Mirthe cogió un folleto en la recepción del hotel sobre el bazar creado en 1455 por un sultán que consiguió recuperar Constantinopla del dominio del papa. En una época en la que el Imperio otomano dominaba el mundo, el bazar era el lugar al que la gente llevaba sus mercancías, y fue creciendo de tal forma que fue necesario ampliar las estructuras del techo muchas veces.

Aun leyendo aquello, no estaban preparados, ni de lejos, para lo que se encontraron: miles de personas caminando por pasillos atestados, fuentes, restaurantes, lugares de oración, cafés, alfombras, en fin, todo, absolutamente todo lo que se podía encontrar en los mejores grandes almacenes de Francia (joyas de oro finamente labradas, ropas de todas las hechuras y colores, zapatos, alfombras de todo tipo, artesanos trabajando, indiferentes ante la gente que pasaba).

Uno de los vendedores quiso saber si les interesaban las antigüedades: por la forma de mirar a su alrededor, era como si llevasen escrito en la frente que eran todos turistas.

—¿Cuántas tiendas hay aquí? —le preguntó Jacques al vendedor.

—Tres mil. Dos mezquitas. Varias fuentes, un montón de sitios en los que vais a probar lo mejor de la cocina turca. Pero tengo algunas imágenes religiosas que no vais a encontrar en ningún otro sitio.

Jacques le dio las gracias, le dijo que volvería pronto. El vendedor sabía que era mentira y trató de insistir un poco, pero vio que era inútil y les deseó a todos un buen día.

—¿Sabíais que Mark Twain estuvo aquí? —preguntó Mirthe, para entonces cubierta de sudor y ligeramente asustada por lo que estaba viendo. Si había un incendio, ¿por dónde iban a salir? ¿Dónde estaba la puerta, la minúscula puerta por la que habían entrado? ¿Cómo mantener al grupo unido si cada uno quería parar en un lugar diferente?

—Y ¿qué dijo Mark Twain?

—Dijo que era imposible describir lo que vio, pero que había sido una experiencia mucho más fuerte y más importante que la ciudad. Habló de los colores, de la enorme variedad de colores, de alfombras, de gente charlando, del aparente caos en el que todo parecía seguir un orden que no podía explicar. «Si quiero comprar zapatos», escribió, «no tengo que recorrer las tiendas por la calle, comparando precios y modelos, sino simplemente buscar el pasillo en el que están los fabricantes de zapatos, todos seguidos uno tras otro, sin la menor competencia ni enfados; todo depende del que mejor sabe vender».

No quiso comentar que el bazar ya había sufrido cuatro incendios y un terremoto (no sabía cuánta gente había muerto porque el folleto del hotel sólo decía aquello, evitando hablar del número de muertos).

Karla vio que los ojos de Marie estaban fijos en el techo, en las vigas y bóvedas curvadas, y que sonreía como si sólo pudiese decir «qué maravilla, qué maravilla».

Avanzaban a un kilómetro por hora. Donde se paraba uno, se paraban todos. Karla ahora necesitaba intimidad.

—Si seguimos así, no vamos a llegar ni a la esquina del siguiente pasillo. ¿Por qué no nos separamos y volvemos a encontrarnos en el hotel? Lamentablemente, repito, lamentablemente, mañana nos vamos de aquí y tenemos que aprovechar todo lo que podamos.

La idea fue recibida con entusiasmo, y Jacques se acercó a su hija para ir con ella, pero Karla se lo impidió.

—No puedo quedarme aquí sola. Déjanos descubrir juntas este mundo extraterrestre.

Jacques vio que su hija ni lo miraba, solamente decía «¡qué maravilla!», mirando al techo. ¿Les habrían ofrecido hachís cuando entraron y habría aceptado? Ya era lo suficientemente adulta para cuidar de sí misma; la dejó con Karla, aquella chica que siempre iba por delante de su tiempo y siempre trataba de demostrar que tenía más experiencia y que era más culta que los demás. Aunque, durante esos dos días en Estambul, había suavizado un poco —sólo un poco— su comportamiento.

Siguió adelante y se perdió en la multitud. Karla agarró a Marie por el brazo.

—Vamos a salir de aquí inmediatamente.

—Pero todo es bonito. Mira los colores: ¡qué maravilla!

Karla no le estaba preguntando, le estaba dando una orden, y la arrastró dócilmente hacia la salida.

¿La salida?

¿Dónde estaba la salida? «¡Qué maravilla!» Estaba cada vez más embelesada por lo que veía y completamente pasiva, mientras Karla preguntaba a varias personas y recibía diferentes respuestas respecto a la salida más próxima. Empezó a ponerse nerviosa, aquello ya era de por sí un viaje tan poderoso como el del LSD y, sumando las dos cosas, no sabía hasta dónde podía llegar Marie.

Recuperó su comportamiento más agresivo, más dominante; iba de un lado a otro pero no conseguía encontrar la puerta por la que habían entrado. No importaba si volvían por el mismo camino o no, pero cada segundo ahora era valioso: el aire era pesado, la gente sudaba, nadie se fijaba en nada salvo en lo que estaba comprando, vendiendo o regateando.

Al final, se le ocurrió una idea. En lugar de seguir buscando, debía caminar en línea recta, en una sola dirección, porque tarde o temprano encontraría la pared que separaba el mayor templo de consumo que conocía del mundo exterior. Trazó una línea recta rogando a Dios —¿Dios?— que fuese la más corta. Mientras seguían la dirección elegida, se vio interrumpida gran infinidad de veces por gente que quería venderle su producto, pero los empujaba sin ceremonia alguna y sin considerar la posibilidad de que también podían empujarla.

Por el camino encontró a un chico joven de bigote incipiente, que seguramente acababa de entrar, porque parecía que buscaba algo. Decidió utilizar todos sus encantos, su poder de seducción, su capacidad de convencimiento, y le pidió que la acompañase hasta la salida porque su hermana tenía una crisis de delirios.

El chico miró a la hermana y vio que realmente no estaba allí, sino en un lugar lejano. Trató de charlar un poco, decirle que un tío suyo que trabajaba allí podría ayudarla, pero Karla le imploró que no, que ya conocía los síntomas, sólo necesitaba un poco de aire puro, nada más.

Sin estar demasiado convencido, sabiendo que iba a perder de vista para siempre a dos chicas tan interesantes, las acompañó hasta una de las salidas, que quedaba a menos de veinte metros del lugar en el que estaban.

En el momento en que puso un pie fuera del bazar, Marie decidió solemnemente abandonar sus sueños de revolución. Jamás volvería a decir que era comunista, que luchaba para liberar a los trabajadores oprimidos por los patrones.

Sí, había adoptado el modo hippie de vestirse porque, de vez en cuando, era bueno ir a la moda. Sí, entendió que su padre sintiese cierta preocupación por ello y se pusiera a investigar febrilmente qué significaba aquello. Sí, se dirigían a Nepal, pero no para meditar en cuevas ni visitar templos; su objetivo era ponerse en contacto con los maoístas que preparaban un gran levantamiento contra lo que veían como una monarquía desfasada y tiránica, gobernada por un rey indiferente al sufrimiento de su pueblo.

Había conseguido el contacto en la universidad a través de un maoísta exiliado, que viajó a Francia con el objetivo de llamar la atención sobre unas cuantas decenas de guerrilleros que estaban siendo masacrados.

Ahora todo aquello ya no le importaba. Caminaba con la holandesa por una calle absolutamente común, sin atractivo alguno, pero todo parecía tener un significado superior, que iba más allá de las paredes desconchadas y de la gente que pasaba cabizbaja, sin apenas mirar.

—¿Notan algo?

—No notan nada, aparte de la sonrisa luminosa de tu cara. No es una droga inventada para llamar la atención.

Marie, sin embargo, notaba algo: su compañera estaba nerviosa. No necesitaba que le dijese nada, ni podía atribuirse al tono de su voz, sino a la «vibración» que emanaba de ella. Siempre había detestado la palabra vibración, no creía en esas cosas, pero ahora veía que era verdad.

—¿Por qué nos hemos ido de aquel templo en el que estábamos?

Karla la miró de manera extraña.

—Sé que no estábamos en ningún templo, sólo estoy usando una imagen. Sé mi nombre, el tuyo, la ciudad por la que caminamos, nuestro destino final: Estambul, sólo que todo parece diferente, como si...

Buscó las palabras durante algunos segundos.

—... como si hubiese atravesado una puerta dejando todo el mundo conocido atrás, incluida la ansiedad, las depresiones, las dudas. La vida parece más sencilla y al mismo tiempo más rica, más alegre. Soy libre.

Karla se relajó un poco.

—Veo colores que nunca he visto, el cielo parece estar vivo, las nubes dibujan cosas que todavía no puedo comprender, pero estoy segura de que dibujan mensajes para mí, para guiarme de ahora en adelante.

»Estoy en paz conmigo misma y no observo el mundo desde fuera: yo soy el mundo. Tengo la sabiduría de todos los que vivieron antes que yo y dejaron algo marcado en mis genes. Soy mis sueños.

Pasaron por delante de un café, un café igual que los cientos de cafés que había en aquella zona. Marie seguía murmurando «¡qué maravilla!», y Karla le pidió que parase, porque iban a entrar en un sitio relativamente prohibido, sólo frecuentado por hombres.

—Saben que somos turistas y espero que no hagan nada, ni que nos echen. Pero, por favor, compórtate.

Fue exactamente eso lo que pasó. Entraron, eligieron una mesa en una esquina, todos las miraron sorprendidos, tardaron algún tiempo en darse cuenta de que ninguna conocía las costumbres de la tierra y siguieron con sus conversaciones. Karla pidió té de menta con mucho azúcar (la leyenda decía que el azúcar ayudaba a disminuir la alucinación).

Pero Marie estaba completamente alucinada. Hablaba de auras luminosas que envolvían a la gente, decía que era capaz de manipular el tiempo y que hacía algunos minutos había hablado con el alma de un cristiano muerto allí en una batalla, en aquel mismo lugar en el que estaba el café. El cristiano estaba en la paz total, en el paraíso, y se alegraba de poder estar otra vez en contacto con alguien en la Tierra. Le iba a pedir que le diese un recado a su madre, pero cuando se dio cuenta de que habían pasado siglos desde su muerte —información proporcionada por Marie—, desistió de la idea y le dio las gracias, desapareciendo inmediatamente después.

Bebió el té como si fuera la primera vez en su vida que lo tomaba. Quería mostrar con gestos y suspiros lo bueno que estaba, pero Karla volvió a pedirle que se controlase; sintió de nuevo la «vibración» que envolvía a su compañera, cuya aura presentaba varios agujeros luminosos. ¿Sería aquello una señal negativa? No. Parecía que aquellos agujeros eran antiguas heridas que estaban cicatrizando rápidamente. Trató de tranquilizarla; podía hacerlo, mantener una conversación sobre cualquier cosa y seguir en pleno trance.

—¿Estás enamorada del brasileño?

Karla no contestó, uno de sus agujeros luminosos parecía disminuir algo de tamaño, y cambió de tema.

—¿Quién inventó esto? Y ¿por qué no lo distribuyen gratuitamente a todo el que busca un nexo con el mundo invisible, tan necesario para cambiar nuestra percepción del mundo?

Karla comentó que el LSD se había descubierto por casualidad, en el lugar más inesperado del mundo: en Suiza.

—¿En Suiza, cuyos únicos productos conocidos son los bancos, los relojes, las vacas y el chocolate?

—Y los laboratorios —añadió Karla.

Originalmente, se usaba para curar cierta enfermedad que no recordaba en ese momento. Hasta que su sintetizador —o inventor, llamémoslo así— decidió, años después, probar un poco del producto que les proporcionaba millones a compañías farmacéuticas en todo el mundo. Ingirió una cantidad minúscula y, mientras iba hacia su casa en bicicleta —estaban en plena guerra, e incluso en la neutral Suiza de los chocolates, los relojes y las vacas, había racionamiento de gasolina—, notó que lo veía todo diferente.

El estado de ánimo de Marie estaba cambiando. Karla tenía que seguir hablando.

—Bueno, pues ese suizo..., te preguntarás cómo puedo conocer toda esta historia pero, en realidad, salió recientemente un gran artículo en una revista que suelo leer en la biblioteca, ese científico suizo notó que ya no era capaz de montar en la bicicleta... Le pidió a uno de sus ayudantes que lo acompañase hasta su casa, después pensó que tal vez era mejor no ir a casa, sino a un hospital, porque debía de estar sufriendo un infarto. Pero, de repente, según sus propias palabras, o algo parecido, porque no lo recuerdo exactamente: «Empecé a ver colores que nunca había visto, formas en las que jamás me había fijado y que se mantenían incluso después de cerrar los ojos. Era como si estuviese ante un gran caleidoscopio, que se abría y se cerraba en círculos y espirales, explotando en fuentes de colores, fluyendo como si fuesen ríos de alegría».

»¿Me estás prestando atención?

—Más o menos. No sé si realmente estoy siguiendo la conversación, contiene mucha información: Suiza, bicicleta, guerra, caleidoscopio..., ¿no podrías simplificar más?

Bandera roja. Karla pidió más té.

—Haz un esfuerzo. Mírame y escucha lo que te estoy contando. Concéntrate. Esa sensación de malestar se te va a pasar enseguida. Tengo que confesarte una cosa: sólo te he dado la mitad de la dosis que solía tomar yo cuando usaba el LSD.

Aquello, aparentemente, alivió a Marie. El camarero les llevó el té que Karla pidió. Obligó a su compañera a tomarlo, pagó la cuenta y volvieron a salir al aire frío.

—¿Y el suizo?

Tranquilizaba saber que recordaba dónde habían parado. También se preguntaba si podría comprar algún calmante potente en el caso de que la situación se agravase, que las puertas del infierno sustituyesen a las puertas del cielo.

—La droga que has tomado se vendió abierta y libremente en las farmacias de Estados Unidos durante más de quince años, y ya sabes lo estrictos que son con esas cosas. Llegó a ser portada de la revista Time por sus beneficios en ciertos tratamientos psiquiátricos y para el alcoholismo. Al final, la prohibieron porque daba resultados inesperados de vez en cuando.

—¿Como cuáles?

—Podemos hablar de eso después. Ahora, procura apartar de tu mente la puerta del infierno y abre la puerta del cielo. Aprovecha. No tengas miedo, estoy a tu lado y sé de lo que estoy hablando. Ese estado en el que estás te durará otras dos horas, como máximo.

—Voy a cerrar la puerta del infierno, voy a abrir la puerta del cielo —dijo Marie—. Pero sé que, aunque pueda controlar el miedo, tú no puedes controlar el tuyo. Veo tu aura. Te leo el pensamiento.

—Tienes razón. Pero entonces también deberías estar leyendo que no corres el menor riesgo de morir por culpa de esto, a no ser que decidas subir a lo alto de un edificio para ver si, al fin, eres capaz de volar.

—Entiendo. Además, creo que el efecto ya se está yendo.

Y, sabiendo que no podía morirse por eso y que la chica que estaba a su lado nunca la llevaría a lo alto de un edificio, su corazón dejó de latir fuerte y decidió disfrutar de aquellas dos horas que faltaban.

Todos sus sentidos —tacto, vista, oído, olfato, gusto— se convirtieron en uno solo, como si pudiese experimentarlo todo al mismo tiempo. Las luces empezaban a perder su intensidad, pero aun así la gente seguía enseñando sus auras. Ella sabía quién sufría, quién era feliz, quién se iba a morir pronto.

Todo era novedad. No sólo porque estaba en Estambul, sino también porque estaba con una Marie que no conocía, mucho más intensa y mucho más antigua que aquella con la que se había acostumbrado a convivir durante todos esos años.

Las nubes en el cielo estaban cada vez más cargadas, anunciando un posible temporal, y sus formas iban perdiendo poco a poco el significado que antes era tan claro. Pero sabía que las nubes tienen un código propio para hablar con los humanos y, si miraba mucho al cielo en los próximos días, podía llegar a aprender qué querían decir.

Pensaba si debía contarle, o no, a su padre por qué había decidido ir a Nepal, pero sería una tontería no seguir adelante si ya habían llegado tan lejos. Descubrirían cosas que más tarde, con las limitaciones de la edad de ambos, serían más difíciles.

¿Cómo se conocía tan poco? Algunas de sus experiencias desagradables de la infancia regresaron, pero ya no parecían tan desagradables, eran sólo experiencias. Ella les había dado importancia durante todo aquel tiempo..., ¿por qué?

En fin, no necesitaba contestar, sentía que esas cosas se estaban arreglando solas. De vez en cuando, al ver lo que creía que eran espíritus a su alrededor, la puerta del infierno pasaba por delante de ella, pero estaba decidida a no volver a abrirla.

En aquel momento disfrutaba de un mundo sin preguntas y sin respuestas, sin dudas ni certezas; disfrutaba el mundo siendo parte indivisible de él. Disfrutaba un mundo sin tiempo, donde pasado y futuro eran sólo el momento presente, nada más. Su espíritu a veces se mostraba muy viejo, otras veces parecía un niño, aprovechando las novedades, mirando los dedos de la mano y dándose cuenta de que están separados y que se mueven, viendo a la chica que estaba a su lado contenta al saber que ya estaba más tranquila, su luz había vuelto, realmente estaba enamorada (la pregunta que le había hecho antes no tenía sentido en absoluto, siempre sabemos cuándo estamos enamorados).

Cuando llegaron a la puerta del hotel, después de casi dos horas andando, sabía que la holandesa había decidido vagar por la ciudad esperando a que le pasase el efecto antes de encontrarse con los demás. Marie oyó el primer trueno. Sabía que era Dios, que hablaba con ella, diciéndole que tenía que volver al mundo, aún les quedaba mucho trabajo por hacer juntos. Debía ayudar más a su padre, que soñaba con ser escritor, pero nunca había escrito ni una palabra sobre un papel que no formase parte de una presentación, un estudio, un artículo.

Tenía que ayudar a su padre igual que él la había ayudado; eso era lo que le había pedido, él aún debería vivir mucho. Llegaría un hermoso día en que ella se casaría, algo en lo que nunca había pensado, lo consideraba el último paso de su vida sin restricciones y sin límites.

Algún día ella iba a casarse y su padre tenía que ser feliz con su propia vida, haciendo lo que le gustaba. Quería mucho a su madre y no la culpaba por el divorcio, pero deseaba sinceramente que su padre conociese a alguien para compartir los pasos que todos damos en esta sagrada tierra.

Ahora entendía por qué habían prohibido aquella droga; el mundo no funcionaría con ella. La gente sólo estaría en contacto consigo misma, como si fuesen mil millones de monjes meditando al mismo tiempo en sus cuevas interiores, indiferentes a la agonía o la gloria de los demás. Los coches dejarían de funcionar. Los aviones dejarían de despegar. No habría siembras ni cosechas, sólo deslumbramiento y éxtasis. Y, en poco tiempo, la humanidad sería barrida de la Tierra por algo que, en principio, era un viento purificador, pero que finalmente se convertiría en un viento de aniquilación colectiva.

Estaba en el mundo, pertenecía a él, tenía que cumplir la orden que Dios le había dado con su voz de trueno: trabajar, ayudar a su padre, luchar contra lo que creía equivocado, involucrarse en las batallas diarias como todos los demás.

Ésa era su misión. Y la iba a llevar hasta el final. Había sido su primer y último viaje con LSD, y estaba contenta de que se hubiese acabado.