvía, en 2017.

El paisaje de la Universidad Ball State y las tiendas de la “ciudad” cercana me ayudaron a desplegar rápidamente el mapa que todavía se encontraba en alguna parte de mis archivos mentales. Cada edificio fue desenterrando un nuevo recuerdo. La vieja cafetería continuaba ahí; tenía una administración nueva y le habían cambiado el nombre, pero seguía viéndose como casi siempre. La tienda de libros viejos White Rabbit seguía abierta; el dueño, con ese rostro que me resultaba tan familiar, continuaba sin usar zapatos y 20 años después también pensó que me veía suficientemente confiable para no pedirme que dejara mi bolsa en la entrada antes de pasar a revisar los libros en los estantes. Estoy casi segura de que buena parte del inventario estaba ahí desde la última vez que visité el local. Caminé por la parte trasera de mi viejo dormitorio y encontré la ventana de la habitación que ocupé el primer año. Recordé que me gustaba mirar a través de ella todas las mañanas para ver el comedor, los salones, el estacionamiento y el basurero.

Traté de recordar lo que se sentía ser esa chica de 16 años, traté de recordar lo que pensaba y lo que se preguntaba sobre el futuro. ¿Sería feliz con la vida que yo tengo ahora? Quiero imaginar que sí, aunque sospecho que tenía la ambición de que en White Rabbit hubiera tantos ejemplares de su novela como los había de las de Nicholas Sparks. En el calor de ese día de mediados de mayo me permití disfrutar varios recuerdos que me hicieron sonreír, aunque después también sentí el jalón de los momentos difíciles. Nunca fue sencillo vivir ahí. Las raíces griegas de la palabra “nostalgia” combinan las palabras que significan regresar a casa y dolor. Este dulce dolor es una emoción compleja, pero cautivante, y por eso regresamos a escuchar en la radio canciones que nos permiten evocar esa melancólica intensidad.

Mientras caminaba por el campus reflexioné respecto a la idea de que regresar a épocas anteriores exige una actitud compasiva que nos permita perdonar. Los dramas emocionales que ya eran cosa del pasado me importaron en algún tiempo, cuando escudriñaba los alteros de libros de White Rabbit y cuando contemplaba el eterno basurero. Esos dramas ya consumieron mi tiempo en una ocasión. Ahora debería entender a esa chica que se preocupó tanto porque es parte de mí. La persona que soy ahora, quienquiera que ésta sea, se la debo a lo que esa chica aprendió y, a medida que la voy conociendo, las horas vividas de mi existencia se vuelven más amplias, porque ya no se pliegan en pequeños momentos cuando las vivo y las acepto.

Ese sábado subí al escenario con toga y birrete, y me quedé de pie frente a los brillantes rostros del publico. Ahora, esos jóvenes eran quien yo alguna vez fui, en ese momento tenían más tiempo disponible que recuerdos. Dentro de poco yo tendré más recuerdos que tiempo, o tal vez ya estoy en esa etapa. Les dije que debían lograr que su vida fuera memorable, que hicieran algo memorable todos los días porque ésa era la única manera de impedir que el tiempo se les escapara de entre las manos. Vivimos nuestras horas completas y sabemos cómo las ocupamos, luego, cuando miramos atrás y honramos su recuerdo, podemos saber quiénes somos en realidad.