Tras repostar, Selene pagó con lentitud al empleado de la gasolinera. Lo hizo aposta para sonsacarle.
—Rubio y muy alto.
No le había sido difícil darle conversación. El buen hombre era de natural dicharachero.
—¿El listo del Passat?
A Selene le temblaron las rodillas.
—Un Passat gris piedra —apostilló para refrescarle la memoria.
Pero no hacía falta, el empleado no pudo disimular su disgusto.
—Menuda mañanita me ha dado el pájaro.
Selene continuó entregándole los billetes uno a uno y mirándolos al trasluz, como si dudara de su autenticidad. Llevaba días repostando en gasolineras diversas, hasta que había dado con la acertada.
—¿Problemas? —preguntó aparentando indiferencia.
El empleado se despachó a gusto.
—Nos ha montado un pollo diciendo que las máquinas estaban manipuladas. Se ha empeñado en que le cobrábamos de más.
Selene se asombró. El empleado, de piernas rechonchas, farfulló:
—Y me las quería hacer desmontar. Ese sueco era un follonero.
¿Gunnar follonero? Le resultó chocante. Gunnar era generalmente un hombre discreto y prudente.
—¿Y la niña?
—¿Qué niña?
—La que viajaba con él.
—Pues no, no viajaba con nadie…
—¿Está seguro?
El buen hombre se rascó la cabeza, brillante y calva.
—Aunque en el asiento trasero llevaba unos paquetes cubiertos con una manta. Y se me ha ocurrido, fíjese que tontería, que se dedicaba al tráfico de ordenadores.
El empleado de la gasolinera tenía ideas muy peculiares sobre los clientes. Los clasificaba por estilos.
—Tenía cara de informático. Los informáticos son gente muy rara.
Selene le cortó con impaciencia.
—¿A qué hora ha pasado?
Y de pronto el tipo desconfió.
—¿Y usted por qué hace tantas preguntas? ¿A qué viene tanto interés?
Selene podía haber inventado cualquier patraña ridícula, como que habían chocado y se había dado a la fuga o que le debía dinero, pero necesitaba explicar a alguien su situación.
—Ha secuestrado a mi hija.
El hombre, con respuesta para todo, se quedó sin palabras.
—Qué fuerte, pero qué fuerte.
Selene se vio obligada a matizar.
—Él es su padre, no la había visto nunca y la ha convencido para que huya con él. La niña es menor de edad y tengo que encontrarla.
—¿Lo ha denunciado ya a la policía?
Selene negó.
—Ni pienso hacerlo. La policía complicaría las cosas. La niña podría decir que está con él por voluntad propia.
—Un tipo muy rebuscado, sí señora, de ésos que parecen una cosa y son otra.
—¿A qué hora se fue? —insistió Selene, esperando haber vencido sus reticencias.
Efectivamente, estaba de su parte. El buen hombre miró el reloj e hizo sus propios cálculos.
—Debe de hacer unas tres horas. Y está usted de suerte.
—¿Por qué?
—Porque me comentó que quería estar en Algeciras mañana para embarcar en el ferry hacia Marruecos. Con la gasolina que ha puesto tiene autonomía para cuatrocientos kilómetros, pero está anocheciendo. En algún sitio tendrá que dormir y cenar.
—Muchas gracias —musitó Selene ofreciéndole un billete de más, que el hombre rechazó.
—Ánimo, señora, y no se preocupe, que las hijas son de las madres digan lo que digan. Tarde o temprano volverá con usted.
Selene se sintió más reconfortada por esas palabras ingenuas. La solidaridad del empleado de la gasolinera le daba fuerzas para continuar haciendo kilómetros y acortando distancia con Gunnar.
Se sentó de nuevo al volante, se sujetó el cinturón y ya no le temblaron las manos cuando cambió de primera a segunda y de segunda a tercera haciendo gala de sus reflejos habituales. Hubiera deseado vivir en esa inconsciencia parecida a una conducción automática permanente, pero ya no le era posible.
Su única hija Anaíd, la elegida, había escapado en compañía de Gunnar en el peor momento posible, justo cuando necesitaba su ayuda para enfrentarse a la prueba de vencer a las Odish. ¿Cómo emprendería el Camino de Om? ¿Cómo encontraría el cetro? ¿Cómo lucharía contra Baalat?
Temía que ese punto de inflexión no tuviese vuelta atrás. Nunca se puede regresar al mismo lugar del que se partió. Anaíd, después de su viaje con Gunnar, fuese adonde fuese, ya no sería nunca más la misma niña que dejó.
¿Se cumpliría la profecía de Odi? ¿Sucumbiría al poder del cetro? ¿Ya había iniciado ese peligroso camino? No cesaba de atormentarse con todas esas preguntas. E intentaba eludir las peores. ¿Y la maldición de Odi? Nunca había hablado a Anaíd sobre ello. Por superstición, o por miedo quizá, había evitado darle cancha sugiriéndole pensar en esa posibilidad. Siempre había supuesto que ella estaría cerca para advertirla y aconsejarla.
¿Y si se había equivocado? ¿Y si su obligación de mentora y madre hubiera sido aleccionarla para rechazar cualquier tentación que pudiera conducirla hasta la maldición? ¿Había obrado bien? ¿Mal? ¿Imprudentemente?
Ya sabía que la vida no era un camino recto y previsible, que estaba llena de curvas, de placas de hielo, de encrucijadas y de baches; que no podía poner la directa, apretar el acelerador y relajarse. Pero su vida, en esos momentos, era tan inquietante que, tras cada cambio de rasante, la acechaba un precipicio.
Se estaba desquiciando.
Durante muchos años sobrevivió en un letargo parecido a ese gesto rutinario de la conducción por una autopista poco transitada. Cada día era parecido al anterior y nada estorbaba ese gotear lento del tiempo frío del Pirineo, viendo crecer a su hija, contemplando los cielos estrellados, dibujando sus cómics y sintiéndose plácidamente arrullada por el cariño incondicional de las amigas y la voluntad férrea de una madre como Deméter.
Despertó violentamente de ese duermevela tras el asesinato de Deméter a manos de las Odish y tuvo que sobreponerse al dolor súbito de la pérdida. Nunca pensó que la orfandad a los treinta años fuese tan descarnada, pero se sintió perdida y desorientada sin la voz ni los ojos de su madre. Tuvo que urdir una estrategia a solas, sin confiar en nadie, sin permitirse un atisbo de flaqueza, sin establecer ninguna complicidad con otro ser vivo. Tuvo que fingir un papel y representarlo a su pesar. Tuvo que engañar, mentir y hasta enemistarse con sus amistades. Estuvo sola en todo y para todo, y dispuesta a llegar hasta el final. Y esa soledad tan absoluta y esa certeza fatalista acabaron por lastrarla. Su carácter se agrió y afloró el cansancio.
Tenía que reconocer que, tras esa larga lucha enconada en la que ella misma había optado por convertirse en el señuelo de las Odish para preservar el destino de Anaíd, sus fuerzas habían quedado mermadas. Hasta deseó desaparecer en el mundo opaco y mitigar así su dolor. Sin embargo, Anaíd la salvó del ostracismo y la obligó de nuevo a enfrentarse a la realidad.
Y poco a poco había recuperado su apego a la vida, que era mucho y a veces excesivo, había vuelto a saborear la esperanza y el deseo, y se había entregado a la causa de su hija con sus cinco sentidos, con el arrebato de siempre y, también como siempre, sin preservarse.
Se había lanzado al juego a cara descubierta, apostando todo lo que tenía a esa baza. Su fuerza, su entusiasmo y su pasión…, todo a la carta de Anaíd. Hasta que Gunnar se sentó a su mesa, sacó su as y se llevó a su hija sin despeinarse.
La huida de Anaíd había sido un golpe muy duro.
Más duro que perder a su madre.
Su madre fue su apoyo, Anaíd era su razón de vivir. El único motivo que justificaba haberse levantado cada mañana a lo largo de sus últimos quince años. Por ella se refugió en Urt. Por ella se reconcilió con Deméter. Por ella eligió una profesión libre y sin ataduras. Por ella rechazó el amor. Por ella retomó su militancia en la tribu y el clan. Por ella se tiñó el pelo y la suplantó, para que las Odish la confundiesen con la elegida, y por ella se ofreció finalmente a morir si hacía falta.
Y ahora, Anaíd la había abandonado sin tener en cuenta que lanzaba por la borda quince años de dedicación, de esperanza, de ilusiones sin florecer y expectativas sin cumplir. Anaíd había cercenado sus sueños y la había sumido en el desconcierto.
¿Era eso lo que sentían las otras madres cuando sus hijos las abandonaban para vivir su vida?
Probablemente todas las madres tuvieran tantos motivos como ella para esperar de sus hijos el agradecimiento eterno. La vida de las madres acostumbraba a estar construida desde el pan duro, las noches en vela y las sesiones de cine pospuestas.
Se mordió el labio hasta hacerlo sangrar.
Pero había una cosa que no le perdonaba. Anaíd había escapado con la persona de quien ella la preservó siempre: Gunnar. Gunnar era la espina que llevaba clavada desde hacía demasiado tiempo. Gunnar aún existía, era poderoso, apuesto, inteligente, se servía de las mismas armas de seducción y había vuelto a despertar sentimientos dormidos y contradictorios. Gunnar había reabierto antiguas cicatrices y, finalmente, había engañado a su propia hija.
No era justo.
Selene se iba reblandeciendo. La coraza de rabia barnizada de voluntad que se había impuesto se iba empapando de lágrimas de desconsuelo. No era dada a la autoconmiseración. No practicaba el victimismo como otras madres, pero esa vez había tocado fondo.
¿Anaíd no la quería?
No podía aceptarlo. No podía asumir esa injusticia en el reparto del amor. Ese pastel del que no le quedaba ni un solo pedacito para compensar toda la dedicación, la generosidad y el esfuerzo de tantos años.
¿Y la tribu? ¿Y el clan? Les había fallado estrepitosamente.
Selene suspiró y puso el intermitente para adelantar a un camión. No soportaba conducir detrás de un monstruo lento y cansino. Pisó el acelerador a fondo y lo sobrepasó.
Se sentía vulgar recurriendo a lugares comunes de todas las madres de todos los tiempos y estaba en pugna con su sentimentalismo porque recordaba sin desearlo el llanto de su niña reclamando su leche, sus primeros balbuceos, sus bracitos en su cuello, su primer diente bajo la almohada, sus primeras letras y sus primeros pasos. Ella siempre estuvo ahí, a su lado, delante de ella, tendiéndole las manos y queriéndola con locura. Se le hizo un nudo en la garganta, aunque no lloró.
Dolía. Dolía mucho. Sentía el dolor desgarrando sus pulmones.
Respiró hondo, una vez, dos. Redujo la marcha y disminuyó la velocidad mientras relajaba sus pensamientos, demasiado sobreexcitados. Imaginó una estepa blanca cubierta de nieve, el sonido de los esquís de los trineos deslizándose sobre el hielo, el trote rítmico de los perros y sus ladridos. Era una imagen antigua que le transmitía paz.
Se calmó.
Si algo había aprendido era que el tiempo actuaba como un bálsamo sobre las heridas más lacerantes.
La traición de Gunnar, la muerte de Deméter. Todo acababa por diluirse en un pensamiento triste y leve que la visitaba de vez en cuando, inoportunamente.
¿Le resultaría llevadera algún día la huida de Anaíd?
Selene estaba segura de pocas cosas. Una de ellas, que la razón estaba de su parte; la otra, que pasaría por encima de lo que hiciese falta para ser consecuente con su razón.
Una loba no abandona jamás a sus cachorros.