Mientras caminaba hacia el bazar de especias, Jacques —que había trabajado durante tantos años vendiendo cosas que la gente no necesitaba, obligado a desarrollar campañas cada seis meses para anunciarles a los consumidores el «nuevo producto» que lanzaban— pensaba que Estambul debería tener un departamento de turismo más eficiente: estaba absolutamente fascinado por las callejuelas, por las pequeñas tiendas por las que pasaba, por los cafés, que parecían haberse detenido en el tiempo: la decoración, la ropa de la gente, los bigotes. ¿Por qué la gran mayoría de los turcos se dejaba crecer el bigote?

Descubrió por casualidad la razón al parar en un bar que ya debía de haber conocido días mejores, con toda la decoración art nouveau, como la que sólo hay en los lugares más escondidos y sofisticados de París. Decidió tomar su segundo café turco de aquel día (polvo y agua, sin filtrar, en una especie de taza de cobre con un asa alargada en la parte lateral en lugar de un asa convencional, algo que hasta entonces sólo había visto allí). Esperaba que el efecto estimulante desapareciese de su organismo hacia el final del día y poder dormir en paz otra noche más. No había mucho movimiento —o, mejor dicho, sólo había un cliente aparte de él—, y el dueño, al ver que era extranjero, se puso a charlar con él.

Le preguntó sobre Francia, Inglaterra, España, le contó la historia de su Café de La Paix, quiso saber qué le parecía Estambul («acabo de llegar, pero me parece que debería ser más conocida»), las grandes mezquitas y el Gran Bazar («aún no he visitado nada, llegué ayer»), y empezó a hablar del excelente café que preparaba, hasta que Jacques lo interrumpió:

—Me he fijado en algo interesante, aunque puede que me equivoque. Pero, por lo menos en esta zona de la ciudad, todo el mundo lleva bigote, incluso usted. ¿Es una tradición? Si no quiere, no tiene que contestar a la pregunta.

El dueño del bar parecía encantado de contestarla.

—Me alegra que lo haya notado. Creo que es la primera vez que un extranjero me lo pregunta. Y eso que, gracias a mi excelente café, los pocos turistas que visitan la ciudad vienen aquí, normalmente recomendados por los grandes hoteles.

Sin pedir permiso, se sentó a la mesa y le pidió a su ayudante, un muchacho mal salido de la pubertad, con el rostro imberbe, que le trajera un té de menta.

Café y té de menta. Eso era lo único que parecía beber la gente en aquella tierra.

—¿Está relacionado con la religión?

—¿Yo?

—No, el bigote.

—¡De ninguna manera! Está relacionado con el hecho de ser hombres. En términos de honor y dignidad. Lo aprendí de mi padre, dueño de un cuidado bigote, que siempre me decía: «Un día, tú también tendrás uno así». Me explicó que, en la generación de mi bisabuelo, cuando los malditos ingleses y, perdón, franceses empezaron a empujarnos hacia el mar, la gente necesitaba definir qué rumbo tomar de allí en adelante. Y, como había un nido de espías en cada batallón, decidieron que el bigote sería un código. Dependiendo de la forma, significaba que la persona estaba a favor o en contra de las reformas que los malditos ingleses y, discúlpeme otra vez, franceses querían imponer. No era realmente un código secreto, por supuesto, sino una declaración de principios.

»Lo hacemos desde el final del glorioso Imperio otomano, cuando la gente necesitaba definir un nuevo rumbo para nuestro país. Los que estaban a favor de la reforma llevaban el bigote en forma de “M”. Los que estaban en contra dejaban que los bordes laterales bajasen, formando una especie de “U” invertida.

¿Y los que no estaban ni a favor ni en contra?

—Ésos se afeitaban toda la cara. Pero era una vergüenza para la familia tener a alguien así, como si fuese una mujer.

—Y ¿dura hasta hoy?

—El padre de todos los turcos, Kemal Atatürk, militar que consiguió finalmente acabar con la era de los ladrones puestos en el trono por las potencias europeas, a veces llevaba bigote y a veces no. Así, confundió a todo el mundo. Pero las tradiciones, una vez instaladas, son difíciles de olvidar. Además, volviendo al principio de nuestra conversación, ¿qué hay de malo en que alguien demuestre su masculinidad? Los animales también lo hacen, con pieles o plumas.

Atatürk. El militar valiente que luchó en la primera guerra, impidiendo una invasión, abolió el sultanato, acabó con el Imperio otomano, separó la religión islámica del Estado (lo que muchos creían imposible) y, lo que era más importante para los malditos ingleses y franceses, rechazó firmar una paz humillante con los Aliados (igual que hizo Alemania, lanzando sin querer las semillas del nazismo). Ya había visto varias fotos del símbolo más importante de la Turquía moderna —cuando la empresa en la que trabajaba pensaba en conquistar de nuevo aquel imperio, utilizando la seducción y la malicia— y nunca se había fijado en que a veces aparecía sin bigote; sólo sabía que en las fotos con bigote no lo llevaba en forma de «M» ni de «U», sino con la forma tradicional occidental, donde los pelos llegan al final de los labios.

¡Dios del cielo, cuánto había aprendido sobre bigotes y sus mensajes secretos! Le preguntó cuánto le debía, pero el dueño del bar se negó: le cobraría la próxima vez.

—Muchos jeques árabes vienen aquí a hacerse implantes de bigote —concluyó—. Somos los mejores del mundo en eso.

Jacques intercambió algunas palabras más con el dueño, pero éste se excusó enseguida porque empezaban a llegar los clientes para la comida. Decidió pagar la cuenta al chico imberbe y se fue, dándole las gracias en silencio a su hija por haberlo empujado literalmente a abandonar su empleo, con una excelente indemnización. ¿Y si volvía de «vacaciones» y les hablaba a sus amigos del trabajo de los bigotes y de los turcos? Todos pensarían que era muy curioso, exótico, pero nada más.

Siguió andando hacia el bazar de especias y pensando: «¿Por qué nunca, jamás, forcé a mis padres para que dejasen un poco los campos de Amiens y viajasen?». Al principio, la disculpa era que necesitaban dinero para que su único hijo recibiese una educación adecuada. Cuando estudió algo que sus padres ni siquiera entendían —marketing—, alegaron que tal vez en las próximas vacaciones o en las siguientes después de ésas, o quizá en las siguientes, aunque cualquier campesino sepa que la naturaleza no para nunca y el trabajo del campo alterna momentos de exceso de sudor —sembrar, podar, recoger— con momentos de profundo tedio, esperando que la naturaleza cumpla su ciclo.

En realidad, no tenían intención de salir de la región que conocían bien, como si el resto del mundo fuese un lugar amenazador, en el que se perderían en calles que no conocían, en ciudades que eran completamente extrañas, llenas de gente esnob que rápidamente distinguía el acento del interior. No, todo el mundo era igual, todos tenían un lugar destinado en el mundo y había que respetarlo.

Jacques se desesperaba en su infancia y en su adolescencia, pero no había nada que hacer, salvo seguir su vida como había planeado: conseguir un buen empleo (lo consiguió), conocer a una mujer y casarse (tenía veinticuatro años cuando eso pasó), promocionar su carrera, conocer mundo (lo conoció y acabó agotado de vivir en aeropuertos, hoteles y restaurantes, mientras su mujer esperaba pacientemente en casa, tratando de buscarle un sentido a su vida aparte de cuidar a su hija), llegar en algún momento a director, jubilarse, volver al campo y terminar sus días en su lugar de nacimiento.

Visto así, tantos años después, podría haberse ahorrado todas las fases intermedias, pero su alma y su enorme curiosidad lo empujaban hacia delante, hacia horas infinitas de un trabajo que adoraba al principio y que empezó a odiar precisamente cuando lo ascendieron.

Podía esperar un poco y dejarlo en el momento justo. Ascendía rápido en la jerarquía de la firma, cobraba el triple, su hija —cuyo desarrollo acompañó por etapas entre viaje y viaje— estudiaba Ciencias Políticas. Su mujer se divorció porque pensaba que su vida era inútil, ahora vivía sola en casa porque Marie tenía novio y se mudó a vivir con él.

Se aceptaban la mayoría de sus ideas de marketing (palabra y profesión de moda), aunque algunas eran cuestionadas por becarios que querían destacar; él ya estaba acostumbrado y enseguida les cortaba las alas a los que querían «ayudar». Los bonus a final de año, en función de los beneficios de la compañía, aumentaban cada vez más. Como estaba soltero otra vez, empezó a frecuentar más fiestas y se buscó novias interesantes e interesadas (su marca de cosméticos era una referencia para todo y para todos, sus novias siempre le insinuaban que les gustaría aparecer en los carteles de promoción de ciertos productos, pero él no decía ni que sí ni que no). El tiempo pasaba, los amores interesados se iban, los amores sinceros deseaban que se casase otra vez con ellas, pero ya tenía todo su futuro muy bien planeado: otros diez años de trabajo y dejarlo en la plenitud de la mediana edad, con mucho dinero y posibilidades. Volvería a viajar por el mundo, esta vez a Asia, que conocía muy poco. Intentaría aprender cosas que a su hija, que para entonces también era su mejor amiga, le gustaría enseñarle. Se imaginaron en el Ganges y en el Himalaya, en los Andes y en Ushuaia, cerca del Polo Sur; cuando se jubilase, por supuesto. Y cuando ella acabase de estudiar, evidentemente.

Hasta que dos acontecimientos sacudieron su vida.