20
El aviso del Etna

La noche era cálida y los sábados, a la orilla del mar, al pie mismo del Etna, se prestaban a las fiestas. Los porches del jardín salpicados de glicinas y la pérgola cubierta de alegre buganvilla daban cobijo a una horda de jóvenes entusiastas de la música, el baile, las bebidas y los juegos.

En el centro de todos, Clodia, quince años, morena, vital y colorida, modelo chica pizza Caprichosa, giraba y giraba como una peonza al son de la música. Entre los compases de rock le llegaba el sonido de las risas de sus amigos y notaba el tacto de sus manos que la empujaban en su delirante danza torbellino. Respiró una vaharada excesiva del aroma dulzón y mareante del jazmín que le produjo náuseas y claudicó.

—Basta, basta, por favor.

Las manos dejaron de empujarla y hacerla girar y Clodia cayó sobre el césped, con teatralidad, fingiendo un vahído, a sabiendas de que muchos pares de ojos la estaban mirando y de que tenía que caer bien, a ser posible con estilo.

Ella, sin embargo, no podía verlos. Llevaba los ojos tapados con un pañuelo blanco y rojo que formaba parte del juego. Una modalidad de gallinita ciega que se había puesto de moda en los cumpleaños sicilianos. Pronto comenzó el juego de verdad, el más divertido, el que había estado esperando.

—¿Preparada? —escuchó.

Clodia se pasó la lengua sobre los labios con nerviosismo. Estaba preparada y anhelante.

—Adelante —autorizó.

Clodia abrió la boca y suplicó que fuera Mauro el primero en comenzar. Fallaría y así repetiría una vez, y otra, y así toda la noche. Sintió un aliento muy cerca de su cara, una respiración inquieta y nerviosa y unos labios delgados y fríos que se posaron sobre los suyos. Eran inexpertos, torpes y sosos. Se enfadó por su mala suerte y tuvo deseos de pegarle un mordisco al novato. Se reprimió a tiempo.

—Romano.

Risas y aplausos. Había acertado. No podía ser otro; sólo besaría tan mal aquel niñato que, como mucho, practicaba con la pantalla de la Play-Station. Muy verde. Un suspenso.

Aún le faltaba la prueba del helado y otra vez a esperar su ronda de una hora.

¿Por qué tenía tan mala suerte? ¿Por qué no le había tocado ni una sola vez besarse con Mauro? Había ido a aquella fiesta exclusivamente para coincidir con él en el jueguecito y resultaba que era tan gafe que se había contaminado con los microbios de los adolescentes de media Sicilia sin probar ni siquiera una vez los apetecibles labios de Mauro.

Los helados le daban lo mismo. Siempre los acertaba. Fuesen de melón, pomodoro, banana o stracciatella. Era una excelente catadora de helados. Sacó la lengua y de un solo lametazo dedujo el gusto.

—Café y avellanas.

Aplausos de nuevo. Era imbatible en cuanto a gustos de helados y besos de principiantes babosos. Menuda porquería de fiesta. Iba a levantarse del suelo cuando la voz de Mauro la dejó KO. Aún no se había quitado la venda de los ojos, pero ya no tuvo fuerzas.

—Espera —le dijo en un susurro al oído—. A ver si adivinas este sabor.

Clodia se quedó paralizada y supuso que Mauro estaba arrodillado junto a ella. Con los ojos cerrados imaginó la escena. Ella inmóvil y tendida, como la Bella Durmiente, y él, el príncipe encantado inclinando su cabeza sobre la suya. Cada vez más cerca, más cerca, increíblemente cerca.

Clodia, en el cielo de los mortales, sintió cómo unos labios frescos y apasionados se posaban por fin sobre su boca y una lengua ávida buscaba la suya y la impregnaba de un maravilloso sabor a fresa.

Y entonces le dio el mareo de verdad. La noche mediterránea zumbó como los platillos del batería que sonaba en ese momento y sintió algo así como si se le fundiesen los plomos. Mauro se entretuvo en los entresijos de un beso interminable que despertó gritos de admiración. Clodia, lanzadísima y sin conciencia de ser observada por montones de ojos y caras de asombro, alzó los brazos, agarró a Mauro por el cuello, le devolvió su beso al cubo, se ahogó, tomó aire y continuó. Hasta que una envidiosilla con vocación de ONG los separó.

—Bueno, basta, basta ya, que os vais a quedar sin oxígeno.

Clodia se relamió los labios y suspiró sin quitarse la venda.

—Creo que…, que no me ha dado tiempo a saborearlo suficientemente. Necesito…, necesito otra oportunidad.

Anaíd hubiera dicho que morro no le faltaba. Y así era. Las ocasiones las pintan calvas, le hubiera respondido la fresca de Clodia. ¡Carpe diem!, gritaba Clodia por las noches a la carrera en las playas sicilianas. Y lo practicaba, vaya si lo practicaba.

Su comentario fue recibido con un montón de silbidos y risas. Nadie estaba dispuesto a concederle otra oportunidad y las chicas, la mayoría colgadas de Mauro y mosqueadas por la exclusiva, menos que nadie.

Pero Clodia se arrancó la venda de un tirón y se cogió al brazo de Mauro para levantarse del suelo. Lo contempló fijamente, comiéndoselo con los ojos, y probó su mejor juego de caída de párpados, el que nunca le fallaba.

—¿Y tú qué dices? ¿Tengo otra oportunidad?

Mauro estaba dispuesto a concederle todas las oportunidades del mundo y Clodia empezó a creer que había ido a la fiesta por el mismo motivo que ella. Mejor, así ya no habría malentendidos ni jueguecitos dilatorios.

Junto a la nevera de los helados, y ajenos al resto de los participantes, comenzaron su degustación particular. Se quedaron al margen de los amigos corriendo el riesgo de no volver a ser invitados a ninguna otra fiesta por sectarios, pero Clodia sabía que ése era su gran momento. Mauro, el más guapo, simpático, enrollado y cachondo del instituto, era todo suyo. Ya tenía chico para la temporada. Bruno fue el anterior, pero no había ni punto de comparación. Mauro era… tanto bello…, bellísimo.

—Humm… —suspiró saboreando con fruición—. Dulce y amargo… Nueces y nata.

Mauro la besó de nuevo e insistió.

—Hay otro ingrediente.

Clodia se lanzó a la investigación, y estaba en ello cuando el rugido la interrumpió.

Fue un tronar claro, nítido, tan evidente como el sabor de nuez con manzana y nata que se disolvía en su boca, lentamente. Sin embargo, nadie más en la fiesta lo había oído.

—¿Qué pasa? —preguntó Mauro al darse cuenta de que Clodia se apartaba de él y se quedaba súbitamente rígida.

—¿No lo oyes?

—¿El qué?

—El Etna.

Mauro se extrañó. Tenía buen oído.

—Ése es Bryan Ferry.

Clodia se quedó pasmada.

—He dicho el Etna, el volcán, nuestro volcán, el que está sobre nuestras cabezas.

Mauro sonrió.

—Te oigo, pero no te escucho —y volvió a besarla.

Clodia lo apartó de un empujón.

—Un segundo, por favor, me está enviando un mensaje.

Mauro, algo desconcertado, se la quedó observando como si fuera una marciana.

Clodia estaba en trance mirando fijamente el cono del volcán. Se llevó una mano al oído formando una caracola y escuchó con solemnidad. Efectivamente, el sonido era ordenado, rítmico. El Etna estaba hablando. Intentó descifrar el mensaje, pero la lengua de Mauro le hizo cosquillas en la nuca. Clodia, ni corta ni perezosa, le arreó un bofetón. Enseguida se arrepintió.

Mauro, ofendido, se llevó la mano a la mejilla.

—Vale, tía, que era un gesto cariñoso.

Clodia intentó darle un aire travieso a su pronto.

—El mío también, cuando me gusta mucho un chico le abofeteo, cariñosamente, claro.

Mauro no sabía cómo tomárselo. Optó por el lado optimista.

—Entonces te gusto.

Clodia nunca perdía oportunidades.

—Muchísimo, pero estoy un poco empachada. Tanto helado, tanto beso… ¿Continuamos mañana?

Mauro no quiso dejarla marchar.

—¿No te irás ahora y me dejarás así tirado como una colilla? —protestó.

Vaya, qué engorro. ¿Por qué tenían que ser tan complicadas las cosas?, pensó Clodia.

—No te dejo, me voy a soñar contigo.

—Podemos soñar juntos.

Clodia empezó a encontrarlo demasiado fácil. Estaba acostumbrada a los duros, o a los que fingían hacerse los duros.

—¿Roncas?

Mauro se rascó la cabeza.

—No, no creo.

—Pues haz la prueba esta noche. Te pones un casete y te grabas. Mañana hablamos.

Eso era una promesa encubierta y no fallaba nunca. Dejó a Mauro inquieto y pensativo, preocupado por sus ronquidos y con el helado a medio degustar derritiéndose en la mano.

Clodia se dirigió elegantemente hacia la verja y una vez en la calle echó a correr hasta que estuvo lo suficientemente lejos del bullicio. Se concentró de nuevo. Así lo podía oír mejor, y lo oyó perfectamente. El mensaje esa vez era claro, diáfano, tanto, que se le erizaron los pelillos de la nuca.

—Anaíd está en peligro, mamá —le soltó de sopetón a Valeria, que estaba leyendo en la cama.

—¿Cómo dices?

—El Etna ha hablado. ¿No lo has oído?

Valeria vaciló. Clodia era demasiado lista para engañarla. De nada serviría mentirle.

—Lo oí rugir, pero no le presté atención, estaba ocupada.

Clodia se rió.

—Pues mira que yo, si te explicase…

—No, no me expliques, prefiero no saberlo —rechazó Valeria horrorizada.

Estaba convencida de que si supiera todo lo que hacía Clodia tendría que reprimirla como una madre convencional y no le apetecía. Su pacto tácito era la discreción. Una vez iniciada y ya a salvo de lo peor de los ataques Odish, prefería dejarla en una semilibertad vigilada.

Pero Clodia insistió.

—No puedo creer que no lo escuchases. Tu obligación como matriarca del clan del delfín es transmitir los mensajes.

Valeria cerró el libro.

—Está bien. Lo oí.

Clodia se puso en jarras.

—¿Y…?

—Y nada.

—¿Cómo que nada? El Etna nos está avisando de que Anaíd está en peligro. He intentado ponerme en contacto con ella y no responde a mis llamadas telepáticas. En su casa no hay nadie.

—El Etna ha hablado de peligro. No ha dicho nada de Anaíd.

—Lo he oído perfectamente —protestó Clodia—. Me enseñaste tú misma a interpretarlo.

—Te habrás equivocado.

Clodia se molestó. Estaba segura de tener la razón. Comenzó a dar vueltas por la habitación para importunar a su madre, que intentaba continuar leyendo, sin conseguirlo, claro.

—¿Y no piensas hacer nada?

—¿Qué quieres que haga?

—Pues ponerte en contacto con el clan de la loba, hacer llamadas a Selene, a Elena, a Karen. A cualquiera de ellas. No sé, tú conoces a más brujas Omar que yo. Siempre estás reunida. ¿De qué te sirve?

Valeria se puso en pie y salió de la cama definitivamente. Estaba muy bronceada y más musculada que nunca. A diferencia de Clodia, que prefería el baile y la discoteca, a ella la relajaba el deporte. Cogía su barca y se lanzaba a alta mar, a nadar, a practicar submarinismo y a retozar con los delfines, su propio clan.

Se había desvelado y se dirigió a la cocina sin calzarse. Le gustaba caminar descalza por la casa.

—Tú lo has querido: trae un conejo.

Clodia se quedó sorprendida.

—¿Ahora?

—Pues claro. Salimos de dudas ahora. Mañana me voy temprano para Creta. Vuelo vía Atenas.

—¿Otra vez reunida? —se quejó Clodia.

—Hay problemas en las tribus. Te aconsejo que extremes las precauciones.

Clodia siguió a su madre y aceptó que fuera ella quien eligiera el conejo. El ritual del sacrificio, como oráculos que eran, estaba listo para cualquier Omar que acudiera a su casa a medianoche a despejar sus dudas o iluminar su futuro.

Valeria trajo al animal, lo puso sobre la mesa y cedió el cuchillo a Clodia que, de un tajo certero, lo degolló. Recogieron la sangre en una palangana de plata y la observaron juntas.

—El peligro está muy claro —interpretó Clodia.

—Sí, cariño —ratificó Valeria—. Pero te acabo de decir que son tiempos difíciles. Hay muchas Omar en peligro. Observemos las vísceras, son definitivas.

Y al extender las vísceras sobre la mesa Clodia tuvo una desilusión. Anaíd no apareció por ninguna parte. Ni en el hígado, ni en el bazo, ni en los pulmones ni en el corazón. Anaíd estaba ausente del oráculo. Ni ella ni nadie que pudiera parecérsele. Los augurios eran vagos, tópicos, extraños.

Valeria recogió la sangre, limpió la cocina y guardó los restos del conejo en un Tuperware dentro de la nevera.

—Ya tienes comida para estos días.

En cualquier otra circunstancia, Clodia hubiera dado palmas de alegría. Acababa de ligar con el chico que le gustaba desde hacía un montón de tiempo. Su madre se largaba y le dejaba la casa para ella sola, y tenía un conejo en la nevera para cocinarlo y montar una cena opípara con quien le apeteciera. Y sin embargo, estaba tan preocupada que no se le ocurrió ni una sola de las posibilidades de rentabilizar su libertad. Ni tan siquiera soñó con Mauro, aunque de buena mañana se despertó con los labios hinchados, la lengua pastosa y un empacho de helado morrocotudo.

Valeria se despidió y Clodia se metió bajo la ducha. Todo era muy extraño. Anaíd no respondía a sus llamadas telepáticas. En su casa nadie contestaba al teléfono y Valeria evitaba investigar sobre su paradero, su salud o su situación. Y para colmo, las vísceras del conejo le daban la razón. Y eso que no se trataba de una hembra preñada. ¿O sí?

Y de pronto le surgió una duda. Salió a toda pastilla de la ducha y voló hasta la nevera dejándolo todo empapado. Cogió el cuchillo y, con mucho cuidado, hizo la comprobación con los restos del animal. Se llevó una mano a la boca. Era una hembra y estaba preñada. Su madre le había hecho trampa y el presagio no era correcto. Llamó desesperadamente al móvil de Valeria, pero lo tenía apagado como siempre que viajaba. Prefirió aclarar las cosas cara a cara. Se vistió a la carrera y paró un taxi.

Llegó al aeropuerto de Catania casi al mismo tiempo que Valeria y la interceptó en el mostrador de facturación.

—Clodia, ¿qué haces aquí?

—Me has mentido.

Valeria dejó caer la maleta.

—Está bien. Te he mentido.

—¿Por qué?

Valeria tenía el semblante sombrío.

—Anaíd no está en peligro. Anaíd es nuestro peligro.

—¿Qué significa eso?

—Que ya no es una Omar.

—¿Y qué es? ¿Una mona?

—Ha caído víctima de la maldición de Odi, se ha cumplido la profecía.

Clodia negó con la cabeza, incrédula.

—No puede ser.

—Lo es. Es una Odish inmortal. Ha bebido sangre Omar, ha traicionado a su clan y posee el cetro de poder. Es muy peligrosa.

—Pero el Etna…

—El Etna nos avisaba a nosotras para que nos mantuviésemos alejadas de ella. El mensaje era inverso, cariño.

—¿Y por qué no me lo dijiste anoche?

—Intentaba evitar que lo pasases mal.

Clodia no podía creerlo.

—Es mi amiga, no puedo abandonarla.

—Ya no es la amiga que conociste. Es alguien diferente, con su mismo aspecto, pero ya no es ella. Olvídala.

—No puedo. Yo la quiero.

—Y yo, pero el deber de la tribu…

—¡A la porra con el deber!

—Cálmate, Clodia, me tengo que ir o perderé mi avión.

Clodia estaba triste.

—Dame dinero para el regreso.

Como Valeria no tenía suelto, le dio una tarjeta de crédito.

—Saca lo que necesites y guárdala. No sea que te la roben. Anda, un beso y no hagas tonterías.

Clodia se quedó ahí en medio, con la tarjeta en la mano y la mala conciencia instalada en su corazón.

Pero la casualidad o Valeria le habían dado una oportunidad insospechada.

Carpe diem.

Era una solución disparatada, como ella, pero relativamente sencilla. En lugar de dirigirse a la salida, esperó prudentemente a que el vuelo de su madre despegase y luego se dirigió a una agencia de viajes desde la que podrían gestionarle su pasaje a Madrid y el billete de autobús para Urt. Hasta tenía tiempo de hacer compras para su equipaje.

Y de pronto sonó su móvil.

—¿Pronto?

—No ronco.

Clodia se quedó mirando el móvil como si hubiera oído la voz de un extraterrestre. Y así era.

Mierda, se dijo flojito para sí. Y con su mejor tono de voz despreocupado contestó:

—¿Mauro? ¿Eres tú?

No podía ser. Una oportunidad como aquélla, un chico que besaba como un ángel, que la llamaba cariñoso al día siguiente y… que no roncaba.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. ¿Soñamos juntos esta noche?

Clodia sintió deseos de echarse atrás en su viaje. Aunque le dolían los labios y le asustaba la impetuosidad de Mauro. ¿No sería de la especie de los que se prometían en matrimonio, le compraban un pañuelo negro y la encerraban luego en casa?

Siempre estaba a tiempo de salir por piernas.

—Es que resulta que voy a una boda de una amiga.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—Ayer no me lo dijiste.

—No lo sabía. Me acaba de llamar y estoy en el aeropuerto, a punto de coger el avión para España.

—¿Y se casa así de repente, sin avisar?

—Ha sido de penalty.

—Ah.

Clodia se mordió las uñas.

—¿Y ya sabes si pegas patadas?

—¿Cómo?

—Por las noches, si pegas patadas.

—Pues no lo sé.

—¿Tienes perro?

—No.

—¿Gato?

—Mi madre.

—Duerme con el gato de tu madre una noche y, si no te soporta y se larga, es que pegas patadas.

Hubo un silencio largo y Clodia temió que se hubiera pasado y que Mauro estuviese simplemente borrando su nombre de la agenda del móvil. Pero no.

—Oye, ¿sabes que me gustas un montón?…

Se quedó sin argumentos.

—¿Porque soy un poco friki?

—Porque me lo estás poniendo muy difícil. Mucho.

—Ya.

—Y me encanta

Clodia respiró aliviada. Un masoca. A por él.

—Aún no te he dicho lo peor. No sé cuándo volveré.

—¿De dónde?

—De la boda de mi amiga.

—¿Te esperarás a que nazca el bebé?

—Puede.

—Vaya. Clodia…

Clodia detectó un tono melifluo y cursilón en ese «Clodia» tembloroso como un flan. ¿No pensaría declarársele? Horror. No estaba preparada.

—Lo siento. Me he quedado sin batería. ¡Ciao!

Y colgó con una sonrisa pícara.

Vaya, vaya. A Mauro le gustaba que se lo pusieran difícil. Pues había dado con la persona acertada. Difícil sería poco, se lo pondría tan megadifícil que se arrepentiría de tener lengua.

De momento se largaba a Urt.

Las amigas delante, los novios detrás.

Y en ese instante un temblor perceptible y bastante evidente levantó un grito colectivo de pánico.

Un terremoto.

* * *

La cabaña también se movió bajo el efecto del terremoto, como las aguas del lago, como las copas de los temblorosos álamos. La cabaña osciló como un péndulo y, aunque sus frágiles paredes aguantaron, el temblor desprendió uno de los maderos del tejado que fue a caer sobre el hombre que yacía en la cama. El golpe que recibió en la sien le arrancó un grito.

Abrió los ojos y sintió un enorme dolor de cabeza. Se frotó el chichón incipiente y al rozar la palma contra su mentón se dio cuenta de que le había crecido la barba. Se incorporó poco a poco, sintiéndose mareado, pero enseguida le fallaron las fuerzas y volvió a caer. Miró hacia el techo y por el agujero que había dejado el madero contempló la luz del día. Se dejó acariciar por la fresca brisa que se colaba a través del resquicio y que renovaba el aire viciado de la cabaña, y escuchó los graznidos de los pájaros que, asustados por el temblor, sobrevolaban los cielos en bandadas y oscurecían las nubes.

El sol estaba bajo y su color rojizo e intenso auguraba una hermosa puesta de sol, como las que le gustaba contemplar cerca de las cimas incontaminadas. Un destello rojo cruzó su pensamiento y abrió la puerta de sus recuerdos. Se agudizaron sus sentidos y vio el pelo de Selene y olió su aroma, el mismo que impregnaba su piel y la cama donde reposaba. Y de pronto, como una marea creciente, sus recuerdos inundaron su mente seca.

Era Gunnar, perseguía a Selene, protegía a Anaíd y había quemado los coches. ¿Dónde estaba Selene? Quiso levantarse, pero al hacer el amago del gesto se dio cuenta de que sus músculos estaban debilitados y de que apenas le respondían. Esa vez se incorporó muy lentamente y se sentó, apoyando su cabeza contra la ventana cerrada. La abrió poco a poco y empujó hacia fuera los postigos cerrados para que entrase la luz. Se fijó en su brazo cadavérico. Se palpó las costillas. Había perdido mucho peso y esa barba… significaba que llevaba ahí días. O quizá semanas.

De pronto lo vio sentado frente a la sencilla mesa de madera. Era un excursionista ataviado con un magnífico anorak de plumas, un polar, unas botas de trekking, unos pantalones y camiseta termodinámicos.

—Hola —saludó Gunnar extrañado.

—Vaya, por fin despiertas.

—¿Llevo mucho durmiendo?

—Un par de semanas o más.

Gunnar se asustó.

—A lo mejor estoy deshidratado. Dame algo de agua.

—No puedo —se disculpó el excursionista—. Ni siquiera podía despertarte.

Gunnar lo comprendió. Era un espíritu. Se levantó a duras penas y pudo alcanzar su cantimplora. Dio un largo trago y poco a poco el agua bajó por su reseca garganta y alimentó sus venas. Fue bebiendo a tragos cortos, hidratando su cuerpo.

—Y dime, ¿te envía mi madre?

—Efectivamente. Ha velado por ti durante todo este tiempo.

Gunnar contempló sus brazos escuálidos.

—Ya se nota.

—Selene te hechizó.

Gunnar rompió a reír.

—Selene es genial.

El espíritu observó cómo Gunnar hacía los preparativos para cocinar una sopa de champiñones y se permitió objetar.

—Es más nutritiva la sopa campesina.

—Prefiero la crema de champiñones, gracias.

—Te recomiendo que comas cucharadas de azúcar, puñados de frutos secos y alguna tableta de chocolate. Te aportarán energía inmediata.

Gunnar no le hizo el menor caso y, mientras calentaba el cazo y removía la crema de champiñones, se permitió objetar:

—Tu atuendo es el de un excursionista de manual. ¿Cómo un excursionista erudito perece en la montaña? ¿Te dejaste el libro de instrucciones en casa?

El excursionista calló.

—Quien calla otorga.

El excursionista, con mirada melancólica, confesó su ridícula historia.

—Me intoxiqué en una ruta de supervivencia.

Gunnar no se rió.

—Con una seta venenosa, supongo.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió el excursionista.

—Odias los champiñones.

El excursionista suspiró y calló.

—No fui el único. Intoxiqué a mi monitor.

—Vaya, ¿y fue él quien te maldijo?

—No. Su hijo.

—¿Su hijo?

—Le había prometido un Scaléxtric al regreso.

Gunnar escanció su crema de champiñones en una escudilla de cobre y removió con la cuchara para enfriarla. El aroma era delicioso y no pudo resistirse, la fue degustando lentamente a riesgo de quemarse la lengua.

—Ya empiezo a sentirme algo mejor. ¿Qué mensaje me envía Cristine?

—Te espera en Veracruz.

—¿Y por qué cree que iré hasta ahí?

—Tiene el cetro.

Gunnar se extrañó.

—¿Y Anaíd?

—Acudirá hasta donde esté el cetro.

—¿Selene la interceptó? —preguntó inmediatamente Gunnar.

—Anaíd escapó de Selene.

—¿No pretendía hacer el Camino de Om?

—Las Omar se lo impedirán.

Gunnar se encogió de hombros.

—No entiendo qué espera de mí. No tengo ningún cometido.

El espíritu le corrigió.

—Cristine te necesita a su lado.

Gunnar paladeó sus últimas cucharadas.

—Dile a mi madre que tal vez la visite, pero que yo, si fuera ella, no me fiaría de las intenciones de mi propio hijo, o sea yo. Dile que no me prestaré al juego de interponerme entre Selene y Anaíd. Y dile también que no se le ocurra volver a atacar a Selene. ¡Ah!, y dile que el cetro debe estar en manos de la elegida y no en las suyas, y que estoy harto de sus tretas y sus manipulaciones, y que a partir de ahora no me prestaré a más juegos.

El espíritu levantó una mano y suplicó una pausa.

—Por favor, ¿puedes repetirlo?

Gunnar se sirvió un pedazo de piña en almíbar.

—Creo que lo mejor será que se lo diga directamente y sin intermediarios.

El espíritu respiró aliviado.

Tras un buen trago de café, Gunnar abrió la puerta de la cabaña, respiró el aire fresco del atardecer, miró a su alrededor y contempló los hierros retorcidos de lo que fuera su coche. Lamentó ser un estúpido romántico.