Llegaron a la ciudad. Estacionaron en una calle que parecía tranquila. Todos estaban tensos y asustados por el episodio del restaurante; pero ahora eran un grupo, capaz de resistir cualquier agresión. Aun así, decidieron dormir dentro del autobús.

Aunque les costó mucho, trataron de conciliar el sueño, pero dos horas después unas potentes luces iluminaron el interior del vehículo.

Polizei.

Uno de los policías abrió la puerta y dijo algo. Karla hablaba alemán, les explicó que querían que se bajasen todos sin llevar nada, sólo con lo puesto. A esa hora el aire estaba helado, pero los policías —hombres y mujeres— no les permitieron coger nada. Tiritaban de frío y de miedo, pero a nadie parecía importarle.

Los policías entraron en el vehículo, abrieron bolsas, mochilas, las vaciaron y lo tiraron todo al suelo. Descubrieron una pipa de agua, que normalmente se usa para hachís.

El objeto fue confiscado.

Pidieron ver todos los documentos, leyeron atentamente con las linternas, vieron el sello de entrada, estudiaron cada página para ver si eran falsificaciones: iluminaban la foto del pasaporte y la cara de cada persona. Cuando llegaron a las niñas «mayores de edad», uno de ellos se dirigió al coche y habló por radio. Esperó un poco, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se acercó de nuevo a las dos.

Karla traducía.

—Tenemos que llevarlas al encargado de menores de la ciudad, y sus padres pronto estarán aquí. Pronto, de hecho, puede ser dentro de dos días o de una semana, dependiendo de si hay o no billetes de avión y autobús, o coche alquilado.

Las chicas parecían en estado de shock. Una de ellas se puso a llorar, pero la policía siguió con su monótono tono:

—No sé adónde pretendíais llegar y no me interesa. Pero de aquí no pasáis. Me sorprende que hayáis cruzado tantas fronteras sin que nadie se haya dado cuenta de que os habíais fugado de casa.

Se volvió hacia el conductor.

—Podría inmovilizarle el autobús por estar estacionado en un lugar prohibido. No lo hago porque quiero que se vayan lo antes posible, lo más lejos posible. ¿No se dio usted cuenta de que eran menores de edad?

—He visto que los pasaportes decían otra cosa, distinta de lo que usted afirma ahora.

La policía iba a seguir la conversación, explicarle que habían falsificado los documentos, que se veía la edad de ambas, que se fugaron de casa porque una de ellas aseguraba que en Nepal el hachís era mucho mejor que en Escocia (o eso era lo que decía el informe que habían leído en la comisaría). Que los padres estaban desesperados. Pero decidió no hacerlo, a los únicos que tenía que darles explicaciones era a sus superiores.

Recogieron los pasaportes y les pidió que los acompañase. Ellas se quejaron, pero la policía encargada de llevárselas no les hizo el menor caso; ninguna de las dos hablaba alemán, y los guardias, aunque posiblemente sabían inglés, se negaron a hablar en otra lengua.

La mujer policía entró con ellas en el autobús, les pidió que recogiesen sus cosas en medio de aquel desorden, lo que les llevó un rato, mientras los demás se congelaban allí fuera. Finalmente, salieron y se las llevaron en uno de los coches de la policía.

—Moveos —fue el comentario del teniente que acompañaba al grupo.

—Si no han encontrado nada, ¿por qué motivo tenemos que movernos? —preguntó el conductor—. ¿Podemos buscar un sitio en el que se pueda estacionar sin riesgo de que nos confisquen el vehículo?

—Hay un descampado cerca, antes de entrar en la ciudad; podéis dormir allí. Y marchaos en cuanto salga el sol, aquí no queremos ni ver a gente como vosotros.

Todos iban cogiendo sus documentos y entrando en el autobús. El conductor y el indio, su sustituto, no se movían.

—¿Cuál es nuestro delito? ¿Por qué no podemos pasar la noche aquí?

—No estoy obligado a contestar a tu pregunta. Pero si prefieres que os llevemos a todos a comisaría, donde tendréis que esperar en una celda sin calefacción a que nos pongamos en contacto con vuestros países de origen, por nosotros no hay problema. Podemos acusarte de rapto de menores.

Uno de los coches se fue con las chicas y nadie de aquel autobús supo jamás qué hacían ellas allí.

El teniente miraba al conductor, el conductor miraba al teniente, el indio los miraba a ambos. Finalmente, el conductor cedió, subió al autobús y se puso en marcha.

El teniente se despidió con una mirada irónica. Esa gente no merecía andar libre, deambulando de un lado a otro del mundo, esparciendo el germen de la rebelión. Lo sucedido en Francia en mayo de 1968 era suficiente, había que contener aquello como fuese.

Sí, mayo de 1968 nada tenía que ver con los hippies ni sus semejantes, pero la gente podía confundir las cosas y querer destruirlo todo en todas partes.

¿Le gustaría estar con ellos? De ninguna manera. Tenía una familia, casa, hijos, comida, amigos en el cuerpo de policía. Estar tan cerca de una frontera comunista ya no era suficiente. Alguien escribió en un periódico que los soviéticos habían cambiado de táctica y usaban a la gente para corromper las costumbres y volverlas contra el gobierno. Pensaba que era una locura, sin el menor sentido, pero prefería no arriesgarse.