Anaíd no pudo acercarse al robledal hasta el día siguiente. Esa noche la pasó con Dácil, escondidas en su casa, imbuyéndola de la necesidad de permanecer ocultas a los ojos de Elena y Karen.
De buena mañana dejó a su amiga durmiendo y emprendió el camino hacia la cueva donde se ocultaba el cetro. A medida que se acercaba, su mano comenzaba a arder de impaciencia.
Por fin, ansiosa, penetró en la oscuridad de su cueva. La descubrió en el robledal cuando era niña, escondiéndose de su abuela Deméter; la exploró durante años y ahora sería capaz de recorrer todas sus salas con los ojos cerrados. Se sabía de memoria los pasos que separaban la gruta del lago de la sala de las estalactitas; podía modelar a ciegas los recovecos de la roca caliza, los pasadizos que se adentraban en los túneles, e identificaba perfectamente su aroma húmedo y áspero, su silencio opaco y sus maravillosos techos artesonados cubiertos de infinidad de formas caprichosas que la naturaleza había modelado. Era su cueva.
No obstante, estaba tan obcecada en recuperar el cetro que no atendió a ninguno de los signos que le indicaban que algo anómalo sucedía. No notó que en el suelo arenoso había rastros de huellas humanas; que un olor acre impregnaba la sala de los fantasmas, bautizada así por las estalagmitas fantasmagóricas que se erguían como guardianes blancos; ni que, cuando penetró como una tromba en la gruta del lago, una sombra se escurrió escudándose en las paredes angostas y se ocultó tras una columna. Y es que Anaíd estaba muy alterada. Temblaba, le castañeteaban los dientes, le sudaban las manos y el corazón quería salírsele por la boca. Ardía en deseos de poseer el cetro. ¿Dónde estaba? Lo sentía, lo notaba muy cerca. El descontrol la dominaba. Sus ojos fueron a posarse con urgencia en el hueco que su visión le había señalado como el lugar donde se ocultaba el cetro. ¡Efectivamente, ahí estaba! En cuanto lo vio, sus ojos desenfocaron el resto del universo y se centraron en ese único objeto codiciado. Y al abrir la mano, la ansiedad de Anaíd creció y creció como un estornudo a punto de explotar.
El cetro brillaba, palpitaba, le decía tócame, y cuando alargó el brazo para satisfacer su deseo y empuñarlo, la sombra se cernió sobre ella y una mano delgada la aferró por la muñeca.
Quiso gritar, pero al levantar la vista sus ojos toparon con una hermosa y elegante dama de piel clara y ojos azules que la soltó inmediatamente, abrió sus brazos y la invitó a refugiarse en ellos con una gran sonrisa.
—¡Anaíd, hija!
Anaíd, que al despedir a su padre había mantenido el nudo de la emoción bien atado, sintió cómo se deshacía y no pudo detener el sollozo que salió, naturalmente, de su garganta.
—¡Abuela! —gritó antes de fundirse en un abrazo con Cristine Olav, la dama de hielo.
Recordó la batalla contra Baalat, la voz serena y fría que le dictó sus actos, el espíritu sin rostro que destruyó a Baalat y se quedó con el cetro. Y la señaló atónita…
—¡Me salvaste de Baalat, fuiste tú!
Cristine movió levemente la cabeza, en un gesto afirmativo.
—Pues claro, bonita, no te iba a dejar morir.
—Tú trajiste el cetro hasta aquí, para que reconociera el lugar.
—Un lugar a salvo de indiscreciones.
—¿Gunnar lo sabía?
—Yo misma le avisé de que te esperaría junto al cetro.
—Entonces, cuando dijo que me dejaba en buenas manos, se refería a ti.
—Naturalmente —sonrió Cristine acariciándole la cara con dulzura—. Ya sabes que te quiero.
—Yo también —reconoció Anaíd acurrucándose en el pecho blanco y frío de la hermosa dama.
Únicamente pensó que, si lo supiera Selene, no lo entendería jamás.
Anaíd ya era capaz de distinguir a las Odish. Desde que fue iniciada en Sicilia, percibía su presencia, distinguía su mirada y detectaba su olor acre. Pero Cristine Olav era diferente. Aunque fuera una bruja Odish, por encima de todo era su abuela. Y la abrazó y la besó sin ningún reparo y sin conciencia de estar traicionando a su tribu ni a su clan.
Cristine, alta, rubia y con los mismos ojos azul grisáceo que heredaron Gunnar y ella, era una abuela juvenil. Pero Anaíd pronto se dio cuenta de que estaba dispuesta a consentirla como todas las abuelas.
—Pídeme lo que quieras, mi niña —le ofreció con su voz tan elegante como sus manos delgadas e inmaculadas.
Anaíd tenía un deseo irrefrenable de tocar el cetro.
—¿Puedo…?
Anaíd lo acarició avergonzada. Delante de Cristine no se atrevía a empuñarlo. Se limitó a rozarlo con los dedos y a sentir cómo el bienestar del objeto mágico se extendía por todo su cuerpo.
Luego rogó:
—¿Puedo…, puedo ver a Roc?
—Ven conmigo.
Cristine la invitó a acompañarla al interior de la gruta del lago. Una vez allí, con un levísimo chasquido de dedos, el lago se transformo en un gran bloque de hielo. Desde cinco rincones estratégicos, que unidos por líneas imaginarias componían la forma de un pentáculo, se encendieron cinco velas que con su luz difusa fueron iluminando paulatinamente la estancia.
Cristine rozó levemente el hielo y, ante el asombro de Anaíd, la imagen de Roc comenzó a reflejarse a sus pies. Se le disparó el pulso a mil. ¡Qué guapo que era!
En esos momentos Roc estaba en clase, sentado en su pupitre, sudoroso y agitado, ensortijándose el bolígrafo en un rizo, una vez y otra, en un tic repetido hasta la saciedad. Ante él, un papel en blanco y una fotocopia con cuatro problemas de matemáticas. Era un examen y lo llevaba fatal. Se compadeció de Roc.
—¿Puedo ayudarle?
—¿Estás segura? —la interrogó Cristine.
—No quiero que suspenda.
—Pues tú misma.
—¿Qué hago?
Cristine le tomó las manos.
—Pronuncia conmigo: Etpordet, le, numis.
Esa magia ya no era Omar. El conjuro de Cristine no lo utilizaban las Omar. Y con razón.
—Etpordet, le, numis—susurró Anaíd flojito.
Y Roc, como en una secuencia absurda, comenzó a escribir a una velocidad desesperada, como si le fuera la vida en ello y sus manos trabajasen a cámara rápida. A su lado, los compañeros se daban codazos y reían. Parecía loco, estaba enloquecido y ni siquiera él comprendía lo que le estaba sucediendo. Hasta que se detuvo con los ojos vidriosos, la mano agarrotada y la incredulidad en el rostro. Había resuelto los cuatro problemas perfectamente en menos de un minuto. O, en cualquier caso, había escrito un montón de números que bien podían ser la solución de esos problemas incomprensibles.
Anaíd quiso decirle que había sido ella, que gracias a ella había resuelto el examen, pero en ese preciso momento la mano de una chica que no había visto antes se deslizó por el pantalón de Roc poco a poco y trepó hasta su pupitre para alcanzar la hoja que Roc le alargaba.
Anaíd se desencajó de rabia. Ahí estaba Marion interfiriéndose entre ella y Roc, para variar, y robándole el examen que acababa de regalarle. Sin necesidad de palabras miró a Cristine y le hizo saber que tenía celos y quería venganza.
Cristine lo entendió. La cogió otra vez de la mano y dictó su nuevo conjuro.
—Azat, senert ateliomint.
Y Anaíd, esa vez, lo dijo bien alto, bien fuerte.
—Azat, senert ateliomint.
De pronto, el papel comenzó a arder y Marion, horrorizada, lanzó un grito y lo dejó caer sobre los pantalones de Roc, que a su vez se levantó, lo lanzó al suelo y lo pisoteó. El revuelo fue enorme y el profesor se acercó con cara de pocos amigos. Era Hilde, el más intransigente de la escuela. No dejaba pasar ni una. Miró a Roc, a Marion, se hizo su composición de lugar y espacio, cogió el papel y lo estudió con mirada sagaz.
—Magnífica chuleta.
Su dedo señaló alternativamente a Roc y luego a Marion.
—Fuera, estáis suspendidos.
Anaíd no quiso ver más. Acababa de distinguir el brazo de Roc amparando el desconsuelo de Marion, que comenzaba a agitarse en sollozos. No quería ver cómo la consolaba ni cómo los dos se convertían en aliados y víctimas de un mismo verdugo. La desgracia unía mucho. Lo sabía. Y se enfadó porque ella misma acababa de estrechar el nudo entre Marion y Roc.
—¡No quiero ver más! —gritó.
Al instante el lago recuperó su aspecto mientras Anaíd corría a refugiarse de nuevo en la sala de las estalactitas, junto a su cetro.
Cristine, compungida, fue tras ella y la consoló.
—Pobrecilla, no te lo mereces.
Su vida era una porquería, pero las manos dulces de su abuela secaron sus lagrimillas, ésas que habían escapado sin pedir permiso.
—Ea, todo se puede solucionar.
—¿Cómo?
—Tienes el poder para ello.
—No tengo ningún poder —se lamentó, catastrofista, Anaíd.
—¿Ah, no? ¿Y el cetro? —le indicó.
Anaíd se quedó pensativa contemplándolo.
—El cetro no está al servicio de los deseos privados.
—¿Quién ha dicho eso?
—Mi madre.
Cristine le sonrió.
—Tu madre se equivoca. Se equivocó dando la poción a Roc para que te olvidase.
Era cierto. Tan cierto como que no podía pensar en otra cosa.
—A lo mejor te parece banal, pero la elegida debe ser feliz por encima de todo. Si no consigue su propia felicidad, no podrá hacer felices a las otras brujas, y menos dirigirlas. ¿Hacia dónde eleva su mirada si todo le parece confuso?
Anaíd asintió. Era obvio, flagrante y coincidía con su abuela. Es más, ella había llegado a la misma conclusión. ¿Cómo iba a lanzarse a una aventura que requería todo su empuje si únicamente deseaba estrangular a Marion?
—Bien, llámalo.
—¿A Roc?
—Al cetro, tontina.
—¿Cómo?
Cristine rió.
—¿No sabes llamarlo?
—No —se sorprendió Anaíd.
—Tú tienes el poder de hacer que acuda a tu mano cuando desees.
Anaíd abrió unos ojos como platos.
—¿Ah, sí?
—Cómo es posible que nadie te lo haya dicho, ni nadie te lo haya enseñado. Repite conmigo: Soramar noicalupirt ne litasm.
—Soramar noicalupirt ne litasm—repitió con convicción.
Inmediatamente sintió el calor en la palma de su mano, una llamarada de luz que guió el camino del cetro. Y el cetro, obediente a su llamada, voló hasta encajarse en el hueco caliente de su mano.
—Anda, cierra la boca —le dijo Cristine en broma.
Pero Anaíd no podía cerrarla de la emoción.
—¿Cómo ha llegado hasta mí?
—Magia, cariño, magia, por algo eres una bruja.
Podía llamarlo a su antojo, podía hacerlo ir hasta ella y así ya no tendría que reprimir los deseos irrefrenables de poseerlo.
—Es precioso —musitó su abuela con arrobo.
Cristine lo contemplaba ensimismada y su mano blanca se acercó a tocarlo, pero Anaíd retiró inmediatamente su tesoro y lo ocultó en su espalda.
—Puede ser… peligroso —se justificó.
De pronto, acababa de recordar las advertencias de la lección de su madre. Tres Odish ansiaban poseer el cetro: Baalat, la condesa y su propia abuela, Cristine. Los ojos de Cristine habían reflejado la codicia, aunque enseguida volvieron a ser afables y, sin asomo de ansiedad, le sugirió que volviese a guardarlo.
—Anda, déjalo donde estaba.
No, Cristine no era como su madre decía. Podía confiar en ella.
—Abuela, ¿y ahora qué haremos?
—¿Tú qué quieres hacer, cariño?
—Una cosa es lo que me gustaría hacer y otra lo que podría…
—Tú puedes hacer lo que desees, Anaíd. Lo que desees. ¿Entiendes?
—No es cierto. Hay magia que me está vedada. ¿Y si quisiese convertirme en avispa y picar a Marion qué?
Nunca supo cómo ni de qué forma apareció en el patio de la escuela, junto al tilo, revoloteando sobre la cabeza castaña de Marion. No había pronunciado ningún conjuro ni había repetido ninguna de las palabras que su abuela le dictaba. Pero era una avispa y bajo ella tenía a su enemiga besándose con Roc. Podía picar a los dos o… Se interfirió entre sus bocas y clavó su aguijón en el labio de Marion.
—¡Ahhh! —gritó horrorizada Marion separándose de Roc.
Le estaba bien empleado. El labio se le hincharía y le
quedaría tan dolorido que se le pasarían las ganas de besar a Roc durante un tiempo.
—¡Maldita avispa! —oyó que gritaba Roc.
Y a punto estuvo de morir aplastada bajo su zapato. Un rapidísimo looping la salvó por los pelos. Planeó hasta las alturas para escapar de su radio de acción.
Marion estaba desesperada refregándose la boca y llorando de dolor.
—Espera, no te lo toques. Qué pasada. Es brutal.
En efecto, el labio de Marion, amoratado e hinchado, era como el de un boxeador. Roc escupió sobre un poco de tierra, fabricó un montoncillo de fango con su propia saliva, hizo una pasta y la aplicó con cuidado sobre la picadura. Lo hizo con cariño, con delicadeza, y luego abrazó a Marion, compadecido de ella, queriéndola más por esa desgracia que los unía.
Anaíd, convertida en avispa, sintió que de nuevo la rabia la embargaba y en esos instantes deseó acabar con ellos de una vez. Fue un deseo oscuro, turbio. Y aunque no llegó a formularlo con palabras, desde las alturas vio horrorizada cómo las ramas del tilo bajo el que se refugiaban Roc y Marion comenzaban a moverse, a crecer, a inclinarse y a deslizarse suavemente alrededor de sus cuerpos.
Estaba haciendo magia. Estaba materializando un deseo. El árbol multiplicaba sus tentáculos y apretaba cada vez más a Roc contra Marion, a Marion contra Roc, y los iba estrangulando con sus finas ramas.
—¡Auxilio! —gritó Marion.
—¡Agggg! —pudo decir a duras penas Roc intentando desprenderse de una gruesa rama que se había enrollado en torno a su cuello.
Anaíd reaccionó. Fuese una avispa o una chica no podía permitir que una pataleta de rabia acabase en una tragedia.
El tilo detuvo su ataque y poco a poco aflojó la presión de sus ramas, que se fueron retrayendo y regresaron a su forma y su tamaño habituales.
Marion lloraba.
—Vámonos de aquí, este árbol está embrujado.
—Espera.
—No me toques, tú también estás embrujado.
—¿Yo?
—Sí, tú. Cada vez que me acerco a ti me ocurre algo. Vete.
Anaíd revoloteó complacida observando cómo Roc intentaba convencer a Marion de lo contrario.
—No seas burra, han sido coincidencias.
—¿Coincidencias?
Roc la cogió de la mano y la acercó a él.
—¿Lo ves? No pasa nada.
Y ése fue el gran momento de Anaíd. De una mirada rápida convocó a todos los pulgones, las larvas de mariquitas y las hormigas que paseaban por las ramas del tilo y los obligó a saltar sobre Marion. Una lluvia de insectos repugnantes cayó sobre su pelo, su cuerpo y su ropa. Los aullidos se oyeron hasta Estambul.
—¡Ah, qué asco! ¡No te acerques más a mí! ¡Fuera!
Marion huyó a la carrera y dejó a un Roc perplejo mirando la copa del tilo sin conseguir saber cómo ni por qué había vivido tantos episodios extraños en tan poco tiempo. El examen, el incendio, el árbol estrangulador y ahora la plaga de insectos.
Anaíd se sintió satisfecha, sus deseos se habían cumplido. Ya podía regresar a su cuerpo.
Y volvió a ser una chica, y no una avispa, sentada en una gruta subterránea, quien intercambió una mirada cóm plice con aquella mujer tan maravillosa que le había enseñado en unos minutos a conseguir que sus deseos se hiciesen realidad. Era tentador y muy, muy divertido.
—Gracias, abuela.
—De nada, ha sido un placer. Y sólo es el principio.
—¿Puedo hacer muchas más cosas?
—Pues claro, cariño.
—¿Conseguir que Roc esté loco por mí?
—Eso es facilísimo, hasta las Omar pueden.
—Pero no lo practican.
—Algunas sí. Tu madre, por ejemplo.
Era verdad. Selene había admitido que proporcionó a Gunnar una poción amorosa que había aprendido de niña con su prima Leto.
—¿Me ayudarás?
—Naturalmente. Y te protegeré.
Anaíd se arrebujó en sus brazos. Su abuela, Dácil. No estaba tan sola como había creído.
—Sería fantástico vivir con papá y contigo.
Cristine la tranquilizó.
—Gunnar distraerá a Selene. Será su anzuelo. Luego volverá a por ti. Te quiere.
Su abuela tenía razón, alguien tenía que dejar pistas falsas sobre su paradero. No podía arriesgarse a que Selene se presentase en Urt y desbaratase sus planes.
—¿Y Dácil? ¿Qué haremos con Dácil?
Cristine Olav sonrió.
—Esa chica nos va como anillo al dedo.
—¿Tú crees?
—Te adora, hará lo que le digas, fingirá lo que le propongas.
—¿Y qué le propondré?
Cristine sonrió enigmática.
—Ella será tu aliada en el mundo real. Nadie ha de saber que estás en Urt. Si Elena o Karen se enterasen, las Omar intervendrían. Dácil será tu alter ego.
Anaíd se quitó un peso de encima. Era cierto. Su abuela pensaba por las dos, maquinaba y tenía planes seductores en la cartera.
—Vamos a comer algo, ¿no?
—¿Tienes hambre?
—¡Uff!, me comería una langosta.
Fue un decir, una frase hecha, algo que formuló sin pensarlo. Pero en el momento en que tuvo en sus manos una langosta se quedó patidifusa.
—Anda, come, ¿no tenías tanta hambre?
—Pero… —intentó objetar Anaíd.
No había sin embargo ninguna objeción al olorcillo de la langosta y a su carne blanca, tierna y sabrosa que Anaíd probó al separar un fragmento de caparazón.
—Hummm, deliciosa —musitó.
Y en ese mismo instante lamentó no tener una servilleta y un pedazo de limón.
—Dilo, formúlalo con claridad —la incitó Cristine.
—¿El qué?
—Tus deseos, Anaíd, todos tus deseos se pueden cumplir.
—¿Aunque sean egoístas?
Cristine rió.
—¿Desde cuándo un deseo no es egoísta?
—Si deseamos el bien ajeno estamos pensando en los demás —justificó Anaíd.
—¿Y eso no sirve para tranquilizar nuestra conciencia? También es egoísta, cariño.
—Es que…
Anaíd no acababa de decidirse. No acababa de arrancar.
—Dilo ya. ¿Quieres ser la elegida y comportarte como tal?
—Entonces no te reprimas, cariño, desea, desea con pasión y serás correspondida. La tibieza y la mediocridad no son buenas compañeras de las heroínas. Aspira a grandes cosas, sé ambiciosa y lucha por ello. ¿Cómo te crees si no que triunfan algunos políticos, algunos hombres de negocios, algunos famosos? Eres muy, muy poderosa. Actúa como lo que eres.
Anaíd se sintió henchida de orgullo. Su abuela tenía razón. La elegida no podía ir por el mundo con la cabeza gacha, los pies descalzos y arrastrando los deseos mal reprimidos. La elegida tenía el cetro y tenía la potestad de dirimir el futuro de todas las brujas. Debía, por lo tanto, poseer la llave de la felicidad, de la propia y la ajena. Ella, Anaíd, era la elegida y simplemente deseándolo el cetro obedecería a su llamada y acudiría a ella.
—Soramar noicalupirt ne litasm —exclamó con voz clara y tono autoritario.
E inmediatamente el cetro voló de nuevo hasta su mano y le confirió el poder que necesitaba, el que le correspondía por ley.
—Deseo conseguir el amor de Roc.
Cristine, su abuela, la miró arrobada y la besó.
—Tus deseos se verán cumplidos, bonita. Todos. Todos.
* * *
Dormía envuelta en pieles, dentro de un iglú que la protegía del viento del Norte. Pero su sueño era intranquilo y gritaba en medio de grandes pesadillas.
Su madre estaba alimentando a los perros, que se habían despertado inquietos y se habían puesto a ladrar en plena noche. Al oír los chillidos de su hija, corrió presurosa a su lado.
—Sarmik, Sarmik, despierta —le insistió una y otra vez zarandeándola para que abriese los ojos.
Sin embargo, Sarmik, una inuit de quince años, de ojos rasgados y tez de porcelana, se resistía a despertar y su cuerpo se retorcía como una serpiente.
Fuera, haciéndose eco de un mal presagio, los perros del trineo aullaron a la luna, como solían hacer sus antepasados, los lobos.
Kaalat miró a su hija y se estremeció. Sabía que un día u otro llegaría el momento en el que su hermana la reclamaría, pero no creía que fuese tan pronto.
—Sarmik, Sarmik, despierta.
Y esa vez Sarmik la obedeció y se puso en pie como una autómata. Luego abrió los ojos y Kaalat se llevó la mano a la boca. Estaban ciegos. Había desaparecido su pupila y la cornea blanca ocupaba todo el globo ocular. Sarmik había sido poseída.
—¡Oh, gran madre osa!, protege a mi hija Sarmik y protege a su hermana de leche Diana. Ellas son una, así fue sellado su destino.
Sarmik cayó al suelo desfallecida y Kaalat corrió a recibirla en sus brazos.