El hombre que estaba en el asiento trasero parecía más humano que los que los habían abordado en el hotel.
—No te preocupes, no te vamos a matar. Acuéstate en el suelo del coche.
A Paulo no le preocupaba nada; su cabeza ya no funcionaba. Parecía haber entrado en una realidad paralela, su cerebro se negaba a aceptar lo que estaba sucediendo. Lo único que dijo fue:
—¿Puedo agarrarme a tu pierna?
—Desde luego —contestó él. Paulo lo agarró con fuerza, tal vez más de la que él esperaba, tal vez le estaba haciendo daño, pero no reaccionó, lo dejó hacer lo que sentía. Él sabía lo que Paulo sentía, y no creo que le hiciese mucha gracia que un chico joven, lleno de vida, pasase por aquella experiencia. Pero obedecía órdenes.
El coche anduvo durante un tiempo indeterminado y, cuanto más andaba, más se convencía Paulo de que lo iban a ejecutar. Empezaba a entender lo que estaba pasando: lo habían capturado los paramilitares y oficialmente estaba desaparecido. Pero ¿qué importaba eso ahora?
El coche se detuvo. Lo sacaron con brutalidad y lo empujaron a lo largo de lo que parecía ser una especie de pasillo. De repente, su pie tropezó con algo en el suelo, una especie de viga.
—Por favor, más despacio —pidió.
Fue entonces cuando recibió el primer golpe en la cabeza.
—¡Cierra la boca, terrorista!
Se cayó al suelo. Le ordenaron que se levantara y se quitara la ropa con cuidado para que no se le cayese la capucha. Hizo lo que le mandaban. Acto seguido, empezaron a pegarle y, como no sabía de dónde le llegaban los golpes, su cuerpo no podía prepararse ni era capaz de contraer los músculos, de modo que el dolor era más intenso que el que había experimentado nunca en cualquiera de las peleas en las que se había metido en su juventud. Se cayó otra vez, y los golpes fueron sustituidos por patadas. La paliza duró unos diez o quince minutos, hasta que una voz los mandó parar.
Estaba consciente, pero no sabía si tenía algo roto, porque no podía moverse con tanto dolor. Aun así, la voz que había puesto fin a la primera tortura le pidió que se pusiera de pie y le hizo una serie de preguntas sobre la guerrilla, sobre sus integrantes, sobre lo que había ido a hacer a Bolivia, si estaba en contacto con los compañeros de Che Guevara, dónde estaban escondidas las armas, amenazándolo con arrancarle un ojo en cuanto estuviesen seguros de que estaba involucrado. Otra voz, la del llamado policía bueno, dijo lo contrario. Que era mejor que confesase el atraco cometido a un banco de la región; así quedaría todo aclarado, meterían a Paulo en la cárcel por sus delitos, pero ya no le iban a pegar más.
Fue en ese momento, mientras se levantaba con mucha dificultad, cuando salió de ese estado letárgico en el que se encontraba y volvió a tener algo que siempre pensó que formaba parte de la naturaleza humana: el instinto de supervivencia. Tenía que salir de aquella situación. Tenía que decir que era inocente.
Le pidieron que les contase todo lo que había hecho la semana anterior. Se lo contó con todo detalle, aunque era consciente de que ellos jamás habían oído hablar de Machu Picchu.
—No pierdas el tiempo tratando de engañarnos —dijo el «policía malo»—. Encontramos el mapa en la habitación del hotel. A la rubia y a ti os vieron en el lugar del atraco.
¿Mapa?
Por la abertura de la capucha, el hombre le enseñó el dibujo que alguien en Chile les había hecho, indicándoles dónde estaba el túnel que atraviesa la cordillera de los Andes.
—Los comunistas creen que van a ganar las próximas elecciones. Que Allende va a usar el oro de Moscú para corromper toda América Latina. Pero están muy equivocados. ¿Cuál es tu postura respecto a la alianza que se está formando? ¿Cuáles son tus contactos en Brasil?
Paulo les imploraba, les juraba que nada de aquello era verdad, que sólo era alguien que quería viajar y conocer mundo, al mismo tiempo que les preguntaba qué estaba ocurriendo con su novia.
—¿La que enviaron desde un país comunista, desde Yugoslavia, para acabar con la democracia en Brasil? Recibe el trato que se merece —fue la respuesta del «policía malo».
El terror amenazó con volver, pero tenía que controlarse. Tenía que salir de aquella pesadilla. Tenía que despertar.
Alguien puso una caja con cables y una manivela entre sus pies. Otro comentó que a aquello lo llamaban teléfono: había que sujetar las pinzas metálicas al cuerpo y girar la manivela, y Paulo recibiría una descarga que «no había macho que resistiese».
De repente, al ver aquella máquina, se le ocurrió la única salida que tenía. Dejó de someterse y levantó la voz:
—¿Creéis que me asustan las descargas? ¿Creéis que me asusta el dolor? Pues no os preocupéis: me voy a torturar yo mismo. He estado internado en un manicomio no una, ni dos, sino tres veces; ya he sufrido muchas descargas eléctricas, así que puedo hacer yo mismo vuestro trabajo. Seguro que ya lo sabéis, supongo que lo sabéis todo de mi vida.
Dicho eso, empezó a arañarse el cuerpo, arrancándose sangre y piel, mientras les gritaba que lo sabían todo, que no le importaba que lo matasen, que creía en la reencarnación y que volvería a buscarlos. A ellos y a sus familias, en cuanto llegase al otro mundo.
Alguien se acercó y le sujetó las manos. A todos parecía asustarles lo que estaba haciendo, aunque nadie dijo nada.
—Para, Paulo —dijo el «policía bueno»—. ¿Me explicas lo del mapa?
La voz de Paulo daba la sensación de que sufría un brote de locura. Les explicó gritando lo sucedido en Santiago: necesitaban que los orientasen para llegar hasta el túnel que unía Chile y Argentina.
—Y ¡¿mi novia?!, ¡¿dónde está mi novia?!
Gritaba cada vez más alto, con la esperanza de que ella pudiese oírlo. El «policía bueno» trataba de calmarlo (por lo visto, a principios de los años de plomo, la represión aún no era demasiado brutal).
Le pidió que dejase de temblar, le dijo que si era inocente no tenía que preocuparse, pero antes debían comprobar todo lo que les había dicho, de modo que aún tenía que permanecer allí algún tiempo. No dijo cuánto, pero le ofreció un cigarrillo. Paulo se dio cuenta de que la gente salía de la sala, ya no les resultaba interesante.
—Espera a que salga, cuando oigas que la puerta se cierra, puedes quitarte la capucha. Cada vez que venga alguien, dará unos golpecitos en la puerta y tienes que volver a ponértela. En cuanto tengamos toda la información necesaria, serás liberado.
—Y ¡¿mi novia?! —repetía gritando.
No se merecía aquello. Por muy mal hijo que hubiese sido, por más dolores de cabeza que les hubiese dado a sus padres, no se merecía aquello. Era inocente, aunque, si en aquel momento hubiese tenido un arma en la mano, habría sido capaz de dispararles a todos los que estaban allí. No hay sensación más horrorosa que ser castigado por algo que no has hecho.
—No te preocupes. No somos monstruos violadores. Sólo queremos eliminar a los que tratan de acabar con el país.
Salió, cerró la puerta y Paulo se quitó la capucha. Estaba en una sala insonorizada, por eso había tropezado al entrar con el batiente. Había un gran cristal opaco en el lado derecho, que posiblemente servía para monitorizar al preso que estuviese allí. Había dos o tres agujeros de bala en la pared y parecía que de uno de ellos sobresalía un pelo. No obstante, tenía que fingir que no le interesaba nada de aquello. Se vio el cuerpo, las cicatrices con la sangre que él mismo había derramado, se palpó por todas partes y vio que no le habían roto nada; estaban entrenados para no dejar marcas permanentes, y tal vez su reacción los asustó precisamente por eso.
Supuso que el siguiente paso sería ponerse en contacto con Río de Janeiro y confirmar la historia de los internamientos, de las descargas eléctricas, de sus pasos y de los pasos de su novia, cuyo pasaporte extranjero podía protegerla o condenarla, porque procedía de un país comunista.
Si mentía, lo torturarían sin parar durante muchos días. Si decía la verdad, tal vez llegasen a la conclusión de que era realmente un hippie drogadicto, hijo de una familia rica, y lo dejarían marchar.
No mentía y anhelaba que lo descubriesen pronto.