El tranquilo pueblo de Hora Sfakion, bañado por un mar cristalino y habitualmente solitario por su difícil acceso al sur de la lejana Chania, estaba más animado que de costumbre. Desde hacía dos días, un lento pero constante goteo de mujeres llegadas desde todos los rincones de Europa había ido desembarcando en su puerto y desfilando con sus maletas por las estrechas y empinadas callejuelas. Lo curioso es que no se alojaron en ninguno de los hotelitos de la población que ofrecían sus camas y habitaciones con grandes carteles. Las mujeres, que tenían en común semblantes preocupados y largos cabellos, fueron llamando una a una, a la puerta de la casa blanquiazul de la vieja Amari, una sanadora con fama de bruja de una antiquísima familia de pescadores cretenses.
Amari no dio explicaciones a nadie y evitó responder a cualquier pregunta. Encargó una inusual cantidad de comida, cerró puertas y persianas a cal y canto, y purificó las escaleras de entrada con aroma de tomillo.
Todos supusieron que las recién llegadas eran brujas y no le dieron la menor importancia. Los pescadores estaban acostumbrados a ese tipo de eventos en casa de Amari.
Una vez pasada la novedad volvieron a reunirse en la taberna de Giorgio a comentar las incidencias del tiempo, a beber sus tragos de raki jugando a las tablas y barajando el número de turistas que bajarían los dieciséis kilómetros del desfiladero de Samaria la próxima temporada.
Selene estaba acalorada y cabizbaja a pesar de la frescura de las paredes encaladas de blanco y de la sombra deliciosa del emparrado del patio donde soplaba la brisa marina. Se sentaba junto a Karen, que sostenía su mano entre las suyas y le recordaba, con la presión amigable de sus dedos, que podía contar con ella, que estaba allí para ayudarla. Selene había elegido personalmente el lugar de la reunión en territorio Tsinoulis, en el epicentro de los dominios de la tribu escita, pero aun así, a pesar de las buenas vibraciones de su amiga, del paisaje mediterráneo que calentaba su corazón y de los lazos de hermandad que unían a la vieja Amari con su madre Deméter, era el objeto de todas las miradas hostiles. Las Omar de Occidente, enviadas por los clanes a la reunión urgente de Creta, la acusaban en silencio de su fracaso y la culpaban de su futuro trágico, sin esperanzas.
La mesa presidencial de las matriarcas estaba compuesta por la hermosa grulla Lil, famosa escritora; la científica de renombre Ingrid, una salamandra despistada y madre de familia numerosa; Valeria, del clan del delfín, apasionada y estricta bióloga; la jovencísima serpiente Aurelia, una luchadora del linaje Lampedusa que había sustituido a su abuela Lucrecia recientemente fallecida; y en el lugar presidencial y discretamente separadas la una de la otra se sentaban Ludmila, la cabra ruda de los oscuros Cárpatos, y Criselda, con su aspecto bonachón, sucesora de Deméter del clan de la loba.
La mesa estaba claramente dividida en dos facciones, una de las cuales era especialmente belicosa y adversa a las Tsinoulis. Estaba capitaneada por Luzmila, que había asumido interinamente la presidencia del consejo durante el tiempo en que Criselda, prisionera del mundo opaco, estuvo ausente. La conservadora cabra Ludmila, tajante y fanática, había llevado las riendas del consejo con dureza y tenía como incondicionales a la grulla Lil y a la salamandra Ingrid.
La otra facción, encabezada por Valeria, contaba con el tibio respaldo de Criselda, de mirada ausente, y la jovencísima Aurelia, falta de experiencia. Valeria se sentía carente del apoyo y liderazgo necesarios para convencer a las emisarias de los clanes de una actitud más conciliadora respecto a Selene y la elegida.
Selene percibía con claridad la animadversión de Lil, Ingrid y Ludmila. No era nuevo. Las tres se habían declarado enemigas suyas en su primer encuentro, anterior al nacimiento de Anaíd, en una aldea de la Bucovina. Percibió también la vibración serena de Valeria, su amiga y compañera, y la sonrisa animosa de Aurelia, nieta de la gran Lucrecia. Selene se sintió reconfortada por su juventud y su apariencia rebelde a causa de su cabello corto y su camiseta ceñida y sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos brazos. Ella fue quien inició a Anaíd en el arte de la lucha, pero por su condición de matriarca novata su voto era considerado de menor valía.
Criselda, su tía, única familiar por su ascendente materno, y la antítesis de su carismática hermana Deméter, parecía algo ida, algo desubicada. Miraba sin cesar a su alrededor y sonreía insistentemente a cuantas Omar cruzaban su mirada con ella, incluyendo a su sobrina. Su cara redonda y sus ojos grises y cariñosos la conmovieron. Selene temía por su salud mental; el largo tiempo que pasó en territorio de la condesa, junto al lago, prisionera del tiempo y la locura, a la fuerza tenía que haber hecho mella en su equilibrio mental. Criselda había desconectado del mundo real y a lo mejor no había sabido regresar.
Selene intentó escuchar la cantinela de la dulce Lil, la grulla ilustre que tenía la palabra en esos momentos y que, tal y como esperaba, estaba imprimiendo un tono trágico a su discurso inaugural.
—¿Qué será de las Omar si la elegida nos traiciona y se erige en portadora de un cetro destructor que dará el triunfo a las Odish? ¿Qué será de nuestras hijas y nuestras nietas? ¿Tendrán algún futuro? ¿Alguna esperanza? Durante generaciones, la fe en la llegada de esa elegida nos había mantenido unidas en las adversidades, nos había dado fuerzas en los momentos difíciles y nos había hecho remontar el dolor de las pérdidas de vidas. Pero si la elegida no ha sido adecuadamente preparada ni guiada en su sagrada misión, si se ha sentido perdida, desorientada y finalmente ha optado por seguir el camino equivocado que Odi había preparado con su maldición…, entonces, el final de las Omar, nuestro final…, está próximo. De nada habrán servido las enseñanzas que se han transmitido desde siempre a las niñas Omar para mostrarles el camino correcto e instruirlas en los preceptos de la tribu. De nada han servido los tratados y los estudios de las doctas Omar que, ayudadas por la ciencia, la filología, la astronomía o las matemáticas, han colaborado en los augurios y la interpretación de las profecías…
Selene no quiso escuchar más. Sentía un zumbido en los oídos. Aunque aparentemente el discurso asumía colectivamente la culpa del fracaso, ella sabía que Lil, la grulla Omar escritora que había sido la encargada de abrir la ronda de intervenciones, la estaba haciendo responsable de la situación. Se sentía acusada y señalada. ¿A quién, si no, se refería ante esa falta de «preparación» de la elegida, que no había recibido las enseñanzas adecuadas y por lo tanto no había sabido discernir entre el bien y el mal?
Selene oyó los aplausos que las emisarias dispensaron a Lil, pero no aplaudió.
Era el turno de Ludmila. Si Lil había sido discreta, Ludmila la despellejaría viva. No se lo ocultó en ningún momento. Su acusación fue directa y tajante.
—Selene Tsinoulis, aquí presente, la madre de la elegida, la díscola loba que convocó a Baalat con su comportamiento irresponsable y a quien en su momento perdonamos por respeto a su madre Deméter, es ahora la causante de nuestra desgracia. No ha sabido inculcar en su hija el respeto por la autoridad que ella nunca tuvo. No ha sabido imbuirla del compromiso hacia el clan, que ella rechazó. No ha sabido imponerse por la fuerza a las tentaciones con las que la joven Anaíd ha tenido que luchar, y no ha sabido finalmente recuperarla y reorientarla por la senda de la verdad.
Karen notó cómo Selene se iba tornando rígida, fría, insensible, y a pesar de eso sudaba de angustia. Mil ojos posados en ella, la culpa de haberlo hecho todo mal y el dolor por haber perdido a su hija eran razones más que suficientes para bloquear cualquier emoción.
Karen sufría por su mejor amiga. Le dolía cada una de las acusaciones de Ludmila. ¿Para qué expresar en palabras lo que todas sabían? De acuerdo que Selene no había sabido estar a la altura de las circunstancias, que no había sido capaz de actuar como mentora de la elegida, aun a pesar de ser su propia hija, o por ese motivo quizá. Pero ¿hacía falta lincharla? ¿Era ése el motivo de la reunión?
Como si leyese telepáticamente sus pensamientos la intervención de Valeria se hizo eco de sus quejas.
—¿Y yo me pregunto: acaso hemos venido aquí para linchar a nuestra compañera Selene? ¿Es ése el motivo de nuestra reunión? Todas hemos acudido con urgencia a Creta, dejando lo que teníamos entre manos, para tomar medidas. La elegida está maldita y el cetro perdido en manos de las Odish. La condesa ha sido destruida pero Baalat ha vuelto a manifestarse. La guerra ha comenzado y estamos faltas de directrices. ¿Qué debemos hacer? No es momento de distraer nuestra atención ni dilatar nuestras decisiones acusando a una madre de haber educado mal a su hija.
Lil intervino.
—Dejemos pues para más adelante el castigo ejemplar que deberá recibir Selene. Centrémonos en el asunto que nos ocupa. El destino de la elegida maldita está en nuestras manos. Nosotras transmitiremos nuestro voto para que las matriarcas de las islas que la capturaron ejecuten nuestra sentencia. Yo voto por eliminarla. Su cuerpo debe ser destruido.
Selene sintió como las piernas le flaqueaban y un solo grito salió de su garganta.
—¡Nooooo!
La sala entera calló. El dolor de una madre siempre era respetado. Criselda, con su semblante bonachón, señaló a Selene con la cabeza.
—Acércate, Selene. No hemos votado ni tomado ninguna decisión. Lil ha expuesto su parecer. Te concedo la palabra para que nos expliques tus motivos y tus razones puesto que otras han hablado de ti y de tu hija.
Selene avanzó lentamente como una autómata, con la mirada baja y el semblante pálido. Se sujetó a la mesa con las manos temblorosas y se dirigió al auditorio con un tono de voz grave.
—Os explicaré una historia que muchas conocéis. Sucedió cerca de aquí, en el palacio de Knosos. Dicen que el rey Minos mandó construir un laberinto a su arquitecto Dédalo para esconder en él al monstruo que engendró su esposa al unirse a un toro blanco. El Minotauro, medio hombre, medio toro, se alimentaba de carne humana y Minos exigió a la gran Atenas que le entregase cada siete años el sacrificio de siete doncellas y siete jóvenes para ser devorados por el Minotauro. Y Atenas se doblegó ante tamaña injusticia por miedo al gran rey Minos. Así, le fue entregado por dos veces lo mejor de la juventud ateniense. Hasta que Teseo, un héroe, decidió acabar con el sangriento tributo y, con la ayuda de Ariadna, de su espada mágica y de su ovillo, llegó hasta el monstruo, hundió su acero en el corazón del Minotauro, consiguió salir del intrincado laberinto siguiendo el hilo y liberó a Atenas del yugo.
Las Omar se quedaron algo sorprendidas por ese inicio insólito. La mayoría no supo a qué atenerse. Selene, entonces, levantó la cabeza con osadía. Sus ojos retomaron el brillo que los caracterizaba habitualmente.
—Aquí estoy, delante de vosotras. Una Omar como vosotras que, con mi silencio tácito, he aprobado el sacrificio callado de nuestras niñas y jóvenes. Así como las doncellas de Atenas eran entregadas ritualmente al Minotauro, nosotras hemos permitido durante siglos que nuestras doncellas fuesen desangradas para disfrute de las malvadas Odish. Yo vi morir a mi prima y a mi madre en sus manos. A pesar de mi juventud, he acumulado más experiencia que muchas de vosotras y mi experiencia me dicta al oído verdades que descubro ahora, de pronto, enfrentada al dilema de la muerte de mi propia hija… Una cosa tengo muy clara: las Omar somos cobardes. Las Omar nos escondemos. Las Omar confiamos en una elegida que nos librará de nuestros miedos y nuestro Minotauro, porque somos incapaces de unir nuestras fuerzas contra nuestras enemigas reales. En lugar de luchar contra las Odish, nos hemos dedicado a entregar a nuestras víctimas al sacrificio y a reprimir la disidencia que clamaba contra la sangre derramada, inculcando la obediencia ciega. ¿Qué hacemos ante esta ofensiva última que dirimirá la Gran Guerra? ¿Cuál es nuestra estrategia, nuestra respuesta, nuestro contraataque?
Paseó la vista entre el auditorio, que permanecía callado y sorprendentemente impresionado.
—Sacrificamos a nuestra elegida. Ésa es nuestra respuesta.
Un murmullo de sorpresa interrumpió momentáneamente a Selene. Valeria estaba boquiabierta.
—Yo os digo: mi hija Anaíd, con sólo quince años y la experiencia humana limitada y confundida de una adolescente, ha tenido arrestos para luchar a solas contra las Odish más poderosas de la Tierra y os ha librado de la cruel Salma y de la todopoderosa condesa. ¿Alguien lo niega?
Y Selene, retadora, clavó sus ojos verdes y airados en el público, que se fue empequeñeciendo ante la furia desatada de la pelirroja.
—Pero ése no es mérito mío ni vuestro. Es suyo y sólo suyo. Por convicción y por compromiso con el papel que nosotras le hemos adjudicado para escudarnos en ella, ella ha asumido más de lo que su naturaleza le permitía. Ha asumido nuestros terrores, nuestras inseguridades, nuestras tácticas escapistas. Ella ha dado la cara por nosotras creyendo que estaba escrito. Una Omar valiente y arriesgada que se enfrenta sola a un terrorífico mundo de poderosas Odish. Quince años contra miles y miles de años. ¿Cómo podemos permitirlo? ¿Cómo podemos tan siquiera juzgarla a ella o a mí o a cualquiera que la haya ayudado en ese camino imposible? ¿Con qué autoridad tú, Ludmila, que has visto morir a niñas y jóvenes y has heredado el miedo ancestral del reinado de terror que impuso la condesa en tus tierras, con qué autoridad tú, que nunca te has enfrentado a ninguna Odish, que nunca has luchado contra ellas y nunca has defendido con tus manos o tu atame ni a una sola de tus acólitas, con qué autoridad ahora exiges el sacrificio de la única Omar que ha luchado, ha vencido y ha eliminado a la condesa?
Esta vez el murmullo se transformó en gritos que jalearon a Selene.
—Yo os digo… la guerra de las brujas ya ha comenzado. El cetro de poder existe y está en manos de las Odish. Yo os digo: las Odish son apenas tres docenas y nosotras somos miles. ¿Vamos a continuar permitiendo que el miedo nos oprima?
El griterío fue enorme y, entre las muchas alocuciones que se escucharon, una de ellas, proveniente de una yegua británica atronó la sala:
—Soy Kroona Salysbury, hija de Katesh y nieta de Ina, del clan de la yegua. ¿Quién eres tú Selene para decirnos cuándo y cómo debemos luchar contra las Odish? ¿Qué has hecho para que te respetemos, excepto desobedecer a tus matriarcas? ¿Por qué tendríamos que seguirte?
Entonces Selene se creció y se enfrentó a la desagradable yegua.
—Yo soy Selene Tsinoulis, hija de Deméter y nieta de Gea, del clan de la loba, y yo puedo decir que luché contra Baalat, aprendí las artes de la lucha Odish con la dama de hielo y fui prisionera de Salma y la condesa en el mundo opaco. Yo, Selene, bajé al Camino de Om y supliqué a los muertos que permitieran que mi hija viviese y que Baalat permaneciese prisionera. Yo hice eso SOLA. Mi hija ha conseguido destruir a la condesa y a Salma SOLA. Si dos lobas solitarias nos hemos enfrentado a las temibles Odish y las hemos vencido…, ¿qué pasaría si atacásemos como una jauría? ¿Y si las Odish se vieran cercadas por las serpientes, las osas, las leonas y las águilas de los clanes cazadores? ¿Qué sería de las Odish?
Ingrid, la erudita, se caló sus gafas y se opuso.
—Tengo aquí delante de mí un extracto del escrupuloso estudio de McLower acerca de todas las ofensivas Odish contra los clanes Omar a lo largo de nuestra historia. Más de doce mil quinientas batallas y escaramuzas analizadas. De todas se extrae claramente una conclusión, que las Odish son imbatibles. Por lo tanto, la única estrategia posible es la que siempre hemos practicado: huir y pasar inadvertidas. Aprendimos la sabiduría de nuestros tótems. Siempre lo hicimos así. Durante más de tres mil años seguimos el ejemplo de los animales de nuestros clanes y nos escondimos en nuestras guaridas. Hemos sobrevivido, ¿no? Pues continuaremos sobreviviendo. Desapareceremos durante un tiempo prudencial y cambiaremos nuestras identidades hasta que lleguen tiempos mejores. No se puede luchar contra las Odish.
Pero la joven Aurelia se revolvió como una auténtica luchadora.
—¡Mentira! Yo, Aurelia, hija de Servilia y nieta de Lucrecia, del clan de la serpiente, os digo que sí es posible enfrentarse a una Odish con las armas y la preparación adecuadas. Nuestras madres nos inculcaron el tabú de la lucha, y yo, que vi morir a mi hermana sin poder socorrerla, lo infringí con el permiso de mi abuela, la gran Lucrecia. Todas la conocisteis, lloré su muerte este invierno, era una mujer moderna y clarividente a sus ciento tres años, y ella fue quien me pidió que enseñara el arte de la lucha a la elegida. Mi abuela Lucrecia me enseñó el camino. Se acabaron los tiempos antiguos en que las Omar nos escondíamos, suplicábamos piedad y llorábamos a nuestras difuntas. Yo también estoy harta, como Selene. Muchas jóvenes nos hemos cortado el pelo, practicamos la lucha y queremos vivir sin miedo y sin escudos protectores.
Criselda recibió un aviso urgente de Amira y se levantó de la mesa con discreción. En ese momento, el discurso espontáneo de Aurelia levantaba un aplauso encendido de las más jóvenes. Valeria, entre dos fuegos, decantó la balanza.
—Admito que he dudado, pero conozco a Selene desde hace demasiado tiempo. Siempre ha sido rebelde, revolucionaria, y siempre ha sido consecuente con sus ideas. El valor de Anaíd y su entereza no podrían haber sido transmitidos desde el conservadurismo de ese terror ancestral por las Odish. ¿Cuál de vuestras hijas, educadas en los preceptos Omar de la prudencia, el miedo y la obediencia, se hubiera lanzado al mundo opaco con el rayo de sol para luchar contra la terrible Salma, a pesar del dictado de las matriarcas, o hubiera penetrado en los recintos sangrientos de la condesa Erzebeth para arrebatarle su talismán?
El silencio fue elocuente.
—Selene inculcó la rebeldía y el valor que ella misma emana en su propia hija. Anaíd fue educada con amor, con pasión, con sabiduría, con valentía… y, por qué no…, con libertad.
Las voces más conservadoras se alzaron.
—¡Pero ha fracasado!
—La elegida nos ha traicionado.
Valeria aplacó las voces.
—Anaíd estaba dispuesta a penetrar en los recovecos del Camino de Om y pretendía hacerlo para librarnos de Baalat. Ése era su propósito. ¿Os parece un propósito egoísta o mezquino? Sin embargo, ha sido apresada por las guardianas del Teide, que esperan nuestro veredicto para actuar.
Selene la interrumpió.
—Si pedís la muerte de Anaíd, todas moriremos con ella.
Las Omar más conservadoras, capitaneadas por la cabra Ludmila, se enfrentaron a las jóvenes. Se daban cuenta de que cada vez eran menos y de que sus argumentos eran rebatidos con pasión.
—Ya no hay esperanza.
—No podemos creer en Anaíd.
Selene gritó por encima de todas:
—¡Yo la quiero! ¡La quiero con locura y la salvaré aunque sea a costa de mi vida!
La mayoría de las emisarias se pusieron en pie aplaudiendo a Selene. Una de ellas, una joven osa de rubios cabellos y ojos negros, proveniente de las montañas cántabras, se convirtió en la voz de las allí reunidas.
—Yo, Estela Serna, hija de Teresa, nieta de Claudina, del clan de la osa de la tribu cántabra, otorgo a Selene toda mi confianza. Pero no tendrá solamente mi voto y mi apoyo. Tendrá mis manos, y mis oídos, y mi fuerza, mi atame y mi vara. Con todo ello lucharé y pediré a mis hermanas y a mis sobrinas que me ayuden. Entre todas seremos capaces de enfrentarnos al mal que nos ha ido corroyendo desde siempre, el que nos ha tenido atenazadas y amedrentadas: el miedo.
Y cuando Valeria pidió votar la salvación de Anaíd a manos de Selene y comenzar la lucha contra las Odish, Criselda, con el semblante transmudado, tomó la palabra.
—La información que me acaba de llegar es muy importante. Escuchadme bien. Me dicen que Anaíd ha conseguido burlar la vigilancia de las guardianas del Teide y ha penetrado en el cono del volcán. Para todas aquellas que desconozcáis el significado, os lo resumiré.
Criselda miró con lástima a Selene antes de continuar.
—Anaíd ha entrado en el Camino de Om, el camino que conduce al reino de los muertos. La maldición afirma que los muertos no le permitirán salir con vida. La elegida, traidora o no, está condenada a morir.
Selene, sin poder remediarlo y a pesar de la premura de Karen en atenderla, cayó al suelo desvanecida.