Karla vio a la mayoría de la gente abajo, todos la invitaron a algún paseo especial: visitar la Mezquita Azul, Santa Sofía, el museo arqueológico. Lo que no faltaba en la ciudad eran puntos turísticos únicos, como, por ejemplo, una cisterna gigante, con doce filas de columnas (con un total de trescientas treinta y seis, comentó alguien), que en el pasado servía para guardar las existencias de agua para los emperadores bizantinos. Pero ella dijo que ya tenía otros planes, nadie le preguntó nada, igual que nadie preguntó nada respecto a la noche anterior, por haber dormido en la misma habitación que el brasileño. Desayunaron juntos y después cada grupo siguió su propio rumbo.

El destino de Karla, en teoría, no estaba en ningún punto turístico. Bajó hasta la orilla del estrecho del Bósforo y contempló el puente rojo que separaba Europa de Asia. ¡Un puente que une dos continentes tan distintos y tan lejanos! Fumó dos, tres cigarrillos, se bajó un poco los tirantes de la discreta blusa que llevaba, tomó un rato el sol hasta que la abordaron dos o tres hombres, que querían charlar un poco, y se vio obligada a subirse de nuevo los tirantes y a cambiar de sitio.

Cuando el viaje empezó a ser monótono para todos, Karla decidió enfrentarse a sí misma y a su pregunta preferida: «¿Por qué quiero ir a Nepal? Nunca he creído mucho en esas cosas, mi educación luterana es más fuerte que los inciensos, los mantras, las posturas para sentarse, la contemplación, los libros sagrados y las sectas esotéricas». No quería ir a Nepal para descubrir esas respuestas: ya las tenía y estaba harta de tener que demostrar siempre su fortaleza, su coraje, su agresividad constante, su competitividad incontrolable. A lo largo de su vida se había dedicado a superar a los demás, pero nunca había podido superarse a sí misma. Se había acostumbrado a ser quien era, aunque era demasiado joven para eso.

Quería que todo cambiase, pero era incapaz de cambiarse a sí misma.

Le habría gustado decirle al brasileño mucho más que lo que le había dicho, que creyese que cada vez era más importante en su vida. Sintió un placer mórbido al saber que Paulo se sentía culpable por la pésima relación sexual de la noche anterior y no hizo absolutamente nada para mostrar lo contrario, como decirle: «Amor mío (¡amor mío!), no te preocupes, la primera vez siempre es así, nos iremos descubriendo poco a poco».

Pero las circunstancias no le permitían acercarse más ni a él, ni a nadie. Tal vez porque no tenía mucha paciencia con la gente, tal vez porque los demás tampoco colaboraban mucho ni intentaban aceptarla tal como era; lo primero que hacían era alejarse, incapaces de esforzarse un poco para romper el muro de hielo detrás del cual se escondía.

Aún podía amar, sin esperar recompensas, cambios ni agradecimientos.

Había amado muchas veces en su vida. Cuando pasaba, la energía del amor transformaba el universo a su alrededor. Cuando esa energía aparece, siempre realiza su trabajo, pero con ella era diferente, no era capaz de amar durante mucho tiempo.

Quería ser un jarrón en el que el gran Amor depositase sus flores y sus frutos. Donde el agua viva los conservase como si estuviesen recién cogidos, listos para ser entregados al que tenga coraje —eso, la palabra era coraje— para aceptarlos. Pero nunca llegaba nadie; mejor dicho, la gente llegaba pero se iba asustada, porque no era un jarrón, era una tempestad con rayos, viento y truenos, una fuerza de la naturaleza que no podía domarse nunca, sólo dirigirla para mover molinos, iluminar ciudades, esparcir asombro.

Quería que pudiesen ver la belleza, pero sólo veían el huracán y nunca intentaban guarecerse de él. Preferían huir a un lugar seguro.

Volvió a pensar en su familia; aunque religiosos practicantes, nunca trataron de imponerle nada. Alguna que otra vez, siendo niña, había recibido algún azote, lo cual era normal y nada traumático, les pasó a todos los que vivían en su ciudad.

Era buenísima en los estudios, era magnífica en el deporte, era la más guapa de sus compañeras de clase (y lo sabía), nunca le había costado conseguir novio; aun así, lo que más le gustaba era estar sola.

Estar sola. Su gran placer, y también el origen del sueño de ir a Nepal, era encontrar una cueva y permanecer allí sola hasta que se le cayesen los dientes, se le pusiera el pelo blanco, hasta que los lugareños dejasen de llevarle comida y su última puesta de sol fuese mirando la nieve, nada más.

Sola.

Sus amigas del colegio la envidiaban por su facilidad para comunicarse con los chicos, los amigos de la universidad la admiraban por su independencia y porque sabía exactamente lo que quería, sus compañeros de trabajo se quedaban siempre maravillados y sorprendidos por su creatividad... En fin, era una mujer perfecta, la reina de la montaña, la leona de la selva, la salvadora de las almas errantes. Recibía propuestas de matrimonio desde los dieciocho años, de todo tipo de personas, pero sobre todo de hombres ricos, que añadían a la propuesta una serie de beneficios colaterales, como agasajarla con joyas (dos anillos de brillantes —de todos los que tenía— fueron suficientes para pagar el viaje a Nepal y aún le quedaba dinero para vivir mucho tiempo).

Siempre que recibía un regalo caro, advertía que no iba a devolverlo en caso de separación. Los hombres se reían, porque estaban acostumbrados a ser desafiados por otros hombres más fuertes y no se tomaban en serio sus palabras. Acababan cayendo en el abismo que ella había cavado a su alrededor, y sólo entonces se daban cuenta de que en verdad nunca habían llegado a estar realmente cerca de aquella chica fascinante, sino en un frágil puente, hecho de cuerdas, que no soportaba el peso de las cosas repetitivas y comunes. Pasada una semana o un mes, rompían, y ella no tenía que decir nada; ellos tampoco tenían valor para pedir que devolviese nada.

Hasta que uno de ellos, al tercer día de relación, mientras desayunaban en la cama de un hotel caro de París, adonde habían ido para asistir al lanzamiento de un libro (nadie rechaza un viaje a París, era uno de sus lemas), dijo algo que jamás podría olvidar:

—Tienes depresión.

Ella se rio. Apenas se conocían, habían ido a un excelente restaurante, bebido el mejor vino y el mejor champán, ¿y el tipo ya le estaba soltando aquello?

—No te rías. Tienes depresión. O ansiedad. O las dos cosas. Pero el hecho es que, con la edad, te llevará hacia un camino sin retorno; es mejor empezar a aceptarlo ahora.

Sintió ganas de decirle lo privilegiada que era, que tenía una familia excelente, un trabajo que le gustaba y la admiración de los demás, pero otras palabras salieron de su boca:

—¿Por qué lo dices?

Sentía desprecio por el comentario. El hombre, cuyo nombre trató de olvidar aquella misma tarde, dijo que no quería hablar del asunto porque era psiquiatra profesional y no estaba allí como tal.

Pero ella insistió. Tal vez él sí quería hablar, porque en ese momento, según la impresión de Karla, debía de estar soñando con pasar el resto de su vida con ella.

—¿Por qué dices que tengo depresión, si nos conocemos hace tan poco tiempo?

—Porque ese poco tiempo, en realidad, son cuarenta y ocho horas juntos. He podido observarte durante la noche de autógrafos, el martes y ayer en la cena. ¿Has amado a alguien?

—A mucha gente.

Lo cual era mentira.

—¿Qué es amar?

La pregunta la asustó tanto que decidió contestarla usando toda su creatividad. Dijo sin prisas y ya sin miedo:

—Es permitirlo todo. No pensar en el amanecer, ni en bosques encantados, no luchar contra la corriente, es dejarse poseer por la alegría. Amar, para mí, es eso.

—Sigue.

—Es seguir siendo libre, para que la persona que está a nuestro lado no se sienta jamás esclavizada. Es algo tranquilo, sereno, diría que incluso solitario. Sólo amar por amar, sin ninguna otra razón como el matrimonio, los hijos, el dinero, cosas por el estilo.

—Bellas palabras. Pero mientras estemos juntos, te sugiero que pienses en lo que te he dicho. No queremos estropear este viaje a esta ciudad única, yo, haciendo que te cuestiones a ti misma, y tú haciéndome trabajar.

«Vale, tienes razón. Pero ¿por qué has dicho que tengo depresión o ansiedad? ¿Por qué has puesto tan poco interés en las cosas que tengo que decir?»

—Y ¿por qué tendría depresión?

—Porque aún no has amado de verdad sería una de las respuestas. Pero en este momento esta respuesta ya no sirve, porque conozco a mucha gente deprimida que me busca precisamente debido a, digamos, un exceso de amor, de entrega. En realidad, creo, y no debería decirte esto, que tienes depresión por alguna causa física. Por la falta de determinada sustancia en tu organismo. Puede ser serotonina, o dopamina, pero en tu caso, seguramente no es por falta de noradrenalina.

Entonces ¿la depresión era algo químico?

—Por supuesto que no. Influyen infinidad de factores, pero ¿podemos vestirnos y salir a pasear a orillas del Sena?

—Sí. Pero antes acaba el razonamiento: ¿qué factores?

—Has dicho que el amor se puede vivir en soledad; sin duda alguna, pero sólo la gente que decide dedicar su vida a Dios o al prójimo puede. Los santos. Los visionarios. Los revolucionarios. En este caso me refiero a un amor más humano, que sólo se revela cuando estamos cerca de la persona amada. Que provoca un inmenso sufrimiento si no se puede expresar o el objeto de su deseo no repara en ella. Estoy seguro de que tienes depresión porque nunca estás realmente presente; tus ojos van de un lugar a otro, no tienen luz, sino aburrimiento. La noche de los autógrafos vi que hacías un esfuerzo sobrehumano para relacionarte y charlar con la gente; debían de parecerte todos aburridos, inferiores, repetitivos.

Se levantó de la cama.

—Ya es suficiente. Voy a ducharme, ¿o quieres ir tú primero?

—Ve tú. Voy a ir haciendo la maleta. No tengas prisa, necesito estar un rato a solas después de todo lo que acabo de oír. En realidad, necesito media hora sola.

Él soltó una risa irónica, como diciendo «¿no te lo dije?». Pero se levantó y entró en el baño. En cinco minutos Karla ya tenía la maleta hecha, la ropa puesta. Abrió y cerró la puerta sin hacer ningún ruido. Pasó por recepción, saludó a todos los que la miraban con cierto aire de sorpresa, pero la bonita suite no estaba a su nombre, de modo que nadie le preguntó nada (normalmente debería haber dado alguna explicación por salir con el equipaje y sin pagar).

Se dirigió al recepcionista y le preguntó cuándo salía el siguiente vuelo para Holanda. ¿Qué ciudad? Una cualquiera, soy de allí y conozco el lugar. Salía a las dos y cuarto, con KLM. ¿Quiere que le compre el billete y lo cargue en la cuenta de la habitación?

Dudó, pensó que tal vez debía vengarse de aquel hombre que había leído su alma sin su permiso y que, además, podía estar equivocado en todo lo que había dicho.

Pero contestó que no, muchas gracias, tengo dinero. Karla nunca viajaba a ningún sitio del planeta dependiendo sólo de los hombres que cada dos por tres escogía para que le hiciesen compañía.

Miró de nuevo hacia el puente rojo, recordó todo lo que había leído sobre la depresión —y todo lo que no había leído, porque empezó a asustarse— y dijo que, a partir del momento en que cruzase aquel puente, sería otra mujer. Dejaría de enamorarse de la persona equivocada, un tipo que vivía en el otro lado del mundo, lo echaría de menos o haría cualquier cosa para acompañarlo, o meditar y recordar su rostro en la cueva que elegiría para vivir en Nepal, pero no podía seguir con aquella vida, la vida del que lo tiene todo y no aprovecha nada, absolutamente nada.