El primero ocurrió el 3 de mayo de 1968. Estaba esperando a su hija en la oficina, para coger el mismo metro hacia casa, cuando vio que ya había pasado más de una hora y ella no llegaba. Decidió dejarle una nota en la recepción del edificio en el que trabajaba, cerca de Saint-Sulpice (la firma tenía varios inmuebles y no todos los departamentos ocupaban su lujosa sede), y se fue, dispuesto a caminar solo hasta el metro.
De repente, vio que París ardía, sin avisar. Un humo negro cubría el ambiente, había sirenas por todas partes y lo primero que pensó fue en los rusos: ¡habían bombardeado la ciudad!
Un grupo de jóvenes, con la cara tapada con paños húmedos, lo empujó contra la pared. Corrían por la calle gritando «¡se acabó la dictadura!» y otras consignas que ya no recordaba. Detrás, policías fuertemente armados lanzaban granadas de gases lacrimógenos. A algunos jóvenes que tropezaron y cayeron los apalearon inmediatamente.
Le ardían los ojos por culpa del gas, no entendía qué estaba pasando: ¿qué era aquello? Tenía que preguntarle a alguien, pero sobre todo tenía que encontrar a su hija, ¿dónde podía estar? Intentó dirigirse hacia la Sorbona, pero las calles eran intransitables debido a las batallas campales entre las fuerzas «del orden» y lo que parecía ser una banda de anarquistas salidos de una película de terror. Ardían neumáticos, lanzaban piedras a la policía, los cócteles molotov volaban en todas direcciones, los medios de transporte no funcionaban. Más gases lacrimógenos, más gritos, más sirenas, más piedras arrancadas de la calzada, más jóvenes apaleados. «¿Dónde está mi hija?
»¿Dónde está mi hija?»
Habría sido un error —por no decir un suicidio— caminar hacia los enfrentamientos. Lo mejor era ir a casa, aguardar la llamada de Marie y esperar a que todo aquello pasase, porque debería acabar aquella noche.
Nunca había participado en manifestaciones estudiantiles, sus propósitos en la vida eran otros, pero ninguna de las que había visto había durado más que algunas horas. Tenía que esperar la llamada de su hija, era lo único que le pedía a Dios en aquel momento. Vivían en un país de muchos privilegios, en el que los jóvenes tenían todo lo que querían, los adultos sabían que si trabajaban duro llegarían a la jubilación sin mayores problemas, seguirían bebiendo el mejor vino del mundo, comiendo la mejor cocina del mundo, y caminando sin sobresaltos ni asaltos por la ciudad más bonita del mundo.
La llamada de su hija llegó hacia las dos de la madrugada. Tenía el televisor encendido, los dos canales estatales transmitían y analizaban, analizaban y transmitían lo que pasaba en París.
—No te preocupes, papá. Estoy bien. Tengo que dejarle el teléfono a otra persona que está aquí conmigo, así que después te lo explico todo.
Quiso preguntar algo, pero ya había colgado.
Pasó la noche en vela. Las manifestaciones duraban más de lo esperado. Las cabezas parlantes de la tele estaban tan sorprendidas como él, porque todo aquello había explotado de un momento a otro, sin previo aviso. Pero trataban de mostrar calma, de explicar los enfrentamientos entre policías y estudiantes con la ayuda de las pomposas palabras de los sociólogos, políticos, analistas, algunos policías, unos cuantos estudiantes, y cosas así.
Le bajó la adrenalina y cayó agotado en el sofá. Cuando abrió los ojos ya era de día, hora de ir al trabajo, pero alguien en la televisión —que pasó toda la noche en marcha— decía que no se debía salir de casa, los «anarquistas» estaban ocupando facultades, estaciones de metro, cerrando calles, impidiendo que los coches circulasen libremente. Violando el derecho fundamental de todos los ciudadanos, según algunos.
Llamó al trabajo, nadie lo cogía. Llamó a la sede y alguien que había pasado allí la noche, porque vivía en las afueras y no había podido volver a casa, le dijo que era inútil tratar de desplazarse ese día: poquísima gente, que vivía en las inmediaciones de la sede, había conseguido llegar.
—De hoy no pasa —señaló la persona anónima con la que hablaba. Le dijo que le pasase al jefe pero, igual que muchos otros, no había ido a trabajar.
La agitación y los enfrentamientos no disminuyeron, tal como se esperaba; al contrario, la situación empeoró cuando vieron el trato que la policía les dispensaba a los estudiantes.
La Sorbona, símbolo de la cultura francesa, acababa de ser ocupada y sus profesores se unieron a las manifestaciones o fueron expulsados. Se crearon varios comités con distintas propuestas que podrían ser implementadas o descartadas, decía la televisión, que para entonces ya mostraba más simpatía hacia los estudiantes.
Las tiendas de su barrio estaban cerradas, salvo una, regentada por un indio, y había una cola de gente en la puerta esperando a ser atendida. Se puso pacientemente en la cola, escuchando los comentarios de los que estaban allí: «¿por qué el gobierno no hace nada?»; «¿por qué pagamos impuestos tan altos si la policía es incapaz de reaccionar en un momento así?»; «esto es culpa del Partido Comunista»; «esto es culpa de la educación que les hemos dado a nuestros hijos, que ahora se creen con derecho a rebelarse contra todo lo que les enseñamos».
Cosas por el estilo. Lo único que nadie podía explicar era por qué pasaba todo aquello. «Aún no lo sabemos.»
Pasó el primer día.
Y pasó el segundo.
Y terminó la primera semana.
Y todo empeoraba.
Su apartamento quedaba en una pequeña colina en Montmartre, a tres estaciones de metro de su trabajo y, desde la ventana, podía oír las sirenas, ver el humo de los neumáticos ardiendo, mirar sin parar hacia la calle esperando a su hija. Tres días después llegó, se dio una ducha rápida, cogió alguna ropa —la suya estaba en su apartamento—, comió algo y volvió a marcharse, diciendo «después te lo explico».
Y lo que él pensaba que era algo pasajero, una furia contenida, se expandió por toda Francia; los empleados secuestraban a sus jefes y se convocó una huelga general. La mayoría de las fábricas fueron ocupadas por los trabajadores, igual que, una semana antes, había ocurrido con las universidades.
Francia paró. Y el problema ya no eran los estudiantes, que parecían haber cambiado el foco de atención y ahora agitaban banderas como «amor libre» o «abajo el capitalismo» o «fronteras abiertas para todos» o «burgueses, no entendéis nada».
El problema ahora era la huelga general.
La tele era su único medio de información. Fue en la tele donde vio, para su sorpresa y vergüenza, que después de veinte días de infierno, el presidente de Francia, el general Charles de Gaulle, el que se había resistido a los nazis, el que zanjó la guerra colonial en Argelia, al que todos admiraban, por fin aparecía para decirles a sus compatriotas que iba a organizar un referéndum para proponer «una renovación cultural, social y económica». En caso de perder, renunciaría al cargo.
Lo que proponía no significaba nada para los trabajadores, a los que no les interesaba el amor libre, los países sin fronteras, ni nada de eso. Sólo pensaban en una cosa: un aumento significativo de salario. Cuando el primer ministro Georges Pompidou se reunió con los representantes sindicales, los trotskistas, los anarquistas y los socialistas, empezó a mejorar la situación, porque, cuando todos se sentaron cara a cara, cada uno tenía una reivindicación diferente. La división es el gobierno.
Jacques decidió participar en una marcha a favor de De Gaulle. Toda Francia acompaña horrorizada lo sucedido. Las marchas, prácticamente en todas las ciudades, reúnen a una enorme cantidad de gente, y los que comenzaron aquello que Jacques siempre denominó anarquía empiezan a dar marcha atrás. Se firman nuevos contratos de trabajo. Los estudiantes, que ya no tienen nada que reivindicar, regresan poco a poco a las aulas, con una sensación de victoria que no significa absolutamente nada.
A finales de mayo (o principios de junio, no lo recuerda bien), su hija por fin volvió a casa y le dijo que habían conseguido todo lo que querían. Él no le preguntó qué querían y ella tampoco se lo explicó, pero parecía cansada, decepcionada, frustrada. Los restaurantes abrieron y salieron a cenar a la luz de las velas, evitando tocar el tema —Jacques no le iba a decir nunca que había participado en una marcha a favor del gobierno—, y lo único que se tomó en serio, muy en serio, fue el comentario que ella le hizo:
—Estoy cansada de esto. Me voy. Quiero vivir lejos.
Al final, desistió de la idea, porque primero tenía que «acabar sus estudios», y él entendió que los que deseaban una Francia próspera y competitiva habían vencido. A los revolucionarios de verdad no les preocupaba lo más mínimo estudiar y obtener un título.
Desde entonces había leído miles de páginas de explicaciones y justificaciones aportadas por filósofos, políticos, editores, periodistas, etcétera. Citaban el cierre de una universidad en Nanterre a principios de mes, pero aquello no justificaba toda la furia que había visto en las pocas ocasiones en que se había aventurado a salir de casa.
Nunca leyó ni una sola línea, ni una, que lo llevase a decir: «Ah, fue eso lo que lo provocó todo».
El segundo —y definitivo— momento de transformación fue una cena en uno de los restaurantes más lujosos de París, al que llevaba a clientes especiales (potenciales compradores para sus países y sus ciudades). Mayo de 1968 ya era algo pasado en Francia, aunque su fuego se había expandido por otros lugares del mundo. Nadie quería pensar en ello y, si algún cliente extranjero se atrevía a preguntar, él delicadamente cambiaba de tema, argumentando que «los periódicos siempre exageran las cosas».
Y la conversación moría allí.
Era íntimo del dueño del restaurante, que lo llamaba por su nombre de pila, lo cual impresionaba a sus acompañantes (formaba parte del plan, por cierto). Entraba, los camareros lo llevaban a «su mesa» (que cambiaba cada vez, según la cantidad de gente, pero los invitados no lo sabían), a continuación se les servía una copa de champán a todos, les entregaban la carta, elegían sus platos, el vino caro («el de siempre, ¿verdad?», preguntaba el camarero, y Jacques asentía con la cabeza), y las conversaciones eran las mismas (los recién llegados deseando saber si debían ir al Lido, al Crazy Horse o al Moulin Rouge, resultaba increíble que París sólo fuese ESO de cara al exterior). En una cena de negocios no se hablaba de trabajo hasta el final, momento en el que se le ofrecía a cada comensal un excelente puro cubano, se concretaban los últimos detalles por gente que se creía importante, cuando en realidad el departamento de ventas ya tenía todas aquellas cosas previstas y lo único que faltaba era la firma final, que siempre llegaba.
Una vez que todos hicieron sus pedidos, el camarero se dirigió a él: «¿Lo de siempre?».
Lo de siempre: ostras de entrante. Les explicaba que había que servirlas vivas; como la mayoría de sus invitados eran extranjeros, se horrorizaban. Su plan era pedir caracoles a continuación, los famosos escargots. Para terminar con un plato de ancas de rana.
Nadie se atrevía a acompañarlo, y era eso lo que él quería. Formaba parte del marketing.
Se sirvieron todos los entrantes al mismo tiempo. Llegaron las ostras y los demás permanecieron a la espera de lo que ocurriría después. Exprimió un poco de limón en la primera, que se movió, para sorpresa y espanto de los invitados. La metió en la boca y dejó que se deslizase hasta su estómago, saboreando el agua salada que siempre quedaba en la concha.
Y dos segundos después, ya no podía respirar. Trató de mantener la compostura, pero era imposible. Cayó al suelo y pensó que iba a morir en aquel momento, mirando un techo y sus lámparas de cristal auténtico, posiblemente importadas de Checoslovaquia.
Su visión cambió de colores, ahora sólo veía negro y rojo. Intentó sentarse —había comido decenas, cientos, miles de ostras a lo largo de su vida—, pero su cuerpo no respondía a los movimientos. Intentaba aspirar el aire, que no entraba de ninguna manera.
Hubo un momento rápido de ansiedad y Jacques murió.
De repente, estaba flotando en el techo del restaurante, la gente a su alrededor, alguien trataba de abrir espacio y un camarero marroquí corría hacia la cocina. La visión no era totalmente nítida y clara, era como si hubiese una película transparente o como si corriese algo como agua entre él y la escena de abajo. Ya no tenía miedo ni nada, una inmensa paz lo inundaba todo y el tiempo, porque aún había tiempo, se aceleraba. La gente allí abajo parecía moverse a cámara lenta, mejor dicho, como los fotogramas de una película. El marroquí volvía de la cocina y las imágenes desaparecieron; quedó el vacío total, blanco, y la paz, la paz casi palpable. Al contrario de lo que muchos dicen en ocasiones como ésa, no vio ningún túnel negro; sentía que había una energía de amor a su alrededor, algo que no experimentaba hacía mucho tiempo. Era un bebé en el vientre de su madre, sólo eso, no quería salir de allí nunca más.
De repente sintió que una mano lo agarraba y lo empujaba hacia abajo. Él no quería ir, por fin gozaba de aquello por lo que siempre luchó y esperó toda su vida: tranquilidad, amor, música, amor, tranquilidad. Pero la mano lo empujó con una gran violencia y no pudo resistirse.
Lo primero que vio cuando abrió los ojos fue el rostro del dueño del restaurante, entre preocupado y contento. Tenía el corazón disparado, sentía náuseas, ganas de vomitar, pero se controló. Sudaba frío y uno de los camareros fue a buscar un mantel para taparlo.
—¿Dónde ha conseguido ese color grisáceo y ese bonito pintalabios azul? —preguntó el dueño.
Sus compañeros de mesa, sentados alrededor de él en el suelo, también parecían aliviados y asustados. Intentó levantarse, pero el dueño se lo impidió.
—Descanse. No es la primera vez que esto ocurre aquí y no será la última, supongo. Por eso, no sólo la gente, sino también la mayor parte de los restaurantes están obligados a tener un kit de primeros auxilios, con esparadrapos, desinfectantes, un desfibrilador por si alguien sufre un ataque cardíaco y, lo más importante, la inyección de adrenalina que acabamos de usar. ¿Tiene el teléfono de algún pariente? Vamos a llamar a la ambulancia, pero ya está totalmente fuera de peligro. Nos lo van a pedir, un teléfono, pero si no tiene supongo que alguno de sus compañeros puede acompañarlo.
—¿La ostra? —fueron sus primeras palabras.
—Por supuesto que no: nuestros productos son de primera calidad. Pero nos es imposible saber lo que comen y, por lo visto, nuestra amiguita, en lugar de crear una perla con su enfermedad, ha intentado matarlo.
¿Cómo?
En ese momento, llegó la ambulancia, intentaron acostarlo en una camilla, pero dijo que estaba bien, tenía que pensar así, se levantó con algo de esfuerzo, pero los paramédicos lo acostaron de nuevo, esta vez en la camilla. Decidió no discutir ni decir nada. Le preguntaron si tenía el teléfono de algún familiar. Les dio el de su hija y eso era una buena señal, porque podía pensar con claridad.
Los médicos le tomaron la tensión, le mandaron seguir una luz con los ojos, que pusiese el dedo de la mano derecha en la punta de la nariz; obedeció porque estaba loco por salir de allí, no necesitaba ir a ningún hospital, aunque pagase una fortuna en impuestos para que el servicio de salud fuese excelente y gratuito.
—Se va a quedar en observación esta noche —dijeron mientras se dirigían a la ambulancia que estaba en la puerta, donde ya se habían congregado algunas personas, contentas al ver a alguien que podía estar peor que ellas. El morbo del ser humano no tiene límites.
De camino al hospital, sin las sirenas encendidas (buena señal), preguntó si había sido la ostra. El paramédico que estaba a su lado le confirmó lo que le había dicho el dueño del restaurante. No. Si hubiese sido la ostra, habría durado más tiempo, o incluso horas.
¿Qué fue entonces?
—Alergia.
Le pidió que se lo explicase mejor: el dueño del restaurante había dicho que debía de ser algo que la ostra había comido y, de nuevo, se lo confirmaron. Nadie sabía cómo ni cuándo solía ocurrir aquello, pero sabían cómo tratarlo. El nombre técnico es choque anafiláctico. Sin querer asustarlo, uno de los paramédicos le dijo que las alergias aparecen sin previo aviso.
—Por ejemplo, puedes comer granadas desde niño, pero un día te matan en pocos minutos, porque tu cuerpo ha desarrollado algo que no podemos explicar. Por ejemplo, alguien pasa años cuidando de su jardín, las hierbas son las mismas, el polen no ha cambiado de calidad, hasta que un día empieza a toser, siente un dolor de garganta, después en el cuello, cree que está resfriado y que debe entrar en casa, pero ya no puede andar. No era un dolor de garganta, sino un estrechamiento de la tráquea. Troppo tardi. Y pasa con cosas con las que estamos en contacto toda la vida.
»Los insectos tal vez son más peligrosos, pero aun así no podemos vivir toda la vida con miedo a las abejas, ¿verdad?
»Pero no se asuste. Las alergias no son graves y no escogen edad. Lo grave es el choque anafiláctico, como el suyo; el resto es nariz congestionada, marcas rojas en la piel, picor, cosas por el estilo.
Llegaron al hospital y su hija estaba en recepción. Ya sabía que su padre había sufrido una reacción alérgica, que podría haber sido fatal de no haberlo socorrido a tiempo, pero esos casos son raros. Lo llevaron a una habitación individual; Marie ya le había facilitado al hospital el número del seguro y no tenían que estar en una sala colectiva.
Se quitó la ropa. Con las prisas, Marie había olvidado llevarle un pijama, de modo que se puso el del hospital. Entró un médico, le tomó el pulso: había vuelto a la normalidad; la tensión seguía estando un poco alta, pero lo atribuyó al estrés vivido durante los últimos veinte minutos. Le dijo a ella que no se quedase mucho tiempo, mañana ya se iba a casa.
Marie acercó una silla a la cama, cogió sus manos y, de repente, Jacques empezó a llorar. Al principio, sólo eran lágrimas que corrían en silencio, luego se convirtieron en sollozos, que aumentaron de intensidad; él sabía que lo necesitaba, de modo que no intentó controlarse. El llanto fluía y su hija se limitaba a darle palmaditas cariñosas en las manos, entre aliviada y asustada, porque era la primera vez que veía a su padre llorar.
No sabía cuánto duró aquello. Poco a poco se fue calmando, como si se quitase un peso del hombro, del pecho, de la cabeza, de la vida. Marie pensó que ya era hora de dejarlo dormir y trató de retirar su mano, pero él la retuvo.
—No te vayas aún. Tengo que contarte algo.
Ella recostó la cabeza en el regazo de su padre, como hacía cuando era niña, para escuchar historias. Él le acarició el pelo.
—Sabes que estás bien y mañana puedes ir al trabajo, ¿verdad?
Sí. Lo sabía. Y al día siguiente iba a ir al trabajo; no al edificio en el que estaba su oficina, sino a la sede. El actual director había hecho carrera en la compañía con él y le había mandado un mensaje en que decía que le gustaría verlo.
—Quiero contarte una cosa: morí durante algunos segundos, o minutos, o una eternidad, no sé cuánto tiempo, porque las cosas pasaban muy despacio. De repente me vi envuelto por una energía de amor que nunca había experimentado antes. Era como si estuviese en presencia de...
Su voz temblaba, como si tratase de contener el llanto. Pero continuó:
—... como si estuviese en presencia de la Divinidad. Algo en lo que, como bien sabes, jamás he creído. Elegí para ti un colegio católico porque quedaba al lado de casa y porque la enseñanza era excelente. Me veía obligado a participar en ceremonias religiosas, que me mataban de aburrimiento, llenaban a tu madre de orgullo, tus amigos y sus padres me veían como a uno de los suyos. Pero en realidad era un sacrificio que hacía por ti.
Siguió acariciando la cabeza de su hija. Nunca le había preguntado si creía o no en Dios, porque no era el momento. Por lo visto, ella ya no seguía el catolicismo estricto que le había sido enseñado, siempre se vestía con ropa exótica, tenía amigos de pelo largo, escuchaba música muy diferente de Dalida o Édith Piaf.
—Siempre lo tuve todo bien planeado, sabía ejecutar esos planes y, según mi calendario, pronto estaría jubilado y tendría dinero para hacer lo que me gusta. Pero todo eso cambió en aquellos minutos o segundos o años en los que Dios sujetaba mi mano. Lo supe en cuanto volví al restaurante, al suelo, al rostro del preocupado dueño que fingía calma, que nunca más iba a volver a vivir lo que estaba viviendo.
—Pero te gusta tu trabajo.
—Me gustaba tanto que era el mejor en lo que hacía. Quiero dejar ese trabajo mañana, lleno de buenos recuerdos. Y quiero pedirte un favor.
—Cualquier cosa. Eres un padre que me enseñaba más con el ejemplo que con las cosas que decía.
—Es eso lo que quiero pedirte. Te eduqué durante años y ahora quiero que tú me eduques a mí. Que podamos viajar juntos por el mundo, ver cosas que nunca he visto, prestarles más atención a la noche y a la mañana. Deja tu trabajo y ven conmigo. Dile a tu novio que sea tolerante, que espere pacientemente tu regreso, y ven conmigo.
»Porque necesito dejar que mi alma y mi cuerpo se sumerjan en ríos que no conozco, beber cosas que nunca he bebido, ver las montañas que sólo veo en la televisión, dejar que el mismo amor que he experimentado esta noche vuelva a manifestarse, aunque sólo sea un minuto al año. Quiero que me guíes hacia tu mundo. Nunca seré una carga, y cuando creas que debo apartarme, sólo tienes que pedírmelo y lo haré. Y cuando crea que ya puedo volver, volveré y daremos juntos un paso más. Quiero que tú me guíes, repito.
Su hija no se movía. Su padre no sólo había vuelto al mundo de los vivos, sino que además había encontrado una puerta o una ventana abierta hacia su propio mundo, que ella nunca había compartido con él.
Ambos tenían sed del Infinito. Y matar esa sed era sencillo: había que dejar que el infinito se manifestase. Para eso no necesitaban ningún lugar especial, aparte de su propio corazón y de la fe que existe, una fuerza sin forma que lo envuelve todo y lleva consigo lo que los alquimistas denominan Anima Mundi.
Jacques llegó frente al bazar, en el que entraban más mujeres que hombres, más niños que adultos, menos bigotes y más señoras con la cabeza cubierta. Desde donde estaba podía sentir un perfume intenso, una mezcla de perfumes que se transformaban en uno solo que subía hasta el cielo y volvía de nuevo a la tierra, llevando con la lluvia la bendición y el arco iris.