La voz de Karla parecía más dulce cuando se vieron en la habitación del hotel para ponerse la ropa lavada el día anterior y salir a cenar.

—¿Dónde has pasado el día?

Nunca le había preguntado algo así; a su entender, era algo que su madre podría preguntarle a su padre, o que los adultos casados les preguntaban a sus parejas. A él no le apetecía contestar, y ella no insistió.

—Supongo que habrás ido al bazar a buscarme. —Y se rio.

—He ido a buscarte, pero después he cambiado de idea y he vuelto al lugar en el que estaba antes.

—Tengo una sugerencia y no puedes rechazarla: vamos a cenar a Asia.

No era preciso demasiado esfuerzo para entender lo que le estaba proponiendo: atravesar el puente que une los dos continentes. Pero el Magic Bus iba a cruzar el puente pronto, ¿por qué acelerar las cosas?

—Porque un día podré contar algo que la gente no va a creer. Tomé un café en Europa y veinte minutos más tarde entraba en un restaurante en Asia, dispuesta a comer todo lo bueno que allí hay.

Era una buena idea. Él podría decirles lo mismo a sus amigos. Tampoco lo iban a creer, pensarían que la droga le había afectado al cerebro, pero ¿qué más daba? Realmente había una droga que empezaba a hacerle efecto lentamente, le había ocurrido aquella tarde, con el hombre que conoció al entrar en el Centro Cultural vacío y con las paredes pintadas de verde.

Karla había comprado algún tipo de maquillaje en el bazar, porque salió del baño con los ojos pintados, rímel en las cejas, algo que nunca había visto. Sonreía todo el tiempo, algo en lo que tampoco se había fijado antes. Paulo pensó en afeitarse. Tenía una perilla eterna, que escondía su prominente mentón, pero generalmente se afeitaba siempre que podía; no hacerlo le traía recuerdos espantosos, como los días pasados en prisión. Pero no se le había ocurrido comprar una de aquellas maquinillas desechables (tiró la última del paquete anterior justo antes de cruzar Yugoslavia). Se puso un jersey comprado en Bolivia, la cazadora vaquera con los adornos de estrella, y bajaron.

No había nadie del autobús en la recepción del hotel, excepto el conductor, entretenido en la lectura de un periódico. Le preguntaron cómo podían cruzar el puente hasta Asia. El conductor sonrió:

—Ya sé. Yo hice lo mismo cuando vine la primera vez.

Les dio la información necesaria para coger un autobús («ni se os ocurra cruzar a pie») y lamentó haber olvidado el nombre del excelente restaurante en el que había comido aquel día, al otro lado del Bósforo.

Realmente no iban a Asia, sino a la antigua Constantinopla. A él le habían hecho la misma broma, y ahora la repetía con la pareja. Las ilusiones positivas siempre son bienvenidas.

—¿Cómo están las cosas en el mundo? —preguntó Karla señalando el periódico.

Al conductor también parecían sorprenderle el maquillaje y la sonrisa. Algo había cambiado.

—Tranquilas desde hace una semana. Para los palestinos, que, según dice el periódico, son mayoría en el país y estaban preparando un golpe de Estado, será conocido para siempre como Septiembre Negro. Lo llaman así. Pero, aparte de eso, el tráfico fluye normalmente, aunque he llamado otra vez a la oficina y me han sugerido que espere instrucciones aquí mismo.

—Genial, nadie tiene prisa. Estambul es un mundo para descubrir.

—Tenéis que conocer Anatolia.

—Todo a su tiempo.

Mientras caminaban hacia la parada del autobús, notó que Karla lo cogía de la mano como si fuesen lo que no eran: novios. Hablaron un poco de trivialidades, les pareció genial que fuera noche de luna llena, no hacía viento ni llovía, el clima ideal para aquella cena.

—Hoy pago yo —dijo ella—. Tengo muchísimas ganas de beber.

El autobús entró en el puente, cruzaron el Bósforo en respetuoso silencio, como si fuese una experiencia religiosa. Se bajaron en la primera parada, caminaron por el borde de Asia, donde había cinco o seis restaurantes con manteles de plástico sobre las mesas. Se sentaron en el primero. Observaron el paisaje que tenían enfrente, la ciudad en la que los monumentos no estaban iluminados como en Europa, pero donde la luna proyectaba la luz más hermosa de todas.

El camarero se acercó y les preguntó qué querían. Ambos le dijeron que escogiese él mismo lo mejor de la comida típica. El camarero no estaba acostumbrado a esas cosas.

—Pero tengo que saber lo que quieren. Aquí normalmente todo el mundo sabe lo que quiere.

—Queremos lo mejor. ¿No es respuesta suficiente?

Sin duda, lo era. El camarero, en lugar de quejarse otra vez, aceptó que la pareja de extranjeros confiase en ellos. Suponía una enorme responsabilidad, pero, al mismo tiempo, también era una enorme alegría. «¿Qué quieren beber?»

—El mejor vino de la región. Nada que sea europeo, estamos en Asia.

Estaban cenando en Asia, juntos, ¡por primera vez en la vida! «Lamentablemente, no servimos bebidas alcohólicas. Reglas estrictas de la religión.»

—Pero Turquía es un país laico, ¿o no?

—Sí, pero el dueño de esto es religioso.

Les dijo que si querían podían cambiar de local, a dos manzanas podían encontrar lo que deseaban. A dos manzanas podían tomar vino, pero se perderían aquellas magníficas vistas de Estambul iluminada por la luz de la luna. Karla se preguntó si sería capaz de decir todo lo que pensaba sin beber nada. Paulo no dudó: sería una cena sin vino.

El camarero puso una vela roja dentro de una lámpara de metal en el centro de la mesa, la encendió y, mientras todo eso ocurría, ninguno de los dos dijo nada; bebían la belleza y se embriagaban con ella.

—Hemos quedado en hablar de nuestros días. Has dicho que te habías dirigido hacia el bazar para buscarme y que luego has cambiado de idea. Menos mal, porque no estaba en el bazar. Iremos juntos mañana.

Se comportaba de manera completamente diferente, extrañamente suave, lo cual no era lo que la caracterizaba. ¿Habría encontrado a alguien y necesitaba compartir la experiencia?

—Empieza tú. Ibas a un sitio en busca de una ceremonia religiosa. ¿Lo has conseguido?

—No es precisamente lo que estaba buscando, pero sí.