EL MAR se había batido la noche entera contra la oscuridad y Cecilia, entre sueños, había soñado que alguna vez las olas se detenían en ese límite en el que ¿por qué? abandonaban su fuerza para comenzar a retroceder, como arrepentidas del ímpetu que las había llevado tan lejos, sólo para arrepentirse de su arrepentimiento y volver a comenzar. Temió que alguna vez el ímpetu no mermaría y seguiría empujando hasta arrasar los refugios del hombre, las cabañas de los pescadores, las enramadas de los paseantes, este lujoso hotel de la playa en el que Cecilia se alojaba desde ayer.
El estruendo de afuera no disminuyó con el día. Sólo que la claridad lo despojó de su horror al reducir la inconmensurabilidad a un espectáculo que podía contemplarse —impune, tranquila, placenteramente— desde la terraza, uno de los motivos por los que el precio de estas habitaciones era más caro.
Cecilia no habría advertido tal detalle si Susana no le hubiera llamado la atención sobre él. Asimismo le comunicó el halago que experimentaba por el hecho de ser objeto de atenciones como la ya mencionada (la vista al mar) y como otras, no menos importantes (el desayuno servido en la cama) que se reservaban a los visitantes distinguidos entre los cuales era obvio que ambas podían contarse.
A Cecilia no la asombró más esta distinción de lo que ya la había asombrado el hecho de que Matilde Casanova, la poetisa mexicana recientemente agraciada con el Premio de las Naciones, al regresar a su patria y estando imposibilitada para subir hasta la meseta por motivos de salud que la obligaban a permanecer durante algún tiempo en la costa, hubiera consentido no únicamente en recibirlas, a ella y a Susana, en una audiencia breve y aun pública, tal como la solicitaron ante su secretaria, a nombre del alumnado de la Facultad de Filosofía y Letras, para rendir homenaje a la escritora y a la maestra, sino que extremó su generosidad hasta el punto de retenerlas como sus invitadas de fin de semana.
Tal favor, hasta ahora, había sustituido al de la audiencia. Ni Cecilia ni su compañera habían tenido acceso hasta el Olimpo en el que habitaba Matilde, agobiada de compromisos oficiales, asediada por personajes del mundo de la política, de la cultura y hasta de las finanzas, acechada por los fotógrafos, perseguida por los cazadores de autógrafos, rodeada siempre de curiosos, tanto profesionales como aficionados.
Pero la cita se había fijado, por fin, para hoy a las once de la mañana. Cecilia y Susana serían recibidas por Matilde, junto con un grupo de escritoras a las que la secretaria de la poetisa laureada, una tal Victoria Benavides, acaso no muy al tanto de las jerarquías ni de las novedades, las había asimilado.
Cecilia y Susana no sólo fueron puntuales sino más aún: inoportunas. Llegaron al salón en el momento en que Victoria —una mujer de mediana edad y que exhibía en una apariencia discreta una eficacia latente —se esforzaba, con argumentos, por echar a una reportera.
—Le repito que no se trata de ningún acto solemne. Mera rutina. Antiguas alumnas que, desde luego, no han superado a su maestra…
—¿Tan antiguas como estas criaturas? —replicó la periodista con desconfianza señalando a Cecilia y a Susana—. La ausencia de Matilde Casanova ha sido lo suficientemente larga como para dar tiempo a que muchachas como éstas nazcan, crezcan y hasta se reproduzcan. Así que no trate de engañarme… o trate de hacerlo mejor.
—Ellas (repuso Victoria señalando de nuevo a Cecilia y a Susana que servían como punto constante de referencia pero que no intervenían de otro modo en la disputa) son la excepción. Pero aunque no lo fueran y aunque la reunión que va a tener lugar fuera importante, continuaría prohibiéndole la entrada porque ésas son las órdenes que he recibido de Matilde.
—No creo que la señora Casanova sea tan imprudente para rechazar así a la prensa, cuando tiene tanto que agradecerle.
—Y tanto que temerle ¿o no era eso lo que quería usted decir? Matilde es imprudente pero no come lumbre. Con los periodistas del mundo entero ha sido más que amable: ha sido pródiga. Los ha recibido como gremio y como individuos; se ha enfrentado con todas las indiscreciones que parecen ser el signo distintivo de esta profesión; ha perdonado las impertinencias de los audaces y las reiteraciones de los ignorantes; ha rectificado los errores de los precipitados y no ha insistido en corregir las aseveraciones de los malevolentes. ¿Qué más pide usted?
—Mi parte. Lo que Matilde ha hecho lo ha hecho con otros, en otros lugares. Yo ni siquiera la conozco.
—¿Qué me das si te dejo pasar? El borriquito que viene atrás. Así dice el juego infantil. Recuerdo la letra pero no acierto a recordar la música.
—Será porque no tiene música.
—¿No? Yo hubiera jurado… Es curioso el funcionamiento de la memoria. Desde que llegamos a México no han cesado de representárseme imágenes que yo creía borradas para siempre. Pero discúlpeme, no son mis confidencias las que le interesan, sino las de Matilde.
—Tampoco es Matilde. Es el único premio internacional que hasta ahora se ha discernido entre los escritores mexicanos. Y el tercero que se concede a un escritor hispanoamericano.
—Sí, Hispanoamérica ha sido muy favorecida por la naturaleza y muy poco por la cultura.
—Además, en dos casos, se trata de mujeres.
—¿Es usted feminista?
—¿Tengo cara de chuparme el dedo o facha de estar loca? No, de ninguna manera soy feminista. En mi trabajo necesito contar con la confianza de los hombres y con la amistad de las mujeres. En mi vida privada no he renunciado aún ni al amor ni al matrimonio.
Victoria sonrió con una mezcla de burla y de tristeza.
—Veo que el clima del país no ha cambiado mucho durante mi ausencia.
—No supo aprovecharla —replicó incisivamente la otra.
—¿Y cómo interpretan —me refiero a los que enarbolan el pendón del machismo nacional—, cómo digieren, cómo soportan, cómo perdonan el triunfo de Matilde?
—Como cualquier otro campeonato. El campeón desaparece tras el halo de gloria y el mérito se reparte entre todos sus compatriotas.
—Aun entre los que pusieron los mayores obstáculos para que la hazaña se llevara a cabo.
—Especialmente entre ellos, si no me equivoco y usted se ha referido a los colegas de Matilde. Yo hice una encuesta, que ningún periódico se atrevió a publicar, como era de rigor (porque Matilde Casanova es una institución tan intocable ya como Cantinflas o Rodolfo Gaona o qué se yo), en la que recogí versiones muy interesantes y contrapuestas respecto al famoso premio. Pero había un punto en el cual todos estaban de acuerdo: que lograrlo para México había sido una obra maestra de nuestra diplomacia. Antes de que Chile pudiera empezar a vanagloriarse de Gabriela Mistral y su Nobel se le dio machetazo al caballo de espadas.
—Pero el Nobel tiene más prestigio ¿no?
—Lo perdió durante la guerra. Esas concesiones a un bando y a otro, ese caso Churchill que fue la gota de agua que colmó el vaso, acabó por obligarlos a apartar los ojos de Europa y Asia y volverlos al resto del mundo.
—Es decir, África, Oceanía, Latinoamérica.
—Los dos primeros no cuentan todavía culturalmente. Y Latinoamérica, aparte de contar, es un mercado muy prometedor para los productos escandinavos.
—¡Qué maquiavelismo tan rebuscado! En fin, supongamos que esos cálculos sean exactos, no me importa. Los suecos apuntan directamente a Chile, como si no existiera ni Argentina que, entre otras cosas, conservó la neutralidad.
—Nominalmente.
—…O Brasil, que según Zweig, es el país del futuro.
—¡No siga, cállese, antes de que la acusen de traicionar a la patria! Porque México es, de todos los países de este hemisferio (excluyo a los Estados Unidos porque es otro planeta), el único que ha llevado al cabo una revolución sui generis; el único que progresa a un ritmo cada vez más acelerado e incontenible; el único que alcanza cada día una meta de justicia social; el único que se enorgullece de su estabilidad interna; el único que mantiene una política exterior coherente y digna; el único…
—¿Qué clase de letanía está usted recitando?
—Los dogmas en cuya validez creen veinte millones de mexicanos que, como dice otro dogma, no pueden estar equivocados.
—¡Dios santo! ¿Y eso se declama así, sin ruborizarse?
—Se declama en tono de desafío… por si las dudas. Aunque esas dudas hayan sido prácticamente disipadas después de que México ha sido ungido por el óleo sagrado del Premio de las Naciones. Flamante, impoluto aún y trascendental.
—En nuestra época solía ser de buen gusto la modestia.
—Y ahora el extremo opuesto.
—Bueno, ya acabaré por entender, y por asumir también esta actitud.
—Está basada en hechos históricos y estadísticos rigurosamente comprobables.
—Me lo imagino. Lo que tiene usted que barajarme más despacio es por qué en este país, entre cuyos privilegios está el de ser también el único en el que ha hecho sus apariciones la Virgen de Guadalupe, escogieron a Matilde habiendo tantos otros escritores y tanto más importantes.
—Por razones de equilibrio. Los otros que usted señala son más o menos del mismo rango y tienen bien establecidas sus rivalidades mutuas y sostienen unas competencias encarnizadas. Pero Matilde empieza por colocarse más allá del bien y del mal gracias a un pequeño detalle: el sexo. Una mujer intelectual es una contradicción en los términos, luego no existe.
—Y, claro, a la izquierda pueden colocarse cuantos ceros se quieran sin peligro de que resulte ninguna cantidad. Eso es correcto en cuanto se refiere a la persona de Matilde. ¿Pero y sus libros?
—¡Los temas son tan inocuos! Un paisaje en el que se diluye un Dios sin nombre, sin cara, sin atributos; unas vagas efusiones de fraternidad universal, nada de lo cual alcanza a cristalizar en una ideología… No, no pierda el tiempo rebatiendo estos argumentos porque no son míos. Son las palabras textuales de ellos, que yo no hago más que transcribir, sin comprenderlas siquiera porque no he leído nunca una línea de Matilde. Añada usted, por último, sus largos años de exilio.
—Un exilio no voluntario. Matilde ha partido para obedecer las órdenes de su Gobierno, que veía en ella a la representante más idónea cuando se trataba de una misión de acercamiento, de un testimonio amistoso, de un viaje de buena voluntad.
—De acuerdo. Este alejamiento, aparte de romper sus vínculos con capillas, con grupos, contribuyó a idealizar su figura hasta hacer de ella un mito que ha devorado a la persona tanto como a la obra. Un mito es una especie de pararrayos: atrae las fuerzas que vienen de lo alto.
—Así que por eso descargó en ella el premio. Bien, no es posible negar que la envidia posee una clarividencia peculiar. Y mis paisanos son envidiosos como buenos descendientes de españoles. Supongo que será de parte de los indios que heredaron la hipocresía suficiente como para organizar las peregrinaciones que llegan hasta aquí a felicitar, a congratularse…
—Si habla usted de la plebe hay novelería más que hipocresía. Les fascina acercarse a ver si el ídolo tiene los pies como dice el refrán.
—Hablaba de los colegas.
—Entre ellos hay entusiasmo. Cada uno se alegra de que Matilde, que en resumidas cuentas no es sino un mal menor, haya servido de piedra de tropiezo para evitar que el otro, el contrincante real, ganara la pelea. ¿Capta usted el quid? La consagración mundial no ha sido, para quienes participan del secreto, sino una tregua, un aplazamiento, un compromiso que deja intacto el empate. Ninguno de los adversarios importantes ha sido descalificado.
—Después de proyectar esta luz meridiana sobre el fenómeno de Matilde me parece muy incongruente su insistencia en entrevistarla.
—Para el gran público —ese gran público que no lee los libros de los escritores entre quienes practiqué la encuesta y que tampoco lee los libros de Matilde pero sí lee mi periódico— el premio es noticia. Porque cree que un premio es la consecuencia lógica, limpia y justa de una buena acción. ¡Y las buenas acciones son tan escasas!
—Y me lo dice usted a mí, ahora que he estado buscando la manera más segura y productiva de invertir el capital de Matilde.
—¿Cincuenta mil dólares?
—Más o menos.
—Eso produce también un resplandor.
—Que a usted parece no deslumbrarla.
—He visto de cerca algunas fortunas y algunos afortunados y puedo declarar que más que cuestión de ojos es asunto de estómago. Mi profesión de periodista exige que tengamos el estómago firme.
—Usted me simpatiza hasta el grado de que se me antojaría hacer un experimento: dejarla a solas con Matilde… a cambio de una promesa.
—El prometer no empobrece, recuérdelo.
—La promesa de que usted escriba la verdadera impresión que le cause su personalidad. Dije la verdadera impresión, no el lugar común de los elogios ni de los ditirambos. Creo que tiene usted el suficiente sentido crítico para observar por sus propios medios; la suficiente riqueza de lenguaje para usar sus propios términos.
—Le agradezco la opinión y para continuar mereciéndola debo confesarle que lo que no tengo es la suficiente influencia como para pasar por encima de las consignas de mi jefe de redacción o del director de mi periódico.
—¿La consigna es incensar al nuevo ídolo nacional?
—Si no lo hiciéramos pareceríamos no iconoclastas, que es lo de menos, sino antipatriotas, que resulta sospechoso. O vengativos, lo que se atribuiría inmediatamente a no haber recibido ningún estímulo monetario.
—¿Y eso se juzga mal?
—Por partida doble. Entre los honrados, porque intentamos la extorsión. Entre los venales, porque fracasamos en nuestro intento.
—Lástima. Esa confrontación entre usted y Matilde habría sido original.
—Habría complementado la encuesta. Pero ambas reposarían en el fondo de mi archivo.
—¿Cómo podría entonces compensar la inutilidad de su viaje, el tiempo que ha perdido charlando conmigo, las indicaciones tan útiles que me ha proporcionado?
—Dándome una exclusiva: el título del próximo libro de Matilde. Ninguno lo ha mencionado hasta hoy.
—No hay nada que mencionar porque Matilde no tiene ningún próximo libro. No escribe, no tiene tiempo. ¿Y para qué habría de escribir? Es una celebridad y basta. Pero en cambio podría decirle los nombres de las personas a quienes espera.
La periodista levantó los hombros para mostrar su resignación ante lo irremediable y preparó su cuaderno de apuntes y su lápiz para tomar el dictado. Victoria enumeró:
—Elvira Robledo.
—No me suena.
—Es una gloria local. O por lo menos lo era, en otros tiempos, cuando Dios quería. También Josefa Gándara.
—Ah, sí, la de las flores naturales.
Victoria sonrió para ocultar su sorpresa pero no pudo evitar que se filtrara, al través de su sonrisa, el desprecio. Se apresuró a proseguir.
—Aminta Jordán.
—¿De verás? ¡Eso sí que es noticia!
—¿De qué sección?
—De todas. Salta de las páginas de sociales al suplemento cultural y de allí a la nota roja con una agilidad de trapecista.
—Siempre fue muy versátil. También estarán presentes las señoritas…
Y Victoria se volvió a Cecilia y a Susana quienes, confusas, habían asistido al desarrollo de la escena y ahora explicaban a la reportera las razones de su presencia en una ceremonia cuya índole cada vez comprendían menos.
—¿Y qué hago yo con estos datos?
—Manejarlos. Para que sean importantes debe darle las proporciones de una gran asamblea.
—Con tan contadas asistentes.
—La escasez es susceptible de convertirse en sinónimo de selección. Además cada una representaría un sector social muy vasto o muy influyente. Describa este acontecimiento como una manifestación de solidaridad de las mujeres de México hacia quien, rompiendo las cadenas ancestrales, ha conquistado para su patria el laurel inmarcesible. Sí, dije inmarcesible. Dosifique usted los adjetivos de manera que las señoras no se alarmen ni los señores protesten. Pero de manera también que las jóvenes sientan que es lícito admirar este ejemplo y que es posible imitarlo. Saque a colación, si es preciso, a Sor Juana. En fin, usted conoce su oficio, ejérzalo a conciencia.
—¿Para qué?
—Ya que hemos hecho un mito que por lo menos nos sea útil; que abra perspectivas nuevas a las mujeres mexicanas, que derribe los obstáculos que les impiden avanzar, ser libres.
—Pero usted está hablando de una época abolida. De hecho somos libres.
—Pero de derecho no. ¿Podemos siquiera votar?
—Podemos. Pero ¿qué importancia tiene el voto en México? Hasta un recién nacido sabe cómo funciona la maquinaria electoral.
—No, contra lo que usted cree las generaciones actuales no han llegado a ser libres sino únicamente cínicas y conformes.
La reportera contemplaba a Victoria con la misma curiosidad con que se contempla el esqueleto de un animal prehistórico cuya ineptitud para adaptarse a las situaciones nuevas fue la causa de su extinción.
—Usted sí es feminista.
—Quizá no por temperamento individual sino por la atmósfera que respiré en mi adolescencia. “Las vírgenes fuertes” fue el apodo que nos pusieron en la Escuela Preparatoria a las alumnas de Matilde. Bajo su influencia nos volvimos combativas y no retrocedimos ante el ridículo.
—Prefirieron estrellarse contra él. Pero nosotras ya no necesitamos cometer ese mismo error; aprovechamos lo que ustedes hicieron para cambiar, no de ideales, tal vez, sino de métodos. Y hemos logrado llegar más allá de donde ustedes tuvieron que detenerse. Ya no hay puesto que se considere inaccesible para una mujer.
—Excepto la presidencia de la República.
—Cuestión de tiempo. Mientras tanto hay que ser discreta y no hacer ningún alarde ni adoptar ninguna actitud desafiante.
—¡Pero ese método es el de nuestras abuelas! El disimulo, el fingimiento. ¡Qué originalidad!
—Lo que pretendemos es ser eficaces, hacer la vida a nuestro modo, como nuestras abuelas la hicieron al suyo.
—Aunque para ello tengan que humillarse, callar siempre o, si hablan, mentir.
—¿Son tan importantes las palabras?
—Para quien trabaja con ellas, como usted, deberían serlo. Aunque, ya lo dijo alguien, la familiaridad engendra el desprecio. Y un periodista, se me olvidaba, no es un escritor en potencia sino alguien que ha renunciado a ser escritor, que ha perdido el respeto al lenguaje, que no lo trata como objeto sagrado…
—Porque no lo es.
—…sino como un instrumento. ¿Para qué le sirve a usted?
—Para informar.
—¿Lo que es verdadero?
—En este asunto de lo verdadero yo me lavo las manos, lo mismo que Pilatos. Para informar lo que es interesante. Los criterios para descubrirlo son mucho más seguros.
—Virgen prudente.
—La virginidad, señorita, ya no es una condición indispensable para la mujer en México hoy en día.
—¿Se admite sin escándalo que la pierda fuera del sacramento del matrimonio?
—Tácitamente, sí.
—Desde luego. Entre nosotros lo explícito no se tolera. ¿Y la soltería? ¿Tampoco es un estigma?
—Si se supone que una mujer no es una carga económica para nadie y puede hacer uso de su cuerpo aunque no esté casada, ya no se la coloca al margen, como antes.
—Su conversación es muy instructiva para mí, que vengo como de la Luna. Pero me apena no corresponder con algo que usted pueda usar. No quisiera que se marchara con las manos vacías.
—No me marcho con las manos vacías. Usted me ha confiado una serie de datos y el permiso de manejarlos. Encontraré el ángulo interesante de esta reunión. Y será un ángulo tan demagógico como el que usted me proponía pero que no es ni anacrónico ni tabú: se trata ¿sabe usted? de un asunto sentimental. Un grupo de viejas amigas se encuentra de nuevo y rememora los tiempos pasados y se ríe de las anécdotas compartidas…
—¡Pero esto es nauseabundo!
—Es conmovedor. Los lectores experimentarán mucho más simpatía por una Matilde Casanova humana, es decir vulgar, que por una Matilde Casanova genial o excéntrica. Y usted quiere, como si no fuera suficiente con la genialidad y la excentricidad, añadirle el estandarte de una cruzada que ya pasó de moda y que ninguno quiere volver a oír mentar.
—Así que el sacrificio ha sido en vano.
—¿Sacrificio? ¿De quién? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Nada. No me hagas caso. Estoy empezando a desvariar. Y es natural. Hemos estado charlando horas enteras, en este calor, sin beber nada…
—La invito a una copa, al bar. ¿Se atreve?
Victoria movió la cabeza melancólicamente.
—Soy capaz de improvisar una disculpa cualquiera. Y válida, además. Soy la anfitriona, tengo que atender a las señoritas, de un momento a otro llegarán más visitantes ¿qué sé yo? Pero la verdad es que no me atrevo. Lucharía hasta la muerte porque en la puerta del bar se pusiera un letrero para decir que se admiten mujeres. Pero no entraría nunca.
—Ésa es la diferencia entre la teoría y la práctica, entre su generación y la mía.
—Y esa diferencia ¿es interesante?
—No. Aprenda a distinguir. Bajo cualquiera de sus aspectos el tema feminista está liquidado.
—Lo tendré presente. Hasta luego y gracias.
Victoria acompañó a la reportera hasta la puerta pero en vez de volver adonde se encontraban Cecilia y Susana se dirigió hacia las habitaciones interiores de donde llegaban rumores indistintos, pero cada vez más insistentes, de pasos, de cajones abiertos con dificultad y cerrados con violencia, de palabras deshilvanadas, de sollozos contenidos.
Los rumores fueron agrupándose hasta tomar una forma concreta y, por fin, apareció Matilde Casanova en el salón. Avanzaba a ciegas, por el tránsito brusco de la oscuridad a la plena luz. Su estatura noble parecía encorvada bajo el peso ¿de los honores? ¿de los desengaños? ¿de la vejez? Su pelo, entrecano ya, largo y crespo, se derramaba en desorden sobre sus hombros, sobre su espalda, hasta hacerla semejante a una fatigada e inofensiva Medusa. Su rostro, cuyas facciones resultaban siempre borrosas en las fotografías (y esta indiscernibilidad era atribuida a la imperfección de los aparatos que las habían querido captar, a la falta de destreza o a la prisa de quienes manejaban estos aparatos, a la distancia de la que se transmitía la imagen), había acabado por obedecer a una representación tan tenazmente reproducida, desdibujando los rasgos hasta no dejar sino una superficie disponible, una especie de tierra de nadie, un sitio en el que les estaba prohibido entablar batalla a los antagonistas encarnizados, irreductibles que convivían en la persona de Matilde. Esta neutralidad facial, que en ciertos años llegó a asumir un aspecto de parálisis, terminó por resolverse en el gesto hierático de los indios de quienes Matilde, ya desde antes, se había proclamado la descendiente orgullosa. Con el mismo orgullo habría proclamado su filiación si sus padres hubieran estado en la desgracia y no hubieran pertenecido —en vida— a una clase que gozaba de los mayores privilegios y que supo retenerlos a pesar de los vaivenes revolucionarios. De esa clase, de esa familia, desertó Matilde para ir al encuentro de los desheredados, de los miserables, de los ignorantes. Pero una decisión tan insólita no logró sino multiplicar las trampas que le impedirían su realización. Y he aquí que al final Matilde se encontraba, lo mismo que al principio y más alta aún, en la cresta de la ola.
Tanteando dio con un sillón y fue a derrumbarse en él. Escondió la cara entre las manos mientras exclamaba:
—¡Dios mío, no puedo más!
Cecilia iba a moverse para delatar su presencia y la de Susana e impedir así que Matilde se abandonara a uno de esos desahogos que uno se permite cuando se cree sin testigos pero Victoria le hizo una señal —no por muda menos perentoria— de que se detuviera y, todavía más, de que se ocultara y de que no dejara ver tampoco a su amiga. Segura de haber sido obedecida se volvió hacia Matilde, con benevolencia.
—¿Por qué no tratas de dormir un rato?
—¡Dormir! En cuanto cierro los ojos comienza la pesadilla, la cara de mi hijo pidiendo que lo salve, que no lo deje morir.
—Tú nunca tuviste hijos, Matilde.
—¿Por qué lo afirmas con tanta certidumbre? Cuando me conociste yo ya era una mujer madura, ya tenía un pasado hecho.
—Un pasado ejemplar.
—Ése es el que pertenece a la leyenda, no a mí.
—Pero la leyenda y tú son una misma cosa, Matilde. Mira, los investigadores de la Academia de las Naciones son muy escrupulosos en cuanto al aspecto moral de sus candidatos. Si hubieran encontrado algo, ya no digamos inconfesable, irregular en tu conducta, no te habrían concedido el premio.
—¿Qué pueden saber ellos? ¿Qué puede saber nadie? Viví mucho tiempo sola, en el extremo sur.
—No fue tanto tiempo, Matilde, si te atienes a las fechas. Y tampoco estabas sola. Tenías compañeros de trabajo. Porque tú trabajabas allí, Matilde.
—No, yo era una fugitiva; yo estaba ocultando un crimen, expiando un remordimiento.
—¿Pero remordimiento de qué, por Dios?
—De mi esterilidad.
—No eras estéril. Creabas. Tus más hermosos poemas datan de entonces.
—Bajo ellos sepulté mi vientre, sepulté a mi hijo. Pesan más que toda la tierra, pero él vuelve a resucitar, otra vez, otra vez.
Victoria, que hasta entonces había permanecido arrodillada junto a Matilde, se puso de pie bruscamente como si, de pronto, la irritación a la que había ido cediendo de modo paulatino hubiera llegado a un punto intolerable.
—¡Basta! ¡No estoy dispuesta a seguir este juego malsano y absurdo! ¿Y tú? ¿Vas a recibirlas así? ¿Sin peinarte siquiera?
—¿A quiénes?
—No vas a decirme que no recuerdas el compromiso. Tú misma tuviste la idea, redactaste la lista de invitadas, fijaste la fecha de la reunión.
A la lasitud sucedió en Matilde la cólera.
—¡No me importa! Es evidente que no puedo recibir a nadie en el estado en que estoy.
—¿Y me vas a dejar colgada así? ¿Después de que yo usé tu nombre para llamarlas? ¿Después de haberlas hecho viajar, suspender sus trabajos, desatender sus obligaciones…?
—No tengo la menor idea de a quiénes te refieres ni de lo que me estás acusando.
—¿Qué les digo ahora? ¿Que estás indispuesta?
—¡Te empeñas en martirizarme!
—No se trata de eso, Matilde.
—¿Pues entonces? ¡Déjame en paz! Tú eres lista, no se te va a cerrar el mundo por una cosa tan insignificante, que, además, no es la primera vez que sucede. Encontrarás una buena excusa y ahuyentarás a los que quieran importunarme.
Victoria comprendió que ninguno de sus razonamientos bastaría para hacer cambiar la actitud de Matilde así que se abstuvo de discutir más. Volvió a inclinarse a ella, ahora para ayudarla a ponerse de pie.
—Está bien. Ya no te preocupes y descansa.
—No puedo descansar, nunca he podido. El rostro de esa criatura siempre aquí ¡aquí!
Y Matilde se golpeaba, con los puños cerrados, las sienes mientras, con mansedumbre, se dejaba conducir hasta su recámara.
Cecilia abandonó su escondite seguida por Susana a quien la escena que acababa de presenciar le había parecido absolutamente impropia de la edad, de la fama y de la situación de —por lo menos— una de sus protagonistas.
—¡Es el colmo! Están locas de remate: que mi hijo, que tu poema, que quién sabe qué y que quién sabe cuándo.
—Así son los genios —afirmó Cecilia con menos convicción que alarma.
—¡Qué genios ni que ojo de hacha! Yo tengo una tía histérica que está igual. ¡Y nos mete en cada lío! Vámonos, antes de que esto se complique.
Pero a Cecilia esta efímera visión de la intimidad tan atormentada y de la que no dejaba de emanar cierta cualidad irreal, es decir, que obedecía a un orden diferente del que rige sobre los hechos y que ella era ya capaz de calificar como retórica, la había fascinado y no estaba dispuesta a marcharse de allí si no la obligaba alguien que tuviera autoridad para hacerlo. A los requerimientos de su compañera no daba otra respuesta sino la de una impavidez que estaba propiciando el momento del retorno de Victoria, que no se prolongó mucho. Entró de prisa y prosiguiendo, en voz alta, un monólogo que seguramente había iniciado desde que abandonó a Matilde.
—…como si lo estuviera viendo. Después de cerrar la puerta ha buscado, a tientas —porque está muy oscuro con las cortinas corridas enteramente y las luces apagadas— entre los frascos de medicina que están encima del buró. Ha escogido, por el tacto, el de los somníferos y se lo ha vaciado en la palma de la mano. Sin contarlos, porque no le importa el número, confiada en que yo no dejaré a su alcance una cantidad mayor de la que sus riñones puedan eliminar. Se las pasa con un sorbo de agua y luego duerme horas y horas tan profundamente como si hubiera muerto. Mientras tanto yo me paseo por los cuartos como un león enjaulado y… ¡Dios santo! ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a hacer frente a todas ellas… así?
Susana se adelantó a sugerir algo que le dictaba su buen sentido pero antes de que iniciara su primera fase entró una camarera a anunciar la llegada de Josefa Gándara.
—Buenas tardes. ¿Llego a tiempo?
La entonación de la pregunta no tenía nada del aire ligero y casual con que se aguarda una respuesta negativa y puramente formularia o ninguna respuesta, sino que era la emergencia incontenible de esa ansiedad, a flor de piel, del que no cuenta nunca con el tiempo necesario para cumplir sus múltiples obligaciones y se disculpa de su falta de puntualidad. “Cronotipo deficiente”, cuchicheó al oído de Cecilia, Susana para definir a Josefa, como si quisiera poner en guardia a su amiga contra el portador de una enfermedad que no es grave pero sí enojosa, como la gripa.
Por lo demás Josefa mostraba, en su arreglo personal, trazas de apresuramiento que llegaban hasta el descuido de los pequeños detalles: la pulcritud del cuello y de los puños, el restiramiento de las medias, la torcedura de los tacones. En ellos precisamente fijó su atención Victoria mientras se aproximaba a la recién llegada para practicar juntas ese ritual —un breve contacto de las mejillas— con que las mujeres pactan entre su deseo de besar y su necesidad de morder.
Josefa no se opuso a un gesto que revelaba un conocimiento anterior, una intimidad quizá, que ella había olvidado. Pero lo cumplió con una lentitud y unas vacilaciones que delataron su perplejidad. Al retirarse y ofrecerse al examen minucioso de la otra, Victoria condescendió a bromear:
—¡Qué mala fisonomista eres, Josefa! No me recuerdas después de que hicimos juntas el bachillerato, la carrera en la Facultad. ¿Es que he cambiado, es que he envejecido tanto?
Josefa protestó con tanta mayor vehemencia cuanto que su olvido permanecía intacto.
—Nuestra generación fue tan numerosa…
—Como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Cierto. Pero muchas fueron las llamadas y pocas las escogidas. Entre estas últimas no figuro yo: Victoria. Victoria Benavides.
Todavía en el aire, sin ningún asidero firme aún para la identificación, Josefa se apresuró a exclamar:
—Claro, mujer. Precisamente el otro día, charlando con unas amigas, nos preguntábamos qué habría sido de ti, de tu vida.
Victoria repuso con displicencia:
—Viajes, gente. He conocido de cerca a los nombres más famosos, he visitado todos los centros turísticos imprescindibles.
Como estas vaguedades no hacían sino poner el dedo en la llaga de una existencia monótona y limitada, Josefa interrumpió con acritud a su interlocutora:
—¿Y nunca tuviste la tentación de quedarte en algún lugar, de acompañar a alguien?
—Tuve la obsesión de volver y de estar sola.
—¿Para qué?
—Para comenzar de nuevo.
Josefa esbozó un ademán de vaga inquietud.
—Comenzar de nuevo… ¿a escribir?
—No. En medio de tantas vicisitudes he conservado, al menos, el sentido común. Tú, en cambio, anclaste pronto: marido, casa, ¿cuántos hijos?
El rostro de Josefa se animó, simultáneamente, de ternura y de preocupación.
—Tres. Es el número perfecto ¿no? Incluso para la magia.
—¿Supersticiosa?
—A veces, como entretenimiento, va uno a consultar a una adivina, se deja echar las cartas… ¡Y se lleva cada sorpresa! Naturalmente yo no tomo en serio ninguna de esas faramallas pero atinan con una frecuencia que te hace pensar. Mira, por ejemplo, a mí me predijeron que ninguno de mis hijos sería varón y… pues, sí, ha resultado cierto. Mi suegra está que trina conmigo y mi marido me pone de cuando en cuando mala cara. Pero yo alego que se lo advertí desde el principio y que ya no hay nada que hacer.
—Excepto otros hijos. ¿Y no te quitan mucho tiempo las criaturas?
—Ah, no, de ninguna manera. Si crees que pueden ser un estorbo para mi obra te equivocas. Al contrario. En muchas ocasiones son ellas las que me han obligado a trabajar… si es que consideras como trabajo hacer lo que te gusta.
—¿Ellas son el tema de tu poesía?
—Son el estímulo. Sé que lo único que puedo legarles es mi fama.
—Pero mientras llega la hora de hacer testamento tu marido mantiene la casa ¿no?
—No se da abasto, el pobre. La vida no es tan fácil como suponíamos cuando estudiábamos en la Facultad. Además él no llegó a titularse.
—¿Otro sacrificio en las aras de Himeneo?
—Como no quiero que se arrepienta de haberlo hecho, yo pongo cuanto está de mi parte para ayudarnos.
—Las flores naturales.
Josefa sonrió, entre desafiante y avergonzada.
—Es una competencia lícita.
—Indudablemente pero ¿no es un poco azarosa?
—Al contrario, está perfectamente organizada y tiene ciclos tan exactos como los de la naturaleza. Podría yo, si quisieras, señalarte sus estaciones, sus puntos cardinales, sus tiempos de sembrar y sus tiempos de recoger. Pero, además, no me atengo sólo a eso. Hago también periodismo y novelas radiofónicas y argumentos para cine, en fin, toda la lira. ¿Qué quieres? No siempre se obtiene a tiempo el Premio de las Naciones.
—Un premio siempre es, en cierta manera, póstumo. Se otorga cuando ya no sirve ni para matar el hambre ni para afirmar la vocación ni para alcanzar la gloria. Es la primera corona fúnebre que se coloca sobre la tumba.
Josefa había seguido su propio hilo de meditaciones.
—Tú puedes darte el lujo de morirte de hambre si estás sola. Pero no tienes derecho a hacer que pasen trabajos quienes dependen de ti.
—Sí, un hijo chilla y se hace oír. En cambio un libro no es, en su gestación, sino un enorme silencio. ¿Quién lo acoge?
—¡Pero mis libros están ahí, yo no he interrumpido nunca su escritura!
—¿Y consideras que lo que has escrito es poesía?
—La decisión se la dejo a los críticos.
Había una graciosa humildad en la evasiva de Josefa que conquistó la benevolencia de Victoria. La condujo entonces al centro del salón y la invitó a sentarse. Reparó en la presencia de Cecilia y de Susana, y, deshaciéndose en excusas, las mezcló a la conversación. Estaban apenas cambiando las primeras cortesías cuando irrumpió, como una tromba, Aminta Jordán. Pero su ímpetu se detuvo al reconocer a Josefa.
—Así que no soy la única.
Josefa alzó los hombros como para despojar de su importancia a esta contrariedad, pero añadió con malicia:
—Ni siquiera la primera.
—¿Se puede saber cómo te enteraste de que yo vendría y cómo te las ingeniaste para adelantarte y entrometerte? No, tú no eres capaz de enterarte de nada ni de ingeniarte de ninguna manera. Te invitaron. Al mismo sitio y a la misma hora que yo. Y probablemente para la misma cosa. Quien lo hizo carece absolutamente del sentido de las categorías.
Josefa dirigió a Victoria una sonrisa de complicidad que no pasó inadvertida a Aminta.
—¿Usted?
—Sí, yo fui la que hizo las invitaciones. Entre ellas la tuya.
—¿Por qué se atreve a tutearme?
—Porque es tu amiga —intervino con melosidad fingida Josefa—. ¿Es posible que no la hayas reconocido? Es Victoria Benavides.
Aminta hizo un ademán con la mano como para espantar a un insecto.
—Jamás he escuchado ese nombre ni me interesa.
—Aunque así fuera ¿por qué te ofendes de que te tutee? ¿No estás acostumbrada a que lo haga cualquiera cuando vas a los toros, por ejemplo?
—Una cosa es la popularidad, querida, un asunto del que no tienes la menor noción, y otra muy distinta el respeto.
—¿De veras, Aminta, eres tan popular como me han contado? Dime ¿cómo lo lograste?
El rostro de Victoria estaba tenso de curiosidad. Josefa hizo un signo discreto como para indicar la inconveniencia de referirse a temas escabrosos delante de menores —Cecilia y Susana— y se adelantó a responder.
—Ya te lo imaginas.
Bastó esta interferencia para desatar la lengua de Aminta.
—No, no se lo imagina. Ninguno tiene la imaginación suficiente. Para empezar mandé a mi familia, con sus escapularios y sus prejuicios, al demonio.
—¡Gran hazaña! Una familia de medio pelo en que el padre trabaja en una oficina de Hacienda, sin esperanza de ascenso, y la madre se dedica a zurcir calcetines y los hermanos aspiran a un nombramiento en Aduanas que les permita salir de pobres… sin entrar en la cárcel.
—Estamos hablando de mi familia, Josefa, no de la tuya.
—Precisamente. Y los abandonaste cuando te convenciste de que no había más jugo que exprimirles, de que nunca serían más que unos pobres diablos.
—¡Mentira! No les pedí nada. Salí de mi casa con lo que tenía puesto.
—Para lanzarte a la calle en el sentido estricto del término.
—¡Cuánta envidia se esconde tras la sacrosanta indignación de las virtuosas! Según el catecismo de Josefa debió haber llovido sobre mí el fuego del cielo hasta aniquilar mis pecados. Y en vez de eso lo que me llueven son contratos para recitales, para presentaciones en clubes nocturnos y aún para desempeñar papeles estelares en el cine. Y todo eso, fíjese usted bien señorita como-se-llame, sin que yo haya hecho nunca la menor concesión al público. En mis libros el tema es arduo: la metafísica pura. Y las formas se ciñen al más severo canon clásico. Y esto, que yo les sirvo, lo devoran mis lectores con avidez y me aplauden y me reconocen, aunque yo asista de incógnito a una ceremonia y hasta circulan tarjetas postales con mi retrato.
—No abras esa boca de asombro, Victoria, que lo que Aminta no concede al público en sus libros lo concede a los agentes de publicidad en la cama.
—Ingenua como toda mujer honrada. Cree que el hombre es un ente predatorio que se mantiene al acecho de la oportunidad para saciar sus bestiales instintos. Oh, decepción, lo único que buscan es un hombro inofensivo sobre el cual llorar la incomprensión de su esposa y la nostalgia de su madrecita santa.
—¿Y la crítica? —interrumpió Victoria a la que no le interesaban los cuadros de costumbres—: ¿en qué lugar te coloca la crítica?
—Aparte. No hay punto posible de comparación, no hay antecedentes, no hay semejanzas. Soy un milagro en el sentido literal del término. Y este juicio, no podrá atribuirlo Josefa, a pesar de su malevolencia, a la depravación de mis costumbres. Porque los críticos son incorruptibles, especialmente cuando intenta seducirlos el encanto femenino.
—Aminta es un “cultivo”. Se han puesto de acuerdo todos para inflarla, eclipsando así los nombres y la obra de todas las demás. A sabiendas o no, Aminta, te estás prestando a un juego siniestro que terminará cualquier día, cuando decidan que ya no funcionas y te pinchen con un alfiler. ¡Paf! ¡Se acabó Aminta Jordán!
—Corneja de mal agüero. Yo te prometo que no vivirás para ver mi ocaso.
—Una promesa tan solemne requiere un brindis —propuso Victoria.
—Whisky para mí —aceptó Aminta.
—Aprovechas ahora que se puede. Has tenido rachas muy prolongadas de tequila.
—Santa Teresa, con ser quien fue, querida (aunque mucho me temo que ignores también eso), padeció sus tiempos de sequía. ¡Cuánto más nosotros, gente menuda!
Se estableció una tregua mientras la camarera recibía y ejecutaba las órdenes de cada una. Fue Aminta la primera en romperla con una pregunta, al parecer, casual.
—¿No estarán presentes en la entrevista ni reporteros ni fotógrafos?
—¡No me digas que se te olvidó traerlos! —exclamó con incredulidad Josefa—. Nunca das un paso si no te sigue toda esa mojiganga.
—No fue un olvido, fue una imposibilidad. Vengo directamente de una fiesta. Pero supuse a la secretaria de Matilde Casanova más previsora.
—Estaba previsto —mintió Victoria—. Pero a último momento Matilde se indispuso y hubo que dar contraorden.
Aminta se irguió como si la hubiera picado una avispa.
—¿Qué? ¿No va a recibirnos?
—No, y les ruego, en su nombre, que la dispensen. Tuvo una recaída de su enfermedad y el médico le prescribió reposo absoluto.
—¿Pero qué se ha creído? ¿Que somos sus títeres para que nos haga danzar a su antojo?
—¡Aminta, por favor, más respeto!
—¿A qué? ¿A su Premio de las Naciones? Algún día yo también voy a tenerlo y me voy a reír de él.
—A tu antigua maestra.
—Me sacaba de clase, me reprobó a fin de año, nunca me tomó en cuenta. Pero entonces ella estaba arriba y yo abajo. Ahora tenemos una situación de igualdad y ya no le tolero arbitrariedades a nadie. ¿Dónde se esconde para ir y traerla hasta aquí, aunque sea arrastrándola de los cabellos?
La ira había descompuesto las facciones de Aminta que, sin embargo, se adivinaban —aun bajo la gesticulación convulsiva y el maquillaje derretido y mezclado— finas, inermes y de las que todavía no emigraban por completo ni el azoro ni la inocencia.
Aminta estrelló su vaso —ya vacío— contra el suelo y se puso de pie al mismo tiempo que las demás, quienes se precipitaron a detenerla. Pero antes de darle alcance Aminta, desconocedora de la topografía, por un acto reflejo e irreflexivo, fue hacia la puerta por la que había entrado y la abrió únicamente para dar paso a Elvira Robledo.
—Gracias, Aminta —dijo complacida—. No esperaba de ti tales gentilezas.
Aminta, cuyo arrebato se había extinguido, dejó caer los brazos con desaliento.
—Ahora sí el cuadro está completo.
Volvió cabizbaja a su lugar y apuró otro vaso de whisky que la camarera, después de recoger los vidrios del anterior le había preparado. Mientras tanto Elvira y Josefa se saludaban efusivamente y luego se perdían en una animada explicación acerca del encuentro con Victoria y evaluaban, de manera recíproca, los estragos operados en ellas por los años y se participaban lo indispensable de la historia de cada una. Pero hasta que Elvira no estuvo sentada también y con su correspondiente bebida en la mano, no advirtió a Cecilia y a Susana que habían vuelto dócilmente a su silla y a un refresco cuyo sabor era cada vez más dulzón y cuya tibieza era cada vez más repugnante.
—¿Las señoritas son también escritoras? —preguntó con cautela Elvira, aunque, a pesar de sus precauciones, picó la cresta de Aminta.
—¿Por qué supones que han de ser escritoras?
—Por lo mismo que supone que son señoritas —interpuso Josefa—. Por cortesía.
—¿Se nos permite dividir en partes la pregunta? —quiso saber Cecilia—. Para dividir la respuesta. Así Susana puede encargarse del aspecto biológico o social de la cuestión y yo me encargaré del literario.
—¿Y? —dijo perentoriamente Aminta.
—No somos escritoras.
Aminta se puso de pie y fue a estrecharles entusiastamente la mano.
—¡Magnífico! ¡Me alegro, me alegro mucho!
—¿Por qué?
—Porque si no son escritoras y andan merodeando por estos rumbos, no queda otra alternativa: han de ser lectoras.
—Si lo admiten —puntualizó Josefa con el tono de quien se dispone a defender sus derechos—, no olvides que yo las vi primero.
—En estos casos no se trata de que tú las veas primero sino de que ellas te vean primero a ti. ¿No es verdad, encantos?
—Cronológicamente —apuntó con pedantería Cecilia—, la señora Gándara tiene prioridad.
—¿A quién le importa la cronología? Lo esencial es el gusto, la preferencia, el juicio. ¿Han leído los libros de Josefa?
—Los hemos analizado en clase.
—Ah, por obligación, claro. Y, como toda obligación, ésta ha de haber sido también muy desagradable.
—¿Por qué no dejas que sean ellas mismas quienes lo decidan y no tú quien lo decrete, Aminta?
—No se atreverán nunca a confesarlo. Son demasiado jóvenes, Elvira, demasiado tímidas, están demasiado bien educadas. Yo tengo que fungir, a la manera de Sócrates, de partera de almas.
—Hmmm.
—Y, díganme, encantos, ¿me han leído a mí? Pero no es preciso que entremos en discusiones de si ha sido en clase o no, las circunstancias son lo de menos.
Cecilia repuso con los dientes apretados.
—Sí.
—¿Y qué opina de mi obra?
—Que es abominable.
Josefa aplaudía en un paroxismo de felicidad.
—¡Bravo por la juventud, por la timidez y por la buena educación!
Susana miraba a su compañera, boquiabierta.
—¿Y me haría usted el honor de descender de su púlpito y explicarme por qué?
—¿Desde qué punto de vista quiere que enfoquemos la explicación? ¿Desde el punto de vista de la forma o del contenido? Porque en el caso de una poesía inauténtica, como creo que es la suya, es lícito hacer esta separación.
—¿Sabe usted a lo que se arriesga si dice una sola palabra más?
—A que usted caiga revolcándose en el suelo víctima de un colapso nervioso.
—¡Criatura inexperta! Aminta no es de las introvertidas sino de las que arañan. Si estima en algo la integridad de su piel le aconsejo, no únicamente que calle, sino que rectifique. ¿Te darías por satisfecha con eso, Aminta?
La aludida asumió una actitud de suprema dignidad.
—No ofende quien quiere sino quien puede. Y ese gusano de la tierra, no puede.
Susana exhaló un suspiro de alivio porque Aminta había cambiado la dirección de sus baterías de ataque hacia el rumbo de Elvira.
—En cuanto a ti, zurcidora de voluntades, ¿conservarás tu ecuanimidad cuando sepas que Matilde se permite la impertinencia de hacernos venir para después negarse a recibirnos?
—Ha de tener motivos —repuso imperturbable Elvira—. ¿Cuáles son, Victoria?
—Fue un accidente que ninguno podía prever, una especie de síncope. No es la primera vez que lo sufre y yo sé que no tiene mayores consecuencias. Pero, de cualquier modo, a su edad, es prudente tomar precauciones. Hice venir al médico, la examinó y…
Las últimas sílabas se perdieron en la conmoción que causó la presencia de Matilde Casanova. Había entrado sin ruido, recién bañada, con el pelo recogido en una larga trenza, la expresión animada y sonriente y tendiendo las manos como si quisiera que se las estrecharan todas al mismo tiempo.
—¡Otra vez juntas, como antes!
En el afán de saludar a Matilde ninguna tuvo ojos para Victoria, excepto Aminta que le susurró al oído:
—¡Saboteadora!
La voz de Victoria temblaba de desconcierto, cuando se dirigió a Matilde.
—¿No te dormiste?
Matilde se volvió a ella, desmemoriada y feliz.
—¿Por qué había de dormirme en un día tan hermoso como éste? Tomé una ducha fría, despaché algunos asuntos urgentes y ahora me siento como nueva.
Victoria, que no había renunciado aún a su empeño de reivindicarse ante las demás, insistió con una irritada solicitud:
—No debes abusar de tus fuerzas. Después de una crisis como la que acabas de sufrir…
Aminta la interrumpió bruscamente:
—Señorita, deje ya de tratar de hacernos creer que aquí ha habido alguna crisis de nada. Concrétese a cumplir con sus funciones que, según tengo entendido, son las de una especie de secretaria o algo así.
Victoria tuvo que admitir con amargura.
—Algo así.
Ajena a este debate, Matilde se dirigía al balcón para abrirlo de par en par.
—El encierro es lo que me deprime. Vamos a la terraza. Desde allí se mira el mar, se siente el viento. ¿Ustedes saben que cuando yo era todavía muy joven dudé en tomar por esposo a cualquiera de estos dos enamorados míos? Cuando llegué a la madurez pude, al fin, decidirme. Ninguno. Porque quiero demasiado a ambos. Y la elección de uno no me habría consolado nunca del rechazo del otro.
—Elegir es rechazar; rechazar es limitarse y limitarse es morir —recitó Elvira.
—¿Quién dijo eso?
—Usted lo repetía a menudo desde su cátedra. Nosotras la escuchábamos, entonces, como ahora, religiosamente.
Avanzaban todas, detrás de Matilde, como en seguimiento de su pastor. Sólo Victoria quedó rezagada y Elvira retrocedió para instarla.
—No. Voy a ordenar el menú.
Desde afuera, en una ráfaga de aire, llegó la voz de Matilde.
—Arroz a la mexicana, Victoria. Hace siglos que tengo el antojo. Pero has de prepararlo tú misma. La cocina de los hoteles es tan desabrida…
Elvira no se incorporó al grupo de la terraza hasta que Victoria hubo desaparecido.
En el centro estaba Matilde. Flanqueándola, muy próximas, como si la proximidad confiriera la primacía, rivalizaban Aminta y Josefa. Sin pretensiones de llamar la atención —sino al contrario, esforzándose por pasar inadvertidas— se sentaban Cecilia y Susana. Elvira contempló el conjunto, apreciativamente.
—La composición es irreprochable porque obedece a una ley interna tan poderosa, tan universalmente aplicable…
—Acomódate, Elvira, y déjate de discursos.
—Prefiero estar en disponibilidad para servirlas. ¿Fumas, Matilde?
—Sí.
Josefa empezó a hurgar febrilmente en su bolso.
—¿Qué marca de cigarros? Yo siempre guardo varias cajetillas, por si se ofrece.
—Suaves. Gracias.
Permitió a Aminta que le diera lumbre —con lo que se restablecía el equilibrio entre las competidoras— pero después de unas cuantas chupadas, distraídas y como por cumplir un compromiso, dejó que la lumbre se extinguiera. Matilde parecía absorta en una meditación que nadie se atrevió a interrumpir.
—La que dispersa a quienes se congregan en los festines, llaman los árabes a la muerte. ¿Cómo llamarían a la casualidad feliz que permite a los amigos ausentes reunirse de nuevo, como ahora nosotras? Estamos las que estábamos, no falta ninguna ¿verdad?
—Sobran dos —delató rencorosamente Aminta señalando con una mirada a Susana y a Cecilia.
Matilde se volvió a ellas sin el más mínimo rastro de extrañeza. Como si hubiera previsto, ordenado, esperado encontrarlas allí. Pero también sin el menor gesto de reconocimiento, de entendimiento del papel que estuvieran desempeñando sentadas en su silla respectiva. Con la benevolencia tranquila con que se advierte la presencia de un objeto sobre cuya utilidad no se tiene aún ideas muy precisas y que todavía no resulta habitual.
—Son las nuevas generaciones —dijo Elvira—. Es conveniente que se acerquen a sus antepasados para que, al menos, sepan cuál es la herencia que van a recibir.
—Están tratando de engañarla, Matilde. Esas muchachas no son escritoras. Ellas mismas lo han confesado.
—¿Y qué saben? Tal vez no han descubierto su vocación. Si es así, si todavía no han sufrido esta experiencia hay que prepararlas para que no se asusten. Porque un descubrimiento de tal índole es algo fulminante, tan turbador, tan irrevocable como el diagnóstico de una enfermedad mortal.
—Josefa, con su cerebrito, con su almita, no hubiera soportado un acontecimiento así. Ergo, no tenía vocación.
Matilde continuó como si esta interrupción de Aminta no se hubiera producido.
—Pero como los síntomas son, al principio, demasiado vagos, demasiado atribuibles a otras causas —el amor, la pubertad, la clorosis, qué sé yo— nadie les concede mayor importancia. Ni quien los padece, porque confía en su pronta curación. Ni los demás que encuentran que este tipo de trastornos son graciosos y hasta los celebran y los aplauden. Cuando se asume la realidad ya no tiene remedio. El nombre del primer libro es como un estigma que no borra nadie. A partir de entonces los eslabones se suceden. Primero es una reseña alentadora en cualquier revista. Después, de la manera menos esperada, viene un torbellino de entrevistadores, de fotógrafos, de cargos, de responsabilidades. Parece como si el mundo entero se confabulara para aplastar al autor, para impedirle escribir una línea más.
—Estás hablando de ti, Matilde. De un autor que tiene éxito. Podemos comprenderte, pero gracias a un esfuerzo de imaginación, no por la similitud de nuestra experiencia.
—No pluralices —protestó Aminta—. Yo sí sé, en carne propia, lo que es el éxito.
—Te equivocas. Sabes lo que es el escándalo.
—Es mejor que inspirar lástima ¿no? Cuando tú envías uno de tus engendros a un certamen no dejas de recordar, a los miembros del jurado, que de su decisión depende que tus niños sobrevivan a los rigores del invierno.
—¡Aminta, basta! —ordenó Elvira.
—Me olvidaba de ti, respetabilísima colega. Tú no te has contaminado ni con los enjuages de la publicidad ni has cedido a las exigencias del hambre. Tú no entiendes nada que no sea correcto: cuentas las sílabas, pules los versos, escoges los temas. Aceptas lo trascendental siempre que no te haga correr el riesgo de ser excesivo. ¿Pero podrías decirme si has logrado ser algo más que una dama: una escritora? ¿Podría decírmelo usted? —preguntó Aminta mirando furiosamente a Cecilia.
—No sé nada de la vida de Elvira Robledo ni me interesa. Pero conozco su obra y admiro el decoro con que ha sido hecha.
—¡Decoro! ¿Se dan ustedes cuenta? ¡Qué frenesí de entusiasmo! Seguramente si usted escribiera se limitaría a copiarla.
—¡Copiarme a mí! Estando Matilde…
—¿Por qué tiene que copiar a nadie? ¿No podría ser original?
—A la originalidad no se llega, Josefa, sino por la vía de la imitación. Deberías de estar enterada de eso tú, mejor que nadie, puesto que aún no acabas de recorrer esa vía.
—Que, por cierto, no te ha conducido a la fama.
—No la busques. Es el ruido, la confusión, el despojo. Ya no te pertenece ni un minuto de tu tiempo para recogerte en ti misma y escuchar y repetir en voz baja la confidencia y acercarte, temblando, a los secretos.
—Ésos son los privilegios del anonimato.
—Pero el fracaso también destruye.
—Contra el fracaso queda una defensa; la certidumbre de que es injusto, de que la posteridad rectificará el error. Y eso te lleva a encarnizarte, aún más si es posible, en la persecución de la palabra exacta, de la metáfora fiel. Lo otro, el halago, la facilidad de una miel que, primero, no rechazas porque es sabrosa y de la que después no aciertas a desprenderte porque es espesa y te debates en ella, inútilmente, como un insecto, hasta el fin.
—Yo no me quejaría de una suerte como la suya, Matilde. Sé manejar los triunfos en el juego.
—Pero no es por conseguirlos por lo que se trabaja.
—¿Entonces por qué?
Entre tanta algarabía, que reputaba sin sentido, Susana había osado, por fin, meter baza. Ya el tema que entretenía y hasta apasionaba a estas mujeres le parecía bastante inverosímil. Pero cuando quisieron desligarlo de una finalidad real y tangible, de un resultado, sintió que perdía pie y se asió a la primera pregunta que se le puso enfrente. Todas se volvieron hacia ella con el asombro de Balaam hacia su burra pero sólo Josefa encontró, en el fondo de sí misma algo de esa paciencia un poco mecánica con la que las madres responden a la curiosidad indiscriminada e incesante de sus hijos.
—Trabajamos para alcanzar la certidumbre, para probamos a nosotros mismos que no nos hemos engañado y que no hemos engañado a los demás.
—Ésa no es razón suficiente —intervino Cecilia—. Se puede muy bien ser veraz y silencioso.
—Con las palabras tendemos puentes para llegar a lo que está fuera de nosotros… aunque casi siempre los puentes se rompen.
Matilde las interrumpió con impaciencia.
—Están hablando de la poesía como de un bien o de una obligación elegibles, renunciables, en todo caso, de un hecho voluntario que, en última instancia, puede justificarse. Pero yo sostengo que es una fatalidad, un destino que se nos impone y que hemos de cumplir o perecer.
—¡Nadie muere de no escribir versos, Matilde!
—No he dicho versos: he dicho poesía.
—¿Y cómo se manifiesta ese destino?
—Se abre, dentro de nosotros, una especie de vacío, una ausencia que no se colma con nada, un abismo que nos obliga a asomarnos constantemente a él, a interrogarlo, aun a sabiendas de que, desde sus profundidades, no ascenderá jamás ninguna respuesta sino sólo el eco, amplificado, deformado, irreconocible ya, de nuestra pregunta.
—Es un quehacer absorbente.
—Estamos absortos. Y los que nos rodean no advierten más que nuestra distracción, nuestra falta de interés en los asuntos comunes y se desesperan y nos hacen reproches y acaban por abandonarnos. No es que el poeta busque la soledad, es que la encuentra. Primera estación en el camino, primer grillete de la cadena que se rompe. Ahora el panorama cambia. Ya no somos más que un cauce en cuyo interior avanza un río oscuro, arrastrando memorias de follajes, de cielos; abriéndose paso entre piedras broncas a las que afina con una caricia lenta, mil veces repetida. A ratos, la corriente discurre por una extensión libre y sin término. Entonces lo que era un rumor oscuro, inarticulado, gemido ronco, se vuelve música. Ah, cuando se ha escuchado ya no se acierta a vivir sin ella. Y, de pronto, sin motivo, sobreviene la mudez o la sordera o ambas cosas. Hay una grieta en el fondo y el río se hunde allí y no queda sino una sequedad espantosa. Meses, años de búsquedas sin dar con una gota de agua.
—¿Qué se hace entonces?
—Los sabios se quedan quietos, esperando. Los otros imitan la canción aprendida, la repiten, la falsifican. O, consumidos de impaciencia, desertan de la peregrinación hacia la tierra prometida y se detienen en el primer oasis del camino.
—¿Y los que perseveran?
—Pueden morir, como Moisés, sin haber llegado más que a entrever su patria. O pueden sentir que en sus entrañas brota, de nuevo, el manantial de agua viva y las inunda con su sobreabundancia de dones.
—Pero no se puede edificar una vida sobre bases tan precarias. Todo depende de casualidades imprevisibles.
—De la gracia. Y para que la gracia actúe es preciso mantener la rienda corta a la voluntad. Cuando la hemos aniquilado ya podemos decir que apartamos la piedra del sepulcro. A otros grados superiores de renunciamiento correspondería el que nos desligaran de nuestros vendajes de cadáveres. Y luego, al fin, escuchar la voz que nos ordena, como a Lázaro, levantarnos y andar. Y hemos de mezclarnos con los que se apartan de nosotros horrorizados porque, al través nuestro, se ha cumplido un hecho sobrenatural que debería ser motivo de regocijo pero que no lo es porque en nuestra existencia palpan los demás la fragilidad de las leyes que los rigen, la ambigüedad de los signos que dibujan encima de las figuras de su mundo para que las expliquen.
La animación, que había resplandecido en el rostro de Matilde durante los primeros momentos de la charla, fue extinguiéndose como una brasa que se cubre, paulatinamente, de ceniza.
—¿Acierta alguno a imaginarse el espanto de los días de Lázaro? Después de que el milagro lo ha traspasado, lo ha sacudido, lo ha vuelto otro ¿qué va a entender de las discusiones de los mercaderes sobre el precio del trigo? ¿Cómo va a afligirse por los sufrimientos de la hembra al parir? ¿Cómo va a preocuparse de sembrar hoy para que el mañana no lo sorprenda sin una provisión? Después de que ha visto, aunque sea durante el tiempo de un parpadeo, la eternidad, todo afán ha de parecerle mezquino, todo quehacer ha de irritarle porque lo aparta de una memoria divina. Y descuida lo que lo solicita a su alrededor para consagrarse por entero a la nostalgia.
—Pero entonces se convierte en un estorbo, en un mendigo, en un paria.
—En un loco, que es también todo eso. Por compasión, algunos le aventarán mendrugos, limosnas. Por burla, otros le pedirán que narre su aventura, esa aventura maravillosa para la que no hay palabras en ningún idioma y que Lázaro cuenta, balbuceando, mientras el auditorio ríe o aplaude, que son las dos maneras de no escuchar, de negarse a entender.
—La última, la del aplauso, es la que te tocó a ti.
—Eso dicen. Y supongo que tienen razón quienes intentan consolarme añadiendo que es la mejor parte. Pero yo, de mí, diría que he luchado con todas mis fuerzas para que no me sepulten de nuevo. Que me he debatido, como una leona, para conservar el recuerdo, para conjurar, uno por uno, los espejismos con los que han querido engañarme y distraerme. Y que llené de pistas falsas mis libros para que me busquen donde no estoy y para que se apacigüen creyendo que me encontraron y que me encadenan y que me amansan y que me guardan.
—Ha cometido un fraude.
—¡Pero he sobrevivido! Y no me sumé a las huestes del Príncipe de este mundo, que son tan numerosas y que tan buen trato reciben. Sino que he permanecido fiel a mi promesa única y no me he alimentado sino de una raíz amarga que es la palabra verdadera.
—¿Pero entonces? Usted misma ha dicho que sus libros están llenos de pistas falsas.
—Yo hablé de alimento. Tú eres la que habla de las deyecciones.
Aminta decidió que el monólogo de Matilde había durado ya un tiempo excesivo y se dispuso a interrumpirlo.
—Es una tesis muy original y corresponde con tanta exactitud a la poesía que yo hago —una poesía de las esencias— que estaba preguntándome si no sería una pretensión exagerada de mi parte rogarle que me permita reproducir estas palabras en las primeras páginas de mi próximo libro.
—¿Un prólogo? ¿Firmado por Matilde? —reaccionó con alarma Josefa.
—Naturalmente. Matilde tendría el crédito que le corresponde.
—Pero habría que redactar, corregir, afinar… y yo estoy tan cansada.
—No va a tener que molestarse. Déjeme el trabajo a mí y no se arrepentirá.
—¡Cuidado, Matilde! —exclamó Josefa tomándola del brazo como para apartarla de la amenaza de un reptil venenoso—. Usted sigue viendo a Aminta como lo que fue, una alumna excepcionalmente dotada, aunque incapaz de disciplina, que asistía a sus clases más que para aprender para discutir, más que para recibir para afirmarse. La mujer que tiene usted enfrente ahora ha llevado al límite extremo todas sus virtudes y todos sus defectos. Y es peligrosa. No se detiene ante nada cuando codicia algo que puede beneficiarla. Si usted la autoriza a reproducir la más mínima de sus frases, la alterará, la llenará de adjetivos elogiosos para ella, la convertirá en una exaltación de su obra, en una intimidación a los lectores y a los críticos para que aplaudan en su libro un mérito que no existe.
—¡Voy a hacerte tragar tus calumnias! —repuso, a grito herido también, Aminta, a la que impedían pasar a los hechos Elvira y Cecilia.
—Calma, calma, no se exalten así porque el incidente carece de la más mínima importancia —dijo Matilde sin que ni el tono de su voz ni su postura en la silla delataran ni sobresalto ni contrariedad ni sorpresa—. No, criatura, le agradezco su intención pero no insista. No trate de abrirme los ojos porque desde hace muchos años “yo no quiero mirar para no herir”.
—¡Está absolutamente chocha! —estalló Susana que había perdido, por completo, el dominio de sus nervios.
—¡Qué lenguaje tan arcaizante usan los jóvenes hoy en día! Llaman chochez a mi pasividad, una pasividad de árbol del camino que no defiende sus frutos del hambre de los que pasan. El término señala mi actitud, tal vez, pero no la explica. Y no la explica tampoco ni la indiferencia ni la magnanimidad ni la virtud ni la estupidez. Yo no soy ni indiferente ni magnánima ni virtuosa ni estúpida y quiero que quede bien claro. Yo soy una mujer que padece vergüenza.
—¿Vergüenza? —repitió extrañada Aminta—. ¿De qué?
—De haber recibido tanto y haber dado tan poco.
—Ha sido egoísta —concedió Josefa—. Pero no más que la generalidad de las solteras. Y, por lo menos, usted ha tenido el atenuante de sus aptitudes creadoras, de su tarea intelectual, de su obra literaria.
—Cordelia, Antígona, Ifigenia o, para ser autóctonos, Margot, el ángel del hogar, merecen mi más honda simpatía, suscitan mi más encendida admiración pero no me han producido jamás ni el más efímero deseo de imitarlas. Sé, por experiencia propia, que la devoción a la familia no habría calmado mis escrúpulos morales… aunque también sé que la falta de devoción ha exacerbado mis sentimientos de culpa. Porque yo me crié en el seno de una familia que, hasta para los criterios más exigentes, era considerada como ejemplar. Pero en cuanto tuve uso de razón y pude juzgarla según mi criterio, no me di tregua sino hasta después de haber roto la última de mis ataduras con ella. Fui despiadada, con mi padre que no se consoló nunca de haberme perdido; con mi madre, que me maldijo en su lecho de muerte; con mis hermanos, que me repudiaron. Pero entonces yo estaba convencida de que mis deberes eran para con la Humanidad, así, con mayúsculas y en abstracto. Para colmo fue entonces cuando comencé a escribir, cuando ya no pude continuar resistiéndome a aceptar mi destino.
—Lo dice usted como si una cosa se contrapusiera con la otra.
—No se contraponen, se anulan. Cada poema me arrebataba, como el carro de fuego a Ezequiel, hasta unas regiones que me volvían inaccesible aun para las criaturas que estuvieran más próximas a mí. Para no tener testigos —ni estorbos— yo me aislé por completo. Vivía sola, en un cuarto alquilado, sin amigos, sin vecinos, sin conocidos. Y cuando salía a la calle, porque necesitaba respirar, moverme, iba como una sonámbula o como una convaleciente. No veía nada a mi alrededor. ¡Más me hubiera valido seguir así siempre! Pero un día, como a San Pablo, se me cayeron las escamas de los ojos: un automóvil, que estuvo a punto de atropellarme (y fue un milagro que no lo hiciera, dada mi distracción), atropelló a un niño al que quizá yo podía haber salvado… si lo hubiera visto. Me quedé allí junto a su cuerpo, inmóvil, porque está prohibido tocarlos, esperando a que llegara a recogerlo la ambulancia. Y después esperé, en los corredores del hospital, hasta que avisaron que había muerto. Entonces comprendí que no había Humanidad sino hombres y que cuando un hombre agoniza en la oscuridad de hambre, de frío, de dolor, de miedo, acercarse a él —para recitarle un poema— es un insulto, es una burla intolerable.
—Si todos los poetas pensaran como usted no habría poesía —apuntó con precaución Elvira.
—Yo pienso así y sigo escribiendo poemas. Lo único que sucedió fue que quise aprender, además, un oficio útil. Lo primero que se me ocurrió fue, como era de esperarse, la enfermería. Pero no había una célula de mi organismo que no se encabritara contra mi voluntad, que no retrocediera con asco ante las llagas, ante los hedores, ante la sangre. Tuve que aceptar una tarea más modesta y adquirí el título de maestra rural.
—¿Fue entonces cuando partió usted al Sur? —preguntó Cecilia, más que para averiguarlo para exhibir sus conocimientos recientemente adquiridos de la biografía de Matilde.
—Sí. Yo iba preparada para todo… Menos para lo que encontré. Estaba dispuesta a soportar privaciones, a interponerme heroicamente entre las víctimas y los verdugos, para salvarlas aunque fuera a costa de mi vida. Pero, por lo pronto, me enviaron a una comunidad indígena monolingüe. Nadie allí hablaba ni entendía el español; y yo, con este don de lenguas que Dios no me ha dado, era incapaz de pronunciar una sola palabra en el dialecto de aquellas criaturas. Trataba de mostrarles, con actos (no disponía de ningún otro medio de expresión), mi buena voluntad. Pero partíamos de concepciones tan diferentes de las cosas que yo acertaba, casi de modo infalible, a ofenderlos, a ponerlos en guardia contra mí, a proporcionarles motivo de risa. Me aceptaban, pero no como al Kukulcán que yo había pretendido resucitar, sino como a una pobre mujer extraviada y bastante tonta. Aparte de lo que pudiera sufrir mi orgullo no les será difícil deducir que mi influencia era nula y que mi eficacia andaba por los suelos. En la única Navidad que pasé con ellos se me ocurrió que organizáramos una celebración con villancicos, piñatas, colaciones, en fin, el modo clásico. Ése era el proyecto. La realidad fue una borrachera atroz con el saldo de varios heridos a machetazos, algunas violaciones y una suciedad universal.
—¡Qué horror!
—Fue lo que yo sentí y mi primer movimiento fue de fuga pero no contaba con ningún medio para llevarla al cabo. Así que hice de la necesidad virtud y me quedé entre ellos, que comenzaron a respetar mi valor y a manifestarme algunos signos de deferencia… no tan obvios ni tan insistentes como para que yo me hiciera ilusiones. Sólo para que estuviera tranquila y meditara. Y meditara hasta entender que, por desinteresado que sea un propósito y pura su ejecución, en cuanto transita al reino de los hechos cae bajo otra ley y se mezcla a constelaciones que son totalmente ajenas a quien ha concebido y ejecutado el plan, tan ajenas que acaban por volvérselo irreconocible. A veces el trayecto entre la idea y el acto es más corto: lo que basta para que un proyectil rebote contra un obstáculo cualquiera y retroceda a herir a quien lo ha lanzado.
—Yo prefiero el País de las Maravillas de Alicia y no éste. Es igualmente arbitrario sólo que más humorístico.
—No, la arbitrariedad es una primera impresión por la que no hay que dejarse engañar. Sirve para que tras ella se escondan los principios, los mecanismos, las leyes a las que se somete, sin excepción, la realidad. La certidumbre del rigor es más intolerable, para la mente humana, que la sospecha del azar.
—¿Y ese descubrimiento le sirvió de algo?
—Me convenció de que lo que yo trataba de hacer, a pesar de todos los abrumadores testimonios en contrario, tenía un sentido. Porque es preciso, sí, ésa es la única norma moral a la que me atengo desde entonces, es preciso mantener —o, mejor todavía, acrecentar— la suma de bien y de belleza que existe en el universo y que es un patrimonio del que participarán todos. Así no se actúa para beneficio particular de éste, que me roza con su miseria, ni de el de más allá, que me conmueve y me desazona con sus lamentos. Sino pensando en el otro, oculto tras el velo del espacio y del tiempo, a quien sólo el amor me lo hace visible.
—Y también la poesía —añadió Elvira.
—La poesía me pone ante los ojos la ley, sin la cual mis castillos de arena se derrumbarían: la de la distancia estelar que separa la causa del efecto. Pero también la de la firmeza irrompible del vínculo que une a la causa con el efecto. En este cosmos que habitamos no hay excepciones a la vigencia de la regla, no hay ruptura, no hay fallas, sino una continuidad, una cohesión que nos permite ser libres, espontáneos, improvisar, dejar que fluya la invención y el juego…
—En suma —concluyó ásperamente Josefa—, que nos permite firmar el prólogo a un libro que no se ha leído.
—¡Burguesa! —la llamó Aminta—. Tú eres de las que antes de conceder a alguien el honor de un saludo le pides un certificado de buena conducta y su reacción de Wassermann. De las que quisiera que cada persona y cada cosa ostentaran una etiqueta con su precio, para que supieras a qué atenerte respecto a su calidad.
—¡Qué importancia le das a un prólogo, Josefa!
—No me halaga lo que has dicho pero suponiendo que lo aceptara, ésa sería una razón de más para firmarlo. Hace años que me he resignado a dar únicamente lo que tengo: mi nombre. ¿Qué me importa si lo usan para apuntalar un manifiesto inoperante o unos versos mediocres?
—Tiene usted algo más que nombre, Matilde: tiene dinero.
—¿Y por eso he de volverme cautelosa? ¿Y he de negar el alojamiento a un huésped, detenida por la precaución de que no vaya a resultar un perseguido de la justicia? ¿O he de mezquinar el socorro a un menesteroso porque no lo empleará en adquirir lo necesario sino que lo despilfarrará comprando lo superfluo?
—Pero eso tampoco es el bien, Matilde —replicó, ya en el límite de su resistencia, Elvira.
—Según el Evangelio, sí. ¿No pide que nuestra mano derecha ignore lo que hace la izquierda? Pero esta sabiduría a los ojos del mundo es locura.
—¡Sabiduría! Escepticismo. En el fondo lo que está usted negando es la posibilidad de saber qué significado tiene ninguna de nuestras acciones ni qué consecuencias alcanzará. Tomemos el caso de Aminta, por ejemplo: usted firma el prólogo que ella ha redactado a su antojo y se tranquiliza pensando que, tal vez, el texto será contraproducente en el ánimo de los críticos y pondrá un “hasta aquí” a la docilidad de sus admiradores.
—¡Toco madera! —exclamó Aminta—. Pero no te preocupes, Elvira, que yo tendré buen cuidado de que nada de eso suceda.
—Por lo pronto, Matilde, usted se quita de encima a una importuna y la ve partir sonriente, agradecida, satisfecha. Su favor, mientras tanto, ha entrado en la órbita de la ley donde sufrirá quién sabe qué imprevisibles metamorfosis.
—Imprevisibles e inevitables.
—Bien. ¿Pero por qué no vuelve usted los ojos hacia otra parte? Hay aquí una mujer a quien su acción —el prólogo— ha decepcionado, entristecido.
—La tristeza del bien ajeno, la envidia, no es más que miopía. No percibimos más que lo inmediato y, hasta eso, ni siquiera en su totalidad.
—Pero Matilde, lo que Josefa ha estado aguardando desde que llegamos no son sus consejos, sino sus beneficios.
—¿Cómo puedo beneficiarla yo?
—Invitándola, lo mismo que a sus compañeras, a que pasen a la mesa. La comida está servida —anunció Victoria desde el umbral.
—¿La comida? —repitió Matilde como si este trozo no lograra insertarse en el rompecabezas que había estado componiendo.
—Sí. Es hora ya de comer. Tus huéspedes han de estar desfallecidas de hambre.
Hubo murmullos de protesta pero que no cristalizaron en una negativa individual.
—¿Y qué comeremos? —preguntó Matilde, más que por curiosidad de enterarse por deseo de aplazar el momento.
—El platillo principal es arroz a la mexicana.
Matilde guardó silencio como si esta revelación la hubiese aniquilado. Y luego se puso de pie, con los titubeos, con la dificultad de los inválidos, pero impulsada por una especie de frenesí de incredulidad y de cólera.
—¿Arroz a la mexicana? ¿Cómo se te ocurre? Es un platillo que aborrezco, que me produce alergia, que me han prohibido los médicos. ¿Qué es lo que te propones? ¿Envenenarme? ¿O simplemente dejarme morir de inanición?
Todas enmudecieron, estupefactas. Únicamente Victoria conservaba la ecuanimidad y hasta un rastro, casi imperceptible, de sonrisa.
—Ni una ni otra cosa. Me proponía darte gusto cocinando algo que tú misma me encargaste.
—¡No estoy loca para encargar semejante incoherencia!
—Tengo testigos, Matilde.
—¡Claro! Sería muy impropio de ti proceder sin antes haber tomado las precauciones necesarias. Ya espero, de un momento a otro, que se levante un clamor general, de voces que tú habrás sobornado, para jurar y perjurar que yo fui quien dio la orden de que se preparara el arroz a la mexicana.
—No de que se preparara —puntualizó Susana—. De que lo preparara la misma Victoria.
—Ah, de modo que eso es lo que te ha entretenido tanto tiempo. De que por tal motivo me abandonaste aquí, a la merced de unas desconocidas que no han cesado de interrogarme, de acosarme, hasta que me obligaron a concederles yo no sé qué, para que me dejaran en paz.
Aminta y Josefa iban a soltarse hablando simultáneamente pero cada una calló por el deseo de que callara la otra.
Victoria se acercó a Matilde y la tomó por la cintura para sostenerla, para ayudarla a caminar. Matilde reclinó la cabeza sobre el hombro de Victoria mientras le reprochaba con suavidad.
—¿Por qué no estabas aquí para defenderme?
—Ya, vamos, cálmate, ya. Te prometo que no volverá a suceder.
—¿Harás que se vayan? ¿Me protegerás si regresan de nuevo?
—Sí, Matilde.
—Se disfrazan, se ponen otra cara. ¿Atinarás a reconocerlas?
—No te hará daño nadie. Anda, ven a dormir.
Desde la puerta, Victoria se volvió e hizo un guiño que podía interpretarse como una petición de benevolencia para la conducta de Matilde, disculpable por su edad, sus condiciones de salud y, sobre todo, por su genio. A esta petición correspondieron las invitadas con un silencio en el que sólo se intercambiaban miradas imprecisas aún pero en las que ya comenzaba a aflorar, más que la consternación por el rumbo de los acontecimientos, el secreto regocijo de los iconoclastas que acaban de descubrir los pies de barro de un ídolo hasta entonces reverenciado. Poco a poco este sentimiento fue transformándose en la avidez del goloso que contempla ante sí un suculento manjar al que no se arroja de inmediato para devorarlo, contenido por el pudor social.
—¡Menopausia, cuántos prólogos se pierden en tu nombre!
Fue Josefa la que parodió la cita histórica pero Aminta, que no se daba por vencida con tanta facilidad, desdeñó la alusión.
—Lo que siento es el arroz. ¿No lo huelen desde aquí? ¡Ha de estar delicioso!
—¡Y con el apetito que se abre al nivel del mar! —exageró Susana.
—Pues vamos a tener que conformarnos con ser las “convidadas a viento”.
—Yo ya estoy harta de este ruido y de esta sal que se le mete a uno en los poros y de este calor que le derrite hasta la médula. Con razón dice el refrán que de los parientes y el sol… Me voy adentro. La que quiera venir en pos de mí…
—… resígnese a soportar mi compañía y sígame.
—¿Vamos a quedarnos después de lo que ha sucedido? —preguntó Cecilia, cuya dignidad exigía una reparación.
—¿Que ha sucedido? Matilde nos ha dado una exhibición privada de sus habilidades —definió Aminta mientras penetraba en el interior.
—Nos ha acusado de abusar de su confianza.
—Lo cual no deja de ser cierto… en parte —admitió Josefa mirando directamente a Aminta.
—Matilde no hizo distingos.
—Las deidades no suelen hacerlos. Desde su impasibilidad alumbran lo mismo a los buenos que a los malos.
—Además no nos ha acusado ante ningún tribunal supremo sino ante una simple secretaria —puntualizó Aminta como para atenuar la gravedad del asunto.
—Quien, a juzgar por lo que hemos presenciado hoy, ha de estar completamente curada de espanto.
—Lo que no puede negarse es que Matilde se pasa de la raya en cuestión de extravagancia. Mientras la oía hablar estaba preguntándome si no se habría inyectado algo… alguna droga.
—¡No seas absurda, Josefa! ¿No recuerdas ya de qué modo daba su clase? Era como asistir a una sesión de espiritismo. Le sobrevenía una especie de trance y desde ese estado profería sus revelaciones.
—Exageras, Elvira. Matilde tenía muchos momentos de equilibrio y de lucidez.
—En los que no valía la pena escucharla porque no decía más que necedades.
—Pues ya estarás contenta. Ahora esos momentos de equilibrio y de lucidez han desaparecido.
—¿Por qué?
—No le hagas al Sherlock Holmes, Aminta, que no te queda. Ya lo dije desde el principio: por la menopausia.
—La hipótesis es admisible —asintió Elvira—. Dada su edad.
Pero Aminta se opuso, con inusitada repugnancia, a esta explicación.
—Las vedettes no tienen edad. Y Matilde, no van a discutírmelo después de lo que han visto con sus propios ojos, no es más que una vedette.
—Tú, mejor que nadie —apuntó con acritud Josefa—, deberías de saber que el género de vida que llevan las vedettes es totalmente distinto al que ha llevado Matilde. Añade a la menopausia la castidad, si es que conoces el significado de esa palabra, y ya tienes resuelto el enigma.
—Sí, sí, la castidad. Ésa es la leyenda que le han fabricado, pero yo, que sé cómo se manejan las famas, no me voy a dejar embaucar tan fácilmente. Calculen: una mujer (que no ha de haber sido fea en sus mocedades) suelta por el mundo, sin quien la vigile, sin quien le vaya a la mano… Y, además, rica. Como para pagarse un capricho, si lo tiene. O para rechazar una proposición, si no le agrada.
—Inconcebible ¿verdad? Sin embargo, yo insisto —y no tengo mal ojo para distinguir ciertos matices— en que es casta.
—¿Por virtud?
—Por orgullo, por timidez ¿qué sé yo? Hasta por anormalidad. Hay tantos motivos para guardar la continencia que no son, forzosamente, ni admirables ni plausibles…
—Entonces no me importa —dijo Aminta.
—Pero a la naturaleza le da igual que un individuo se abstenga de cumplir ciertas funciones por una causa o por otra. Lo único que percibe es que la abstención viola sus leyes y entonces se produce, de manera fatal, el resultado: la locura.
—¿Está comprobado científicamente eso que afirmas, Josefa?
—¿Por qué has de alarmarte tú, Aminta? No es tu caso.
—No es su caso, ahora. Tal vez piensa en el futuro. Aunque yo considero que es una precaución excesiva e inútil. Porque una vez sobrepasada la edad crítica las actividades sexuales cesan de tener importancia biológica.
Elvira ríe silenciosamente.
—No puedo imaginarme a Matilde relacionada, ni siquiera por la edad, con ninguna cosa que tenga que ver con la crítica. Siempre será una intuitiva, una inspirada…
—Una poseída por las musas —concluyó Aminta.
—¿Qué quieres insinuar? —dijo, con exagerada indignación, Josefa—. ¿Que das crédito a aquellos rumores que corrieron cuando Victoria aceptó el cargo de secretaria de Matilde?
—Si yo hubiera querido decir algo lo habría dicho. De sobra sabes que mi estilo es directo y sin adornos.
—En otras palabras, pobre en recursos.
—¡Basta ya de estas escaramuzas, muchachas! Son de una monotonía verdaderamente exasperante. Volviendo a Matilde…
—Mírate en ese espejo, Elvira —aconsejó, apocalípticamente, Josefa.
—¿Me estás augurando el Premio de las Naciones?
—Ese premio no fue sino una casualidad que no se repite en un millón de años. Te estoy poniendo en guardia contra la soledad, el desamparo, el desvarío.
—La virgen errante… Me temo que ése ya no podrá ser mi sobrenombre, al menos desde el punto de vista oficial. Soy divorciada, recuérdalo.
—¿Cómo voy a olvidarlo después de haberte acompañado en todos los trámites? Ah, pero no lo hice sino después de agotar hasta el último argumento de la conciliación.
—Sí, sí, pero ni mi ex marido ni yo quisimos escuchar la voz de la prudencia.
—Elvira, yo sigo sosteniendo que vale más un mal matrimonio que una buena separación.
—Ya se ve, puesto que sigues cargando la cruz.
—Y tú ni siquiera habías perdido la esperanza de tener hijos. ¿Qué fue lo que te hizo precipitarte? ¿No te arrepientes al ver que no queda ninguna huella de esa unión?
—Pregúntale a Aminta si se arrepiente de sus aventuras. Tampoco la marcan.
—Ya sé que me dirá que no, que está satisfecha. Las dos se alzan de hombros, como si hubieran acertado con el método para repicar y andar en la procesión. Como si no supieran que el sexo no se justifica ni por el placer ni por el amor. Su única función lícita es perpetuar la especie. Lo demás no sirve sino para dorar la píldora.
—Una píldora muy eficaz.
—¿Y crees que permanecerás impune, Aminta? A la naturaleza no puede burlársele así. Las consecuencias llegarán a su hora.
—¡No es cierto, mientes! —replicó vehementemente la amenazada. Y, después de una pausa en la que fue ganando ventaja el temor, dijo—: ¿Qué consecuencias?
—No te dejes amedrentar —le reprochó Elvira—. Según las tesis de Josefa, la única que va a salvarse del cataclismo universal es ella.
—Porque soy la única que ha asumido plenamente sus responsabilidades de mujer y de madre.
—¿Y de escritora?
Un violento rubor cubrió sus mejillas.
—Cuando escogí mi vida lo hice también pensando en mi obra. Necesitaba experiencia. No podía hablar si no sabía de lo que estaba hablando.
—¿Y cuál iba a ser tu mensaje? ¿La descripción de los síntomas de la varicela? ¿O la angustia ante la rapidez con que la ropa deja de venirle a los niños? ¿O la elevación anual del precio de las colegiaturas?
—Es cruel burlarse así, Elvira.
—Eso es lo que conociste al través de la maternidad, pero no es eso lo que escribes. Tu tema es el Hombre, la criatura sublime cuya mirada se pierde en un horizonte de espigas que simbolizan la esperanza.
—¡El hombre! —repitió con sarcasmo Aminta—. Como no has tenido que lidiar más que con uno —con tu marido— conservas intactas tus ilusiones de adolescencia y atribuyes a los demás unas aptitudes de las que, lamentablemente, carecen. El género masculino en sentido lato, deja muchísimo que desear. ¿No es cierto, Elvira? Yo por eso no hablo sino de Dios.
—La poetisa del éxtasis ¿no?
—Mis éxtasis son terrenos y mis visiones celestiales. ¿Qué quieres? En el variado catálogo de escritores yo escogí la vida de unos y el estilo de otros.
—Pero los místicos se mortificaban, maceraban su carne, buscaban una vía de iluminación.
—Porque vivían en siglos oscuros. Además, Dios no puede ser tan vulgarmente celoso como para castigarnos por los pequeños placeres que nos depara la casualidad.
—La misma casualidad que depara el descubrimiento al sabio que ha meditado años enteros sobre un problema: la manzana de Newton.
—Yo, lo mismo que Picasso, diría que no busco. Encuentro.
—Sobre todo, tus temas literarios. Basta abrir un manual y allí están todos, hasta en orden alfabético.
—No olvides añadir que aureolados con el prestigio de la tradición.
—Y despojados de la gala de la originalidad.
—No hay nada nuevo bajo el sol.
—Ésa podría ser muy bien la divisa de un loro.
—Tu divisa, Josefa, si te atrevieras a ostentar la que te corresponde. Porque tú te tranquilizas pensando que puedes hacerte pasar como la inventora de un estilo nuevo únicamente porque has escogido, para copiarlos, modelos más recientes o más mediocres. Pero toda la selva sudamericana está cundida de la retórica que tú usas y que se expande como la mala hierba porque no hay una mano civilizadora que le oponga un dique, que la sujete a un fin, que la reduzca a un orden.
—Cualquiera diría, al escuchar tu veredicto, que mis textos son confusos.
—Dejo el trabajo de interpretación a los aficionados a resolver crucigramas. Y no les arriendo la ganancia. A la postre hallarán un himno al amor y un llamado a la paz.
—¿Por qué te ensañas así contra ella, Aminta? —reprochó Elvira.
—Porque me irrita su hipocresía y su limitación y sus aires remilgados de señora decente y sus ínfulas de fiscal.
—¿No vas a defenderme, Elvira?
—Por una parte, los ataques que te lanzan carecen completamente de autoridad. Por otra, yo no estoy muy lejos de compartir ese juicio… aunque sea con Aminta.
—Eso se llama equidad —aplaudió Cecilia—. O de cómo perder amigos y no influir sobre los demás.
Josefa sonreía con amargura.
—Ya no me extraña que te hayas divorciado.
Pero antes de que terminara de pronunciar su anatema, añadió Aminta:
—Lo que me extraña es que alguien haya sido tan imbécil como para querer casarse con ella, aunque no fuera más que temporalmente.
Pero ninguno de los comentarios alteró a Elvira.
—Muchachas, nos estamos saliendo del tema otra vez. Volvamos a la literatura. ¿Recuerdan nuestros años de estudiantes?
—¡Uf! ¡La prehistoria!
—Sí, pero no hemos pasado todavía a la historia. Por lo menos en lo que a mí concierne.
—Hecha esa salvedad, estoy de acuerdo.
—Teníamos la vida entera por delante. Y, como Hércules antes de emprender sus trabajos, varios caminos a seguir y guías interesados en conducirnos por uno o por otro.
—Estábamos rodeadas de Minervas por todas partes. Pero en cuanto a Venus había algo más que escasez: carencia absoluta.
—¿Entonces cómo fue posible que Aminta escuchara tan dócilmente sus consejos?
—Calla, Josefa. No rompas el hilo de la evocación porque estoy siguiéndolo con mucha dificultad. Nos inscribimos en el curso de Matilde…
—¡Teoría literaria! ¡Ella!
—Yo no esperaba aprender mucho acerca de la materia. Pero sí encontrar la respuesta de las preguntas que más me atormentaban. Y las encontré —admitió Elvira después de una pausa—, pero eran tan ambiguas como las de la Sibila de Cumas.
—¿No eran ambiguas también las preguntas? —quiso averiguar Cecilia.
Elvira sonrió a esta figura rediviva de sus perplejidades, de su juventud, de su pasado.
—También, naturalmente. Pero poco a poco fueron haciéndose más precisas, más nítidas. Hasta que un buen día ya pudimos declarar, sin rodeos, que teníamos una vocación y que esa vocación era la de ser escritoras.
—¡Qué pena con los muchachos! —se ruborizó todavía Josefa—. Se burlaban de nosotras y nos ponían apodos.
—Las vírgenes fuertes —apuntó Susana dándoselas de enterada.
—¡Qué más hubiéramos querido! —contradijo Elvira desentendiéndose del origen de esta aseveración—. “Las tres parcas.” ¡Y con qué terror huían de nosotras nuestros compañeros!
—¿Pero qué tal a la hora de los exámenes? Nos llovían las invitaciones al cine, a tomar un café, a dar una vuelta al parque…
—Entonces llegaba el desquite. Y escogíamos al que nos caía mejor para que se sentara al lado nuestro durante la prueba y pudiera copiar lo que escribíamos.
—Yo siempre tuve la sensación de que tampoco les simpatizábamos mucho a los maestros. Adoptaban hacia nosotras actitudes de una cortesía, de una caballerosidad tan excesivas que tenían, forzosamente, que ser falsas.
—Era —aseguraba Victoria— su método para reducirnos a la calidad de damas, para despojarnos de nuestras armas de combate.
—Pero cuando se trataba de calificar nuestro trabajo no les quedaba más remedio que aprobarlo y hasta ponerle diez.
—Sí —se quejó Aminta—, a mí me ponían diez pero antes me pellizcaban las piernas por debajo de la mesa.
—Aminta, has llegado al punto de no poder hablar sin que salpiques algo del lodo en que te revuelcas a tu alrededor. ¿Debajo de cuál mesa? Los exámenes se hacían en los pupitres y los maestros estaban a una respetable distancia. Ni siquiera puedes decir que tuviste a alguno a tu alcance como para pellizcarlo tú.
—Me pellizcaban —insistió Aminta, como si se tratara de un punto de honor—. Me proponían cosas.
—¡No es verdad! —machacó Josefa—. Eran unas bellísimas personas.
—Hay que reconocer —transó Elvira— que las bellísimas personas tienen también apetitos y que Aminta era la más apetecible de nosotras.
—La más desvergonzada. ¿Por qué si te hacían eso que dices no protestaste?
—Porque me sentía tan generosa como la Sunamita comunicando su calor a algún David moribundo. Casi todos se conformaban con olfatearme.
—¡Qué escarceos tan inocentes!
—Eso es lo que le parece imperdonable.
—Además ¿con quién podía yo hablar? Tú, Josefa, habrías puesto —entonces como hoy— el grito en el cielo. El Director de la Facultad habría hecho un escándalo…
—O pedido su parte.
—Yo no estaba para correr riesgos. Por menos que eso me habrían echado de mi casa.
—Así que te dejabas olisquear y te callabas. ¿No eras capaz de hacerte valer por ti misma?
—No —admitió, con un alborozo retrospectivo que le abrillantaba los ojos, Aminta—. Ellos me querían, me admiraban, creían en mí. Me enseñaron muchos secretos.
—El itinerario del alma a Dios —dijo con ironía Josefa—. Y el del cuerpo al hospital.
—No esquematices, mujer. Yo me represento la trayectoria de Aminta de otro modo. Ella entrevió, cuando todavía era demasiado joven, un dechado de perfección formal y se propuso como una meta para alcanzarla. El único camino seguro, a esa edad, es el del caos. Y no vaciló en seguirlo.
—¡Igualito que Rimbaud! Por favor, no sigas que vas a hacernos llorar con las hazañas de tu heroína.
—Cálmate, que ya te va a tocar tu ración. Tú también has sido heroica a tu manera… una manera mucho menos espectacular y mucho más común: la doméstica. Como la perfecta casada de Fray Luis te levantas al alba y vigilas y te afanas el día entero sirviendo a los tuyos. Y mientras velas cuando todos duermen, escribes el poema. Con cuidado, para que el rasgueo de la pluma sobre el papel no vaya a turbar el silencio nocturno, el reposo de los que descansan.
—¡Qué hermosa composición de lugar! Me recuerda esos interiores flamencos, tan pulcros. Pero no advierto en él ninguna estantería con libros.
—No la hay. Josefa renunció, muy precozmente, a los placeres de la lectura por el temor de contaminarse con las influencias extrañas.
—En cambio tú, con esa audacia que únicamente da la inconsciencia, no temiste convertirte en una erudita.
—En efecto. Estaba a punto de metamorfosearme en un ratón de biblioteca cuando el Hada Buena materializó ante mis ojos al Príncipe Azul. Era la encarnación de la belleza, de la fuerza viril, de la vitalidad, de la aventura.
—¿Se puede saber de quién estás hablando? —preguntó, con las narices dilatadas de ansiedad, Aminta.
—De mi ex marido. ¿De quién más iba a ser?
—¡Lo que engañan las apariencias! Yo lo recuerdo más bien como un señor —un señor esmirriado, conste— al que le preocupaba obsesivamente la duda de que el nudo de su corbata estuviera derecho.
—Era muy serio y muy culto —lo defendió Josefa.
—Era apenas un poco menos encogido y menos polvoriento y menos miope que yo. Por eso mi proximidad le producía el efecto de un cataclismo. Jamás he contemplado, ni antes ni después, una devastación tan completa causada por un ser humano sobre otro. Sudores, temblores, tartamudeos. Cuando le propuse que nos casáramos no se atrevió a decir que no.
—¡Qué mujer tan tonta fuiste, Elvira! ¿Te das cuenta de la oportunidad de oro que desperdiciaste? Si él era tan dócil habría bastado, para manejarlo bien, con que tú simularas cierta debilidad, cierta condescendencia.
—Pero yo no podía simular porque estaba enloquecida. No, no se rían que no enloquecí de amor sino de celos, de afán de posesión y de dominio, de instinto exacerbado de defensa. Estaba alerta, día y noche, para conjurar un peligro que nunca alcancé a localizar. Y me convertí en una llaga a la que era imposible aproximarse sin que gimiera o estallara en alaridos. ¿Para qué entrar en detalles que tendrían que ser inventados porque ya no los recuerdo? El caso es que de aquella relación tan apasionadamente tempestuosa sobrevivimos ambos con mucha dificultad.
—¡Qué absurdo, pero qué absurdo! Si ustedes formaban una pareja tan pareja. Tenían los mismos intereses, el mismo nivel intelectual, hasta el mismo título.
—El único que ha creído que el matrimonio es una asociación de ideas o una larga conversación (y esa creencia habrá que achacársela a sus peculiaridades psicofisiológicas) fue Oscar Wilde. Y no. El matrimonio es el ayuntamiento de dos bestias carnívoras de especie diferente que de pronto se hallan encerradas en la misma jaula. Se rasguñan, se mordisquean, se devoran, por conquistar un milímetro más de la mitad de la cama que les corresponde, un gramo más de la ración destinada a cada uno. Y no porque importe la cama ni la ración. Lo que importa es reducir al otro a esclavitud. Aniquilarlo.
—Exageras. Muchos matrimonios perduran.
—Porque uno de los dos se rinde. En México es habitualmente la mujer. Antes de presentar la primera batalla se hace la muerta y asunto concluido.
—¿Y por qué no hiciste tú lo mismo? Al cabo no es más que una farsa.
—Porque no pude. Mi ex marido se rindió antes que yo y los papeles se trocaron y todo se volvió mucho más confuso y más doloroso y más humillante para ambos.
—¿Nunca hubo una tregua?
—A veces, por cansancio, por variar. Pero no duraba más que el tiempo que necesitábamos para recuperar nuestros bríos. Íbamos cargándonos de electricidad como las nubes de tormenta y la chispa se producía por la causa más insignificante: una mirada, un matiz de la voz o un silencio eran bastante. Empezábamos con un día nublado y acabábamos con un ciclón.
—¡Pero las reconciliaciones son tan sabrosas!
—No tanto cuando tienes buena memoria. Y en este sentido los dos rivalizábamos. ¡No, qué horrible, no! Y volviendo a la cita de Wilde, bástate saber, Josefa, que yo con mi ex marido no pude sostener un diálogo coherente y ponderado sino hasta después de que se dictó la sentencia de divorcio.
—Ésas son las desventajas de la inexperiencia —declaró Aminta.
—No lo dudo. Pero mi experiencia fue tan catastrófica que me apresuré a volver al refugio de los libros, a la apacible convivencia con los fantasmas. Como si la hubiera estado acumulando durante el tiempo de mi delirio furioso, adquirí de pronto una extraordinaria lucidez. Me miré como era entonces: una mujer de cierta edad, con un estado social equívoco, una profesión y unas aptitudes literarias que no habían pasado nunca de la etapa de la promesa vaga a la de la realización efectiva. Era preciso transitar de un punto al otro y cuando me decidí a hacerlo advertí, de inmediato, mis limitaciones. Yo no poseía más que una modesta habilidad para la manufactura, una cierta facilidad —y felicidad— para la ejecución. Me dediqué entonces a cultivar las virtudes que me correspondían, la constancia por ejemplo. Y pude lograr que las restricciones de mi vocabulario se transformaran en estilo. Como no aspiraba a ninguna apoteosis mundial me satisfizo la opinión favorable de personas cuyo juicio consideraba acertado. Nadie, en el momento en que iba a zarpar, rompió una botella de champaña contra mi quilla, bautizándome como genio. Pero después de comprobar la seguridad y la regularidad de mi marcha, los observadores desde tierra aceptaron, por voto unánime, concederme el talento.
—Y colorín colorado este cuento se ha acabado —remató, con un bostezo, Aminta.
—Todavía no. Porque el talento tiene también sus peligros. Atrae a la confianza de los demás que van depositándola, encima de uno, hasta aplastarlo de responsabilidades y de trabajos. Primero me llamaron para desempeñar un puesto; luego otro de mayor rango burocrático y, cuando vine a darme cuenta, estaba a punto de ser un pilar de las instituciones nacionales. Como no era ésta mi vocación y como los cargos me absorbían hasta el punto de que yo no era capaz ni de hacer ni de recordar siquiera qué era un poema, un buen día presenté mi renuncia irrevocable.
—Por lo que te dedicaste a vivir de tus rentas.
—¿Cuáles? Desempolvé mi título que, a fin de cuentas, era de maestra y fui a solicitar una cátedra en nuestra querida Alma Máter. Me mandaron a la Preparatoria, con grupos de ochenta, noventa, hasta ciento veinte alumnos.
—Has de disfrutar allí de la soledad de las multitudes. No, por favor Elvira, no vayas a hacernos una apología del magisterio y del apostolado y de todas esas monsergas de las que estamos hartas. Tú ganas un sueldo de hambre por luchar a brazo partido contra una mayoría abrumadora que sabe, al dedillo, los trucos para que tus palabras les entren por una oreja y les salgan por la otra sin hacer ni la más breve estación en su cerebro. Si a ti esa tarea te gusta y te satisface es que tienes complejo de Danaide. Yo, por mi parte, no cambiaría ni por eso ni por nada mi libertad, mi falta de ataduras.
—¿Libre, tú, Aminta, cuando dependes de tantos… llamémosles factores, todos ellos imprevisibles? No, no es ésa la solución. Pero tampoco la solución es aceptar los deberes tradicionales que cumple Josefa. Debe de haber, tiene que haber otra salida.
—¿Matilde?
Como el nombre, pronunciado con una ligera entonación interrogativa, coincidió con la entrada de Victoria, fue ella la que respondió:
—Duerme como una bendita. Pero estaba muy excitada y los calmantes tardaron demasiado tiempo en causar efecto. Tanto que yo temía que ustedes se hubieran cansado de esperar y se hubieran marchado.
—¿Sin charlar contigo antes? ¡Imposible!
—Y sin concederte la oreja y el rabo. ¡Porque vaya con el Miura que te ha tocado en suerte y con la mano izquierda que tienes para lidiarlo!
—Matilde no siempre es así; claro que está enferma y que su inestabilidad no ha hecho más que acentuarse con los años. Pero, en general, nos las arreglamos para que las crisis ocurran intramuros y para que ella ofrezca al público una impresión plausible y cumpla satisfactoriamente con sus compromisos. Pero ahora ha de haber ocurrido algo que la alteró hasta el punto de tener dos ataques sucesivos y uno de ellos con auditorio.
—Yo me imagino lo que fue —dijo, con una afectación de reserva, Josefa, que no había cesado de mirar de reojo a Aminta.
—La idea de invitarlas fue de la misma Matilde. Yo no me hubiera atrevido siquiera a insinuársela temiendo que la perturbara un encuentro que, después de todo, tenía que ser emotivo.
—¿Crees que nos haya reconocido?
—Bueno, quizá de momento no pudo identificar los rostros ni asociarlos con los nombres. Pero ella siempre las recuerda como al grupo más brillante que pasó por sus aulas. Y cada una tiene, además, una imagen muy nítida.
—A la mejor se siente, con respecto a nosotras, como una criadora de cuervos.
—Matilde está tan por encima de esas mezquindades…
—…como nosotras por debajo de la capacidad de arrancarle los ojos. Tu hipótesis es falsa, de toda falsedad, Aminta.
—No sé cómo se te ocurrió.
—Está tratando de despistar para que nadie saque a colación el incidente.
—¿Cuál incidente? —preguntó, distraída, Victoria.
—El del prólogo —dijo implacablemente Josefa.
—¿Le prometió un prólogo a alguien? Es lo de costumbre. También promete becas, cartas de recomendación, asistencia a actos benéficos. Yo soy la encargada de examinar esas promesas y de encontrar una excusa para no cumplirlas cuando son excesivamente disparatadas.
—Entonces no es el caso. El prólogo es para un libro mío.
—Habrá que leer los originales ¿no?
—Josefa todavía cree que un escritor es una especie de Fata Morgana. Y que en cada página puede aparecérsenos disfrazado de algo nuevo. No, mujer. Aminta, como quien dice, ha dado ya de sí. Afinará los matices, perfeccionará los procedimientos estilísticos, pero sustancialmente no nos deparará ninguna sorpresa.
—A mí sí —declaró Victoria—. Porque yo he permanecido al margen del proceso y no la he leído aún. Pero la leeré… de una manera desinteresada ya que, desde luego, tiene garantizado su prólogo.
—¿Cómo te quedó el ojo? —retó Aminta a Josefa.
—¿A ti no te ofreció nada Matilde?
—No tuvo tiempo.
—Además ¿qué le podía ofrecer? Ella no escribe más que versos de circunstancias. A no ser que se le ocurra proponerle a Matilde que instituya una justa poética que llevaría su nombre y cuyos premios pagaría con su dinero. ¿Eh? ¿Qué tal, Josefa? ¿Acerté o no?
—No lo sabrás sino después que Josefa y yo hayamos discutido este asunto a solas; cuando ella diga lo que quiere y yo lo que se puede darle.
Aminta alzó los hombros con desdén pero sin añadir ninguna palabra más. La falta de sueño, los whiskies sucesivos, el calor, la tensión en la que se había mantenido hasta entonces (¿y desde cuándo? No desde que llegó aquí, pero no acertaba a precisar el momento) comenzaron a operar en ella transformando su excitabilidad en un principio de indiferencia que no era más que el preludio habitual de los estados depresivos en los que se hundía semanas enteras y de los que, para emerger nuevamente a la superficie, requería el auxilio ajeno o de un médico o de un amigo o de un acontecimiento que le interesara y que la conmoviera. Laxa, entregada ya a la creciente somnolencia, oyó decir a Elvira, sin preocuparse por lo que aquella pregunta fuera a desencadenar:
—¿Qué se siente ser la Divina Providencia?
Victoria se volvió con los labios redondeados alrededor de una O de asombro que no alcanzó la categoría del sonido. Elvira continuaba insistiendo.
—Sí, me refiero a ti. Porque Matilde Casanova no es más que el mascarón de proa de un navío que la empuja, que la orienta, que la hace arribar a puertos felices.
—Primera noticia que tengo. ¿Quién o qué es el navío?
—Adivina.
—Si para describir así a Matilde estás dejándote llevar por esa exhibición de… digamos, temperamento, a la que acabas de asistir, supongo que cuando te refieres a lo real en ella hablas, no de su persona, sino de sus libros.
—Un libro, dirás, es la condensación de un estado de conciencia y estoy de acuerdo. Pero la condensación no se logra sino por un esfuerzo de la voluntad. Y la voluntad de Matilde eres tú.
Victoria hizo ese ademán de rechazo de quienes beben, por primera vez, un licor extremadamente rudo, cuyo sabor se irá percibiendo sólo a medida que la primera sensación se desvanece.
—En resumen, que soy la que saca las castañas con la mano del gato.
Desorientada acerca de los verdaderos sentimientos de Victoria, Josefa se apresuró a desmentir a Elvira.
—¡Pero qué ocurrencia! Antes de venir aquí yo estaba segura de que el único grado de abnegación superior al que exige el matrimonio era el de las monjas. Pero después de haberte visto ya no sé qué pensar.
—Por lo pronto pensarás que yo soy la mano del gato.
—Ni siquiera eso: la castaña. Sí, Victoria, perdóname la franqueza pero he estado conteniéndome a duras penas para no estallar y decirle a Matilde lo que se merece por tratarte como te trata. Mira tú que ponerse hecha un energúmeno sólo porque te esmeras en cumplirle un capricho… me subleva, porque comparo esta arbitrariedad con los miramientos con que tenemos que tratar las dueñas de casa a…
Josefa había desembocado, abruptamente y sin aviso, en un callejón sin salida del que se encargó de sacarla la propia Victoria.
—A las criadas. No, no te preocupes. La asociación de ideas no me ofende y sí me alegra enterarme de que el gremio servil ha ganado en dignidad y en privilegios.
—Ay, si tuvieras que tratar con ellas, maldecirías lo inútiles, lo abusivas y lo mugrosas que son. Con decirte que…
—Basta, Josefa. No siempre hemos de estar, como dijo el poeta, cegados por astros domésticos.
Josefa se repuso bruscamente avergonzada de haber hecho que descendiera tanto el nivel de la conversación.
—Lo único que quería decir es que no entiendo por qué Victoria soporta esta situación.
Victoria se volvió interrogativamente hacia Elvira:
—¿Tengo cara de víctima?
—A primera vista, quizá. Para una mirada superficial, inexperta, que ignore que las apariencias son engañosas… Pero no, ni aun así.
—Y, sin embargo —asentó Victoria con una tozudez imprevista—, yo nunca he querido ser más que eso: una víctima. Me horroriza la fuerza y prefiero padecerla a ejercerla. Pero tú también te equivocas, Josefa. Lo que me llevó, desde tan temprano, hasta Matilde, y lo que me ha mantenido junto a ella tantos años, a pesar de todo, no fue la abnegación. Fue el miedo.
—Pues escogiste un refugio muy precario.
—Juzgas ahora que la ves, castigada por las enfermedades, socavada por el sufrimiento, distraída ante la proximidad de la muerte.
—Pero la conocí al mismo tiempo que la conociste tú: en la plenitud de la edad, en la eclosión de su potencia creadora.
—¿Y no tuviste entonces el impulso irresistible de adherirte a ella, como la hiedra al tronco?
—Esas simbiosis son muy ambiguas y al cabo de cierto tiempo ya no aciertas a discernir quién sustenta a quién. Pero aunque en esa época yo ignorara esto, y todo lo demás, intuía ya oscuramente que esa fachada sin grietas, sin fisuras que Matilde mostraba al mundo estaba hecha de un material quebradizo y frágil a cuyo derrumbamiento yo no quería contribuir… ni presenciar.
—Pero lo que ha de ser, es: el destino te reservaba el espectáculo para hoy.
—Y tú ¿no pudiste adivinar… cuando aún era tiempo de huir?
—Yo tenía miedo. Ya lo he dicho.
—¿Pero miedo de qué?
—¡Cuántas veces intenté deslindar este campo, acotarlo, reducirlo a un límite exacto! Yo me sentía, en la adolescencia, como en el umbral de una casa desconocida, extraña y a la que, sin embargo, debía penetrar. En su interior iba a celebrarse una ceremonia acerca de la cual nadie me había instruido.
—Y en la que, forzosamente, tenías que participar.
—Sí, tenía que participar yo. De los otros no sabía nada. Carecía, además, de cualquier medio de averiguarlo. Pero me resultaba igualmente horrible confundirme con ellos y singularizarme, incorporarme a la multitud o permanecer sola, y oscilaba de un extremo al contrario con la recurrencia arrítmica de la angustia. Bueno, esto puedo formularlo ahora así. Pero entonces me limitaba a leer a Henri Bordeaux y a sentirme la protagonista de aquella novela suya que condensaba en su título mi problemática entera: El miedo de vivir.
—Y lo que buscabas era la manera no de traspasar el umbral —y convertirte en una mujer madura— sino de retroceder hasta entrar, de nuevo, al claustro materno.
—Ah, no, la alternativa es falsa. Yo sentía una repugnancia insuperable por aquella entraña oscura, viscosa, amorfa de la que me había desprendido. Pero no me compensaba ninguna atracción hacia el misterio al que naturalmente estaba volcada. Y escogí entonces una tercera vía: el acceso a un mundo ordenado, limpio, transparente; un mundo en el que no rigiera la fuerza sino la libertad; en el que nada recordase las pesadumbres ni las miserias de la carne…
—El mundo de la imaginación.
—Pero no tal como se aparece en los libros, tan impalpable, tan inasible. Yo lo quería encarnado en una persona.
—Di un personaje y serás más justa.
—Digo Matilde y no tendré necesidad de agregar nada más.
—¿Y de qué te puso a salvo?
—Por lo pronto, del contacto con los demás. Ah, qué revelación, qué espanto haberla conocido por primera vez. Me sacudió esa especie de vértigo que produce la contemplación del abismo en el que debemos, queremos, vamos a caer. Yo me abandoné a la fuerza de la gravedad y caí, caí… o me elevé. ¡Quién sabe! Estas experiencias son tan ambivalentes.
—Son las experiencias inefables por antonomasia. Para ayudarte voy a decirte cuál es mi versión profana de los hechos: desde el momento en que conociste a Matilde, en que te relacionaste con ella, te absorbió de un modo tan absoluto que cesaste de cultivar tus otras amistades.
—Ninguna podía resistir la comparación.
—Y menos aún nosotras, tus compañeras, esos esbozos mal pergeñados de escritoras, esas semillas en trance de germinar junto al árbol frondoso al que ya te habías asido… ¡Qué fastidio concedernos hasta ese saludo breve en el momento de entrar o salir de las clases!
—Bueno, tanto como fastidio…
—Sí, tenía que serlo. Era un gesto inútil Y frívolo que, además, te apartaba de la contemplación de las esencias. Pero ahora soy yo la que divaga. Lo único cierto es que no fuimos amigas.
—Me di cuenta —observó Cecilia— cuando mencionaron sus apodos. Usted, Victoria, le dijo a la periodista que las llamaban las vírgenes fuertes.
Victoria enrojeció como si lo que le importara a Cecilia fuera señalar una mentira y no una incoherencia.
—…y Elvira afirmó que las llamaban las tres parcas. Y las tres eran: Aminta, Josefa y la misma Elvira. Usted quedaba fuera del cuadro.
—Yo soy buena fisonomista y, sin embargo, cuando entré no la reconocí, no me dijo nada ni su cara ni su nombre —agregó, desde su somnolencia, Aminta.
—Durante los años que Victoria estuvo dentro de mi campo visual yo la observé con la curiosidad con que un astrónomo observa las evoluciones de un planeta remoto y excéntrico.
—En cambio, Josefa me veía con las pupilas contraídas de quien contempla algo turbio y con una fijeza, como si quisiera taladrar el espesor de mi cuerpo para descubrir, más allá, una imagen de Matilde concupiscente, de Matilde extraviada por sus pasiones, de Matilde vil.
—No, no es verdad —replicó sofocada ante la imposibilidad de probar su inocencia, Josefa.
—¿Por qué le atribuyes una malicia de la que la mayor parte de nosotras carecíamos? Quién más, quién menos, todas ignorábamos lo que se llama “los hechos de la vida”. O estábamos mal enteradas, que era peor.
—No era desde esa perspectiva desde la que me miraba Josefa, sino desde la envidia. Sí, envidia. Hubiera querido ser ella la que ocupara ese lugar equívoco junto a Matilde, la que desempeñara el papel de menor corrompida o de Albertina prisionera.
—¡Deliras!
—¿Sí? ¿Negarás también que cuando volvimos a encontrarnos aquí, en cuanto te diste cuenta de quién era yo, me recorriste —de la cabeza a los pies— con el escrúpulo del que busca la moraleja de la fábula? Acechabas en mi rostro, en mis palabras, en mis gestos —tú, mujer irreprochable, esposa abnegada, fundadora de linajes—, la huella de la depravación y el castigo infligido por la justicia. Has quedado defraudada y tu virtud, que no conoce la generosidad, habrá de buscar su alimento en otra parte.
—Que sea en la que tú le prometiste —interrumpió con seriedad Elvira—. Flor natural, beca, los expedientes de rutina.
—No insistas. Acabo de descubrir en Victoria un rencor gratuito pero vivo e inextinguible. Me hará daño si puede y si me hace un favor será para humillarme. Yo no lo aceptaré nunca.
—No, aquí no se permiten melodramas, Josefa. Tú no vas a fungir como pequeño patriota paduano.
—Si fuera orgullo… pero yo nunca he sido orgullosa. Y menos con quienes son pobres vergonzantes. Como tú, Victoria. ¿Quién quería usurpar el lugar de la otra? ¿Quién iba a acertar a descubrirte a ti, eclipsada por Matilde? En cambio sobre mí convergían las luces de todos los reflectores. Declamaba en las veladas de fin de cursos desde niña; me acostumbré muy pronto a escuchar los aplausos, a oír mi nombre acompañado siempre de alabanza, a oler el incienso de quienes me admiraban.
—Tu hada madrina te prometió que serías la undécima musa. Pero después se desató una epidemia tal de promesas semejantes que tuviste que aceptar tu numeración: enésima… y gracias.
—Debo reconocer mi deuda contigo, Josefa. Gracias a ti decidí no volver a escribir.
—¿Temiste la competencia?
—A decir verdad, sí. Temí ganarla. Ser como tú o más que tú, en la misma línea.
—Y corriste al regazo de Matilde para que te guardara de la tentación de la poesía.
—A la hora de hacer balance, es decir ahora, al final, afirmo y juro que no me arrepiento.
—¿Somos un ejemplo tan desolador?
—Por lo menos, si yo tuviera que empezar apenas, el espectáculo que ustedes me ofrecen no me alentaría. Pero han venido, inocentes palomas, a vender ates a Morelia. Yo he vivido con Matilde y no hay horror al que no la haya visto descender ni triunfo con el que no la hayan coronado. He visto a ese mascarón de proa, como dice Elvira, abrirse paso entre el oleaje embravecido y mantenerse a la deriva en alta mar porque la tierra firme la rechaza. No hay lugar para los monstruos. ¿Dónde colocarías tú uno, Josefa? ¿En la repisa de la chimenea? Asustarías a tus hijos, ahuyentarías a tus visitas. ¿Y tú, Elvira? ¿En los anaqueles de tu biblioteca? Devoraría tus libros. ¿Y tú, Aminta? ¿En el lecho? ¿Para que expulse a tus amantes?
—Si el monstruo es un amante satisfactorio podría organizársele un rinconcito —concedió Aminta, antes de volver a cerrar los ojos.
—Pero no lo es. Contra todas tus sospechas, antiguas o sobrevivientes, Josefa, un monstruo no es un amante. Es simple y llanamente un monstruo, oficio de tiempo completo. Se las arregla para cumplirlo a satisfacción en cualquier estado civil que adopte. Si es hijo, es un hijo desnaturalizado. Si es esposo, es un esposo infiel. Si es amigo, es un amigo egoísta. Si es padre, es un padre irresponsable.
—Matilde podría acusarte de difamación.
—Pero no de calumnia. Un monstruo. ¿Qué se hace con un monstruo cuando han fracasado todas las tentativas de domesticación?
—Se le diviniza.
—¿No es lo que han hecho con ella? La condujeron en andas al altar, la hartaron de ofrendas y la cubrieron con un capelo de vidrio para que su contemplación no resulte peligrosa para la multitud… y también para que se asfixie más pronto. Sabedores de la proximidad del fin, los grandes sacerdotes la ungen ya con los últimos óleos y los embalsamadores se preparan.
—¿Y los buitres? —añadió Josefa—. ¿Y tú?
—Los buitres se congregan —respondió Victoria abarcando con una mirada a las presentes—. Y yo, que no soy más que un apéndice del monstruo, pereceré con él.
—Si fueras lógica, Victoria, no estarías tan satisfecha con la elección inicial que te ha conducido a este desenlace. Y no porque el desenlace esté próximo sino porque es el mismo del que tratabas de huir cuando te acogiste a Matilde. No hay sino una diferencia de grado y una delegación de funciones. Tú soltaste la pluma, incapaz de sostenerla en tus propias manos… para ayudar a Matilde a que la sostenga entre las suyas. ¿No es una cobardía absurda por inútil? Si la poesía te pareció un riesgo que no querías afrontar ¿por qué permaneciste en el ámbito en el que la poesía se crea, se atesora? ¿Por qué no te dedicaste a una actividad completamente ajena a ésta que te solicitaba como la boa solicita al corderillo al que va a devorar?
—No hallé ningún escudo que sirviera. ¿Y quién lo ha hallado, dime? ¿Tú, en el magisterio? ¿Josefa en su casa, que no es su castillo? ¿Aminta entre las sábanas? No, nadie, nadie puede tirarme la primera piedra.
—Nos juzgas como si también nosotras hubiéramos querido huir.
—¿No lo quisieron? ¿No lo intentaron nunca?
—No.
—Entonces ¿por qué no se entregaron por completo? ¿Porque quisieron conservar su rasgos humanos? ¿Engañar a los demás haciéndoles creer que eran iguales, que eran inofensivas, que no eran monstruos? Porque querían nadar y guardar la ropa. Querían tener ese calor de la compañía, del afecto; esa confianza con la que los demás se acercan entre sí, husmeando al que pertenece a su especie, buscando con quien emparejarse. Querían estar seguras, amparadas por su rango social y no se atrevieron a exhibirse en su desnudez última, en su verdad. Y como carecían de testigos y no se veían sino con sus propios ojos podían repetirse para consolarse: pero si esto que yo tengo no es más que una pequeña deformidad; pero si basta con un poco de maquillaje bien aplicado para disimularlo; pero si nadie lo nota. Y así se hurtaron a la soledad, al asedio de la admiración estúpida, del respeto hostil, del homenaje que siempre quisiera ser póstumo.
—¿Por qué debíamos imitar forzosamente el modelo de Matilde? Copiándola habríamos llegado, a lo más, a convertirnos en una caricatura que, como todas las caricaturas, pone de relieve los defectos del original sin captar ninguna de sus cualidades. Nosotras preferimos guiarnos por pálpitos, por intuiciones y por brújulas aún más caprichosas, aún más deleznables que éstas para lograr ser nosotras mismas.
—Lo que no siempre es fácil y casi nunca es plausible. Dime, Elvira, ¿qué podría haber sido yo misma?
—Eso nunca se sabe.
—Pero se puede calcular, prever, proyectar. En México las alternativas y las circunstancias de las mujeres son muy limitadas y muy precisas. La que quiere ser algo más o algo menos que hija, esposa y madre, puede escoger entre convertirse en una oveja negra o en un chivo expiatorio; en una piedra de escándalo o de tropiezo; en un objeto de envidia o de irrisión.
—¿Es eso Matilde?
—¡Sí! Y lo son ustedes y lo habría sido yo de no haberlo evitado oportunamente, pero en pequeña escala, en ínfima escala, como una de esas pulgas que la paciencia de nuestros indios viste y que la estupidez de nuestros mestizos admira y aplasta. Y no. Yo soy demasiado soberbia para aceptar un destino semejante. Yo quise representar el drama en un vasto escenario, alzada sobre unos enormes coturnos, oculta tras una máscara que amplifica mi voz.
—Y, para que el símil sea perfecto, los textos que pronuncias no son tuyos. Otro, otra los escribe, dicta las acciones, dispone los movimientos, arregla las coincidencias, teje la trama y la desteje. Cuando la otra se retira, cuando duerme, cuando muere ¿qué es de ti?
—Me borro, desaparezco, muero yo también.
—La abdicación total.
—La liberación absoluta.
—Y cuando la otra despierta, resucita, ordena…
—Yo obedezco. Y tú, dime, ¿no es verdad que cualquier yugo que nos imponga una criatura humana, aunque esa criatura sea Matilde, es más suave, más tolerable, que aquel con que nos unce la poesía? Por lo demás, en este juego de toma y daca yo me someto a la servidumbre de una sierva y, además, me convierto —por eso mismo— en una refutación viviente de sus ideas acerca de que la poesía es un bien irrenunciable. ¿Qué resulta entonces de mi sumisión sino un non serviam satánico a una potencia cuya divinidad queda en entredicho?
—¡Sofista!
—Y todavía puedo añadir algo más contra quienes dicen que quien no atiende a su vocación y no realiza su destino, muere. Yo no he atendido a mi vocación, al contrario, la desoí deliberadamente; yo no he realizado mi destino y yo no he muerto.
—Porque no has vivido.
—He vivido. ¡Y cuántas vidas! Las que se me ha dado la gana. Como siempre he actuado ante auditorios diferentes he podido ser, para unos, la secretaria eficaz e impávida; ante otros la pariente pobre y tolerada; ¿cuántos no han jurado y perjurado que yo no era sino la protegida en turno de Matilde? Yo he permitido que se insinúe que, tras este aparato de patrona y empleada, hay una inconfesable historia de juventud, una bastardía. He sido también, a sus horas, la compañera abnegada…
—…o la desaforada feminista —concluyó Cecilia.
—Pero tú misma te desmientes, Victoria. Eso no es vivir, eso es representar.
—Oh, qué más da. Por otra parte yo siempre he estado de acuerdo con los antiguos en que vivir no es necesario.
—Y yo sostengo que para tener acceso a la autenticidad es preciso descubrir la figura que nos corresponde, que únicamente nosotros podemos encarnar.
—Ya no bordemos más en el vacío. Por sus frutos los conoceréis, dice el Evangelio. ¿Dónde están los frutos, Josefa?
—Son flores —aclaró con indolencia Aminta.
—De ti no puede decirse ni siquiera eso —replicó Josefa a quien, para zaherirla, no se dignaba abrir los ojos—. ¡Lo que tú produces es estiércol!
—Entonces me justifico, puesto que trabajo para la posteridad. El estiércol es el mejor abono.
—Ahora me toca a mí —se adelantó Elvira—. Yo no voy a proyectar la irritación de mi fracaso…
—El fracaso es un exceso y tú no te excedes nunca. Yo diría más bien mediocridad —corrigió Aminta.
—Da igual. No voy a responsabilizar a nadie más que a mí misma de lo que he hecho. Tengo la capacidad de juicio suficiente para darme cuenta de su valor. Es escaso, discutible. Pero, aunque ese valor fuera nulo, yo me absolvería. Porque no he regateado nada de lo mío para entregárselo al poema. Di todo lo que tuve. Y procuré acrecentar mis dones para poder acrecentar mi dádiva.
—Has librado la buena batalla. Mereces, como reclamaba para ella Virginia Woolf, una primavera.
—Sería una primavera mexicana: voluble, ácida, fugaz. Y sólo a veces, muy raras veces, templada y serena.
—Muy bien, señoras —concluyó abruptamente Aminta, puesta de pie, despabilada de nuevo—: una vez terminado este Juicio Final en el que cada una de nosotras fue alternativa o simultáneamente defensor, juez y verdugo, pero siempre reo, ¿no sería posible comer algo? Yo recuerdo, así, muy remotamente, como si esto hubiera ocurrido en una metempsicosis anterior, que se armó todo un revuelo alrededor de un arroz a la quién sabe qué. Sácame de una duda, Victoria: ¿existe aún ese arroz?
—Y está diciendo “cómeme”.
—No podemos desoír esa voz. Es humilde pero inaplazable. ¡Y hemos oído tantas otras voces tan pedantes o tan falsas! La de la vocación, la de la fama, hasta la de la crítica.
—Yo voy a pedirles, en gracia de ese arroz, que me perdonen, como en las comedias antiguas los actores lo pedían a su público.
—¡No vuelvas a las andadas, Victoria!
—No. Prometo que, de aquí en adelante, las leyes de la hospitalidad serán observadas escrupulosamente.
—¿De qué te vas a disfrazar ahora? ¿De San Julián?
—Tenía que ser Josefa a quien se le ocurriera ese modelo. María Egipciaca también sabía recibir.
En el comedor charlaron aún con las frases entrecortadas por la masticación. Y rieron mientras bebían vino rojo. Y echaron sal hacendosamente sobre el mantel cuando se derramó una copa.
La discusión se prolongaba, en sordina, durante la sobremesa bostezante. Y tal vez alguna quiso llorar —tal vez porque era la más fuerte— pero la sofrenaba el desvalimiento de las otras. Y las otras se aprestaron en vano a restañar esa herida invisible que nunca abrió los labios.
Cuando Cecilia y Susana volvieron a su cuarto iban exhaustas. Susana aprovechó, para bañarse primero, que Cecilia hubiera encontrado, sobre la mesa de noche, una carta de Mariscal.
Mientras rasgaba el sobre, que le daba a su ausencia la dimensión de la nostalgia, se abrió de golpe la regadera y oyó las exclamaciones sofocadas, de espanto y de placer, de Susana.
Esos rumores (y otros del mar) dificultaban a Cecilia la concentración en la lectura de unos párrafos escritos con la letra que conocía tan bien y que se eslabonaban en frases tiernamente irónicas, reclamo y rechazo a la vez, equidistancia, en suma.
La carta terminaba con lo que la había obligado a empezar, a seguir, a llegar hasta allí: con la noticia de que a Ramón le ofrecieron una beca para una estancia de un año en Europa y de que se había apresurado a aceptarla.
Estrujando el papel entre las manos Cecilia deseó ser él y partir, lejos, lejos, a cualquier parte y no regresar nunca.
Pero Cecilia no era él, era nada más ella, no sería jamás nadie más que ella y esta certidumbre le produjo una tristeza que no acertó a ocultar ante Susana. Pero a su interrogatorio ¿solícito? ¿impertinente? ¿rutinario? no respondió más que como por enigmas, afirmando que lo que la había deprimido y hasta horrorizado era, quizá, haber descubierto su centro de gravitación.
Antes de entrar en el baño dijo de un modo deliberadamente casual:
—¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?
Susana interrumpió la concienzuda operación de exprimirse una espinilla ante el espejo para contestar categóricamente.
—Creo que no. Ya hay muchos.