Paulo estaba delante de una puerta sin ninguna placa ni indicación, en una calle estrecha, con varias casas que parecían abandonadas. Después de mucho esfuerzo y de muchas preguntas, consiguió descubrir un centro de sufismo, aunque no estaba seguro de encontrar allí a ningún derviche danzante. Para eso, fue al bazar, donde esperaba encontrar a Karla, pero no la encontró; imitó los gestos de la danza sagrada al tiempo que decía «derviche». Mucha gente se reía, otros pensaban que estaba loco, había que mantener la distancia porque sus brazos abiertos podían alcanzarlos.
No se desesperó; en varias tiendas tenían aquel tipo de sombrero que había visto en el espectáculo: una especie de gorro rojo y cónico, generalmente asociado a los turcos. Compró uno, se lo puso en la cabeza y siguió preguntando por todos lados, haciendo gestos —con el sombrero puesto—, dónde podía encontrar algún lugar en el que la gente hacía aquello. Esta vez la gente ni se reía ni se apartaba, lo miraban con expresión seria y hablaban en turco. Pero Paulo no se dio por vencido.
Finalmente encontró a un señor de pelo blanco que parecía entender lo que decía. Repetía la palabra derviche y ya empezaba a estar cansado. Aún le quedaban otros seis días allí, podía aprovechar ahora para conocer el bazar, pero el señor que se le acercó decía:
—Darwesh.
Sí, debía de ser aquello, lo pronunciaba mal. Para asegurarse, el hombre imitó los movimientos de los derviches danzantes. Su expresión pasó de la sorpresa a la censura.
—You muslim?
Paulo negó con la cabeza.
—No —dijo el hombre—. Only Islam.
Paulo se le puso delante.
—Poet! ¡Rumi! Darwesh! ¡Sufí!
El nombre de Rumi, fundador de la orden, y la palabra poet ablandaron el corazón de aquel señor porque, aunque fingía enfado y mala gana, cogió a Paulo por el brazo, lo arrastró fuera del bazar y lo llevó al lugar en el que se encontraba en ese momento, delante de aquella casa casi derruida, sin saber muy bien qué hacer, salvo llamar a la puerta.
Llamó varias veces, pero nadie abrió. Puso la mano en la manilla, la puerta estaba abierta. ¿Entraría? ¿Podría ser acusado de allanamiento? ¿No era verdad que en los edificios abandonados había perros salvajes para que no los ocupasen los mendigos?
Abrió un poco. Esperó el ladrido de los perros, pero oyó una voz, una sola voz a lo lejos, que decía en inglés algo que no podía oír bien; percibió inmediatamente una señal de que había encontrado el sitio: el olor a incienso.
Hizo un gran esfuerzo para tratar de entender lo que aquella voz masculina decía. No era posible, el único modo sería entrando, y lo peor que podía pasar era que lo echasen. ¿Qué tenía que perder? Inesperadamente, estaba a punto de cumplir uno de sus sueños, entrar en contacto con los derviches danzantes.
Tenía que arriesgar. Entró, cerró la puerta y, cuando sus ojos se acostumbraron a la relativa oscuridad del lugar, vio que estaba en algún viejo cobertizo completamente vacío, todo pintado de verde, el suelo de madera gastada por el tiempo. Las ventanas con algunos cristales rotos dejaban filtrar alguna luz y le permitían distinguir, en una esquina de aquel espacio que parecía mucho más grande visto desde dentro que visto desde fuera, a un señor sentado en una silla de plástico, que dejó de hablar consigo mismo en cuanto notó la presencia del visitante inesperado.
Dijo algunas palabras en turco, pero Paulo negó con la cabeza. No hablaba esa lengua. El hombre también negó con la cabeza, mostrando lo molesto que estaba con la presencia de alguien que había interrumpido algo importante.
—¿Qué quieres? —preguntó con acento francés.
¿Qué podía contestar Paulo? La verdad. Los derviches danzantes.
El hombre se rio.
—Perfecto. Has venido hasta aquí como yo, que un día me fui de Tarbes, una pequeña ciudad en medio de ningún sitio en Francia, con una sola mezquita, en busca del conocimiento y de la sabiduría. Es eso lo que quieres, ¿verdad? Haz lo mismo que yo cuando conocí a uno de ellos. Permanece mil y un días estudiando a un poeta, memorizando lo que escribió, respondiendo a cualquier pregunta de cualquiera con la sabiduría de sus poemas; entonces podrás comenzar el entrenamiento. Porque tu voz se confundirá con la del Iluminado y sus versos escritos hace ochocientos años.
—¿Rumi?
El hombre hizo una reverencia al oír el nombre. Paulo se sentó en el suelo.
—¿Cómo puedo aprender? He leído muchas de sus poesías, pero no sé cómo las ponía en práctica.
—El hombre que va en busca de la espiritualidad poco sabe, porque lee sobre ello e intenta llenar su intelecto con aquello que cree sabio. Vende tus libros y compra locura y fascinación, así estarás un poco más cerca. Los libros son opiniones y estudio, análisis y comparaciones, mientras que la sagrada llama de la locura nos lleva a la verdad.
—No tengo libros. Vengo en busca de la experiencia, en este caso, de la experiencia del baile.
—Es búsqueda de conocimiento, no es baile. La razón es la sombra de Alá. ¿Qué poder tiene la sombra ante el sol? Absolutamente ninguno. Sal de la sombra, dirígete hacia el sol y acepta que sus rayos te inspiran más que las palabras sabias.
El hombre señaló hacia un sitio por el que entraba un rayo de sol, a unos diez metros de su silla. Paulo fue hasta el sitio indicado.
—Hazle una reverencia al sol. Permite que inunde tu alma, porque el conocimiento es una ilusión, el éxtasis es la realidad. El conocimiento nos llena de culpa, el éxtasis nos hace comulgar con Aquel que es el Universo antes de existir y después de haber sido destruido. El conocimiento es tratar de lavarse con arena, cuando tienes un pozo de agua cristalina a tu lado.
En aquel preciso momento los altavoces colocados en las torres de la mezquita empezaron a recitar algo, el sonido invadió la ciudad y Paulo sabía que era hora del rezo. Tenía el rostro vuelto hacia el sol, el rayo era prácticamente visible debido a las partículas de polvo, y sabía, por el ruido que llegó después, que el hombre viejo de acento francés se había arrodillado, dirigido su rostro hacia La Meca y se había puesto a rezar. Vació su cabeza, no era tan difícil, no en aquel lugar sin ningún adorno (no tenía ni las palabras del Corán escritas con aquella caligrafía que las hace parecer pinturas). Estaba en el vacío total, lejos de su tierra, de sus amigos, de las cosas aprendidas, de las cosas que quería aprender, del bien o del mal, estaba allí. Sólo allí, y ahora.
Hizo una reverencia, volvió a levantar la cabeza y, con los ojos abiertos, vio que el sol hablaba con él, sin tratar de enseñarle nada, permitiendo que su luz lo invadiese todo a su alrededor.
Amado mío, mi luz, que tu alma siga en adoración perpetua. En algún momento vas a dejar ese lugar en el que estás ahora y volverás con los tuyos, porque todavía no ha llegado el tiempo de prescindir de todo. Pero el Don Supremo, llamado Amor, hará que seas instrumento de Mis palabras, las palabras que no he dicho, pero que tú entiendes.
El silencio enseña si te sumerges en el Gran Silencio. El silencio puede traducirse en palabras, porque ése será tu destino, pero cuando eso suceda, no trates de explicar absolutamente nada, y haz que la gente respete el Misterio.
¿Quieres ser un peregrino en el camino de la Luz? Aprende a caminar por el desierto. Habla con el corazón, porque las palabras son accidentales, y aunque las necesitas para comunicarte con los demás, no te dejes traicionar por significados ni explicaciones. La gente sólo escucha aquello que quiere escuchar, nunca trates de convencer a nadie, sigue tu destino sin miedo, o incluso con miedo, pero sigue tu destino.
¿Quieres alcanzar el cielo y llegar hasta mí? Aprende a volar con dos alas: disciplina y misericordia.
Los templos, las iglesias y las mezquitas están llenos de gente que tiene miedo a lo que hay fuera y acaba adoctrinada por palabras muertas. Pero mi templo es el mundo, no salgas de mi templo. Permanece en él aun cuando sea difícil, aun cuando sea motivo de risa para los demás.
Habla, pero no trates de convencer a nadie. Jamás aceptes tener discípulos ni personas que crean en tus palabras, porque si eso sucede, habrán dejado de creer en lo que sus corazones dicen, y que es en realidad lo único que necesitan oír.
Caminad juntos, bebed y alegraos con la vida, pero mantened la distancia para no tener que ampararos uno en otro: la caída forma parte del camino y todos tienen que aprender a levantarse solos.
Los minaretes ya estaban en silencio. Paulo no sabía cuánto tiempo había pasado hablando con el sol, el rayo iluminaba un sitio lejos de donde estaba sentado. Se volvió y el hombre llegado de un país lejano, sólo para descubrir lo que podría descubrir en las montañas de su tierra, ya se había ido. Estaba allí solo.
Era hora de irse, porque poco a poco se estaba dejando poseer por la sagrada llama de la Locura. No tenía que darle explicaciones a nadie y esperaba que sus ojos siguieran igual, porque sentía que brillaban y eso podía llamar la atención de los demás.
Prendió uno de los inciensos que estaban al lado de la silla y salió. Cerró la puerta, pero sabía que, para aquellos que intentan traspasar umbrales, las puertas están siempre abiertas. Basta con girar la manilla.