Michael —así se llamaba el conductor— había hecho algo impensable tres años antes; después de estudiar Medicina, sus padres le dieron un Volkswagen usado que utilizó una semana después para marcharse a Sudáfrica, en lugar de utilizarlo para pavonearse delante de las chicas o de sus amigos de Edimburgo. Había ahorrado lo suficiente para pasar dos o tres años viajando, trabajando en clínicas particulares como interno remunerado. Su sueño era conocer el mundo, porque ya conocía bien el cuerpo humano y sabía lo frágil que era.
Después de un infinito número de días atravesando las antiguas colonias francesas e inglesas, procurando atender a los enfermos y consolar a los afligidos, se familiarizó con la idea de tener la muerte siempre cerca y se prometió a sí mismo que nunca, en ningún momento, dejaría que los pobres sufriesen ni dejaría de darles confort a los abandonados. Descubrió que la bondad tenía un efecto redentor y protector; nunca, en ningún momento, tuvo dificultades ni pasó hambre. El Volkswagen, que no había sido fabricado para aquello y ya tenía doce años, sólo sufrió un pinchazo mientras cruzaba uno de aquellos países en guerra constante. Pero el bien que Michael hacía, sin saberlo, lo precedía y, en cada aldea, lo recibían como el hombre que salvaba vidas.
Por una de esas casualidades de la vida, encontró un puesto de la Cruz Roja en una bonita aldea, cerca de un lago en el Congo. También había llegado hasta allí su fama: le suministraron vacunas para la fiebre amarilla, medicinas, algún material quirúrgico, y le pidieron que bajo ningún concepto se involucrase en ningún conflicto, que se limitase a cuidar de los heridos de ambos lados. «Ése es nuestro objetivo —le explicó un joven de la Cruz Roja—. No interferir, sólo curar.»
El viaje que Michael planeó hacer en dos meses se prolongó durante casi un año. Cada kilómetro que recorría —casi nunca solo, generalmente llevaba a mujeres que ya no podían andar después de muchos días en la carretera huyendo de la violencia y de las guerras tribales que se extendían por todas las regiones—, pasaba por infinitos controles y sentía que había algo que lo ayudaba. Le pedían el pasaporte y lo dejaban pasar, tal vez por haber curado a un hermano, a un hijo, a un amigo de alguno.
Aquello lo impresionó mucho. Hizo un voto a Dios, pidiendo vivir cada día como servidor, un día, un único día, de la imagen de Cristo, por el que sentía una inmensa devoción. Pensaba ordenarse cura en cuanto llegase al final del continente africano.
Cuando llegó a Ciudad del Cabo, decidió descansar antes de buscar una orden religiosa y hacerse seminarista. Su gran ídolo era san Ignacio de Loyola, que había hecho lo mismo, viajando por gran parte del mundo y fundando la orden de los jesuitas cuando fue a estudiar a París.
Encontró un hotel sencillo y barato y decidió descansar durante una semana, para descargar toda aquella adrenalina y recuperar la paz. Trataba de no pensar en nada de lo que había visto; volver atrás no vale de nada, sólo sirve para ponernos unos grilletes ficticios en los pies y acabar totalmente con cualquier vestigio de esperanza en la humanidad.
Miraba hacia delante, pensaba en cómo iba a vender el Volkswagen, contemplaba desde la mañana hasta la noche las vistas al mar desde su ventana. Veía cambiar los colores del sol y del agua, en función de la hora, y allá abajo, caminando por el paseo marítimo, veía a los blancos con sus sombreros de explorador, sus pipas, sus mujeres, vestidas como si estuviesen en la corte en Londres. Allí abajo, en la zona que bordeaba el paseo, no había negros, sólo blancos. Eso lo entristecía más de lo que esperaba, la segregación racial era oficial en el país, pero por el momento —al menos, por el momento— no podía hacer nada, sólo rezar.
Rezaba de la mañana a la noche pidiendo inspiración, preparándose para hacer por décima vez los ejercicios espirituales de san Ignacio. Quería estar listo cuando el momento llegase.
Al tercer día, por la mañana, mientras tomaba café, dos hombres de traje claro se acercaron a su mesa.
—Así que eres tú el que ha honrado el nombre del Imperio británico.
El Imperio británico ya no existía, había sido sustituido por la Commonwealth, pero a él le sorprendieron las palabras del hombre.
—Sólo un día cada vez —fue su respuesta, consciente de que no lo entenderían.
De hecho, no lo entendieron, porque la conversación derivó por el camino más peligroso que podía imaginar.
—Eres bien recibido y respetado por donde vas. Necesitamos gente como tú para trabajar con nosotros en el gobierno británico.
Si el hombre no hubiese añadido lo de «gobierno británico», podría haber pensado que lo invitaban a ir a alguna de las minas, de las plantaciones, de las fábricas de procesamiento de minerales, como capataz o incluso como médico. Pero gobierno británico significaba otra cosa. Michael era un buen hombre, pero no tenía nada de ingenuo.
—Gracias, no quiero. Tengo otros planes.
—¿Cómo?
—Hacerme cura. Servir a Dios.
—Y ¿no crees que estarías sirviendo a Dios si sirvieses a tu país?
Michael comprendió que no podía seguir en el sitio al que le había costado tanto llegar. Debía volver a Escocia en el primer vuelo disponible: tenía dinero para hacerlo.
Se levantó sin dejar que el otro siguiese con la conversación. Sabía a qué lo «invitaban» tan amablemente: espionaje.
Tenía buenas relaciones con los ejércitos tribales, había conocido a mucha gente, y lo último, realmente lo último que pretendía hacer era traicionar la confianza de los que creían en él.
Cogió sus cosas, le dijo al gerente que le gustaría que le vendiese el coche y le dio la dirección de un amigo para que le enviase el dinero, se fue al aeropuerto y, once horas después, desembarcaba en Londres. Mientras esperaba el tren que lo llevaría hasta el centro, en el tablón de anuncios vio uno escondido entre ofertas de empleo para asistentas, compañeras de habitación, camareras, chicas interesadas en trabajar en cabarets: «Necesitamos conductores para Asia». Antes incluso de dirigirse al centro, cogió el anuncio y se fue derecho a la dirección indicada, una pequeña oficina con una placa en la puerta: BUDGET BUS.
—El puesto ya está cubierto —contestó el chico de pelo largo, abriendo la ventana para que saliese el olor a hachís—. Pero creo que en Ámsterdam buscan gente cualificada. ¿Tienes experiencia?
—Mucha.
—Entonces vete allí. Diles que te manda Ted: ellos me conocen.
Le tendió un folleto en el que había un nombre más gracioso que Budget Bus: Magic Bus. «Conoce los países a los que nunca pensaste llegar. Precio: setenta dólares por persona (incluye sólo el viaje). El resto tráelo tú (excepto drogas, porque te cortarán la cabeza antes de llegar a Siria).»
Había una foto de un autobús pintado de colores y gente delante de él, haciendo con los dedos el símbolo de la paz y el amor, tan común a Churchill y a los hippies. Fue a Ámsterdam y lo aceptaron inmediatamente; por lo visto, la demanda era mayor que la oferta.
Ése era su tercer viaje y no se cansaba de atravesar los desfiladeros de Asia. Cambió de música y puso un casete cuya música había elegido él mismo. La primera era Dalida, una egipcia que vivía en Francia y era famosa en toda Europa. La gente se animó aún más; la pesadilla había pasado.
Rahul vio que el brasileño estaba casi totalmente recuperado.
—Me di cuenta de que con aquella banda de maleantes vestidos de negro reaccionaste sin mayor preocupación. Estabas preparado para la pelea, pero habría sido un problema para nosotros: somos los peregrinos, no los dueños de la tierra. Dependemos de la hospitalidad ajena.
Paulo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Pero cuando apareció la policía te quedaste paralizado. ¿Huyes de algo? ¿Has matado a alguien?
—Nunca, pero de haber podido lo habría hecho hace algunos años, sin duda. El problema es que nunca les vi la cara a mis posibles víctimas.
A grandes rasgos, para evitar que el indio pensase que le estaba mintiendo, le contó lo ocurrido en Ponta Grossa. El indio no manifestó especial interés.
—Ah, entonces tienes un miedo más común de lo que piensas: la policía. Todo el mundo le tiene miedo a la policía, incluso la gente que siempre respeta la ley.
El comentario tranquilizó a Paulo. Vio que Karla se acercaba.
—¿Por qué no estáis con los demás? Ahora que se han ido las otras chicas, ¿vais a ocupar su lugar?
—Vamos a rezar. Eso es todo.
—¿Puedo participar yo también de esa oración?
—Bailar también es una manera de alabar a Dios. Vuelve y sigue bailando.
Pero Karla, la segunda chica más guapa del autobús —la primera era Mirthe—, no se dio por vencida. Quería rezar como lo hacen los brasileños. Los indios ya sabía cómo lo hacían porque los había visto en Ámsterdam varias veces, con sus extrañas posturas, la pintura entre los ojos y la mirada fija en el infinito.
Paulo sugirió que todos se diesen la mano y, cuando se disponía a decir el primer verso de la oración, Rahul lo interrumpió:
—Dejemos la oración con palabras para otro momento. Lo mejor es que hoy recemos con el cuerpo..., bailando.
Se dirigió hacia la hoguera y ambos lo siguieron, porque todos entendían el baile y la música como una manera de liberarse del cuerpo. Una manera de decirse «esta noche estamos aquí juntos y alegres, a pesar de que las fuerzas del mal hayan intentado separarnos. Estamos aquí juntos y seguiremos juntos por la carretera que está ante nosotros, a pesar de que las fuerzas de las tinieblas deseen impedirnos seguir adelante».
—Estamos aquí juntos, pero un día, tarde o temprano, tendremos que decir adiós. Aunque no nos conozcamos bien, aunque no hayamos intercambiado palabras que podríamos haber intercambiado, estamos aquí juntos por una de esas misteriosas razones. Ésta es la primera vez que el grupo baila alrededor de una hoguera, como hacían los antiguos cuando estaban más cerca del universo y veían en las estrellas de la noche, en las nubes y en las tempestades, en el fuego y en el viento movimiento y armonía, y por eso bailaban, para celebrar la vida.
»El baile lo transforma todo, lo exige todo, y no juzga a nadie. El que es libre baila, aunque esté en una celda o en una silla de ruedas, porque bailar no sólo es repetir ciertos movimientos, también es hablar con Alguien superior y más poderoso que todo y que todos, es usar un lenguaje que está más allá del egoísmo y del miedo.
Allí, aquella noche, en septiembre de 1970, después de haber sido expulsados de un bar y humillados por la policía, aquella gente bailaba y daba gracias a Dios por vivir una vida tan interesante, tan llena de cosas nuevas, tan desafiante.