Primero fue el resplandor del rayo y unos segundos después el estruendo del trueno. Anaíd se incorporó bruscamente sin acordarse de que estaba embutida en una litera de una caravana, a pocos centímetros del techo metálico. Levantó la cabeza, se pegó un buen porrazo y gritó, claro. Pero en lugar de la voz de Selene le respondió una voz masculina, aterciopelada como una balada irlandesa, que la arrulló.
—Duerme, Anaíd, sólo es una tormenta. Duerme, mi niña.
La voz tarareó una melodía y sus sonidos la arroparon. ¿O fueron unas manos? En su duermevela Anaíd sintió cómo una mano grande le retiraba con ternura el flequillo de su frente y se entretenía siguiendo los trazos de su rostro. Su palma ocupaba casi todo el óvalo de su cara. Tenía un tacto áspero, pero cálido, y pensó que estaba ávida de cariño.
Aquella mano, encallecida por el trabajo y surcada de cicatrices, había asido centenares de cuerdas, empuñado docenas de espadas y acariciado miles de cuerpos. Era la mano de Gunnar, que había permanecido vigilante toda la noche hasta que, a las primeras luces del alba, se había extasiado en la contemplación silenciosa de su hija.
Selene tampoco dormía. Estaba inmóvil en su litera, hecha un ovillo, y reteniendo con avaricia todos sus pensamientos para que Gunnar no se los robara ni llegase siquiera a intuirlos.
Tan ensimismados estaban ambos en sus propias elucubraciones que no se percataron del cariz que estaba adquiriendo la tormenta, hasta que se desató el vendaval y la caravana incluso se tambaleó peligrosamente. Y cuando la lluvia comenzó a repiquetear contra el techo del vehículo, el sonido de las gotas que caían a millones se multiplicó en infinitos golpes y el agua se transformó en piedra. Anaíd se desveló definitivamente. Algo le decía que esa tempestad no auguraba nada bueno.
Y Gunnar sintió la misma certeza.
—Es Baalat.
Únicamente Selene, ya fuese por llevar la contraria o porque realmente lo pensaba, aportó la nota discordante.
—Es una simple tormenta.
De simple nada. En un alarde de espectacularidad, tal vez ofendida por el adjetivo de Selene, la tormenta desencadenó un viento huracanado que embistió el flanco izquierdo del vehículo, justo donde se abría la ventana de la minúscula cocina, y el vendaval reventó el cristal. Granizaba, y por el hueco se colaron a gran velocidad piedras heladas del tamaño de un huevo de alondra.
—¡Aparta! —avisó Gunnar ante el gesto instintivo de Selene de acercarse a recoger el estropicio.
Y la obligó a agacharse mientras agarraba la mesa de fórmica que estaba sujeta al suelo del vehículo y la estiraba con fuerza. Los músculos de los brazos y el cuello se hincharon tensos, a punto de reventar, hasta que la arrancó de cuajo y la colocó a guisa de parapeto ante la ventana vacía para impedir que penetrasen con furia los proyectiles de hielo.
—Rápido. Ayudadme a atrancarla.
Anaíd se puso en pie rápidamente y, con los pies descalzos, saltó para ayudar a Gunnar.
—¡Cuidado con los cristales!
Cristales o pedazos cortantes de hielo, tanto daba, Anaíd notó la mordedura del frío en sus plantas desnudas; pero no tenía tiempo de calzarse, ni de abrigarse.
Unos minutos más tarde, Selene recogía con una pala el granizo que cubría el suelo y Gunnar claveteaba la mesa contra la ventana mientras Anaíd le ayudaba sosteniendo las patas sobre sus hombros. Cuando Gunnar dio el último toque de martillo, se limpió el sudor de su rostro y la tarea estuvo finalizada, el viento remitió y dejó de golpear la chapa. La lluvia, mansamente, comenzó a caer.
No es que Anaíd prefiriese que el viento y el granizo acabasen con la caravana, pero le resultaba descorazonador haberse tomado todo ese trabajo para asistir luego a un plácido espectáculo de chirimiri.
Ella lo pensó, pero Selene lo dijo y sembró cizaña:
—Genial. Te cargas la mesa, agujereas el suelo, destrozas la chapa y… ¿Para qué? Fíjate, sólo caen cuatro gotas.
Gunnar, sin embargo, no le hizo el más mínimo caso.
—Shhh. ¿No lo notas?
Fue suficiente. Anaíd lo notó. Notaba desde hacía un rato una mano fría tanteándola, pretendiendo hurgar en su interior. Aunque no le había hecho caso, lo notaba. Gunnar tenía razón y Selene no quería siquiera escuchar.
—Claro que lo noto: noto que llueve y basta.
—Es la calma que precede a la tormenta.
—Por si no te has enterado, la tormenta ya se ha producido.
—Te equivocas. Eso era sólo una advertencia.
Anaíd hizo caso de Gunnar y se concentró para VER a través de la oscuridad. Y al poco tiempo vio la sombra que instigaba los cielos y que atraía las nubes hacinándolas las unas sobre las otras, hinchándolas, cargándolas mortalmente de agua. Eran nubes anómalas, venidas de los confines de la tierra, que acudían a la llamada de una fuerza que las invocaba. Un conjuro poderoso estaba concentrando sobre ellos la potencia de mil tormentas.
Se disponía a ESCUCHAR cuando Selene se lo impidió abriendo la puerta de la caravana y protagonizando una sobreactuación estelar.
—¿Lo veis? Es lluvia, simplemente lluvia. La lluvia no hace daño, sólo moja.
Y de un salto salió fuera del pequeño recinto, corrió unos metros y levantó los brazos riendo y dando vueltas.
—Agua, agua fresca, deliciosa.
Alzó la cabeza dejando resbalar las gotas de lluvia por su rostro y sacando la lengua para atraparlas, como si estuviese sedienta.
—Ven, hija, ven a bailar bajo la lluvia como hemos hecho siempre.
Anaíd contempló atónita a su madre danzando juguetonamente mientras sus ropas se empapaban y se adherían a su piel. Al cabo de unos instantes el cabello de Selene chorreaba sobre su figura danzante, que por la misma extravagancia del gesto resultaba hermosa. Tras ella los campos de almendros cubiertos de granizo resplandecían en la oscuridad con una blancura engañosa. Los troncos desnudos, despojados de las últimas flores por el viento huracanado, se retorcían como cuerpos agonizantes.
—Mamá, vuelve, es peligroso.
—Ven, Anaíd, es una tormenta de primavera.
No, no era ninguna tormenta. Anaíd tenía más poderes que su madre y VEÍA en la superficie espectral del granizo que cubría la tierra reflejarse como en un espejo la zarpa de una bruja Odish.
—Ha sido Baalat, está aquí. ¿Recuerdas lo que nos ocurrió? Yo me comuniqué con ella, la invoqué.
Selene detuvo su frenética danza unos instantes. Jadeando y con las manos en la cintura, mientras el agua resbalaba por su cuerpo, respondió con contundencia a Anaíd:
—Es tu padre. Era él quien nos seguía y fue él quien nos atacó para asustarnos y hacernos creer que estábamos en peligro.
Y en ese momento, Gunnar saltó por encima de Anaíd, cosa harto difícil, puesto que Anaíd era bastante alta. Prácticamente voló por los aires, aterrizó sobre Selene con violencia y, sin mediar palabra, le propinó un fuerte golpe en la cabeza; acto seguido se la echó sobre los hombros como si fuera una muñeca de paja. Selene, desvanecida, balanceaba brazos y piernas al ritmo de las zancadas de Gunnar, que se alejaba hacia el bosque huyendo en una alocada carrera con su prisionera.
Todo ocurrió en pocos segundos ante la mirada atónita de Anaíd, que apenas tuvo tiempo de sacar su atame y salir corriendo para librar a su madre del ataque furioso de Gunnar, a quien hacía unos instantes consideraba el padre más tierno y maravilloso del mundo.
¿Cómo podía haber sido tan ciega? ¿Cómo podía haberse dejado engañar de esa forma tan estúpida? Apenas pudo gritar —«déjala»— o le pareció que gritaba. No estuvo segura porque el ruido se adueñó del silencio y las palabras chocaron contra el fragor del sonido del agua. No se dio cuenta de nada porque tenía todos sus pensamientos ocupados en rescatar a Selene y librarse de ese padre desconocido a quien había otorgado su confianza ciegamente. Por eso no la oyó hasta que la tuvo encima y su rugido fue demasiado evidente para ignorarlo.
Al darse la vuelta el horror la paralizó.
Detrás de ella, a unos pocos metros, una ola monstruosa avanzaba en su dirección a la velocidad de la luz, barriendo todo cuanto hallaba a su paso. Como todas las riadas, apareció de repente, pero llevaba fraguándose un buen trecho. El lecho seco y profundo de la riera se había llenado con el agua de los torrentes secos que bajaban de la sierra hasta convertirse en un río embravecido. Un cúmulo de aguas turbulentas que arrastraban consigo ramas, piedras, animales y árboles, que lamían la tierra con voracidad y se llevaban cuanto encontraban por delante.
Anaíd permanecía inmóvil, en medio de ese lecho que pronto se inundaría de agua. El rugido del cataclismo la había paralizado como lo hacía en tiempos ancestrales el rugido del león. La niña, hipnotizada por la fuerza asesina del agua, era incapaz de reaccionar. Hasta que sintió unos brazos rodeándola no despertó de su ensimismamiento. Era Gunnar que, tras haber dejado a Selene en lo alto del pinar, había corrido en su búsqueda. Fue Gunnar quien la levantó en volandas y la lanzó como un fardo fuera del cauce mientras recibía sobre su cuerpo el impacto tremebundo del agua y era engullido por ella.
—¡Noooo! —gritó Anaíd al caer en el suelo cubierto de finas agujas de pinaza y resina, viendo cómo ese río desbocado y furibundo se llevaba consigo a su padre.
Le veía bracear desesperadamente intentando sujetarse a cuantas ramas se cruzaban en su camino, pero ninguna era lo suficientemente fuerte para detener el empuje de las aguas y sostener su peso.
Selene estaba inconsciente y los braceos de Gunnar eran cada vez más intermitentes y débiles. Pronto sucumbiría. Nadie podía ayudarlo excepto ella.
Anaíd se creció y comprendió que, si realmente quería salvar a su padre, le quedaban pocos segundos para poner en juego sus poderes.
Concentró todas sus energías en dominar el agua. Era la primera vez que lo intentaba y no resultaba nada sencillo, pero si las Omar de agua conseguían pacificar los océanos, ella, iniciada por el clan del delfín, intentaría detener el curso del torrente. A pesar de la dificultad, alzó las manos con las palmas abiertas y musitó unas palabras en la lengua antigua:
—¡Osneted semenditlor!
Lo pronunció con contundencia; la energía que brotó de su mente y se expandió por sus miembros se dirigió hacia las embravecidas aguas. Anaíd mantuvo el pulso con el río por espacio de un tiempo que le pareció eterno. El empuje del agua tenía la fuerza de mil cataratas y su sola voluntad mágica no bastaba para detener esa inercia enorme. Consumió todas sus energías en esa lid y notó cómo se le agarrotaban los dedos uno a uno y los calambres recorrían dolorosamente sus brazos extendidos. Pero no se amilanó. La vida de Gunnar estaba en juego y se mantuvo firme, presionando, aguantando y conteniendo el caos, hasta que poco a poco fue disminuyendo la presión y el curso del torrente desbocado fue amortiguando su velocidad hasta detenerse casi completamente, convertido en un riachuelo inofensivo.
Anaíd, exhausta, dejó caer los brazos y cerró los ojos unos instantes, para luego tomar aire y salir corriendo hacia donde supuestamente debía de estar Gunnar.
En efecto, encontró su cuerpo unos centenares de metros más abajo; estaba amoratado y no respiraba. Sin perder la calma, contempló su vientre hinchado, se arrodilló junto a él y apretó la boca de su estómago con ambas manos, presionando con los puños y usando la poca fuerza que le quedaba para desbloquear su laringe obturada y obligarle a expulsar el agua que encharcaba sus pulmones. Una vez, otra, otra. Los masajes eran potentes y certeros, y por fin el agua fue saliendo en pequeños surtidores por su boca; y tras el agua le sobrevino un acceso de tos. Inmediatamente, Anaíd se agachó y tapó su nariz mientras le proporcionaba aire con la boca sin olvidarse de masajear su pecho. Sintió el calor de sus labios, los latidos de su corazón que se instalaban de nuevo en aquel corpachón enorme y generoso, y con una emoción mayor si cabe que cuando lo vio por primera vez, asistió a su renacer.
Gunnar parpadeó, abrió los ojos poco a poco y se hizo cargo de la situación. Era rápido, muy rápido. Fue el primero que se percató de la catástrofe y que prefirió noquear a Selene para evitar pelear con ella antes de que la arrastrase la corriente.
—Selene —murmuró mirando a Anaíd.
—Ella está a salvo, donde tú la dejaste.
Se incorporó y él mismo, sin ayuda de su hija, dio unos pasos vacilantes, se agachó y vomitó toda el agua que había tragado. Luego, como si en lugar de haber estado a las puertas de la muerte se hubiese dado un chapuzón, tomó a Anaíd de la mano y la alejó del lugar donde estaban.
—¿Has detenido las aguas?
—Te estabas ahogando.
—Debes de estar agotada. Has consumido mucha energía.
Y Anaíd se dio cuenta de que, en efecto, estaba desfalleciendo.
—Lo importante es que ya acabó.
Gunnar la cogió en brazos antes de que cayese desmayada y, sólo entonces, la corrigió:
—Lo siento, pero justo acaba de empezar.
Un relámpago iluminó momentáneamente el valle, como un cohete de fogueo que precede a la traca. Pronto, el cielo estalló en mil pedazos. La tormenta de agua se trocó en una tormenta eléctrica de dimensiones desproporcionadas. Los rayos caían aquí y allá sin tregua y a cada estallido los tímpanos flaqueaban, a punto de reventar, y cada resplandor hería la retina. Gunnar, sin embargo, avanzaba hacia el bosque para rescatar a Selene del refugio incierto que constituían los pinos, que uno a uno iban siendo abatidos por los rayos.
Anaíd, casi semiinconsciente, pensó que estaba asistiendo al fin del mundo. No había un pedazo de tierra seguro donde refugiarse. El fuego y las descargas eléctricas estaban arrasando todo el perímetro que la rodeaba. Baalat iba a por ella y ella se había quedado sin fuerzas.
Gunnar llegó por fin al lugar donde había dejado a Selene, pero Selene no estaba. En su lugar sólo quedaba la cinta con la que acostumbraba a recogerse el pelo.
Gunnar, inquieto, depositó en el suelo a Anaíd y gritó.
—¡Selene! —y salió corriendo en su búsqueda.
Anaíd, asustada, quiso decir «No me dejes, tengo miedo», pero no pudo articular palabra. Al poco, la voz y los pasos de Gunnar se fueron perdiendo en la lejanía. Y ése fue el momento que aprovechó Baalat para llegar hasta ella.
Anaíd sintió, esta vez sí, claramente, un tentáculo húmedo y viscoso reptando por su rostro y pretendiendo introducirse en su oído. El asco pudo más que el miedo y de un manotazo apartó el tentáculo invisible, pero su mano quedó impregnada de una sustancia pegajosa, exactamente como si hubiese metido la mano en un tarro de miel. Intentó moverla pero no pudo, le pesaba y apenas tenía tacto. Poco a poco los dedos se le fueron paralizando hasta que le quedaron tiesos, rígidos. Parecían pegados con cola de zapatero y muertos. Era la mano de su sortija de esmeralda y sin el roce de su piedra mágica no podía convocar al guerrero almorávide.
Estaba sola y nadie podía ayudarla.
El pánico afloró al percibir de nuevo la repugnante sensación de un tentáculo frío e invisible que penetraba por uno de sus orificios nasales. Apretó los dientes venciendo las arcadas y la necesidad apremiante de arrancarlo de un manotazo, como hiciera antes, y puso en juego toda su fortaleza repitiéndose una y otra vez que la fuerza era inútil y que debía utilizar la magia con inteligencia y bloquear su mente para evitar ser invadida.
Consiguió detener a Baalat a fuerza de voluntad férrea.
Y mientras la tierra se resquebrajaba, los matorrales ardían, los troncos de los árboles caían desgajados y Gunnar buscaba desesperadamente a Selene, Anaíd cayó al suelo con los ojos en blanco luchando en silencio contra Baalat.
La poderosa magia de la Odish nigromante vencía poco a poco la resistencia de la niña. Y a pesar de la tenacidad de Anaíd bloqueando su mente, su cuerpo iba flaqueando tras cada sacudida y sus convulsiones eran casi agonizantes. Apretó los dientes hasta desencajarse la mandíbula de dolor. Los calambres le agarrotaban los nervios. Cada célula, cada partícula de su piel, de sus músculos y sus huesos estaba en tensión. Hasta que no pudo más. Al fin y al cabo su cuerpo era mortal y su corazón no resistiría. Eso significaba la muerte.
¿La muerte?
Anaíd dudó, flaqueó unos instantes, los suficientes para bajar sus defensas, y Baalat aprovechó ese momento para colarse dentro de ella.
Penetró por su boca, sus oídos y su nariz, y se desparramó por su cuerpo y su cerebro causándole un agudo dolor en la cabeza.
Anaíd gritó, pero nadie podía oírla.
La Odish se ramificó por todas sus conexiones neuronales y avanzó como una serpiente a través de sus pensamientos recónditos.
Anaíd, horrorizada, sintió como si una mano estrujase despiadadamente sus recuerdos infantiles, golpease hasta hacerla sangrar la memoria de sus experiencias y azotase sus sentimientos.
Baalat entró en ella, Baalat se expandió por sus manos, su estómago y su cerebro, y Baalat fue quien pidió a gritos el cetro de poder y husmeó hasta saber que estaba guardado en la caravana, dentro de la maleta, envuelto en toallas.
Anaíd aún conservaba la conciencia de sí misma, pero sabía que pronto la perdería y que entonces su cuerpo quedaría a merced de la voluntad de Baalat.
—Anaíd, no te rindas —le susurró una voz helada, pero cercana.
Atendió a esa voz amiga. Había hablado a un rincón de su cerebro que todavía le quedaba libre, un pequeño espacio de libertad en su mente invadida. Su memoria comenzaba a poblarse de extrañas escenas. En ellas revivía sacrificios ofrecidos a la diosa Baalat, legiones romanas avanzando bajo una nube de polvo…
—Anaíd, resiste —volvió a decirle la voz sibilante y fría.
Anaíd lo intentó con todas sus fuerzas. Se convenció de que esa lanza que sostenía el decurión no era un recuerdo suyo y la destruyó, la imagen desapareció de su recuerdo instantáneamente.
—Muy bien, Anaíd. Échala fuera de ti. Cierra tu mente —le ordenó la voz con autoridad.
Y Anaíd la obedeció.
Poco a poco fue rechazando con firmeza ese aluvión de imágenes y recuerdos ajenos, esa intrusión de vidas que no había vivido, ese rosario de horrores que afortunadamente no había presenciado. Y al hacerlo, notó cómo la opresión de Baalat frenaba bruscamente, se detenía y luego retrocedía paso a paso. Exactamente, como si desde fuera la arrastrasen a su pesar. Lo comprendió rápidamente. La voz la ayudaba y estaba arrancando a Baalat de su cuerpo.
—¡Ahora, Anaíd, ahora! —le ordenó la voz.
Recuperó sin dudarlo la entereza, supo aprovechar la ayuda que se le brindaba y expulsó a Baalat fuera de su cuerpo con todas sus fuerzas. Y por fin estuvo libre.
Se llevó las manos a la cara con temor. Jadeaba y temblaba como una hoja.
Esperó un nuevo ataque, una nueva acometida. Pero no sucedió.
No había nadie, sólo una niebla pegajosa envolviéndola. Tanteó el vacío con incredulidad. ¿Y Baalat? ¿Y la voz misteriosa que la había defendido? Nada. La rodeaba la nada más absoluta.
Por fin estaba libre, su mano había recuperado la movilidad. Ella misma pasó la palma de sus manos por sus piernas y sanó sus músculos restableciendo el tejido desgarrado. Su cuerpo era un guiñapo, pero con la ayuda de la magia recuperó el tono y la consistencia. No obstante, cuando fue capaz de caminar y quiso correr hasta la caravana para rescatar su cetro, se sintió tan cansada que boqueó en busca de aire, perdió pie y se desvaneció a tan sólo unos pasos. Los suficientes para salvar la vida, porque en esos mismos instantes la caravana saltó por los aires alcanzada por un rayo y el depósito de la gasolina explotó como una bomba. El gran vehículo comenzó a arder con llamaradas tan altas que chamuscaron las copas de los pocos pinos que habían resistido a los embates de la tormenta.
Anaíd abrió los ojos aturdida por el ruido y se protegió la cabeza con las manos para librarse de la lluvia de casquetes y cenizas que caía sobre ella. Y vio el cetro de poder, resplandeciente, volando por los aires como un pájaro alado de fuego que, siguiendo la trayectoria de un arco perfectamente trazado, aterrizaba a sus pies, obediente.
—¡No lo cojas, Anaíd, no lo cojas! —oyó que gritaba Selene en la lejanía corriendo hacia ella.
Anaíd estaba aturdida. A su alrededor sucedían cosas extrañas y necesitaba consejo. Frotó su anillo de esmeraldas y ante ella apareció Yusuf con su espada desenvainada.
—¡Oh, mi dama! En mi opinión, vuestro es el cetro, vuestro es el poder.
—¿Debo usarlo?
—Ha acudido a vuestros pies. Yo convocaré a mis guerreros para protegeros.
Y así lo hizo. Un ejército silencioso e invisible de aguerridos guerreros rodeó a Anaíd. Pero ni siquiera bajo la protección del ejército almorávide Anaíd se atrevía a cogerlo. Era incandescente, ardía y, por precaución, por miedo, retiró la mano sin tocarlo.
—¡Es una trampa, no caigas en ella! —gritó su madre—. No estás preparada para dominarlo y Baalat podría arrebatártelo.
Selene, jadeante, se acercaba a Anaíd con la angustia instalada en el rostro. Y tras ella, Gunnar. Los dos respiraron aliviados al comprobar que estaba sana y salva, y como si realmente fuesen capaces de comunicarse sin dirigirse ni una sola palabra, atravesaron las filas de los guerreros almorávides silenciosos, se tomaron de las manos y la rodearon. Anaíd quedó en medio del círculo mágico que propiciaban sus padres. Una Omar, un Odish. La magia de ambos y su fuerza para proteger a su cachorro. En el círcu lo exterior, los guerreros de Yusuf tranquilizaban a sus inquietas monturas. Estaba protegida. Se sentía segura.
—Ciertamente el cetro es tuyo —susurró Gunnar.
—Tómalo, Anaíd —oyó la voz fría que la había defendido de Baalat.
—No lo cojas, Anaíd. Resiste —insistió Selene.
Fuera de los círculos tras los que sus padres y los guerreros fantasmagóricos la protegían, Anaíd podía sentir la rabia de Baalat. Pretendía el cetro. Por tanto, si Anaíd conseguía el cetro antes, vencería. ¿A quién hacía caso?
La voz misteriosa y fría que la ayudó a expulsar a Baalat de su cuerpo la decidió.
—Anaíd, vence a Baalat, toma el cetro antes de que lo tome ella.
Y Anaíd, imbuida de sus palabras, alargó su mano y cogió el cetro de oro forjado por la madre O.
No se quemó ni se resintió de su atrevimiento. Inmediatamente, un flujo de energía luminosa brotó de la materia mágica de la que estaba compuesto el cetro dorado y se expandió cálidamente, fluyendo por sus venas y alimentando todos y cada uno de los rincones de su cuerpo.
El cetro era hermoso, palpitaba entre sus manos y, si bien la palma ya no le quemaba, el cosquilleo que se extendía por su cuerpo era más intenso en el lugar donde se producía el contacto.
El cuerpo fue perdiendo gravidez y tornándose ligero, ligero y Anaíd comenzó a ascender como una pluma transportada por el viento. Hasta que, asombrada, se vio a sí misma desde lo alto. No lo comprendía. ¿Volaba? ¿Levitaba? ¿Qué había sucedido?
En realidad, la sombra de Anaíd se había separado de su cuerpo y se dejaba arrastrar por la voluntad del cetro. El cetro de poder gobernaba el espíritu de Anaíd y la conducía hacia una dimensión espectral.
Se contempló con curiosidad. Esa joven esbelta, más alta y más delgada que Selene, de mirada azul, límpida, acerada como un iceberg, y tez blanca, casi translúcida, ¿era ella? Le recordó vagamente a la dama de hielo, Cristine, su abuela. ¿Así la veían los demás? Y cuanto más se miraba más se sorprendía de su aspecto y más fascinada quedaba por el frágil poderío que irradiaba.
Y en esos momentos el círculo externo de los guerreros de Yusuf fue atacado por una horda compacta de bestias salvajes. No podía distinguir si se trataba de panteras, hienas o chacales. Aquellas fieras saltaban sobre las monturas de los almorávides con los colmillos desnudos sin temer a las espadas de los espíritus.
Quiso bajar de nuevo y reunirse con su cuerpo terrenal para ayudar a sus padres, pero un chasquido, un dolor súbito y algo parecido a un desgarro la alertó. ¿Qué pasaba?
Y de pronto descubrió que ya no veía nada, que todo se había oscurecido. La niebla se extendía a sus pies como un manto y pronto truncó su sorpresa en extrañeza. El hilo que la unía con el mundo real se había roto y su espíritu vagaba sin rumbo, en otra dimensión.
Pero no estaba sola.
Ante ella había una Odish. Baalat. La reconoció inmediatamente a pesar de ampararse en la sombra de un cuerpo robado. Baalat era una serpiente sinuosa con brazos, una lengua bífida y unos ojos afilados. Poderosa y brillante como una cometa alargó sus tentáculos hacia ella y supo que pretendía arrebatarle el cetro y que por ello la había separado de su cuerpo. Anaíd había caído en la trampa de Baalat que la había arrastrado hacia sus dominios.
Se defendió con saña. El cetro era suyo. Le pertenecía. Entre la niebla oyó la voz mortal de Selene, difuminada por la distancia.
—¡No te dejes dominar por el cetro!
Pero Anaíd sólo obedecía el dictado de la voz interior que la animaba a avanzar hacia Baalat.
—Ven aquí, Anaíd, acércate —susurró Baalat.
Y esas palabras sí que le sonaron claras. Sabía que hablaba Baalat, pero no se amedrentó. Pronto le demostraría quién era más fuerte y quién era la dueña del cetro.
Dio un paso adelante hasta que quedó definitivamente cara a cara con la bruja Odish y quedó suspendida en el vacío midiendo sus fuerzas con ella. Y de nuevo oyó la voz de Selene avisándola.
—¡Huye, Anaíd, huye!
Sin embargo, Anaíd no huyó. El cetro parecía acercarla más y más a Baalat, hasta que sus alientos se confundieron y sus ojos se fulminaron.
Anaíd no tenía miedo porque poseía el cetro, ésa era su arma mágica para destruir a Baalat. Levantó lentamente su brazo con la intención de golpear el cráneo de su enemiga, pero no pudo. Por más que intentó asestar el golpe mortal, el cetro se negaba a seguir el dictado de su mano.
—¡Destrúyela! Te ordeno que destruyas a Baalat, la dama oscura —musitó Anaíd en la lengua antigua.
La risa de Baalat la desconcertó. No podía creerlo. El cetro se escurría de su mano y volaba hacia la mano de su oponente. No había forma de retenerlo. Se escurría sutil, como una anguila untada de aceite. De nada servía su voluntad, ni su empeño en mantenerlo, ni sus palabras mágicas, ni su enfado repentino. Hasta que el cetro estuvo en la mano indebida y la voz atronadora de Baalat retumbó en la noche:
—Ha venido hasta mí. El cetro ahora es mío.
Y se lanzó sobre Anaíd, que abrió la boca en busca de aire porque de pronto se ahogaba. Se llevó las manos al cuello para detener la opresión que sentía y que le impedía respirar. Baalat la estaba estrangulando sin ponerle siquiera una mano encima. La dama negra dictaba al cetro sus órdenes y ella simplemente se estaba muriendo.
Fugazmente, vio pasar ante sus ojos, a la velocidad de la luz, retazos de su vida. Vio a su abuela Deméter con su trenza canosa y sus ojos grises tomándola de la mano en el robledal y mostrándole con un bastón, bajo la hojarasca, los lugares donde crecían los hongos venenosos de la Amanita muscaria. Vio los ojos negros de Roc en su rostro moreno y sus hoyuelos en las mejillas, riendo porque el agua de la poza estaba muy oscura y Anaíd había confundido su mano juguetona con una culebra de río. Vio a Elena, oronda, preñada, ofreciéndole un libro con el dibujo de una niña china, tocada con su sombrero redondo en una plantación de arroz; vio a Karen examinándola y pesándola con un mohín de disgusto; vio a Selene arrullándola en sus brazos y llenándola de besos. Sus recuerdos pasando efímeros mientras el oxígeno dejaba de irrigar su sangre y los ojos se le nublaban de muerte.
Y cuando ya creía que había entrado en la morada de los muertos, una bocanada de aire fresco penetró en su garganta y la vida regresó a sus venas como una burbuja juguetona. ¿Qué había pasado? ¿Qué ocurría?
Pronto lo supo. Baalat y ella no estaban solas. Una silueta femenina de luz fría y rostro velado se había interpuesto entre ambas y luchaba denostadamente contra la Odish.
Anaíd se frotó los ojos, parecía un hada, un hada victoriosa que asestaba rayos mortíferos de luz blanca. Un hada silenciosa, fría y vengativa que no tuvo piedad de la Odish y finalmente consiguió desgajarla en mil pedazos.
¿Quién era la misteriosa dama que le había salvado la vida?
¿Y el cetro?
Lo buscó con la mirada y lo vio flotando en el espacio. La llamaba de nuevo. Quiso tomarlo, pero la ingravidez de su cuerpo la desconcertó. De pronto fue consciente de su levitar y supo que iba a caer de nuevo a la tierra.
—¡El cetro! —gritó alargando su mano hacia él.
Pero la misteriosa hada de luz de voz helada, la guerrera que había vencido a Baalat, se adelantó, tomó el cetro en sus manos resplandecientes y desapareció sin mostrar su rostro.
—¡Mi cetro! —gritó Anaíd horrorizada.
Y en ese momento cayó sobre el suelo recuperando la sensación del peso de su cuerpo y la conciencia de ser terrenal.
A su lado, una serpiente caía con la cabeza cercenada por el atame que sostenía Gunnar, si es que ese berseker que echaba espuma por la boca y destellos de ira en sus pupilas era realmente Gunnar.
Tras él Selene, sin dudar, clavó su propio atame en el corazón del cuerpo sin vida de la serpiente. El embrujo estaba destruido.
También el valiente ejército de los espíritus de Yusuf Ben Tashfin, cubierto de la sangre de las fieras y con sus ropas y sus cuerpos desgarrados por las mordeduras, se reagrupaba en torno a su jefe.
Selene dio un paso hacia su hija y la abrazó con fuerza. Anaíd notó sus sollozos y el calor de sus lágrimas que goteaban en su nuca, como un baño de compasión y afecto que la hacía retornar a la tierra.
—Anaíd, mi niña, mi pequeña.
Y ella se dejó querer sintiéndose de nuevo esa niña, una pequeña niña en brazos de su madre.