28
La elegida de la profecía

Anaíd estaba siendo preparada por su abuela, personalmente, para la gran ceremonia del amanecer. Parloteaba, hacía preguntas sin parar y estaba ansiosa e ilusionada como una niña. Seguía con los dedos los bordados de oro y plata que adornaban su túnica, caminaba de puntillas con sus zapatillas de seda y bailaba ante el espejo haciendo tintinear sus pulseras de piedras preciosas.

Cristine la reprendía por no estarse quieta mientras la maquillaba con sobriedad. Una línea de lápiz negro rodeando sus ojos azules y resaltando la profundidad de su mirada algo alocada, algo juvenil, la sombra inquietante de sus párpados, y sus labios rojo cereza, apetecibles, extrañamente seductores.

—Es increíble, jamás me ha dejado que le haga algo parecido —protestó Clodia aplicando su ojo al agujero.

Inmediatamente, fue apartada por la mano ávida de Roc.

—Está preciosa.

Dácil se colocó a su vez bajo ellos aprovechando una grieta más pequeña.

—Nos está traicionando —musitó dolida.

Clodia y Roc fueron conscientes de que la alegría de Anaíd, su esmero en lucir esas ropas ceremoniales y su trato cariñoso con la Odish eran ciertamente una traición.

—No puedo creerlo. No será capaz de convertirse en la reina de las Odish, ¿no?

La pobre Dácil, con su falda corta, su jersey floreado y sus ojos empapados de rímel empezó a llorar y unos grandes manchones se formaron bajo sus ojos.

—Yo la quería, pero nos destruirá y nos veremos obligados a luchar. Estamos en bandos opuestos.

Durante ese tiempo se habían ido imbuyendo del belicismo, antes impensable, de las Omar.

Clodia también empezó a inquietarse.

—Aún no hemos hablado con ella. No nos ha visto. No sabe que estamos aquí.

Roc tembló. Acababa de sentir un tacto frío en su espalda. Cogió la mano de Clodia para infundirle valor.

—No os asustéis, pero estamos rodeados.

Dácil y Clodia se dieron la vuelta al unísono y no pudieron gritar aunque quisieron. Unas manos rápidas las amordazaron y se les nubló la vista. Roc se desvaneció con la mano de Clodia entre la suya y el recuerdo fugaz de una mujer muy bella con una mirada rapaz, la misma mirada del halcón abalanzándose desde el aire sobre su presa.

Cristine alisó el cabello revuelto de Anaíd con sus propias manos y le cogió la barbilla delicadamente, alzándola.

—Querida mía, camina erguida, con la barbilla siempre en alto y la mirada al frente. Nada ni nadie debe amilanarte. Recuerda: eres la elegida y dentro de muy poco empuñarás el cetro.

Anaíd recordó algo y Cristine, inmediatamente, se dio cuenta.

—Dime, ¿qué necesitas?

Anaíd dudó unos instantes hasta que finalmente se decidió.

—Quiero unas monedas.

—¿Ahora?

—Sí, me sentiré más segura si llevo unas monedas conmigo.

La dama abrió un cofre repleto de monedas de oro y le ofreció un saquito de cuero.

—Toma las que quieras.

Anaíd tomó un puñado, las introdujo dentro del pequeño monedero, lo colgó de su cuello y lo apretó contra su pecho. Así estaba mucho más segura.

—¿Algo más cariño?

—No, gracias, no necesito nada más.

Anaíd se sentía agradablemente envuelta en la calidez fría y acogedora de su elegante abuela. Su maravilloso palacio surgido de la nada le ofrecía todas las comodidades inimaginables y su anfitriona no cesaba de agasajarla. Tras tantos días de privaciones agradeció el baño caliente, la comida sabrosa y las ropas bellamente bordadas que le regaló Cristine. Pero no debía agradecerle únicamente su hospitalidad. Gracias a ella estaba viva.

Su llegada por sorpresa había provocado un gran revuelo entre las Odish, que esperaban aclamar a la dama de hielo como la portadora del cetro, pero que no estaban dispuestas a bajar la cabeza ante una niña de dudosos orígenes Omar. Tuvieron una reunión agitada en la que acusaron a Anaíd de infiltrada y a Cristine de ofrecer el cetro a una traidora. Finalmente, Cristine se impuso con todo su poderío y las silenció. Pero Anaíd se sintió rechazada. Hasta Gunnar, su propio padre, había sugerido que a lo mejor no estaba preparada para asumir el poder. ¿Qué poder? ¿El de las Omar o las Odish? Estaba hecha un lío.

Cristine era su abuela, Cristine le ofrecía todo cuanto tenía y le abría su corazón. Y las Odish tenían razón, ella era una traidora.

—Y ahora, quiero que pruebes unos exquisitos bocados antes de salir a oficiar la ceremonia.

Anaíd se sintió fatal. Muy mal. Era impropio comer de la mano de la persona a quien debía clavar el puñal.

—No, gracias, no tengo hambre.

Deméter le pidió que aniquilase a Cristine, pero Deméter no la conocía, no había compartido sus confidencias, no había sido objeto de sus atenciones, no se había sentido acogida, escuchada y amada por Cristine. Y su hermana de leche Sarmik no respondía a sus llamadas, sólo percibía de ella algo inquietante, peligroso.

Estaba sola. Muy sola.

La puerta se abrió y una Odish de piel de ébano, antigua aliada de Baalat y ahora vasalla de Cristine, la increpó poco respetuosamente. Su fidelidad era dudosa.

—Cristine, tenemos unos pequeños inconvenientes.

Cristine se sintió indignada.

—Ahora no, Cloe. Os he dicho que no me interrumpáis.

Sin importarle la objeción de la dama de hielo, Cloe, la Odish de piel oscura, hizo pasar a otras Odish que transportaban los cuerpos exánimes de Roc, Dácil y Clodia. Al verlos Anaíd lanzó un grito.

—¡¡¡No!!!

Cristine palideció de rabia. Sabía lo que sucedería a continuación. Detuvo a Anaíd con contundencia.

—No están muertos.

Cloe miró a sus compañeras, todas ellas antiguas vasallas de la gran Baalat.

—Parece ser que la pequeña Odish que nos gobernará tiene el corazón sensible y propenso a involucrarse con las Omar.

—¡Silencio! —exigió Cristine—. Esas Omar que veis aquí facilitaron la llegada de Anaíd hasta nosotras. Lo que ocurre es que Anaíd ignora que atentaban contra su vida.

Anaíd se quedó de una pieza.

—¿Cómo?

Cristine acarició su pelo.

—Querida niña, Dácil, Clodia y Roc se proponían acabar contigo sirviéndose de vuestra anterior amistad. Han sido enviados por las Omar.

Anaíd se sintió esquizofrénicamente dividida. Por una parte lo que decía Cristine le parecía imposible. Por otra, sabía lo que eran las leyes Omar y conocía sus órdenes para eliminar a la elegida traidora. Criselda, su propia tía, había recibido el encargo de eliminar a Selene si llegaba a confirmar su traición. Pero Anaíd se arrodilló junto a Roc y lo observó desde muy cerca. Tenía la expresión asustada.

—¿Roc? ¿Roc? Dime algo.

Cristine señaló su mano cogida a Clodia.

—Te lo está diciendo. No te ha esperado. ¿Te das cuenta?

Anaíd miró alternativamente a uno y a otra.

—No puede ser.

Cristine suspiró.

—Todo puede ser. ¿Quieres escucharlo de su propia boca?

Cristine chasqueó los dedos y despertó a los tres invitados, que abrieron lentamente los ojos en presencia de Anaíd y las Odish presentes.

—¿Anaíd? —musitó Dácil.

Cristine la ayudó a levantarse.

—La misma a quien te proponías eliminar. ¿No es así?

Dácil afirmó con la cabeza baja.

—Nos ha traicionado. Es una Odish.

La dama de hielo miró fijamente a Anaíd mientras hacía la pregunta lentamente.

—¿Y creéis que por eso debe morir?

Clodia se incorporó cogida a la mano de Roc.

—En efecto, debe morir.

Anaíd notó cómo se desencajaba su cuerpo.

—¿Y quién clavará su puñal? ¿Roc?

Roc miró a Cristine.

—Sí, yo le clavaré mi puñal. No lo espera.

Cristine señaló su mano cogida a Clodia.

—Tampoco esperaba que te hubieses enamorado de su mejor amiga.

—Fue una sorpresa. Anaíd no lo sabe.

Clodia miró a Cristine a su vez.

—Nos hemos enamorado. Roc ya no quiere a Anaíd.

Anaíd se echó al suelo sin importarle su ropa nueva y se tapó los oídos.

—No quiero oír más, no quiero verlos más, llévatelos, hazlos callar, hazlos desaparecer.

Cristine se dirigió a Cloe, que había asistido con escepticismo a la escena.

—Anula su voluntad y congela sus deseos.

—Ya lo has hecho tú, señora de los hielos —replicó la Odish rebelde.

Cristine la fulminó.

—Obedece mis órdenes y las de la elegida.

Cloe pasó la palma de su mano sobre los ojos de los tres prisioneros, que la siguieron mansamente, con docilidad. Su contoneo insolente enfureció a Cristine, que no atendió a Anaíd hasta pasado un rato.

Anaíd estaba encogida en el suelo, víctima de un ataque. Sus llantos e hipidos no la abandonaban.

—Anaíd, compréndelo, ya no eres una Omar, ya has probado la sangre y el poder. Nunca te aceptarán de nuevo entre ellas.

Anaíd tuvo un nuevo acceso de llanto.

—Pero Roc, Roc no es Omar.

—¿Qué creías? ¿Que te sería fiel? Los hombres engañan, por eso las Odish nos servimos de ellos. Si dejásemos nuestra voluntad en manos de un hombre, estaríamos perdidas.

—Y Clodia…

—Clodia obedece a su clan del delfín y es coqueta y egoísta. Su amistad queda en un tercer plano.

—Dácil me quería.

—Dácil quiere regresar con su madre y hará todo cuanto la tribu le ordene, incluido eliminarte. ¿No lo comprendes? Todos tienen sus intereses y tú no estás en el primer lugar de nadie.

Anaíd boqueó en busca de aire.

—Selene sí, es mi madre…

Cristine rió con ganas.

—¿Selene? Precisamente Selene ha usurpado tu papel. No le interesa tu regreso. Quiere la gloria y el poder para ella sola. Quiere que la aclamen como a la gran matriarca y la elegida de la profecía.

Anaíd se arañó las mejillas en un intento desesperado por mitigar el terrible dolor que las palabras de Cristine le causaban.

—¿Y Gunnar?

Cristine se entristeció.

—Es mi hijo, pero…

—¿Qué?

—Ha maquinado contra ti.

Anaíd ya no podía soportarlo más.

—¿Contra mí?

—Se ha unido a Selene para arrebatarte el cetro. Acaba de entrevistarse con ella y han urdido una traición.

Anaíd explotó. Todo era excesivo.

—¡No te creo!

Cristine suspiró con deferencia, rozó con sus blancos dedos una columna de hielo que sostenía el techo del palacio y sobre su nívea superficie se reflejó la escena que había tenido lugar una hora antes. En ella Selene y Gunnar, sentados en la cueva, con una vasija de pulque al lado, hablaban con voz queda. Anaíd contuvo el aliento.

—¿Qué propones?

—Te propongo un pacto.

—¿Cuál?

—Te ayudaré a acabar con Cristine antes de la ceremonia. Luego rescataremos el cetro y entre los dos controlaremos a Anaíd o… la reduciremos.

—¿Podrás contra Cristine?

—Sabes que si lo deseo puedo volver a utilizar mis poderes.

—Pero es tu madre. ¿Lo harás?

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Anaíd. Mi precio es Anaíd.

—¿Qué harás con ella?

La dama chasqueó los dedos ante la atónita Anaíd y mostró a Gunnar. La escena estaba ocurriendo en esos mismos momentos. Gunnar había llenado una jarra y estaba introduciendo unos polvos dentro de una copa. Anaíd contempló cómo Gunnar se armaba con sus armas de berseker y Cristine comentó con naturalidad.

—Ahora tu padre está preparando nuestra desaparición.

Anaíd se llevó las manos al cuello. Tenía miedo de sus propios padres. No podía confiar en nadie, en ningún ser vivo. ¿Y en Cristine?

—¿Qué quiere hacer Gunnar conmigo?

Cristine se dirigió lentamente hacia la puerta.

—Se lo preguntaremos a él.

Y abrió la puerta sorprendiendo a Gunnar, que en esos instantes estaba frente a su puerta con la bandeja en las manos. Al verla adelantarse a sus intenciones, Gunnar, con desconfianza, depositó la bandeja sobre una mesa.

—Vaya, sabías que vendría.

Cristine lo contempló.

—Una madre sabe muchas cosas —y añadió con desenvoltura para quitar hierro a la desconfianza de Gunnar—, sobre todo cuando su hijo hace ruido —y señaló sus botas claveteadas.

Gunnar se tranquilizó. Ciertamente no pasaba inadvertido.

—Vamos a brindar por la entronización de la elegida —propuso Gunnar mirando a Anaíd—. Estás muy guapa. Mucho.

Anaíd se sentía incapaz de pronunciar una sola palabra ni de representar ningún papel. Estaba anestesiada de dolor. Simplemente la infelicidad se había adueñado de su persona y estaba asistiendo con estupor, como una invitada macabra, a la tragedia que tenía como desenlace su propia muerte a manos de su padre.

—¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?

Cristine sonrió a Gunnar.

—Es una sentimental, tendrá que aprender a controlar sus emociones, como tú y yo.

Y sin que Gunnar atendiese a su acción, Cristine señaló hacia otra dependencia.

—Acabamos de eliminar a Dácil, Clodia y Roc. Pretendían atentar contra ella.

Consiguió el efecto esperado. Gunnar palideció y miró hacia donde la dama señalaba sin atender a la bandeja con las tres copas que él mismo había llevado. Luego abrazó a una Anaíd hierática y distante. Estaba bajo estado de shock.

—¿Era necesario eliminarlos? —clamó Gunnar con voz rota.

—O ellos o Anaíd.

Cristine, con una levísima indicación de sus dedos, cambió las copas de lugar.

—Pero, pero… eran unos niños —objetó.

—Unos niños peligrosos, iban armados y habían recibido de Selene las órdenes de matar a Anaíd.

Anaíd ni siquiera reaccionó, pero Gunnar estaba fuera de sí.

—¡No es cierto! ¡Eso no es cierto!

Cristine rió con una risa clara.

—Vaya, ¿la defiendes? Creía que te había engañado muchas veces y que te rechazaba.

—No quiero discutir contigo.

—Pues brindemos. ¿Has venido para eso, no?

Anaíd, incrédula, vio cómo Gunnar servía con mano temblorosa el brebaje en las copas y las distribuía. Cristine aceptó la suya con naturalidad, pero ella la rechazó. No podía creerlo: su propio padre pretendía envenenarla. Gunnar insistió.

—Bebe, te sentará bien.

—No quiero, gracias —respondió Anaíd horrorizada.

Cristine, en cambio, levantó su copa y brindó alegremente con su hijo.

—¡Salud! ¡Por el triunfo del cetro y la elegida!

Gunnar sostuvo su copa y aguantó el choque de su madre con un rictus de dolor.

—¡Por la elegida! —repitió.

Anaíd no les quitaba el ojo de encima. Lo que sucedería era previsible. Y sucedió.

Tras apurar sus copas, Gunnar comenzó a sentirse mal. Se llevó las manos al cuello, su tez se puso violácea y comenzó a temblar violentamente. Sus rodillas flaquearon y cayó al suelo poco a poco. Se fue dando cuenta del efecto contrario de sus actos.

—¿Qué me has hecho madre? —musitó.

Cristine abrazó a Anaíd y le tapó los ojos.

—Cambiar nuestro destino y salvar a mi nieta.

Y con una ternura infinita, rodeó a Anaíd con sus elegantes brazos y la acompañó poco a poco hasta la puerta.

El aire frío de la noche mordió la piel de Anaíd, pero no lo notó. Flotaba en una nube de dolor. El mundo le era indiferente y al oír el rugido hambriento del Popocatepetl sintió ganas de arrojarse en su cono ardiente repleto de azufre y cenizas y concluir así su sufrimiento.

—Tu muerte no es la solución.

Anaíd se la quedó mirando sorprendida.

—Me tienes a mí, no te he abandonado, estoy contigo y te cuido.

La voz cariñosa de Cristine actuó como un bálsamo. La dama la cubrió con una soberbia capa de piel de marta cibelina.

—Tienes que sobreponerte, querida niña, tienes que ser fuerte.

Anaíd se arrebujó en la suave capa y se dejó arrullar por las palabras dulces de Cristine.

—Pronto tendrás el cetro en tus manos. Piensa en el cetro.

Y la condujo amorosamente por el empinado camino que conducía hasta el Tetzacualco del Popocatepetl, el lugar donde se celebraría la ceremonia del cetro.

Tras ellas, las Odish venidas de todos los rincones del planeta las seguían a una prudente distancia vestidas con sus trajes ceremoniales. Las últimas, las que cerraban la comitiva iban acompañadas de dos chicas que caminaban con la mirada ausente y los pasos mecánicos de los que han perdido la voluntad. Las habían vestido de verde para la ocasión y habían adornado su cabeza con una tiara blanca. Eran, sin saberlo, el sacrificio para la ceremonia. Dos jóvenes Omar caídas del cielo: Clodia y Dácil.

Cuando Selene, con su melena roja, llegó al Tetzacualco de Tlamacas a la hora convenida con Gunnar, el palacio mágico de la dama de hielo y sus Odish había desaparecido. En su lugar sólo quedaban las ruinas del antiguo templo y los cuerpos exánimes de Gunnar y Roc sobre las frías losas.

Selene lo comprendió todo en pocos instantes. Cristine los había descubierto y ésa era su respuesta.

Se agachó sobre Gunnar y acarició su mejilla. Luego le besó delicadamente sobre sus labios aún calientes y pronunció únicamente:

—Te quiero.