Paulo se despertó con el brazo de Karla en su pecho —ella aún dormía profundamente— y pensó cómo cambiar de postura sin despertarla.

Habían llegado relativamente temprano al hotel, todo el grupo cenó en el mismo restaurante —el chófer tenía razón: Turquía era barato—, y cuando subieron a las habitaciones descubrió que la suya tenía una cama de matrimonio. Sin comentar nada, se ducharon, lavaron la ropa, la colgaron en el baño para que se secase y cayeron —exhaustos— en la cama. Por lo visto, el plan de ambos era dormir por primera vez en muchos días en un sitio decente, pero sus cuerpos desnudos, en contacto, tenían proyectos diferentes. Antes de darse cuenta, se estaban besando.

Paulo consiguió una erección con mucha dificultad, y Karla no ayudó; sólo le dejó ver que, si él quería, estaba dispuesta. Era la primera vez que la intimidad iba más allá de los besos y de darse la mano. ¿Sólo por tener a una mujer bonita a su lado estaba obligado a proporcionarle placer? ¿Se iba a sentir menos hermosa y menos deseada si no lo hacía?

Y Karla pensaba: «Deja que sufra un poco, que piense que me voy a enfadar si me rechaza y decide dormir. Si veo que las cosas no avanzan como yo quiero, haré lo que sea necesario, pero vamos a esperar».

Por fin llegó la erección, también la penetración, y un orgasmo masculino más rápido que lo esperado por ambos (a pesar de que él intentó controlarse; al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que no tenía a una mujer a su lado).

Karla, que no tuvo orgasmo, y él lo sabía, lo golpeó cariñosamente en la cabeza, como una madre hace con sus hijos, se volvió en la cama y se dio cuenta en aquel momento de que también estaba exhausta. Se durmió sin pensar en las cosas que normalmente la ayudaban a conciliar el sueño. A él le pasó lo mismo.

Ahora estaba despierto, recordaba la noche anterior y decidió salir para no tener que comentar nada al respecto. Con todo cuidado, apartó el brazo, se puso el pantalón de repuesto que llevaba en la mochila, los zapatos y la chaqueta, pero cuando se disponía a abrir la puerta oyó:

—¿Adónde vas? ¿No me vas a dar ni los buenos días?

—Buenos días.

«Estambul debe de ser un lugar interesante y estoy seguro de que te va a gustar.»

—¿Por qué no me has despertado?

«Porque creo que dormir es una manera de comunicarse con Dios a través de los sueños. Lo aprendí cuando empecé a estudiar ocultismo.»

—Porque podías estar soñando algo bonito, o tal vez porque debes de estar cansada. No lo sé.

Palabras. Más palabras. Sólo servían para complicar las cosas.

—¿Te acuerdas de anoche?

«Hicimos el amor. Sin planearlo demasiado, sólo porque estábamos desnudos en la misma cama.»

—Sí. Y quiero disculparme. Sé que no fue lo que esperabas.

—No esperaba nada. ¿Vas a ver a Rayan?

En realidad, sabía que la pregunta era: «¿Vas a ver a Rayan y a MIRTHE?».

—No.

—Y ¿sabes adónde vas?

—Sé lo que quiero encontrar, pero no sé dónde está. Tengo que preguntar en recepción, espero que ellos sí lo sepan.

Esperaba que ella terminase la sesión de preguntas allí, que no lo obligase a contestarle lo que buscaba: un lugar en el que poder estar con gente que conociera a los derviches danzantes. Pero ella preguntó.

—Voy a una ceremonia religiosa. Algo que tiene que ver con el baile.

—¿Vas a pasar tu primer día en una ciudad tan diferente, en un país tan especial, haciendo lo que ya hiciste en Ámsterdam? ¿No te bastó con los Hare Krishna? ¿No te bastó la noche alrededor de la hoguera?

No. Y, con una mezcla de irritación y ganas de provocar, le habló sobre los derviches danzantes turcos que había visto en Brasil. Hombres con un pequeño gorro rojo en la cabeza, faldas inmaculadamente blancas, que giran poco a poco sobre sí mismos, como la Tierra o cualquier planeta. Ese movimiento, pasado cierto tiempo, empuja al derviche hacia una especie de trance. Forman parte de una orden especial, a veces reconocida y a veces rechazada por el islam, del que procede la principal inspiración. Los derviches siguen una corriente llamada sufismo, fundada por un poeta del siglo XIII, nacido en Persia y muerto en Turquía.

El sufismo reconoce sólo una verdad: nada se puede dividir, lo visible y lo invisible caminan juntos, las personas sólo son ilusiones de carne y hueso. Por eso no se había interesado demasiado en la conversación sobre las realidades paralelas. Somos todo y todos al mismo tiempo (tiempo que, por cierto, tampoco existe). Lo olvidamos porque nos bombardean diariamente con información en los periódicos, la radio, la televisión. Si aceptamos la Unidad, no necesitamos nada más. Conocemos el significado de la vida durante un breve instante, pero ese breve instante nos dará fuerza para llegar hasta lo que denominamos muerte pero que, en realidad, es el paso al tiempo circular.

—¿Entendido?

—Perfectamente. Yo voy a ir al principal bazar de la ciudad. Supongo que en Estambul habrá algún bazar, donde gente que trabaja noche y día trata de mostrarles a los pocos turistas que hay la expresión más pura de su corazón: el arte. Evidentemente, no pretendo comprar nada (y no se debe a una cuestión económica, sino al hecho de que no me queda espacio en la mochila), pero me esforzaré, haré un gran esfuerzo para que la gente me entienda, entienda mi admiración y mi respeto por lo que hacen. Porque para mí, a pesar de toda la descripción filosófica que acabas de hacerme, el único lenguaje se llama Belleza.

Se dirigió hacia la ventana y él vio su silueta desnuda, dibujada a contraluz. Por más irritante que intentase ser, sentía por ella un profundo respeto. Salió pensando si realmente no sería mejor ir a un bazar (difícilmente iba a conseguir entrar en el hermético mundo del sufismo, a pesar de todo lo que había leído al respecto).

Y Karla pensaba en la ventana: «¿Por qué no me ha invitado a ir con él?». Después de todo, iban a estar seis días más allí, el bazar no iba a cerrar sus puertas, y conocer una tradición como aquélla debía de ser algo inolvidable.

Caminaban, una vez más, en direcciones opuestas, por más que ambos intentaban encontrarse el uno al otro.