Anaíd tosía asfixiada por el humo de los coches. No estaba acostumbrada al tráfico de la atestada calle del centro de Manhattan.
—¿Estás segura de que es aquí? —preguntó a Dácil, que miraba desesperada a un lado y a otro.
—Me dijo que me esperaría en esta esquina, frente a un quiosco de refrescos.
Roc, que tenía a Anaíd fuertemente sujeta de la mano, señaló el puesto de refrescos. Pero en la esquina no había ninguna madre esperando a una hija. Sólo una joven vestida con una falda muy corta, caminando sobre unos tacones excesivamente altos, con un globo atado a su mano, una muñeca bajo el brazo y el bolso de rebajas rebosante de chucherías. Lamía una nube de caramelo y miraba descaradamente las caras de los paseantes con niños.
Dácil, nerviosa, se acercó a ella con incredulidad.
—¿Mamá? —preguntó con cuidado.
La joven permaneció paralizada, estúpidamente conmovida; levantó la vista desde los pies y comenzó a ascender, a ascender, a ascender reteniendo la respiración, hasta llegar a los ojos de la niña que era casi, casi de su misma estatura.
—¡¡¡No puede ser!!! —exclamó horrorizada—. ¡No puedes ser Dácil!
Y en lugar de abrazarla, dio un paso atrás llevándose la mano al pecho. Dácil sintió un nudo en la garganta y unas ganas terribles de salir corriendo. Quería escapar de esa mujer que la había traído al mundo y que luego no la reconocía.
—Soy yo, mamá.
—No me lo creo —gritó la joven Omar lanzando la muñeca al suelo con expresión de desconcierto—. Creí que eras una niña…
Dácil se avergonzó y Anaíd quiso correr a su lado para consolarla, pero Roc no se lo permitió. Era una cuestión privada y no podían intervenir.
Clodia, unos metros más atrás, fotografiaba la escena con su móvil y recogió la imagen en la que la madre de Dácil tocó el delgado brazo de su hija, con desconfianza, y pasó la mano poco a poco por su mejilla aterciopelada.
—No me creo que tenga una hija tan preciosa, tan alta, tan encantadora…, no puede ser verdad. Es un sueño, pellízcame, Dácil, pellízcame. Mi niña bonita, mi linda guanchita, mi lloronceta comilona.
Dácil abrió la boca y volvió a cerrarla como un pez boqueando fuera del agua. Estaba buscando desesperadamente las palabras que tenía que decirle a su madre… y no las encontraba. Afortunadamente su madre hablaba por las dos, y sobraba y bastaba.
—¿Y qué hago aquí mirándote como una tonta? Anda, acércate y deja que te abrace. Tantos años soñando con este momento y ahora nos quedamos como dos bobas. No soy una bomba nuclear, soy tu madre. ¡Ven aquí!
Anaíd se quedó atónita al ver el apretón tan intenso con que se estrujaron. Eran idénticas en sus gestos, en su sinceridad, en su horroroso gusto para combinar la ropa, en su espontaneidad. Eran encantadoras, hechas la una para la otra y destinadas a quererse.
Clodia las fotografió una y mil veces. Hasta que sonó su móvil.
—¿Mauro? —sonrió guiñando un ojo a Anaíd y Roc.
—¿Dónde estás? —preguntó la voz de Mauro.
—En Nueva York, por fin acabó la fiesta. Ya está, regreso ahorita.
—¿Ahora mismo?
—Ya me puedes ir haciendo sitio en tu habitación para soñar juntos.
—Pues de eso quería hablarte, no creo que quepas.
—¿Tu cama no es grande?
—Es que seríamos tres.
—¿Tres? —tronó Clodia—. Tú y yo sumamos dos, aprobé las matemáticas.
—Julia hace tres.
Clodia se puso violeta, azul y verde, simultáneamente.
—¿Julia? ¿Mi buena amiga Julia a la que pedí que te hiciera compañía?
—Pues eso. Me ha hecho compañía y ahora es mi novia.
—¿Tu qué? —balbuceó incrédula aunque lo había oído perfectamente.
—Mi novia.
Clodia explotó como un tifón tropical.
—¿Qué se ha creído esa usurpadora miserable robanovios? ¿Qué sabe hacer Julia que no sepa hacer yo?
—Consolarme. Me consoló tan bien, que acabamos soñando juntos.
Clodia se puso de mil demonios.
—¿No tienes paciencia? ¿No podías esperarte un poco?
—Clodia, me pasé esperándote todo el verano.
—Te lo estaba poniendo difícil… —lloriqueó, más ofendida que dolida y más estafada que enamorada.
—Y te lo agradezco, te lo agradezco de verdad, tía, me has hecho sufrir un montón y he pasado un verano de fábula… Lo que pasa es que…
—¡Ciao! —colgó enfadadísima Clodia.
A pesar de los pesares disfrutaba eligiendo ella la última palabra, la definitiva. «Ciao» era una de sus preferidas.
Anaíd se acercó dispuesta a abrazarla.
—Alto ahí, no soporto la compasión —la detuvo Clodia.
—Pero…
—Y menos aún de una amiga con novio. No soporto a las amigas felices con novio.
Anaíd, cortadísima, se quedó inmóvil. Clodia era bien capaz de hablar en serio. Hasta el momento ella había sido una amiga infeliz sin novio. Pero las cosas habían cambiado. ¿Se le había puesto cara de boba? No le extrañaría nada. A pesar de todo lo sucedido, a pesar de la ausencia de Cristine, era tan feliz que se le tenía que notar a la fuerza.
Hasta Sarmik había dejado tras ella un recuerdo entrañable y glorioso. Entre las jóvenes Omar se había puesto de moda una camiseta impresa con la silueta de Sarmik y su perro, el cetro dorado y el lema «proud of you». Ella sí que se sentía orgullosa de haber sido su hermana de leche y haber compartido la valentía de la pequeña inuit, que guardaría en el mundo de los muertos, por siempre jamás, el cetro de la madre O y gobernaría con sabiduría el destino de las Omar hasta el fin de los tiempos.
Sarmik era la verdadera heroína, la reina de las brujas. Y Anaíd se había convertido, simplemente, en una chica normal y… feliz.
La felicidad se resumía en su nueva familia, su futura hermanita Rosa, y su flamante novio. Le parecía tan guapo que hasta le dolía mirarlo.
Selene, que lucía una bonita barriga premamá, llegó discutiendo con Gunnar con una bolsa repleta de ropa de bebé.
Clodia se puso verde de envidia.
—¡Y no soporto a las mamás felices con novio!
—Mujer, Selene se ha puesto gorda.
—Y guapísima. Me parece vomitiva la felicidad ajena.
Anaíd intentó justificarse. Se sentía algo cohibida por formar parte de una familia aparentemente tan perfecta, enrollada y maravillosa.
—Se pasan el día discutiendo —adujo señalando a sus padres.
Clodia dejó escapar un sollozo.
—Peor, mucho peor: eso significa que se quieren —lloró con ganas—. Y a mí no me quiere nadie.
Anaíd la dejó por inútil. Además, Selene, agobiadísima por su nueva responsabilidad, la reclamaba mostrándole un pequeñísimo jersey y, tras ella, Gunnar refunfuñaba.
—Mira, mira esto, Anaíd. ¿No te parece una preciosidad?
—Es grande —objetó Gunnar.
—Tú calla, que hace mil años que no tienes hijos.
—¿Y Anaíd?
—Nunca le compraste un jersey.
Anaíd hizo oídos sordos a sus disputas e imaginó a Rosa, rechoncha y llorona, embutida en el minúsculo jersey de rayas verdes y azules.
—¿Y ya cabrá aquí dentro? Parece de juguete.
Roc se lo arrancó de las manos y dio su veredicto.
—Es grande, es una talla de tres meses. Y para Urt, en la época en que nacerá, no sirve: es demasiado ligero.
—Te lo dije —remató Gunnar.
Anaíd y Selene se deshincharon. Roc era un experto; por algo tenía siete hermanos pequeños, y Elena, su madre, estaba de nuevo embarazada.
Selene dejó caer la bolsa al suelo.
—No valgo para esto.
Anaíd la animó.
—Claro que sí, mamá, lo harás muy bien.
—Soy un desastre.
—Que no, que eres estupenda. Si quieres, yo te ayudaré.
—Será peor, Anaíd, lo nuestro no son los niños.
—Pero me hace ilusión —se defendió Anaíd.
Selene sonrió con una sonrisa espléndida.
—¿De verdad?
—Pues claro, será divertido tener un bebé en casa.
Roc se permitió intervenir.
—Si me permites, me puedes nombrar asesor.
—¡Eh, eh, que nadie me quite el puesto! Yo seré el padre —dejó bien claro Gunnar.
—¿Y yo qué seré? ¿La tía frustrada y algo loca? —interrumpió Clodia, que no podía sufrir perder el protagonismo de la escena más allá de medio minuto.
—¿Si prefieres ser la tía ligona? —le ofreció Anaíd de todo corazón.
Clodia se hizo la víctima.
—¿Ah, sí? Encima cachondeo. ¿Cómo puedes burlarte de una pobre chica abandonada?
Anaíd admiraba la capacidad de Clodia de salir airosa de todo.
—Por poco rato. A tu alrededor hay siete millones de personas de las cuales, por cálculo de probabilidades, debe de haber cien mil chicos que encajarían perfectamente contigo.
Clodia se giró teatralmente.
—¿Ah sí? Pues mira por dónde, yo no veo a ninguno.
Alzó las manos al cielo y gritó dando vueltas sobre sí misma:
—¿Dónde está el chico de mis sueños? Lo estoy esperando. No hace falta que me caigan los cien mil juntos, con uno tengo bastante.
Anaíd se alejó unos pasos y movió imperceptiblemente los labios.
Bajo los pies de Clodia se hundió entonces la tapa de la alcantarilla y Clodia cayó con gran estrépito por las tripas recién abiertas de la gran ciudad.
—¡Ahhh! —gritó Clodia desapareciendo… como por arte de magia.
Gunnar miró con gesto acusador a Selene y Selene desvió la mirada hacia Anaíd.
—¿Y ahora qué? ¿Quién la va a sacar de ahí dentro?
Anaíd bajó los ojos avergonzada.
—Sólo quería echar un cable.
Roc estaba boquiabierto.
—¿Lo has hecho tú?
Anaíd trató de mentir pero no supo.
—Yo sólo le he dado un empujoncito.
Gunnar ya estaba arrodillado junto al enorme agujero negro que conducía a las míticas cloacas de Nueva York, de las que hablaban las leyendas urbanas, pobladas de caimanes, boas y ratas mutantes.
—¡Clodia! —gritó Gunnar.
Dácil y su madre se acercaron corriendo dispuestas a auxiliar. Los seis se asomaron al hueco de la alcantarilla y los seis al unísono abrieron la boca de asombro.
Clodia, comediante, mediterránea y tan tremebunda como una erupción volcánica, ascendía hacia la superficie de la metrópoli en los brazos de un apuesto bombero neoyorquino que trepaba por una escalerilla. Los saludó agitando la mano como una reina de las fiestas desde lo alto de una carroza.
Al pisar de nuevo la calle tomó la mano del robusto muchacho pecoso de ascendencia irlandesa, y lo presentó:
—He is Jim, my new boyfriend.
Y ante el estupor de sus amigos lo besó. Luego sonrió y paseó su mirada sobre la felicidad ajena que la envolvía. Ya no le daban ganas de llorar.
—¡Carpe diem!