La discoteca a la que Karla lo había invitado, con el sugerente nombre de Paradiso, era en realidad una... iglesia. Una iglesia del siglo XIX, originalmente construida para acoger a un grupo religioso local, que ya a mediados de los años cincuenta se dio cuenta de que no atraía a más gente, a pesar de ser una especie de reforma de la Reforma luterana. En 1965, debido a los costes de mantenimiento, los últimos fieles decidieron abandonar el edificio; dos años después fue ocupado por los hippies, que encontraron allí, en la nave principal, el lugar perfecto para debates, exposiciones, conciertos y actividades políticas.

La policía los expulsó poco después, pero el sitio siguió vacío y los hippies volvieron a manadas; la solución era usar la violencia o dejar que las cosas siguiesen como estaban. Después de una reunión entre representantes de los libertinos peludos y los de la alcaldía, impecablemente vestidos, les permitieron instalar un palco donde estaba el antiguo altar, siempre y cuando pagasen impuestos por cada entrada vendida y tuviesen extremo cuidado con las vidrieras de la parte posterior.

Los impuestos, obviamente, nunca se pagaron; los organizadores siempre alegaban que las actividades culturales eran deficitarias, pero a nadie pareció importarle ni se consideró otra expulsión. Por otro lado, las vidrieras se mantenían limpias, la más mínima grieta se restauraba enseguida con plomo y vidrio de colores, demostrando así la gloria y la belleza del Rey de reyes. Cuando les preguntaban por qué tenían tanto cuidado, los encargados decían:

—Porque son bonitas. Y dio trabajo hacerlas, diseñarlas, ponerlas en su sitio. Estamos aquí para mostrar nuestro arte y respetamos el arte de los que nos precedieron.

Cuando entraron, la gente bailaba al ritmo de uno de los clásicos de la época. La acústica no era de las mejores debido a la gran altura del techo, pero ¿qué más daba? ¿Acaso Paulo había pensado en la acústica al cantar Hare Krishna por la calle? Lo más importante era que todos sonreían, se divertían, fumaban, intercambiaban miradas que podían ser de seducción o de simple admiración. En ese momento, ya nadie pagaba ni entradas ni impuestos: el ayuntamiento se había encargado no sólo de evitar que se saltasen la ley, sino también de cuidar la propiedad, subvencionándola.

Por lo visto, además de la mujer desnuda con el tulipán sobre su sexo, había un gran interés en convertir Ámsterdam en la capital de cierto tipo de cultura. Los hippies resucitaron la ciudad, y la ocupación hotelera, le había dicho Karla, había aumentado; todos querían ver a esa tribu sin líder, cuyas chicas, se decía —falsamente, por supuesto—, siempre estaban dispuestas a hacer el amor con el primero que pasase.

—Los holandeses son inteligentes.

—Desde luego. Llegamos a conquistar todo el mundo, incluido Brasil.

Subieron a uno de los balcones que rodeaban la nave principal; allí, por un milagro de la acústica inexistente, podían charlar un poco sin la interferencia del elevado volumen de abajo. Pero ni Paulo ni Karla querían charlar; se inclinaron sobre la barandilla de madera para ver a la gente bailar. Ella le sugirió bajar y hacer lo mismo, pero Paulo dijo que lo único que realmente sabía bailar era Hare Krishna / Hare Rama. Los dos se rieron, encendieron un cigarrillo que compartieron, y después Karla le hizo un gesto a alguien. A través del humo, Paulo pudo ver que era otra chica.

—Wilma —dijo presentándose.

—Nos vamos a Nepal —comentó Karla.

Paulo se rio de la broma.

Wilma se asustó con el comentario, pero no dejó ver sus emociones. Karla se excusó para hablar con su amiga en holandés y Paulo siguió observando a la gente que bailaba abajo.

¿Nepal? ¿Entonces la chica que acababa de conocer y que parecía disfrutar de su compañía se iba a marchar pronto? Había utilizado un «nos vamos», como si tuviera compañía para esa aventura. ¿A un sitio tan lejano, adonde el billete debía de costar una fortuna?

Le encantaba Ámsterdam, pero sabía la razón: no estaba solo. No se veía obligado a hablar con nadie, había tenido compañía desde el primer momento y le gustaría navegar con ella por todos los sitios de allí. Decir que se estaba enamorando era exagerado, pero Karla tenía un carácter que le encantaba; sabía exactamente adónde quería llegar.

Pero ¿a Nepal? ¿Con otra chica, a la que, aunque no quisiese, se vería obligado a vigilar y proteger, porque así se lo habían enseñado sus padres? Eso iba más allá de sus posibilidades económicas. Sabía que, tarde o temprano, tendría que irse de aquel lugar encantado y su siguiente destino —si se lo permitía la aduana local— sería Piccadilly Circus y la gente de todo el mundo que iba allí.

Karla seguía hablando con su amiga y él fingía que prestaba atención a la música —Simon & Garfunkel, los Beatles, James Taylor, Santana, Carly Simon, Joe Cocker, B. B. King, Creedence Clearwater Revival—, una larga lista que crecía cada mes, cada día, cada hora. Siempre le quedaba la pareja brasileña que había conocido por la tarde, y que podría servirle de puerta hacia otras personas, pero ¿dejar que se marchara así si acababa de llegar?

Oyó los familiares acordes de The Animals y recordó que le había pedido a Karla que lo llevase a una Casa del Sol Naciente. El final de la canción asustaba, sabía de qué trataba la letra, pero aun así el peligro atrae y fascina.

Oh, mother, tell your children

not to do what I have done.

Spend your lives in sin and misery,

in the House of the Rising Sun.

[Oh, madre, diles a tus hijos

que no hagan lo que yo hice.

Pasar la vida en la miseria y el pecado

en la Casa del Sol Naciente.]

A Karla le vino la inspiración, tenía que explicárselo a Wilma.

—Menos mal que te has controlado. Podrías haberlo echado todo a perder.

—¿Nepal?

—Sí. Porque un día envejeceré, engordaré, tendré un marido celoso, unos hijos que no me dejarán tiempo para mí, un trabajo de oficina repetitivo, y acabaré acostumbrándome a eso, a la rutina, a la comodidad, al lugar donde vivo. Siempre puedo volver a Róterdam. Siempre puedo disfrutar de las maravillas del seguro de desempleo o de la seguridad social que los políticos nos dan. Siempre puedo llegar a ser presidenta de Shell o de Philips o de United Fruit, porque soy holandesa y sólo confían en la gente de su país. Pero ir a Nepal tiene que ser ahora o nunca: ya estoy envejeciendo.

—¿Con veintitrés años?

—Pasan más rápido de lo que piensas, Wilma, y te aconsejo que hagas lo mismo. Arriésgate ahora, que aún te queda salud y coraje. Estamos de acuerdo en que Ámsterdam es un lugar aburridísimo, pero lo pensamos porque nos hemos acostumbrado. Hoy, al ver al brasileño y cómo le brillaban los ojos, he descubierto que la aburrida era yo. Ya no aprecio la belleza de la libertad, porque me he acostumbrado a ella.

Giró la cabeza y vio a Paulo con los ojos cerrados, escuchando Stand by Me. Continuó:

—Necesito redescubrir la belleza, tan sólo eso. Saber que, aunque vaya a regresar un día, todavía hay muchas cosas que no he visto ni experimentado. ¿Adónde irá mi corazón, si no conoce todos los caminos que hay? ¿Cuál será mi próximo destino, si aún no me he marchado de aquí tal como debería haber hecho? ¿Qué colinas voy a escalar, si no tengo cuerda para agarrarme? Vine de Róterdam a Ámsterdam con ese propósito, invité a varios hombres a seguir los caminos inexistentes, a los barcos que nunca llegan a puerto, al cielo sin límites, pero todos se negaron; todos tuvieron miedo de mí o del destino desconocido. Hasta que esta tarde he conocido al brasileño; sin importarle mi opinión, ha seguido a los Hare Krishna por la calle, cantando y bailando. Me han dado ganas de hacer lo mismo, pero mi ansiedad por mostrarme como una mujer fuerte me lo ha impedido. Ahora ya no voy a volver a dudar.

Wilma seguía sin entender muy bien por qué Nepal y cómo la había ayudado él.

—Cuando has llegado y he comentado lo de Nepal, he presentido que era lo más acertado. Porque en ese mismo momento me he dado cuenta de que él no sólo ha sentido asombro, sino también miedo. Supongo que ha sido la diosa la que me ha inspirado para decirlo. No estoy tan ansiosa como por la mañana, como toda la semana; llegué a pensar que no iba a poder cumplir este sueño.

—¿Este sueño es de hace mucho tiempo?

—No. Empezó con el recorte de un anuncio de un periódico alternativo. Desde entonces no se me va de la cabeza.

Wilma iba a preguntarle si había fumado mucho hachís durante el día, pero Paulo se acercó.

—¿Vamos a bailar? —preguntó.

Ella lo cogió de la mano y bajaron juntos a la nave central de la iglesia. Wilma se quedó allí, sin saber adónde ir, pero eso no debería ser un problema durante mucho tiempo; en cuanto la viesen sola, se acercaría alguien para charlar: todo el mundo hablaba con todo el mundo.