25
La justicia de los muertos

La luz que envolvía a Anaíd y que amenazaba con desintegrarla parpadeó levemente. Una voz que provenía de la oscuridad circundante la había interceptado.

—Esperad, os lo ruego.

La luz disminuyó su intensidad y se alejó de ella. Los muertos atendieron al ruego y Anaíd reconoció la voz de su abuela Deméter.

—Esperad, por favor, y escuchadme. Soy Deméter Tsinoulis. Mi hija Selene y mi nieta Anaíd, de mi propia sangre, se han inclinado ante vosotros. Deseo interceder por ellas.

—Te escuchamos, gran Deméter.

Anaíd contuvo la respiración.

—Anaíd, la elegida, ha transgredido las leyes de los muertos y os ha arrebatado un cuerpo que era vuestro, el de la pequeña Dácil. Pero si bien es cierto que actuó hechizada por la maldición de Odi, y que estáis en vuestro derecho de cobraros esa vida, ella bajó hasta aquí para pediros justicia y rigor sobre la nigromante Baalat. No podéis desatender su petición. Por vuestra piedad y bondad, os conmino a destruir a Baalat.

Los murmullos sustituyeron al silencio y una voz del Consejo de los Muertos respondió a Deméter.

—Tu ruego es razonable. Antes de ofrecernos su vida, Anaíd tiene derecho a saber si su petición es atendida. Deliberaremos.

Deméter les interrumpió.

—Os suplico que deliberéis también sobre la misión de la elegida. Debe destruir a las Odish para que de una vez para siempre vuestras leyes sobre la vida y la muerte sean obedecidas. Por ello debe regresar al mundo de los vivos y eliminar todo vestigio de inmortalidad. Os suplico, gran Consejo de los Muertos, vuestra generosidad y sabiduría para que las profecías puedan hacerse realidad. Una vida ha sido ofrecida en su lugar. Os ruego que la aceptéis.

Anaíd sintió cómo las palabras de su abuela le hacían recuperar la esperanza perdida y, cuando los muertos se retiraron a deliberar y a su alrededor sintió un enorme vacío rodeándola, se atrevió a levantar levemente la cabeza.

—¿Abuela? —preguntó con cautela reconociendo sus elegantes pies.

—Anaíd, cariño, has sido muy valiente.

Anaíd se sintió pequeña.

—Abuela, ¿puedo mirarte?

—Sí, preciosa.

Anaíd levantó los ojos y se extasió en la contemplación de la imagen serena de su abuela Deméter. Sus ojos grises, su largo pelo trenzado hasta la espalda, sus facciones generosas, sus poderosas manos. Sonreía con severidad. En esos momentos era todo lo que necesitaba: una rectitud condescendiente, un amor recto.

Se puso en pie lentamente y tendió sus manos hacia ella. Aunque su tacto fuese frío, irradiaba fuerza.

—Abrázame, abuela, abrázame.

Los brazos de Deméter la rodearon y le infundieron tranquilidad. Ya no estaba sola. Su respiración se acompasó y sus pensamientos confusos cobraron orden y forma.

—Abuela, no quería ser una Odish, no quería pertenecerles a ellas.

Deméter la consoló.

—Lo sé.

—No quería sentirme atraída por la sangre ni por el poder.

—Lo sé.

—A lo mejor…, a lo mejor sería preferible que muriese.

—No, Anaíd.

—¿Y si regreso al mundo de los vivos y mi sangre Odish me impulsa a atacar a las Omar? Me volvería loca.

—Ahora ya eres consciente de ello, puedes luchar en contra.

—¿Cómo?

—Dominándote. Sintiéndote arropada en el amor ajeno.

Anaíd suspiró.

—Me odian: Elena, Karen, Criselda, Selene, Roc. Todos me odian, hasta Dácil me traicionó.

Deméter la calmó.

—No es cierto. Dácil quería impedir que murieses; por eso avisó a Ariminda de tu llegada y le rogó que te salvase la vida.

Anaíd sintió que esta nueva información le daba el valor que había perdido.

—¿Dácil sufría por mí?

—Y Selene.

Anaíd notó cómo se le calentaba el corazón.

—¿Selene también?

—Ha ofrecido su vida por la tuya.

Anaíd sintió que la sangre se le paralizaba en el cuerpo.

—No puede ser.

—Lo es. Casi todas las madres estarían dispuestas a hacerlo por sus hijos.

Anaíd sintió un ahogo.

—¿Tanto me quiere, entonces?

—Claro que te quiere, con locura.

—¿Y Gunnar?

Deméter calló unos instantes.

—Anaíd, el gran Consejo de los Muertos está aquí.

En efecto, los muertos la rodearon y el haz de luz que la había deslumbrado unos minutos antes volvió a herir sus retinas. Inclinó inmediatamente su cabeza y se dispuso a escuchar su sentencia con resignación.

—Gran Deméter, el Consejo de los Muertos ha deliberado y ha tenido en cuenta tus ruegos. Atendiendo a vuestra petición de impedir que la nigromancia de Baalat subvierta más las leyes de los vivos, hemos decidido que Baalat debe morir. Le negamos su posibilidad de reencarnarse eternamente y jugar con la vida para arrebatar la ajena.

Anaíd respiró aliviada. Había cumplido su misión. Baalat estaba ya vencida. Tuvo ganas de sonreír, pero aún le faltaba escuchar la decisión sobre su propio destino.

—En cuanto a la vida de Anaíd Tsinoulis, la elegida, los muertos consideramos que las profecías dejan en sus manos el destino futuro de las brujas y debe asumir el poder del cetro. Concedemos pues a Anaíd Tsinoulis la oportunidad de regresar al mundo de los vivos con la condición de que ahora nos ofrezca su inmortalidad y, una vez haya sido cumplida su misión, su vida sea ofrendada a los muertos.

Anaíd tembló. Si bien acababa de conseguir una prórroga, la espada de Damocles se cernía sobre su futuro.

Deméter, sin embargo, intervino:

—¿Aceptaríais, a cambio de la vida de Anaíd, la de un ser querido?

—Aceptamos una vida de su propia sangre —concedieron tras otro largo silencio.

—¡No! —gritó Anaíd—. No es justo.

Deméter la reprendió con severidad:

—Pide perdón a los muertos, sus decisiones siempre son justas.

Anaíd recobró la humildad perdida.

—Grandes y sabios miembros del Consejo de Muertos, os pido que no aceptéis ninguna otra vida que la mía. Una vez cumplida mi misión, regresaré aquí con vosotros y permaneceré en vuestro reino para siempre.

Un silencio sepulcral respondió a la petición desesperada de Anaíd. Deméter la corrigió.

—Ruego que no se lo tengáis en cuenta; es demasiado joven e impulsiva.

—Puesto que disentís en la vida que tenéis que ofrendarnos —intervinieron los muertos—, aceptaremos la primera que nos entreguéis.

Anaíd se sintió extrañamente inquieta, pero se abstuvo de objetar nada por miedo a impacientar la infinita paciencia de los muertos. Su secreto sería suyo: sólo ella sabría de su pacto y no permitiría que nadie se inmolara en su lugar.

—Os doy las gracias por vuestra bondad.

Los muertos se congregaron a su alrededor y entonaron un cántico que desgarró las entrañas de Anaíd, pero de su boca no salió un solo quejido. Luego, Anaíd giró sobre sí misma una y mil veces, como una peonza incansable, hasta volver a convertirse en un minúsculo embrión y desaparecer; enseguida el embrión se formó de nuevo y creció y creció vertiginosamente hasta regresar a su forma adulta.

Sucedió en un tiempo sin tiempo.

Y Anaíd volvió a nacer con una sola vida en su haber.

Su cansancio era infinito, aunque se sintió recompensada: volvía a ser una mortal.

Había muerto para volver a vivir… ¿Se había cumplido la profecía de Odi?

Los muertos dieron sus instrucciones:

—Tú, Deméter, guiarás a tu nieta Anaíd a través de los laberintos de nuestro reino y designarás a un guía para que la acompañe hasta la penumbra del cráter. Como valedora suya, responderás de su compromiso de ofrendarnos una vida.

—Gracias, grandes y generosos dirigentes de los muertos —agradeció Deméter.

Anaíd no sabía si debía permanecer arrodillada, pero cuando sintió la mano de Deméter arrastrándola, se puso en pie y la siguió.

—Rápido —le silbó Deméter al oído.

—¡¡¡¡No!!! ¡¡¡Dejadme!!! —se oyó resonar en el recinto de la fortaleza—. ¡Soy la gran Baalat, soltadme he dicho!

La voz desgarradora y amenazante de Baalat hizo temblar las rodillas de Anaíd. Su crueldad, su maldad y su ambición habían hecho mucho daño a las Omar y a su propia familia. Bien se merecía ese final.

—¡¡¡No podéis condenarme a la muerte eterna!!! ¡¡No podéis!!!

Baalat se rebelaba a sabiendas de que las decisiones del Consejo de los Muertos eran irrevocables, y Anaíd se alegró de esa severidad.

A medida que se alejaban oyeron los gritos ahogados e ininteligibles de Baalat, cada vez más desesperados, cada vez más rabiosos.

—Vámonos antes de que la ira de Baalat nos salpique —murmuró Deméter abriendo una puerta de la fortaleza que comunicaba con el exterior.

La voz de Baalat se fue amortiguando. La estaban atando con los cordajes del olvido. Y de pronto, no se la oyó más. La habían amordazado con silencio. Callaría por siempre y su cuerpo no podría regresar nunca jamás a la tierra de los mortales.

Anaíd se mordió los labios y lamentó que eso no hubiera ocurrido mucho antes. Si así hubiera sido, Elena tendría a su niña Diana con ella y muchas otras Omar habrían visto crecer a sus hijas y a sus hermanas.

Los muertos, tan piadosos como justos, habían condenado a perpetuidad a Baalat. Su castigo sería conservar sus deseos de vida, inalcanzables por siempre. Ésa era la peor tortura, ése era su justo castigo.

Anaíd suspiró y salió en compañía de su abuela. Deméter la guió por un pasadizo excavado tras los muros de la fortaleza que descendía un largo trecho y luego se perdía entre húmedas paredes oscurecidas por el tiempo.

—¿No tendríamos que pasar la laguna? —se extrañó Anaíd.

—La estamos pasando por debajo.

—¿Por qué?

—Las leyes de los muertos impiden que ningún ser vivo salga por la puerta de nuestra fortaleza. El Cancerbero se ocupa de ello y los muertos se jactan de que sus leyes se cumplen escrupulosamente.

Estaban pues saliendo de aquel lugar, al que Anaíd había prometido regresar, por otra ruta diferente. No cruzaron la gran llanura ni ascendieron los valles que Anaíd descendió. Los caminos del reino de los muertos eran diversos e intrincados y sólo los muertos conocían las formas de atajarlos.

Anaíd sintió un gran cansancio al recordar el horrible y espantoso trayecto que había recorrido para llegar hasta allí. La próxima vez que regresase lo haría sin su cuerpo. La vida era una losa demasiado pesada para arrastrarla.

—Y ahora atiende, Anaíd, tenemos poco tiempo mortal y tendrás que escucharme con atención. Yo he sido tu valedora y he conseguido tu pasaporte hacia el mundo de los vivos, pero ahora deberás asumir la responsabilidad tú sola.

—¿Qué debo hacer?

—Destruir a Cristine Olav, la dama de hielo.

En el ánimo de Anaíd algo se quebró.

—Pero…

—Ella tiene el cetro de poder. Ella es el último bastión de las brujas Odish. Ése es tu deber como elegida.

Anaíd asintió.

—¿Y mi naturaleza Odish? ¿La he perdido con la renuncia a mi inmortalidad?

Deméter suspiró.

—No lo sé, puede que aún sientas el deseo del poder y la sangre.

—¿Y cómo podré vencerlo?

—Ha llegado el momento de que tú domines al cetro y no al revés como ha sucedido hasta ahora.

—Ciertamente me ha dominado —admitió su debilidad—. Con el cetro en mis manos perdía la voluntad.

Deméter la tranquilizó.

—Ahora eres más sabia, más prudente y más generosa. Estás dispuesta a sacrificar la única vida que te queda para conseguir la felicidad ajena. No lo olvides, Anaíd, ésa es la clave para reinar.

Deméter se fue difuminando ante Anaíd.

—Deméter, no te vayas, todavía no.

—Vendrá otro espíritu más antiguo para acompañarte en el último tramo.

—Prométeme que Selene no sabrá nada de mi pacto con los muertos.

—No puedo.

—Abuela, quiero que Bridget me acompañe hasta el confín del mundo de los vivos.

—¿La bruja Bridget? ¿La Omar del monte Domen?

—Sí. Te lo ruego, abuela, es mi último deseo.

Deméter se desvaneció súbitamente y Anaíd quedó huérfana de compañía y se dio cuenta de lo duro que era estar sola. A los pocos instantes, una voz grave y armónica la sacó de sus tristes ensoñaciones.

—¿Me has llamado?

Una bellísima mujer con una gran mata de pelo rubio hasta la cintura y larga falda se había manifestado ante ella.

—¿Eres Bridget? —parpadeó sorprendida Anaíd—. ¿La bruja que lanzó su maldición en el monte Domen?

Bridget, a su vez, la reconoció.

—¿Eres tú la elegida? ¿La elegida de la profecía?

Anaíd supo que en ese momento su pelo era completamente rojo tal y como la profecía anunciaba.

—En efecto, soy la elegida, Anaíd Tsinoulis, hija de Selene, nieta de Deméter, del clan de la loba, y deseo pedirte a ti, el espíritu de Bridget, un gran favor…

Y Bridget, la bruja indomable del monte Domen, que no se amilanó ante los soldados ni la hoguera, y que mientras moría pronunció la maldición que condenaba a los amantes del monte Domen a vivir en desgracia el resto de sus días, se arrodilló humildemente ante la elegida.

—Todos los favores que te pueda conceder serán tuyos.

* * *

La muchacha avanzaba por las calles de la ciudad de Veracruz con su fiero perro husky firmemente sujeto de la correa. A nadie llamaba la atención su pelo largo y enmarañado, su exótico collar de dientes de oso y su aspecto desaliñado. Muchos peregrinos venían desde muy lejos para encomendarse al saber de las brujas. Muchos arrastraban consigo penas y enfermedades que sólo la sabiduría ancestral de la magia era capaz de sanar.

A aquella hora fronteriza entre los últimos noctámbulos y los primeros madrugadores, ninguna guitarra rasgaba la noche y alegraba el cuerpo con ritmos de bambas y huapangos. Las arcadas bajo las que se refugiaban los viejos cafés y las orquestinas estaban vacías, y las blancas fachadas solitarias de sus edificios recibían la luz fantasmagórica del amanecer sin las sombras de los paseantes.

Por eso nadie se fijó en ella ni se sorprendió de su extraño comportamiento cuando se arrodilló junto al perro y lo besó antes de atar su correa firmemente; tres vueltas dio, una detrás de otra, a una farola parpadeante.

Luego, la muchacha se alejó del hermoso animal que, al comprender que lo abandonaba, luchó denodadamente con su correa para liberarse y correr tras su dueña. Fue en vano.

Y mientras la figura de la chica se perdía entre las callejuelas sucias de la ciudad portuaria, el husky elevaba su hocico triste a la luna aturdida de luz matutina y aullaba largamente con un aullido desgarrador. Una bruja Omar del clan del colibrí despertó de su duermevela y formuló un conjuro rápidamente. Era un mal presagio.