Cuando Karla llegó, el brasileño ya estaba allí: ojeras profundas, como si hubiese pasado la noche en vela, o como... Prefirió no pensar en la segunda posibilidad, porque significaba que era alguien en quien no podría confiar nunca más, y ya se había acostumbrado a su presencia y a su olor.

—¿Vamos entonces a ver uno de los símbolos de Holanda, un molino de viento?

Se levantó sin demasiadas ganas y la siguió. Cogieron un autobús y se alejaron de Ámsterdam. Karla le dijo que tenía que comprar un billete —había una máquina expendedora en el tren—, pero él prefirió ignorar el aviso; había dormido mal, estaba cansado de todo, necesitaba recuperar fuerzas. Poco a poco fue recobrando la energía.

El paisaje era siempre el mismo: llanuras enormes, cortadas por diques y puentes levadizos por los que pasaban barcazas transportando algo a algún sitio. No veía molinos de viento por ninguna parte, pero era de día, el sol brillaba otra vez, lo cual hizo que Karla comentase que aquello era raro: siempre llovía en Holanda.

—Ayer escribí algo —dijo Paulo, sacando el cuaderno de su bolsa y leyendo en voz alta.

Ella no dijo ni que le había gustado ni que le había disgustado.

—¿Dónde está el mar?

—El mar estaba aquí. Hay un viejo proverbio: «Dios hizo el mundo y los holandeses hicieron Holanda». Ahora está lejos; no podemos ver un molino de viento y el mar el mismo día.

—No, no quiero ver el mar. Ni siquiera quiero ver el molino de viento, algo que, imagino, les debe de encantar a los turistas. Mi viaje no es de esa clase, como ya deberías saber.

—Y ¿por qué no lo has dicho antes? Estoy harta de hacer este mismo trayecto para enseñarles a mis amigos extranjeros algo que ya ni sirve para su propósito original. Podríamos habernos quedado en la ciudad.

«... e ir directamente al sitio en el que venden los billetes de autobús», pensó. Pero omitió esa parte, había que atacar en el momento adecuado.

—No lo había dicho antes porque...

... sin querer, la historia salió.

Karla se limitaba a escuchar, aliviada y preocupada al mismo tiempo. ¿No era su reacción demasiado exagerada? ¿Era alguien que pasaba de la euforia a la depresión y viceversa?

Cuando terminó de contárselo todo, se sintió mejor. Ella lo había escuchado en silencio y sin juzgarlo. Al parecer, ella no pensaba que había tirado cinco mil dólares a la papelera del baño. No pensaba que era débil (este pensamiento lo hizo sentirse más fuerte).

Por fin llegaron al molino de viento, un grupo de turistas escuchaba las explicaciones: «El más viejo se encuentra en —nombre impronunciable—, el más alto está en —nombre impronunciable—, servían para moler maíz, granos de café, de cacao, producían aceite, les sirvieron a nuestros navegantes para convertir grandes tablas de madera en navíos y, así, llegamos lejos, se expandió el imperio...».

Paulo oyó el ruido del autobús anunciando su partida, cogió a Karla de la mano y le pidió que volviesen ya a la ciudad, en el mismo autobús en el que habían llegado. Al cabo de dos días ni él ni los turistas iban a recordar para qué servía un molino de viento. No viajaba para aprender ese tipo de cosas.

De regreso, en una de las paradas, entró una mujer, se puso un brazalete con la palabra CONTROL y le fue pidiendo el billete a todo el mundo. Cuando le tocó a Paulo, Karla miró para otro lado.

—No tengo —contestó—. Creí que era gratis.

Seguro que ya había oído ese tipo de disculpa un millón de veces, porque en su respuesta casi ensayada dijo que Holanda era muy generosa, sin duda alguna, pero sólo la gente con un cociente intelectual muy bajo podía creer que también suministraba transporte gratis.

—¿Ha visto algo así en algún lugar del mundo?

Claro que no, pero tampoco había visto... Notó una discreta patada de Karla y decidió no argumentar nada más. Pagó veinte veces el valor del billete, además de tener que sufrir las miradas de los demás pasajeros, todos calvinistas, honestos, respetuosos con el orden establecido y ninguno con pinta de frecuentar el Dam ni sus aledaños.

Cuando bajaron del autobús, Paulo se sentía incómodo. ¿Trataba de imponerle su presencia a aquella chica siempre tan amable, aunque determinada a conseguir siempre lo que quería? ¿No sería el momento de decir adiós y dejar que siguiera con su vida? Apenas se conocían y ya habían pasado más de veinticuatro horas juntos, unidos el uno al otro, como si aquello fuese normal.

Karla debió de leerle el pensamiento, porque lo invitó a ir con ella hasta la agencia en la que iba a comprar el billete para Nepal.

¡En autobús!

Eso iba más allá de cualquier locura que pudiese imaginar.

La agencia en realidad era una oficina diminuta, con un solo trabajador; se presentó como Lars Nosequé, uno de esos nombres imposibles de memorizar.

Karla preguntó cuándo salía el próximo Magic Bus (así lo llamaban).

—Mañana. Sólo quedan dos plazas y seguro que se acaban. Si no, alguien nos parará en la carretera para seguir el trayecto con nosotros.

Bueno, al menos no le iba a dar tiempo a prepararlo todo...

—Y ¿no es peligroso para una mujer ir sola?

—Dudo que estés sola más de veinticuatro horas. Mucho antes de llegar a Katmandú, ya te habrás ligado a todos los pasajeros del sexo masculino. Tú y las demás mujeres que viajan solas.

Por curioso que resulte, Karla JAMÁS había pensado en aquella posibilidad. Había perdido muchísimo tiempo buscando compañía, una panda de chicos cobardes que sólo estaban dispuestos a conocer aquello que ya conocían (para ellos, incluso América Latina debía de ser una amenaza). Les gustaba sentirse libres siempre que se hallasen a una distancia segura de las faldas de sus madres. Notó que Paulo trataba de disimular su agitación y aquello la alegró.

—Quiero comprar un billete de ida. Ya pensaré en la vuelta.

—¿A Katmandú?

Porque el Magic Bus hacía varias paradas para recoger o dejar pasajeros: Múnich, Atenas, Estambul, Belgrado, Teherán o Bagdad (dependiendo de qué ruta estuviese abierta).

—Hasta Katmandú.

—¿No sientes curiosidad por conocer la India?

Paulo notó que Karla y Lars flirteaban. ¿Y qué? No era su novia, no era nada más que una recién conocida, amable pero distante.

—¿Cuánto cuesta hasta Katmandú?

—Setenta dólares americanos.

¿Setenta dólares por ir hasta el otro lado del mundo? ¿Qué clase de autobús era aquél? La conversación le parecía increíble.

Karla sacó el dinero de la cintura y se lo entregó al «agente de viajes». Lars cubrió un recibo como los de los restaurantes, sin más identificación que el nombre de la persona, el número de pasaporte y el destino final. Después llenó parte de la hoja con sellos que no valían absolutamente nada, pero que le otorgaban un aspecto respetable al billete. Se lo entregó a Karla acompañado de un mapa del trayecto.

—No se devuelve el dinero en el caso de que las fronteras estén cerradas, haya catástrofes naturales, conflictos armados en el camino, o cosas por el estilo.

Lo entendía perfectamente.

—¿Cuándo sale el próximo Magic Bus? —preguntó Paulo, saliendo de su mutismo y de su malhumor.

—Depende. No somos una línea regular de transporte, como podrás imaginar.

El tono de Lars era ligeramente hostil, lo trataba como si fuese idiota.

—Lo sé, pero no has contestado a mi pregunta.

—En principio, si todo va bien, el Magic Bus de Cortez debería llegar aquí dentro de dos semanas, descansar y seguir de nuevo el viaje antes de final del mes. Pero no puedo garantizar nada. Cortez, igual que otros conductores nuestros...

La manera de decir «nuestros» parecía referirse a una gran compañía, cosa que había negado un poco antes.

—... se aburre de hacer siempre el mismo recorrido, son dueños de sus propios vehículos, y Cortez puede elegir ir hacia Marrakech, por ejemplo. O hacia Kabul. Me lo repite mucho.

Karla se despidió, no sin antes lanzarle una mirada matadora al sueco que tenía delante.

—Si no estuviese tan ocupado, me ofrecería como conductor —dijo Lars, contestando al cumplido sin palabras de Karla—. Así podríamos conocernos mejor.

Para él, la compañía masculina de la chica no existía.

—Ya habrá oportunidad. Cuando vuelva, podemos quedar a tomar un café y ver cómo van las cosas.

Fue en ese momento cuando Lars, dejando a un lado su tono arrogante y de dueño del mundo, dijo algo que nadie esperaba.

—El que llega hasta allí no vuelve, por lo menos, en los siguientes dos o tres años. Es lo que dicen los conductores.

¿Secuestros? ¿Asaltos?

—Nada de eso. El apellido de Katmandú es «Shangri-La», el valle del paraíso. Una vez que te acostumbras a la altitud, allí tienes todo lo que necesitas de la vida. Es difícil que te apetezca volver y vivir de nuevo en una ciudad.

Junto con el billete, le entregó también otro mapa con las paradas marcadas.

—Mañana a las once. Todo el mundo aquí. El que no esté a esa hora, no embarca.

—Pero ¿no es muy temprano?

—Ya tendrás tiempo de sobra para dormir en el autobús.