Karla no pasó toda la tarde sentada en el Dam, sobre todo porque empezó a llover y la vidente le había garantizado que la persona que esperaba llegaría al día siguiente. Decidió ir al cine a ver 2001: Una odisea en el espacio, porque todos decían que era una obra maestra, aunque a ella no le gustaban demasiado las películas de ciencia ficción.

Realmente era una obra maestra, la ayudó a pasar el tiempo de espera, y el final demostraba lo que ya creía saber; es decir, no se trataba de juzgar o no juzgar, era una realidad absoluta e incontestable: el tiempo es circular y siempre vuelve al mismo punto. Nacemos de una semilla, crecemos, envejecemos, morimos, volvemos a la tierra y nos convertimos de nuevo en la semilla, que, tarde o temprano, volverá a reencarnarse en otra persona. Aunque de familia luterana, había flirteado durante algún tiempo con el catolicismo, y en uno de los momentos de la misa a la que solía acudir recitaba todas las profesiones de fe. Allí estaba el versículo que más le gustaba: «Creo [...] en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Amén».

Resurrección de la carne... Trató de hablar una vez con un cura sobre ese pasaje, haciéndole preguntas sobre la reencarnación, pero el cura le dijo que no se refería a eso. Le preguntó a qué se refería. La respuesta —totalmente estúpida— fue que aún no era lo suficientemente madura para entenderlo. Desde ese momento se fue apartando poco a poco del catolicismo, porque se dio cuenta de que el cura tampoco sabía a qué se refería aquella frase.

«Amén», repetía ahora mientras volvía al hotel. Se mantenía atenta para escuchar cualquier cosa, si Dios decidía hablar con ella. Después de alejarse de la Iglesia, decidió buscar en el hinduismo, en el taoísmo, en el budismo, en los cultos africanos, en los diversos tipos de yoga, alguna clase de respuesta sobre el significado de la vida. Un poeta dijo hace muchos siglos: «Su luz llena todo el Universo / La llama del amor quema y salva el Conocimiento».

Como el amor era una cosa complicada en su vida, tan complicada que siempre evitaba pensar en ello, llegó a la conclusión de que el Conocimiento estaba en su interior, lo cual, por cierto, era lo que predicaban los fundadores de esas religiones. Ahora, todo lo que veía le recordaba a la Divinidad, trataba de que cada uno de sus gestos fuese su forma de dar gracias por el hecho de estar viva.

Suficiente. El peor de los asesinatos es el que acaba matando nuestra alegría de vivir.

Entró en un coffee shop —lugar donde se vendían diferentes tipos de marihuana y hachís—, pero lo único que hizo fue tomar un café y charlar un rato con una chica, también holandesa, que parecía no ser de allí y también tomaba café. Se llamaba Wilma. Decidieron ir al Paradiso, pero cambiaron de idea, tal vez porque ya no era una novedad para nadie, como tampoco eran novedad las drogas que allí vendían. Buenas para los turistas, pero aburridas para el que siempre las ha tenido al alcance de la mano.

Un día —un día en un futuro lejano—, los gobiernos llegarían a la conclusión de que la mejor manera de acabar con el «problema» era legalizarlo todo. Gran parte de la mística del hachís se basaba en el hecho de estar prohibido, y por eso resultaba atractivo.

—Pero eso no le interesa a nadie —comentó Wilma cuando Karla le dijo lo que pensaba—. Ganan miles de millones de dólares con la represión. Se creen superiores. Salvadores de la sociedad de la familia. Excelente plataforma política, acabar con las drogas. ¿Qué otra idea se les iba a ocurrir después de ésa? Sí, acabar con la pobreza, pero ya nadie se lo creía.

Dejaron de hablar y se quedaron mirando sus tazas. Karla pensaba en la película, en El Señor de los Anillos y en su vida. Nunca había experimentado realmente nada interesante. Nacida en una familia puritana, estudió en un colegio luterano, conocía la Biblia de memoria, perdió la virginidad siendo todavía adolescente con un holandés que también era virgen, viajó durante algún tiempo por Europa, consiguió un trabajo al cumplir los veinte años (ahora tenía veintitrés), los días parecían largos y repetitivos, se hizo católica sólo para contrariar a su familia, decidió irse de casa y vivir sola, tuvo una serie de amantes que entraban y salían de su vida y de su cuerpo con una frecuencia que variaba entre los dos días y los dos meses, pensó que los culpables de todo aquello eran Róterdam y sus grúas, sus calles grises y su puerto, con historias mucho más interesantes que las que solía oírles a sus amigos.

Se le daba mejor con los extranjeros. La única vez que su rutina de libertad absoluta se rompió fue cuando decidió enamorarse perdidamente de un francés diez años mayor que ella y se convenció a sí misma de que sería capaz de hacer que aquel amor arrebatador fuese mutuo (aunque sabía perfectamente que al francés sólo le interesaba el sexo, especialidad en la que ella era genial y que trataba de perfeccionar cada vez más). Una semana después dejó al francés en París, al llegar a la conclusión de que realmente no era capaz de descubrir la función del amor en su vida. Y era una enfermedad, porque toda la gente que conocía hablaba, tarde o temprano, de la importancia de casarse, tener hijos, cocinar, tener compañía para ver la televisión, ir al teatro, viajar por el mundo, llevar pequeñas sorpresas al volver a casa, quedarse embarazada, cuidar a los hijos, ignorar las pequeñas traiciones del marido o de la mujer, decir que los hijos son la única razón de su vida, preocuparse por lo que van a cenar, lo que serán en el futuro, cómo van en el colegio, en el trabajo, en la vida.

Y así prolongar durante algunos años más la sensación de utilidad en esta Tierra, hasta que, tarde o temprano, todos se iban. La casa se quedaba vacía y lo único realmente importante era la comida de los domingos, la familia reunida, fingiendo constantemente que todo va bien, fingiendo constantemente que no hay celos ni competitividad entre ellos, mientras se lanzan dardos invisibles por el aire, porque yo gano más que tú, mi mujer es arquitecta, acabamos de comprar una casa increíble, cosas así.

Dos años antes llegó a la conclusión de que ya no tenía sentido seguir viviendo la libertad absoluta. Empezó a pensar en la muerte, flirteó con la idea de entrar en un convento, llegó incluso a visitar el lugar en el que vivían las carmelitas descalzas, sin ningún contacto con el mundo. Dijo que se había bautizado, que había descubierto a Cristo y que quería ser su Novia el resto de su vida. La madre superiora le pidió que reflexionase durante un mes antes de tomar la decisión. Durante ese mes tuvo tiempo de imaginarse en una celda, obligada a rezar desde la mañana hasta la noche, repitiendo las mismas palabras hasta que perdían su significado, y se descubrió incapaz de llevar una vida cuya rutina podría llevarla a la locura. La madre superiora tenía razón. Nunca volvió; por mala que fuese la rutina de la libertad absoluta, siempre podría descubrir cosas más interesantes que hacer.

Un marinero de Bombay, además de ser un amante excelente —algo que rara vez encontraba—, la hizo descubrir el misticismo oriental, y fue a partir de ese momento cuando empezó a considerar que su destino final en esta existencia era marcharse muy lejos, vivir en una cueva en el Himalaya, creer que los dioses acudirían a hablar con ella tarde o temprano, alejarse de todo lo que la rodeaba ahora y que parecía aburrido, aburridísimo.

Sin entrar en muchos detalles, le preguntó a Wilma qué pensaba de Ámsterdam.

—Aburrido. Aburridísimo.

Eso es. No sólo Ámsterdam, sino toda Holanda, donde ya naces protegida por el gobierno, sin miedo al desamparo en la vejez porque tienen asilos y pensiones vitalicias, seguro médico gratuito o por un precio mínimo, y los reyes más recientes eran en realidad reinas (la reina madre Guillermina, la reina actual Juliana y la futura heredera del trono, Beatrix). Mientras en Estados Unidos las mujeres quemaban los sujetadores y exigían igualdad, Karla —que no usaba sujetador, a pesar de que sus pechos no eran precisamente pequeños— vivía en un lugar en el que esa igualdad ya había sido conquistada hacía mucho, sin ruido, sin exhibicionismo, sino siguiendo la lógica ancestral por la que el poder es de las mujeres. Son ellas las que gobiernan a sus maridos e hijos, sus presidentes y reyes, tratan de demostrarles a todos que son excelentes generales, jefes de Estado, empresarios.

Hombres. Se creen que mandan en el mundo, pero no dan un paso sin preguntar por la noche la opinión de su compañera, amante, novia, madre.

Tenía que dar un paso radical, descubrir un país interior o exterior que no hubiese sido explorado antes, y salir de aquel tedio que parecía drenar sus fuerzas cada día.

Esperaba que la vidente tuviese razón. Si la persona que le había prometido no llegaba, al día siguiente se iría a Nepal así, sola, corriendo el riesgo de verse convertida en una «esclava blanca» y vendida a un gordo sultán de un país en el que los harenes estaban a la orden del día (aunque dudaba que alguien se atreviese a hacer algo así con una holandesa que sabía defenderse mejor que un hombre de ojos amenazadores, con un sable afilado en la mano).

Se despidió de Wilma, quedaron en el Paradiso al día siguiente y se dirigió a la habitación en la que pasaba sus monótonos días en Ámsterdam, la ciudad de los sueños de mucha gente que cruzaba el mundo para llegar allí. Caminó por las callejuelas adoquinadas, con el oído siempre alerta por si oía alguna señal; no sabía qué esperar, las señales son así, sorprendentes y camufladas en cosas rutinarias. Una lluvia fina en la cara la devolvió a la realidad, pero no a la realidad de su entorno, sino al hecho de estar viva, caminando con total seguridad por callejones oscuros, cruzándose con traficantes llegados de Surinam que operaban allí en las sombras (ésos sí eran un verdadero peligro para sus consumidores, porque ofrecían las drogas del demonio: cocaína y heroína).

Pasó por una plaza; daba la impresión de que, al contrario que Róterdam, aquella ciudad tenía una plaza en cada esquina. La lluvia aumentó su intensidad y ella agradeció el hecho de sonreír a pesar de todo lo que había pensado en el coffee shop.

Caminaba rezando en silencio, sin palabras luteranas ni católicas, dando gracias a la vida de la que horas antes se quejaba, adorando el cielo, la tierra, los árboles y los animales, cuya simple visión hacía que las contradicciones de su alma se resolviesen y una profunda paz lo envolviese todo; no esa paz de ausencia de desafíos, sino la que la preparaba para una aventura que estaba decidida a vivir, aunque no encontrase compañía, sabiendo que los ángeles la acompañaban con una música que no podía oír, pero que hacía vibrar su cerebro y lo limpiaba de pensamientos impuros, la hacía entrar en contacto con su propia alma y decirse a sí misma «Te amo», aunque no hubiese conocido el Amor.

«No me siento culpable por lo que pensaba antes, tal vez sea por la película, tal vez por el libro, pero aunque sea yo misma y mi incapacidad para ver la belleza que hay dentro de mí, te pido que me perdones, te amo y agradezco que me acompañes, tú, que me bendices con tu compañía y me apartas de la tentación de los placeres y del miedo al dolor.»

Para variar, empezó a sentirse culpable por ser quien era, viviendo en un país con la mayor concentración de museos del mundo, atravesando en aquel momento uno de los 1.281 puentes de la ciudad, mirando las casas de tres únicas ventanas en la fachada —más de tres se consideraba ostentación y un intento de humillar al vecino—, orgullosa de las leyes que regían su pueblo, de los grandes navegantes holandeses del pasado, aunque la gente sólo recordase a los españoles y a los portugueses.

Sólo hicieron un mal negocio una vez: venderles la isla de Manhattan a los americanos. Pero no todo el mundo es perfecto.

El vigilante del turno de noche le abrió la puerta de la habitación, entró tratando de hacer el menor ruido posible, cerró los ojos y, antes de quedarse dormida, pensó en lo único que su país no tenía.

Montañas.

Sí, iría a la montaña, lejos de aquellas llanuras inmensas conquistadas al mar por hombres que sabían lo que querían y que fueron capaces de domar una naturaleza que se negaba a ser subyugada.

Decidió levantarse más temprano que de costumbre: a las once de la mañana ya estaba vestida y lista para salir, cuando su horario normal era la una de la tarde. Aquél, según la vidente, era el día que iba a encontrar al que estaba esperando, y la vidente no podía estar equivocada, porque las dos habían entrado en un trance misterioso, más allá de su propio control, como ocurre en la mayoría de los trances, por cierto. Layla dijo algo que no salió de su boca, sino de un alma superior, que ocupaba todo el ambiente de su «consulta».

Aún no había mucha gente en el Dam; la hora más animada empezaba después del mediodía. Pero vio —¡por fin!— una cara nueva. Pelo igual que todo el mundo, chaqueta sin demasiados adornos (el más llamativo era una bandera con la palabra BRASIL en la parte superior), una bandolera de punto de colores, hecha en América del Sur y que estaba de moda entre los jóvenes que recorrían el mundo (igual que los ponchos y los gorros que tapaban las orejas). Fumaba un cigarrillo, normal, porque pasó cerca de donde él estaba sentado y no olió nada especial, aparte del tabaco.

Estaba ocupadísimo en no hacer nada, observando el edificio al otro lado de la plaza y a los hippies a su alrededor. Seguro que le apetecía charlar con alguien, pero sus ojos delataban timidez; exceso de timidez, mejor dicho.

Se sentó a una distancia segura, para vigilarlo y no dejar que se fuese sin antes sugerirle lo del viaje a Nepal. Si ya había estado en Brasil y en América del Sur, como indicaba su bolsa, ¿quién sabía si no estaría interesado en ir más lejos? Tenía más o menos su edad, poca experiencia, y no iba a ser difícil convencerlo. No importaba si era feo o guapo, gordo o delgado, alto o bajo. Lo único que le interesaba era conseguir compañía para su aventura particular.