Anaíd permaneció inmóvil hasta que anocheció. Hubiera querido enfrentarse cara a cara al intruso que se escondía en el coche, pero la prudencia le aconsejaba esperar el regreso de Gunnar.
Cuando el sol se hundió definitivamente en el abismo y sus rayos dejaron de alumbrar los chopos, llegó la oscuridad. El desamparo y los gritos de la lechuza se adueñaron del merendero y el ánimo de Anaíd fue apagándose como una cerilla y cediendo terreno al miedo.
Hacía ya un rato que observaba cómo la puerta del maletero cerrado pugnaba por abrirse y en ese mismo momento, a pesar de estar herméticamente cerrada, comenzó a levantarse lentamente. Anaíd, con el cuerpo en tensión, desentumeció los dedos de su mano derecha uno a uno y asió con fuerza su atame. Estaba preparada para cualquier eventualidad. Recordó los consejos de la luchadora Aurelia, del clan de la serpiente: la mente clara, los sentidos despiertos y adelantarse siempre a las intenciones del oponente. Era un buen consejo para vencer.
Sin embargo, al distinguir una mano asomando entre las sombras, Anaíd perdió el mundo de vista y atacó a la desesperada. Se arrojó con todas sus fuerzas contra el intruso, sin orden ni concierto, sin proteger su flanco izquierdo ni triplicar su imagen para desconcertar al oponente. Estaba poseída por la ira y levantó su atame sin atender a la pequeña e indefensa figura de una muchacha asustada cubriéndose la cabeza con sus manos delgadas.
—¡Anaíd, no!
Fuese porque pronunció su nombre, porque el tono de voz era inofensivo o porque un instinto oculto le permitió ver los contornos con más nitidez a través de la bruma del descontrol, Anaíd detuvo el brazo a tiempo.
Jadeando y con la mano ardiendo, iluminó a la intrusa.
—¿Quién eres tú?
Y ante su estupor, la chiquilla se puso en pie, saltó fuera del coche, se arrodilló ante ella y le besó los pies.
—Te adoro, Anaíd. Soy tu más fiel y devota seguidora. Soy Dácil.
—¿Dácil? —inquirió Anaíd arrugando la nariz y sin dejar de deslumbrarla con su luz y amenazarla con su atame—. ¿La misma Dácil de los mensajes de e-mail y de SMS?
—Sí, Anaíd, soy yo. Te busco hace mucho tiempo. Quiero estar contigo, seguirte adonde vayas, servirte.
Anaíd tenía dos opciones: creerla o no creerla. La estudió con detenimiento paseando su mano sobre su cuerpecillo. Era una chica muy delgada, de pelo rizado y oscuro, piel morena y ojos excesivamente pintados y salpicados de rímel caducado, de ése que dejaba grumos en las pestañas y manchones en la cara. Los labios pintarrajeados de un rosa estridente, los pies sobre unos tacones demasiado altos que acentuaban la delgadez de las piernas, y un top cantón de lunares negros subrayaban el mal gusto de la desconocida.
Si obviaba los excesos, en cambio, el aspecto aniñado de Dácil, de sonrisa angelical, ojos dulces y nariz pícara, era el de una Virgen ortodoxa.
¿Niña? ¿Mujer? Ambigua.
—¿Qué hacías en nuestro coche?
—Seguirte, hace mucho tiempo que te sigo.
En ningún caso Baalat, con su mundología y su milenario amor a la belleza, hubiera consentido en reencarnarse en aquel cuerpecillo nervioso y chillón.
—Pero, pero… ¿se puede saber quién eres y de dónde sales?
Dácil sonrió con una sonrisa tan bonita que Anaíd imaginó una mariposa de alegres colores revoloteando en su cara.
—Soy Dácil, la Luz, hija de Atteneri, la Blanca, y nieta de Guacimara, la Princesa. Pertenezco al clan de la axa, la cabra, y desde niña, desde que abrí los ojos, oí hablar de la elegida y del día en que vendría a nuestro valle para descansar en la cueva y entrar en la penumbra del cráter.
Anaíd se quedó asombrada. Digirió como pudo aquel cúmulo de información e intentó asimilarla.
—¿Eres…, eres una Omar?
—Claro —rió con franqueza Dácil, respondiendo a su nombre, cuyo significado era Luz; en su alegría brillaba la luz.
—Y… ¿de dónde dices que vienes?
—De la isla de Chinet.
—¿Chinet? —repitió Anaíd con incredulidad.
—Vosotros la conocéis como Tenerife —aclaró Dácil.
—¡Claro, el Teide! —gritó Anaíd llevándose la mano a la boca—. ¿Has dicho que la elegida penetrará en la penumbra del cráter?
—Eso han dicho siempre las matriarcas de la Orotava. La cueva está preparada desde hace generaciones. Aremoga, la mujer sabia de La Gomera, y Ariminda, la reina, nos prepararon a mi prima hermana Tazirga, la perspicaz, y a mí, para agasajarla y recibirla. Somos algo así como las azafatas de la elegida.
Anaíd la corrigió.
—Querrás decir las novicias, o las oficiantes.
—No. Eso es muy cutre, no mola nada.
Anaíd se quedó desconcertada.
—Ya.
—Las azafatas de la elegida suena más guay, ¿no?
Anaíd repasó su vestuario de nuevo: además del horroroso top, llevaba una falda tejana con piedrecillas de colores incrustados, y en sus dedos lucía tantos anillos que apenas podía levantar las manos. Decididamente los gustos de Dácil y de ella eran muy diferentes.
—Pues sí, suena… guay.
Dácil sonrió como mil mariposas.
—¿De verdad?
Ahora ya no podía echarse atrás y menos cuando Dácil se lanzó a su cuello y la besó. Anaíd hubiera querido considerarlo un exceso, como su voz chillona o sus colores llamativos, pero el beso le pareció más dulce que los bollos de crema que había desayunado.
—Ariminda se va a enterar. Siempre me corrige.
—¿Ariminda?
—La matriarca de las axas. Es relamida y anticuada. No te gustaría nada, nada —y de pronto, sin que hubiera motivo, Dácil extrajo un paquetito de su bolsillo y se lo entregó—. Es para ti. Un regalo.
Anaíd hubiera querido rechazarlo, pero no pudo. Los ojos cantarines de Dácil, su mano generosa, su paquetito mal envuelto y la expectación mal reprimida le formaron un nudo en la garganta, un nudo muy extraño que le oprimía el cuello y le producía algo así como ganas de llorar. Muy raro.
Lo abrió con cuidado y una bonita piedra cuidadosamente pintada apareció en medio del papel arrugado. Los colores eran vivos, y las formas geométricas con que estaba decorada, muy bellas. La piedra oval era negra como el carbón.
—¿Te gusta? —preguntó con mucho interés Dácil—. La pinté pensando en ti, en el color de tu pelo y de tus ojos. Tu pelo rojo, el de verdad.
Anaíd supo que el nudo se le hacía al saber que alguien desconocido pensaba en ella y deseaba complacerla mediante algo tan delicado como una bonita piedra pintada a mano con amor.
—Es preciosa —comentó.
—Volcánica, de mi valle. Ven, te la pondré, es un amuleto. Está embrujada y te protegerá.
Y por el pequeño orificio, apenas perceptible, pasó un cordón de cuero y luego lo ató con pericia al cuello de Anaíd.
Anaíd notó cómo las manos delgadas de Dácil acariciaban levemente su cuello y luego jugueteaban con su pelo.
—Aquí se ve la raíz roja. Tendrás que teñirte. Qué pena. Me gustaría tanto verte con tu pelo rojo… Eres tan guapa que ni me imagino lo bonita que estarías con la melena roja. ¡Guauuu!
Anaíd se sintió complacida. Era agradable palpar esa admiración tan sincera.
—Así que tú eres mi azafata. ¿Y qué sabes hacer?
—Me enseñaron a ofrecerte plátanos con miel, a bañarte con esencias de aloe, a arroparte en una cama fresca perfumada de lavanda, a cantarte viejas canciones guanches y a entretenerte con antiguas leyendas, la de la princesa Ico, la de la bella Amarca…
Anaíd la interrumpió antes de que recitara la retahíla de leyendas que sabía.
—¿Y qué haces aquí?
Dácil se encogió de hombros.
—Me cansé de esperar y vine a buscarte.
Anaíd no entendía nada.
—¿Me estás diciendo que tengo que ir a la Orotava porque ahí tenéis una cueva dispuesta a acogerme?
—Te esperamos desde hace quince siglos.
—¿Me invitáis a unas vacaciones en las Canarias?
Dácil explotó en una carcajada.
—Me estás tomando el pelo.
—Para nada.
—Entonces, ¿por qué preguntas lo que ya sabes? Tú lo sabes todo, eres la elegida.
Anaíd negó.
—Te equivocas.
Dácil pareció apurada.
—Entonces…, ¿no eres la elegida?
Anaíd rectificó.
—No lo sé todo, mejor dicho, no sé nada y no tengo ni idea de por qué las matriarcas del clan de la cabra del Valle de la Orotava tienen dispuesta una cueva para recibirme desde hace siglos.
—Yo sí lo sé, soy la única que lo sé.
—¿Y me lo dirás?
—Es para entrar…
—¿Dónde?
Dácil miró a todos lados con reparo y muy flojito murmuró:
—En el camino de los muertos, el que une los mundos.
Anaíd se llevó una mano a la boca para reprimir su sorpresa.
—¡El Camino de Om!
—Las princesas menceyes ya lo conocían, pero no se atrevían a entrar hasta que morían. En cambio tú…
Anaíd se sintió muy rara. Una chiquilla venida del Atlántico y nacida en una hermosa isla de clima primaveral sabía más acerca de su destino y su misión que ella misma.
—¿En cambio yo qué?
—En cambio tú entrarás viva.
Anaíd sintió un leve temblor.
—Y saldré viva, supongo.
—Eso ya no lo sé… —admitió Dácil apenada.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Pues que, una vez entres en el cráter, nuestra misión, la de las oficiantes-azafatas, habrá acabado. Eso quiere decir que no saldrás.
Anaíd se mosqueó.
—O que no saldré por el mismo sitio.
Dácil dio la vuelta a su razonamiento. Era fácil de convencer.
—¡Es verdad! Me quitas un peso de encima.
Anaíd se dio cuenta de lo absurdo de la situación.
—Entonces, si me tienes que esperar en la cueva, ¿me puedes decir qué haces aquí?
—Conocerte.
La franqueza de Dácil era más refrescante que un helado de vainilla.
—¿Y cómo te has metido en el coche cerrado?
—Muy fácil. He hecho saltar la cerradura con el sortilegio de Bencomo.
Anaíd recordó que Bencomo estaba maldito.
—¿Bencomo? ¿Ese sortilegio no está…?
—Prohibido. Sí. Claro —afirmó con naturalidad Dácil—. Todos los sortilegios prohibidos provienen de Bencomo, el último mencey, el terrible, que usó la magia Omar para luchar contra las profecías de los oráculos que vaticinaban la invasión. Sin suerte, porque nos invadisteis.
—Yo no estaba.
—Bueno, los peninsulares; es una forma de hablar.
—¿Y si están prohibidos por qué los usas?
—Porque soy una revolucionaria.
La frase la dejó frita. No podía creerlo. Lo bueno del caso era que Dácil estaba encantada de conocerse a sí misma. Anaíd notó cómo la risa quería escapársele por debajo de la nariz, pero se reprimió.
—Vaya, vaya, he aquí a la Omar revolucionaria, la que capitaneará las nuevas generaciones de brujas jóvenes.
Dácil rió con risa cristalina.
—No seré yo.
—¿Ah, no? ¿No eres la gran revolucionaria?
—Yo no, yo sólo te sigo.
El asombro de Anaíd fue mayúsculo.
—¿A mí?
Dácil revoloteó a su alrededor como un ave del paraíso.
—Tú eres mi guía, tú eres mi modelo, mi ejemplo, mi futuro. Tú eres guay, joven, enrollada y no te comes el tarro como las matriarcas que nos prohíben ir a la discoteca, ponernos faldas cortas y usar los sortilegios de Bencomo.
Anaíd sintió que le rodaba la cabeza. Aquella pequeña Omar era una verdadera bomba de relojería.
—A ver Dácil, ¿qué tienen que ver la discoteca y la música house con la elegida y los sortilegios de Bencomo?
Dácil se carcajeó y Anaíd se quedó cortada.
—¡Eres muy divertida!
Anaíd no sabía que fuera graciosa, nunca lo había sido, aunque no le hubiera molestado serlo. Envidiaba —con envidia sana, claro— a las chicas graciosas que abrían la boca, desdramatizaban las pequeñas tragedias cotidianas y conseguían que todos se muriesen de la risa. Clodia, por ejemplo, era infinitamente más graciosa que ella. Pero si Dácil la consideraba divertida…, comenzó a saborear el privilegio de tener a una incondicional.
—¿Y qué quieres de mí?
—Verte, tocarte, seguirte, servirte… y…
—¿Y…?
—Decirte cada día que te adoro.
Y volvió a besarla con verdadera pasión, tanta que Anaíd se tambaleó y tuvo que sujetarse al coche. Gracias a esa distracción percibió a lo lejos la imagen de Gunnar regresando de su carrera de footing.
—¡Rápido, al maletero!
Dácil se extrañó.
—¿Por qué?
—No quiero que mi padre te vea.
—¿Quién te crees que me dijo dónde estabas?
Y en ese momento Gunnar, jadeando, se acercó hasta ellas y saludó a la recién llegada.
—Tú debes de ser Dácil.
Unos minutos más tarde Gunnar comía su sándwich sonriendo. La carrera le había devuelto el hambre y el buen humor. El asombro desmesurado de Anaíd le hacía tanta gracia que se le marcaba un hoyuelo en su mejilla derecha.
Los tres estaban dando buena cuenta de las provisiones sentados en una solitaria mesa de piedra graffiteada.
—No puedo creer que disimulases tan bien —se quejó Anaíd mordisqueando un plátano.
—Tengo muchos años.
—¿Y por qué te pusiste en contacto con Dácil?
—No me iba a quedar de brazos cruzados ante aquellos mensajes, ¿no crees?
Anaíd miró a ambos, a Gunnar y Dácil, conchabados sin que ella lo supiera.
—¿Y entonces la llamaste?
—Pues claro.
—Y a Selene no se le ocurrió.
Dácil negó.
—No. Tu madre nunca me devolvió un mensaje.
Ahora la curiosidad de Anaíd se dirigió hacia Dácil.
—¿Y cómo conseguiste el número de móvil de Selene?
—Lo copié de la agenda de Elena.
—¿Elena?
—Claro, yo venía de Urt. Lo que no sabía es que regresaría al mismo sitio.
—¿Cuándo marchaste de allí?
—Anteayer.
Anaíd se llevó la mano al pecho para que Gunnar y Dácil no oyeran los horrorosos latidos de su corazón que le salían por la boca. Qué vergüenza, qué apuro.
—¿Y conociste a… la familia de Elena?
—Sólo a algunos de sus hijos.
—¿A Roc? —preguntó con un temblor imperceptible.
—¿El guaperas de la moto? No me hizo ni caso, su novia es una tonta.
Anaíd se puso de los nervios.
—Marion.
—Eso, Marion, me cayó fatal —y de pronto se tapó la boca con la mano—. Lo siento, perdona, a lo mejor es amiga tuya.
—No, no lo es y no lo será nunca —explotó Anaíd aprovechando la ocasión que se le brindaba—. Marion es una chica engreída, egoísta, manipuladora…
Gunnar interrumpió el monólogo de Anaíd que derivaba peligrosamente en un soliloquio victimista.
—En un camión.
—¿Cómo?
—De polizón. Era un camión de pollos.
Anaíd entendió el motivo de su confusión para identificar el aroma dulzón que la había delatado. Una mezcla de pollo y niña.
—¿Tu madre ya sabe que viajas de esa forma?
—Dice que me parezco mucho a ella. Está muy orgullosa de mí.
Anaíd supo que algo no encajaba en esa explicación.
—¿Tu madre está orgullosa de ti porque te escondes en un camión de pollos?
—Ella se escondió en las bodegas de un barco durante muchísimo más tiempo.
—¿Ah, sí?
—Iba a Venezuela, pero hubo una tormenta y el barco se perdió. Desembarcó al cabo de mucho tiempo en EE.UU. y así pudo llegar a Nueva York.
—Qué experiencia tan original. ¿Cuándo sucedió?
—Hace diez años. Desde entonces no la he visto.
A Anaíd se le encogió el estómago.
—¿Tu madre te abandonó?
—No, no, está ahorrando para que vaya a vivir con ella. Me quiere un montón, somos muy parecidas.
—Ya.
—Yo sé mucho inglés, para cuando vaya a vivir con Atteneri y trabajar leyendo las manos; así la ayudaré.
—¿Y por qué no te ha reclamado antes?
Dácil sonrió.
—No puedo irme sin haber atendido a la elegida.
Entonces Anaíd lo comprendió todo.
—Quieres cumplir tu misión para poder ir con tu madre a Nueva York.
—Y por eso me has venido a buscar.
—Como tú no venías…
Anaíd se conmovió. El destino venía a buscarla, y eso quería decir que estaba jugando con su destino, dilatándolo, anteponiendo sus caprichos a sus obligaciones.
Pero ella sólo quería recuperar su cetro y disponer de un poco de amor. En cuanto tuviera el cariño de Roc otra vez, ya sabría qué dirección tomar.
Y espontáneamente se inclinó sobre Dácil y abrazó su cuerpecillo delgado. Notó cómo le correspondía clavándole en su espalda la pequeña mano ensortijada. Era un disfraz. Su aspecto de Lolita pizpireta encubría a una niña de trece años a lo sumo. Despierta, atrevida, entusiasta y sentimental, eso sí. Y sin madre, eso también. Como ella en esos momentos.
—Ha sido una sorpresa, Dácil —le confesó—. ¿Dónde vas a quedarte?
—Contigo —dijo inmediatamente la pequeña.
Anaíd le dio largas.
—No puede ser. Yo estoy de incógnito. Nadie debe saber que he vuelto.
Y miró a Gunnar. A él también lo conocían. Según le había explicado, había estado preguntado por ellas en Urt. Gunnar pareció leerle el pensamiento.
—No me verán, Anaíd, me iré.
Anaíd se quedó patidifusa.
—¿Adónde?
—Hacia el Sur. Si me quedo contigo, Selene interferirá. Tengo que engañarla y alejarla de ti.
Anaíd se angustió.
—¿Cuándo te irás?
—Cuanto antes mejor.
Con eso no contaba. No podía quedarse sola, sin padre y sin madre, huyendo de Omar y de Odish al mismo tiempo.
—Tengo miedo.
—Con el cetro en las manos no lo tendrás.
—Estaré sola —se lamentó Anaíd.
Pero Gunnar le guiñó un ojo.
—Te dejo en buenas manos…
Anaíd miró a Dácil, una mocosa que ni tan siquiera había sido iniciada.
—No me puedes hacer esto —se dolió.
Gunnar recogió los restos de comida, se puso en pie, se limpió las migas de su camisa y la besó.
—Volveré. Tenlo por seguro.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —gimió Anaíd.
—Buscar el cetro, por ejemplo —le sugirió Gunnar con retintín.
Anaíd, que había abandonado a su madre una noche antes, se sintió tan engañada como Selene.