—¿Cómo te ha ido el día?

También habían elegido un lugar en el que se pudiese beber y ambos habían terminado ya el primer vaso de vino.

Paulo sugirió que, antes de contestar, pidiesen la comida. Karla estuvo de acuerdo. Ahora que por fin se había convertido en una verdadera mujer, capaz de amar con todas sus fuerzas y sin necesidad de usar ninguna droga para ello, el vino era sólo una celebración.

Ya sabía lo que le esperaba. Ya sabía de qué iban a hablar. Lo sabía desde que hicieron aquel amor maravilloso la víspera; en el momento sintió ganas de llorar, pero aceptó su destino como si ya todo estuviese escrito. Todo lo que siempre había querido en la vida era un corazón ardiente, y el hombre que en aquel momento estaba dentro de ella se lo había dado. La víspera, cuando ella por fin le confesó su amor, los ojos no le brillaron como ella esperaba que pasase.

No era ingenua, sin embargo, había conseguido lo que más quería en la vida. No estaba perdida en el desierto, sino que corría como las aguas del Bósforo hacia un océano gigante al que van a dar todos los ríos, y nunca olvidaría Estambul, ni al brasileño flacucho ni sus conversaciones con él, que no siempre podía seguir. Había logrado un milagro, pero no necesitaba saberlo, o tal vez la culpa lo hiciese cambiar de idea.

Pidieron otra botella de vino. Entonces empezó a hablar él.

—El hombre sin nombre estaba en el Centro Cultural cuando he llegado. Lo he saludado, pero no me ha devuelto el saludo, sus ojos estaban fijos en algún lugar, en una especie de trance. Me he arrodillado en el suelo, he tratado de vaciar la cabeza y meditar, entrar en contacto con las almas que allí bailaron, cantaron y celebraron la vida. Sabía que en algún momento él iba a salir de aquel estado y he esperado; en realidad, no «he esperado» en el sentido literal del término, sino que me he entregado al momento presente, sin esperar absolutamente nada.

»Los altavoces han llamado a la ciudad a la oración, el hombre ha salido de su estado de trance y ha realizado uno de los cinco rituales del día. Entonces se ha dado cuenta de que yo estaba allí. Me he preguntado por qué había vuelto.

»Le he explicado que me había pasado la noche pensando en nuestro encuentro y que me gustaría entregarme en cuerpo y alma al sufismo. Me apetecía contarle que, por primera vez en mi vida, había hecho el amor, porque cuando estábamos en la cama, cuando estaba dentro de ti, fue como si realmente estuviese saliendo de mí. No había experimentado eso antes. Pero he pensado que no era oportuno y no le he dicho nada.

»—Lee los poetas —ha sido la respuesta del hombre sin nombre—. Con eso es suficiente.

»Para mí no era suficiente, necesitaba disciplina, rigor, un sitio para servir a Dios de modo que pudiese estar más cerca del mundo. Antes de ir allí por primera vez, me fascinaban los derviches que bailaban y entraban en una especie de trance. Ahora necesitaba que mi alma bailase conmigo.

»¿Debía esperar mil y un días a que eso sucediese? Perfecto, esperaría. Hasta aquel momento ya había vivido lo suficiente, tal vez el doble de lo que mis compañeros de clase habían vivido. Podía dedicar tres años de mi vida a, eventualmente, intentar entrar en el trance perfecto de los derviches danzantes.

»—Amigo mío, un sufí es una persona que está en el momento presente. Decir “mañana” no forma parte de nuestro vocabulario.

»Sí, ya lo sabía. La gran duda era si estaría obligado a convertirme al islam para avanzar en el aprendizaje.

»—No. Sólo tienes que prometer una cosa: rendirte al camino de Dios. Ver su rostro cada vez que bebas un vaso de agua. Oír Su Voz cada vez que pases junto a un mendigo en la calle. Es lo que predican todas las religiones y es la única promesa que debes hacer, ninguna más.

»—Aún no soy lo suficientemente disciplinado, pero con su ayuda podré llegar a donde el cielo se une con la Tierra, en el corazón del hombre.

»El viejo sin nombre ha dicho que en eso me podía ayudar, si dejaba atrás toda mi vida y obedecía a todo lo que me mandase hacer. Aprender a pedir limosna cuando se me acabase el dinero, ayunar cuando fuese el momento, servir a los leprosos, lavar las heridas de los enfermos. Pasar días sin hacer absolutamente nada, sólo mirando hacia un punto fijo y repitiendo sin cesar el mismo mantra, la misma frase, la misma palabra.

»—Vende tu sabiduría y compra un espacio en tu alma que será llenado por lo absoluto. Porque la sabiduría de los hombres y mujeres es locura ante Dios.

»En ese momento he dudado de si sería capaz; tal vez me estaba poniendo a prueba con la obediencia absoluta. Pero no he notado ninguna duda en su voz, sabía que hablaba en serio. También sabía que mi cuerpo había entrado en aquella sala verde a medio caer, con sus vidrieras rotas y en un día especialmente oscuro, porque se acercaba una tempestad, mi alma seguía fuera, esperando a ver adónde iba todo aquello. Esperando el día en que, por una simple coincidencia, entrase allí y viese a gente girando sobre sí misma, pero todo sería un ballet bien estructurado y nada más. No era eso lo que estaba buscando.

»Y sabía que, si no aceptaba las condiciones que me estaba dando en aquel momento, la próxima vez aquella puerta estaría cerrada para mí, aunque pudiese seguir entrando y saliendo, como había pasado la primera vez.

»El hombre estaba leyendo mi alma, viendo mis contradicciones y dudas, y en ningún momento se ha mostrado más flexible; era todo o nada. Ha dicho que tenía que seguir meditando, pero le he pedido que me contestase por lo menos a otras tres preguntas.

»—¿Me acepta como discípulo?

»—Acepto tu corazón como discípulo, porque no puedo negarme; en caso contrario, mi vida no tendrá ninguna utilidad. Tengo dos formas de demostrarle mi amor a Dios: la primera es adorarlo día y noche, en la soledad de esta sala, pero eso no tendría la menor utilidad para mí ni para Él. La segunda es cantar, bailar y mostrar Su Rostro a todos a través de mi alegría.

»—¿Me acepta como discípulo? —le he preguntado por segunda vez.

»—Un pájaro no puede volar sólo con un ala. Un maestro sufí no es nada si no puede transmitirle su experiencia a alguien.

»—¿Me acepta como discípulo? —le he preguntado por tercera y última vez.

»—Si mañana cruzas esa puerta como has hecho estos dos días, te acepto como discípulo. Pero estoy casi seguro de que te vas a arrepentir.

Karla volvió a llenar las vasos y brindó con Paulo.

—Mi viaje termina aquí —repitió él, dudando que ella entendiese lo que acababa de decirle—. No se me ha perdido nada en Nepal.

Y se preparó para el llanto, la furia, la desesperación, los chantajes emocionales, todo lo que iba a decir ahora la mujer que había dicho «te quiero» la noche anterior.

Pero ella sonreía.

—Nunca creí que sería capaz de amar a alguien como a ti —contestó Karla después de vaciar los vasos y volver a llenarlos—. Mi corazón estaba cerrado y eso no tiene nada que ver con los psicólogos, ni con la falta de sustancias químicas, ni cosas así. Es algo que nunca seré capaz de explicar, pero, de repente, no sé precisar el momento exacto, mi corazón se abrió. Te querré el resto de mi vida. Cuando esté en Nepal, te amaré. Cuando vuelva a Ámsterdam, te amaré. Cuando por fin me enamore de otra persona, te seguiré amando, aunque sea de manera distinta de hoy.

»Dios (que no sé si existe, pero espero que esté aquí a nuestro lado, escuchando mis palabras), te pido que nunca más permitas que me sienta satisfecha con mi propia compañía. Que no tema necesitar a alguien y que no tenga miedo a sufrir, porque no existe peor sufrimiento que la sala gris y oscura en la que el dolor no puede entrar.

»Y que ese amor del que tantos hablaban, tantos compartían, tantos sufrían, que este amor me conduzca a aquella que era desconocida y ahora se está revelando. Como dijo el poeta una vez, que me lleve hasta la tierra donde no hay ni sol, ni luna, ni estrellas, ni tierra, ni el sabor a vino en mi boca, sólo el Otro, aquel que encontraré porque tú abriste el camino.

»Y que pueda caminar sin necesidad de usar los pies, ver sin tener que mirar, volar sin que me salgan alas.

Paulo estaba sorprendido y contento al mismo tiempo. Ambos estaban entrando en un lugar desconocido, con sus terrores y con sus maravillas. Allí, en Estambul, un lugar en el que podrían haber visitado un montón de sitios que les habían sugerido, pero eligieron visitar sus propias almas, y no había nada mejor y más reconfortante que eso.

Se levantó, rodeó la mesa y la besó, sabiendo que aquello iba en contra de las costumbres locales, que los clientes podían ofenderse; aun así, la besó con amor y sin lujuria, con ganas y sin culpa, porque sabía que era el último beso que se daban.

No quería destruir la magia del momento, pero tenía que preguntar igualmente.

—¿Te lo esperabas? ¿Estabas preparada?

Karla no contestó, se limitó a sonreír, y él permanecería siempre sin saber la respuesta. Y eso era el verdadero amor, una pregunta sin respuesta.