Paulo y el argentino ya habían hablado de todo lo posible y ahora miraban aquellas tierras planas, sin estar allí realmente (con ellos viajaban recuerdos, nombres, curiosidad y, sobre todo, un enorme temor a lo que podría suceder en la frontera de Holanda, probablemente a unos veinte minutos de distancia).

Paulo trató de meter la melena dentro de la chaqueta.

—¿Piensas que vas a engañar a los guardias así? —le preguntó el argentino—. Están acostumbrados a todo, absolutamente a todo.

Paulo desistió de la idea. Le preguntó al argentino si no estaba preocupado.

—Claro que sí. Sobre todo porque ya tengo dos sellos de entrada en Holanda. Desconfían porque vengo con mucha frecuencia. Y eso sólo puede significar una cosa.

Tráfico. Pero, por lo que Paulo sabía, la droga allí era legal.

—De eso nada. Los opiáceos están estrictamente prohibidos. La cocaína igual. El LSD no tienen modo de controlarlo, porque sólo hay que mojar una página de un libro o un trozo de tela en la mezcla y, después, recortarlo y venderlo a trocitos. Con el resto, todo lo que es detectable, puedes acabar en la cárcel.

Paulo prefirió dejar la conversación en ese punto, porque sentía una enorme curiosidad por saber si el argentino llevaba algo, pero el simple hecho de saberlo lo convertía en cómplice de un delito. Lo habían detenido una vez, aunque era totalmente inocente, en un país que tenía un eslogan en todas las puertas de los aeropuertos: BRASIL: ÁMALO O DÉJALO.

Como sucede siempre con los pensamientos que tratamos de apartar de nuestra cabeza porque conllevan una enorme negatividad —y la negatividad atrae todavía más energía diabólica—, el simple hecho de haber recordado lo ocurrido en 1968 no sólo hizo que su corazón se disparase, sino que además revivió con todo detalle aquella noche en un restaurante en Ponta Grossa, en Paraná, un estado brasileño conocido por facilitar pasaportes de gente rubia y de ojos claros.