Paulo y su novia eran los únicos visitantes del lugar, y los impresionó el modo en que la naturaleza crea cálices, tortugas, camellos; mejor dicho, el hecho de ser capaces de darle un nombre a todo, aunque dicho camello realmente a su novia le pareciese una granada y a él una naranja. En fin, al contrario de lo que vimos en Tiahuanaco, dichas esculturas en arenisca estaban abiertas a todo tipo de interpretaciones.

Allí volvieron a hacer autostop hasta la ciudad más próxima. Su novia, sabiendo que faltaba poco para llegar a casa, decidió —en realidad era ella la que lo decidía todo— que esa noche, por primera vez en muchas semanas, ¡iban a dormir en un buen hotel y comer carne para cenar! Carne, una de las tradiciones de aquella región de Brasil, algo que no probaban desde que habían salido de La Paz (el precio siempre les parecía exorbitante).

Se registraron en un hotel de verdad, se bañaron, hicieron el amor y bajaron a recepción con la intención de preguntar por algún buen restaurante donde poder comer la cantidad que quisieran, un sistema conocido como bufet libre.

Mientras esperaban al recepcionista, dos hombres se acercaron y les pidieron, sin ninguna educación, que los acompañasen fuera del hotel. Ambos llevaban las manos en los bolsillos, como si estuviesen sujetando un arma y quisieran que les quedase claro.

—Tranquilos —dijo ella, convencida de que los estaban atracando—. Arriba tengo un anillo de brillantes.

Pero ya los habían agarrado por el brazo y los empujaban hacia fuera, separándolos inmediatamente. En la calle desierta había dos coches sin marca, y otros dos hombres, uno de los cuales los apuntaba con un arma.

—No os mováis ni hagáis ningún movimiento extraño. Vamos a registraros.

Y se pusieron, de manera brusca, a palparlos. La novia trató de decir algo más, mientras él entraba en una especie de trance, de pavor absoluto. Lo único que podía hacer era mirar de reojo para ver si había alguien viendo aquello y que llamase a la policía.

—Cierra la boca, puta —le dijo uno de ellos.

Les arrancaron las bolsas que llevaban en la cintura con el pasaporte y el dinero y los metieron en el asiento trasero de los coches aparcados, separados. A Paulo no le dio ni tiempo a ver qué hacían con ella; tampoco ella sabía lo que le estaban haciendo a él.

Dentro había otro hombre.

—Ponte esto —dijo tendiéndole una capucha—. Y acuéstate en el suelo del coche.

Hizo exactamente lo que le ordenaron. Su cerebro no reaccionaba. El coche arrancó a toda velocidad. Le habría gustado decirles que su familia tenía dinero, que pagaría cualquier rescate, pero las palabras no salían de su boca.